ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

El estreñimiento literario

Demian Marín

C

oncibo la escritura como un acto cercano a la escatología: tener una idea, madurarla, es como el proceso de digestión, y hasta ahí vamos bien. El verdadero problema comienza cuando tomo asiento y decido que esa idea se convertirá en un cuento. Me concentro, sudo, aprieto los ojos. Poco a poco va saliendo, a cuentagotas. Y la sensación es la misma que la de un estreñido. Después, cuando ha salido, cuando he puesto fin a ese cuento, el alivio total.

Así es como he escrito la mayoría de mis cuentos. Existen, claro, sus excepciones: historias que se escriben solas. En general me cuesta trabajo, cada palabra es un logro, y al finalizar quedo exhausto; exhausto y feliz.

Los libros que he publicado se han agrupado en proyectos generales o en etapas específicas de mi escritura. El texto que aparece en esta revista, por ejemplo, forma parte de una etapa. La temática es pueril, aparentemente, pero llevada a sus últimas consecuencias se convierte en un gran absurdo, una ópera de tres centavos. Pienso en mi escritura como una oda a la banalidad, y el vacío que esto deja. A estas alturas, pienso yo, después de las grandes obras de la literatura universal que se han escrito sólo nos queda recoger las astillas y tallar en ellas nuestra voz, nuestro arte.

Mis inicios como escritor se cocinaron en los talleres nocturnos que se organizaban en las casas de mis amigos. Juntos hicimos nuestros pininos, juntos crecimos como escritores. Por ese entonces estudiaba Letras Latinoamericanas. El camino común era el de la academia: conocer teorías literarias y aplicarlas, por medio de la crítica, a las grandes obras de la literatura de nuestro continente. Los talleres nocturnos abrieron mis horizontes; fue allí, mientras leía y opinaba sobre lo que escribían mis amigos, mientras escribía y escuchaba opiniones sobre mi escritura, que decidí tomar la ruta de la escritura creativa, más que la académica.

Estos talleres nocturnos se complementaron con los diurnos y, digamos, más institucionales. Mis amigos y yo decidimos aventurarnos primero en el taller que se impartía en la Casa de la Cultura de Toluca, y después en la Biblioteca Urawa, donde se conformó un grupo entrañable, que lleva el nombre de la misma biblioteca. Allí, con el Grupo Urawa, se decidió que publicaríamos nuestros trabajos tallereados; se decidió que el primero en publicar sería yo, y fue así como surgió mi primer libro, que fue más de consumo interno entre los compañeros talleristas, pero que me impulsó a seguir en el camino de la escritura.

Y mis amigos allí estuvieron también, con sus propuestas literarias personales, cada quien con su propio empuje. La juventud y sus locuras permitieron que con esos amigos conformáramos una editorial artesanal y que siguiéramos publicándonos y publicando a los autores que admirábamos. El nombre de la editorial cambió, poco, pero cambió. Al final, por consenso, decidimos que se llamara Mirabilis.

Los avatares de la vida nos llevaron por caminos distintos, pero siempre manteniendo el contacto y ese lazo de amistad, de complicidad, que nos unió en aquel entonces. Yo salí de Toluca y tuve la fortuna de ganar las becas más importantes del país para jóvenes escritores. Eso me ayudó a perfeccionar mi técnica: el proceso es el mismo, igual de doloroso, igual de estreñido que como al inicio, pero al menos con un producto final de mayor calidad, lo que valió uno que otro premio, incluyendo el XXIII Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández, en 2014.

El trabajo literario lo fui conjugando con mi vida de muchacho tímido, después joven amigable, pero aún tímido, y ahora hombre de mediana edad, con la timidez siempre a cuestas. Aprendí otros idiomas, viajé al extranjero, vi muchas películas, jugué ajedrez competitivo; en todo esto, no hice tanto como yo hubiera querido, pero fue suficiente. Lo ideal habría sido conocer más idiomas, viajar más, ver más cine, asistir a más torneos del juego-ciencia. Uno no tiene el tiempo ni el dinero suficiente para lograrlo.

Además, me casé y me convertí en padre de familia, una práctica común en personas de mi edad. Desde el nacimiento de mis hijas, la escritura ha quedado un poco relegada, pues no es nada fácil educar a dos niñas aún pequeñas y mantener la vocación de escritor con la cual vivía 24 horas a diario cuando no tenía esa responsabilidad de progenitor.

Trabajé, por supuesto, porque la vida de escritor no te da para comer por sí sola. Un tiempo edité libros escritos en lenguas que yo no conocía; un reto muy interesante, que me dejó muchas enseñanzas. Luego, trabajé como asesor en la Secretaría de Salud federal, en donde tuve que aprender sobre la marcha a desdoblarme como escritor: mis cuentos debían convivir con el discurso político. 

Diariamente escribía, pero mi escritura estaba lejos de aquella propuesta que yo buscaba plasmar en mis cuentos. Las palabras que usaba formaban parte de un aparato utilitario: eran palabras de uso informativo, con mucha retórica, que tenían el objetivo de convencer al oyente sobre los beneficios de programas sociales de salud, sobre el trabajo realizado por médicos, enfermeras y trabajadores de la salud de todo el país.

Mis trabajos literarios se nutrieron en parte del rigor de la escritura diaria del discurso político. Lloviera, tronara o relampagueara, diariamente debía escribir sobre los temas que se me encomendaran, y el discurso siempre debía sonar fresco, debía reinventarse, para que no pareciera que se repetía.

Aun con el trabajo alejado de la literatura y la subestimada labor de la paternidad, sigo luchando por encontrar los espacios que me permitan leer y, posteriormente, escribir. La lectura para mí ha sido el alimento principal de mi escritura. Quiero seguir alimentando esta vocación, ahora un tanto famélica, porque esa ha sido mi decisión: escribir, desde hace casi 20 años, aunque me cueste, como a un estreñido.

Durante la entrevista que me hicieron los directivos de la Fundación para las Letras Mexicanas a fin de tomar la decisión de otorgarme o no la beca de jóvenes escritores, la última pregunta que me formularon fue: “¿Y qué piensas hacer después de la beca, si te la diéramos?”; yo respondí de forma rotunda: “no sé”, y después de reflexionar un poco más, agregué: “sólo sé que no podría dejar de escribir”.

 

 

Demian Marín (Toluca, 1979). Licenciado en Letras Latinoamericanas por la Facultad de Humanidades de la UAEM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, en narrativa (2009-2011), y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en cuento (2013-2014). Sus libros más recientes son: Tierra Central (Editorial La Rana, 2015), Cuentos cangrejos (Diablura Ediciones, 2015) y Sueños de humo (Ediciones de Autor, 2019). En 2014, obtuvo el XXIII Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández.