ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Cuando vinieron los homosexuales

Luis Panini

El tintineo de sus pulseras los delató. Canturrearon:

—Abran ahora mismo. Somos los homosexuales.

Papá caminó hacia la puerta con los talones elevados, como si le hubiera robado a mamá un par de tacones invisibles. Se asomó por la mirilla. Cuando volvió el rostro tenía un dedo en los labios para indicarme silencio. Me dijo en voz baja:

—No hagas ruido, son los homosexuales. Diles a tu mamá y a tu tía que tengan listo el rifle, por si se ofrece.

Las encontré abrazadas en la habitación, temblando de miedo. Al parecer ya sospechaban lo que ocurría porque enseguida me preguntaron:

—¿Son los homosexuales?

Cuando asentí, ambas se cubrieron las bocas para embotellar sus gritos. A mamá y a mí nos fue imposible anticipar lo que mi tía haría justo después de recibir la noticia. No pudimos detenerla.

—Es que yo no los puedo ver ni en pintura —nos dijo a manera de despedida—. Me dan tanto asco, incluso quienes no se les nota.

Desapareció por la ventana y terminó convertida en algo que con cierto esfuerzo podía reconocerse como el cuerpo de una mujer (son casi treinta pisos de altura). Mamá corrió la persiana cuando vimos a un grupo de homosexuales vestidos con pantaloncillos cortos de lamé salpicando el cadáver con diamantina. Antes de alejarse para seguir carnavaleando lo cubrieron con una boa de plumas teñidas en color fucsia. 

—Qué pesados —dijo mamá.

Habían tomado las calles desde la semana anterior y todavía no se cansaban de protestar y desnudarse en plena vía pública. Después comenzaron los allanamientos de moradas.

—Es que quieren casarse y adoptar niños, o algo así —me explicó ella—. Los que tienen parejas comatosas exigen obtener el derecho de desconectar el equipo médico, los respiradores, las sondas de alimentos, heredar bienes y dinero para gastarlo en ropa de diseñador, cremas hidratantes y antirretrovirales. Son muy dramáticos, casi tanto como las viudas. Nunca beses a otro hombre en la boca, hijo. Nunca ordenes crème brûlée en los restaurantes, aunque tengas antojo.

—Abran ahora mismo o derribaremos esta puerta —repitieron los homosexuales.

—En este hogar no somos homófobos —explicó papá para tranquilizarlos—. Por favor, no nos fastidien. Yo siempre me he solidarizado con ustedes. A veces compro chuletas en una carnicería donde trabaja un travesti. Hasta me he quitado el poco vello que me crece en el pecho. 

—¿Con cera caliente? —preguntó un homosexual del otro lado de la puerta.

—No, con navaja de afeitar —dijo papá.

—Eso es de heteros sin clase. Abran ahora mismo.

Dejé a mamá inconsolable en la habitación y me acerqué a papá para comunicarle que mi tía era una mancha en la acera.

—Será mejor permitirles entrar. —Traté de convencerlo para que el asunto no se agravara.

—Si los dejamos pasar lo primero que harán será explorarme el ano —dijo él—. O el tuyo, porque algunos son paidófilos. Tampoco olvides que durante el último levantamiento lograron convencer a tu tío de unirse a sus filas. Por eso tu tía los odiaba. Ella lo sospechó unos días después de aquel episodio. Una noche él llegó con las uñas limadas, después comenzó a cocinar con cardamomo, azafrán y páprika. Era una causa perdida.

La puerta se estremeció una vez más.

—Será la última vez que lo solicitamos de buena gana. Abran esta puerta —insistió un homosexual de voz meliflua.

—Les pido otra vez retirarse. Nosotros no tenemos nada en contra de ustedes. Hemos visto todas las películas de Cary Grant.

—Ese era bi. —El timbre tan desagradable de otro homosexual nos obligó a encoger los hombros—. ¿Ya vieron las de Rock Hudson? Luce divino con la Doris Day en Confidencias de medianoche.

—¿No se burla de ustedes en esa película? —preguntó papá y, al no obtener respuesta, continuó—. Sí, durante una conversación telefónica con Doris Day él le pregunta si el otro tipo con quien ella salió intentó propasarse. Ella, la mar de ofendida, responde que no. Hudson le dice que entonces es peor de lo que pensaba. Ella finge no entender aquellas palabras y él le explica que existe un tipo de hombre muy dedicado a su madre, un tipo de hombre a quien le gusta coleccionar recetas de cocina y comadrear. 

—Pero qué atrevido —dijo el de la voz chillona y, tras una patada, la puerta se vino abajo, como si sus goznes estuvieran hechos de azúcar glas. El marco recortó las siluetas prosopopéyicas de tres homosexuales. Más de uno pudo haber creído que se encontraban a punto de ser fotografiados para las páginas de una revista de haute couture.

—Llévense al niño si lo desean. —Papá me empujó hacia ellos—. No se los impediré. Yo estoy plagado de almorranas.

Uno de los homosexuales lo desnudó para auscultarle el orificio anal.

—Lo sabía: bello y libre de hemorroides —decretó el manfloro y arqueó una ceja perfectamente depilada.

Mamá apareció con el rifle en la sala de estar. Los homosexuales se llevaron las manos a las mejillas al mismo tiempo. La sincronía de aquel ademán motivado por el espanto era digna de medallas olímpicas.

—Pero qué terrible estampado floral —dijo el primero sobre el vestido que ella llevaba puesto.

—¿Cuándo fue la última vez que consultaste a un dermatólogo, chula? —preguntó el segundo.

—¿Es acaso mujer de verdad, de las de senos y vagina? —escupió el último.

Aquellos graznidos la dejaron atónita. A mamá ni siquiera le quedó voluntad para alzar el rifle y reventarle a cada uno la testa. Se le acercaron para evaluar la condición de su cutis y arguyeron qué colores animarían su aspecto deplorable.

—Quiero verte con un cárdigan verde veneno —dijo uno.

—Un poco de laca de granza en los pómulos ahuyentará ese look de difunta —dijo otro.

—Y que el morado eclesiástico siempre te adorne los párpados. —El tercero.

Mamá y los homosexuales se ausentaron algunos minutos y reaparecieron en la sala de estar para develar el cambio de imagen.

—Se parece al travesti de la carnicería —opinó papá.

—Pero qué atrevido —repitió el de la voz chillona—. Si les hemos presentado el último grito de Helsinki, la fiebre de Belgrado, la euforia de Estambul.

—Tan lamentable, la envidia —le dijo otro homosexual a papá—. Pero no te preocupes, cariño. También estamos aquí para actualizar tu apariencia.

Frente a un espejo ovalado le mostraron cómo recortarse los vellos de las fosas nasales.

—Ya no parece morsa —dijo mamá.

Y frente a uno de cuerpo completo le explicaron los beneficios de recortarse los púbicos:

—Libera al pene de su prisión capilar, amilana la rugosidad del escroto y, por ende, incentiva la frecuencia de las caricias maritales.

—Hasta parece que su tamaño aumentó —admitió mamá—. ¿Me aconsejarían algo parecido?

—Sí, chula. Mejoraría tu higiene íntima, porque eso que tienes entre las piernas es una placa de Petri —respondió uno de ellos—. Pero hazlo cuando no estemos aquí. A la vagina ni con un palo de escoba nos animaríamos a tocarla.

Uno de los homosexuales se ausentó y los otros dos le demostraron a mamá una serie de técnicas novedosas para la efectiva limpieza del hogar mediante productos y artilugios venerados hasta el cansancio en infomerciales. El ausente reapareció algunos minutos después. Cargaba un par de obras de arte para contrarrestar, según él, el aplastante y deprimente aspecto heterosexual del domicilio. Así lo gorjeó, regio y con la mandíbula alzada, como si en su momento le hubieran solicitado anunciar la muerte de Ronald Reagan.

En un muro de la sala de estar colgó una fotografía de Mapplethorpe (Hombre con traje de poliéster, 1980).

—Qué descaro —aulló papá—. Es la verga de un negro.

—Mentiría si digo que tu visión tan reducida acerca de esta obra me sorprende —contraatacó el homosexual, su voz estoica—. Si bien es verdad que un miembro viril afroamericano de talla monumental se asoma por la cremallera, me parece un ejercicio inaudito destacar la condición fálico-focal de la pieza. Es cierto que el traje de poliéster hace las veces de telón y enaltece a la sublime trompa genital, pero no tengo la menor duda de que la intención del artista fue realizar un comentario sociológico sobre la opresión económica subyugante del retratado, quien permanece en absoluto anonimato porque el encuadre fotográfico lo decapita y cercena sus piernas y a quien, obviamente, no le alcanzó el salario para adquirir un traje de tweed, de terciopelo o de pana, sino, horror de horrores, uno de poliéster —expuso el homosexual.

—A ti ni quien te calle desde que un cagado te explicó por qué un hombre en El jardín de las delicias hospeda tremenda juerga en su propio culo —dijo otro—. Al Prado yo no vuelvo, ni en ataúd.

—Es la verga de un negro —repitió papá, pero los homosexuales ignoraron su glosa insistente.

El homosexual versadísimo en crítica y teoría del arte moderno se deshizo de una escultura que descansaba sobre un pedestal por suponerla harto chabacana (trece hombres sentados alrededor de una larga mesa durante lo que parecía ser una tediosa fiesta de despedida) y en su lugar colocó un mingitorio de porcelana esmaltada, obra de Duchamp (Fuente, 1917).

Papá caminó alrededor de la pieza. Tenía un dedo en los labios mientras la contemplaba en silencio y reflexionaba sobre su condición hermética.

—Es increíble el poder transformativo del arte moderno —opinó papá—. La interpretación de esta obra adquiere nuevos tintes cuando es colocada en un sitio donde no parece pertenecer. En un cuarto de baño este mingitorio es sólo eso, pero fuera del cuarto de baño su asimilación cambia porque el entorno de su lectura es víctima de una transgresión casi esotérica. Pueden concedérsele significados múltiples. Bravo —finalizó papá.

—En realidad, el significado de esta obra es inequívocamente genital —argumentó el homosexual versadísimo en crítica y teoría del arte moderno—. El mingitorio carece de sentido si no se le vincula con un miembro viril. La ausencia fantasmagórico-fálica define su razón de ser.

Papá bostezó, se rascó la entrepierna y encogió los hombros. Decidió ignorar la prolongada estancia de los homosexuales que parecía no tener fin y encendió el televisor mientras ellos, en la cocina, le impartían a mamá lecciones culinarias para obtener favores sexuales a cambio.

—Prepárale un sabroso atún de aleta azul sellado a la parrilla con aceite de maní y laqueado con crema de tomate silvestre y cebollas caramelizadas si quieres que te acaricie el Monte de Venus —dijo un homosexual.

—O entrecot de res a la mostaza con mole de higos rostizados y puré de mango bañado en salsa de almendras y una pizca de polvo de frijol si quieres ser penetrada encima de la lavadora durante el ciclo de enjuagado —explicó el segundo homosexual.

—Pero si te quiere orinar en el rostro —advirtió el tercero—, entonces será él quien deba cocinarte una pechuga de pato al vacío servida sobre un espejo de salsa de tomatillo y calabaza ahumada. Y de guarnición una ensalada de gajos de papa y cubos de aguacate y dátiles con reducción de balsámico o salpicada con aderezo de cítricos tatemados.

—Pero que hornee la pechuga cubierta con una costra verde de cilantro y pistache si te quiere defecar encima. Es que esas singularidades demandan más compromiso y dedicación —intervino el primer homosexual y los otros dos asintieron con los ojos cerrados mientras apretaban los labios, que parecían esfínteres.

Papá apenas pudo creer lo que escuchó en el bloque noticioso del mediodía. El gobierno, después de una semana de violencia, por fin se había doblegado ante el tsunami de la barbarie homosexual. Una nueva ley había sido aprobada.

—Ya pueden casarse y adoptar niños —anunció papá a voz en cuello.

Los homosexuales se plantaron frente al televisor y, tomados de las manos —como finalistas de Miss Universo—, escucharon en absoluto silencio la voz del comentarista:

—Reiteramos: ya pueden casarse y adoptar niños, mas no cuentan con el derecho de fungir como dirigentes en la Asociación de Scouts o afiliarse a esta institución de manera alguna.

Los homosexuales intercambiaron miradas y en unísono dijeron:

—Inaceptable.

Uno de ellos tomó el rifle. La cabeza de papá estalló con gracia hollywoodense. Un muro blanco de la sala de estar quedó salpicado con la mayor parte de la sangre y masa encefálica, detalle al que uno de ellos le adjudicó maestría artística antes de retirarse:

—Es que ni Pollock pudo haberlo hecho mejor.

 

 

Luis Panini (Monterrey, México, 1978). Escritor y arquitecto. Obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura 2008. Sus publicaciones más recientes son las novelas Los Cronopolios I. Las Espirales del Tiempo (Destino, 2016), Los Cronopolios II. La oscuridad paralela (Destino, 2017) y Los Cronopolios III. La noche infinita (Destino, 2018), así como su libro de poesía Destrucción del amante (UANL, 2016). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.