ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Arrollado

Flavia Pantanelli

 

Ella extiende la carne sobre la mesada, y en su cara se dibuja una mueca de disgusto: la carne está llena de grasa y eso la va a retrasar. Menos mal que el carnicero le aseguró que la había limpiado bien; le dijo, vaya tranquila, que la prepara en dos patadas y le sale una manteca, pero ahora la mira, pasa la mano por esa superficie que le resulta repugnante y piensa que va a tener que sacar toda esa grasa si quiere que el matambre le salga como todos esperan. Mira el reloj y se pregunta si lo hará a tiempo; camina hasta el pie de la escalera, se queda en silencio, escuchando, pero no se oye nada, todo está tranquilo; se limpia las manos en el delantal, abre el cajón de los cubiertos y agarra la cuchilla afilada; sale al patio y camina hasta el borde de la veredita, ahí donde una franja de cemento deja lugar a un cantero de alegrías del hogar, se agacha y pasa varias veces el filo de la cuchilla por el borde rugoso; el acero contra el cemento hace un ruido agudo. Cada vez que realiza este trabajo se acuerda de su madre afilando el cuchillo que el tiempo había ido comiendo casi hasta la empuñadura. Su madre raspaba el cuchillo contra el piso con una energía que se le transmitía a todo el cuerpo. La recuerda así, como si no hubiera hecho en toda su vida otra cosa que esa, estar en cuclillas, afilando la cuchilla. Ella no es como su madre, pasa muy lentamente la hoja para un lado y para el otro y el metal hace un ruido seco, como una vara cuando cimbra el aire; trabaja la cuchilla de una manera pausada y cuando la siente lista vuelve a la cocina, agarra un bizcochito del paquete, se lo lleva a la boca y toma un mate. Empieza, con prolijidad, a despegar el colchón de grasa de la carne. A medida que trabaja queda sobre la mesada una película muy fina, del color del vino, quizás más oscuro todavía. Trabaja en silencio. A sus pies, el tacho de basura, limpio y con bolsa nueva, recibe los jirones de grasa. Cada tanto vigila con un ojo la cacerola donde hierven los huevos, pasa el trapo rejilla y emprolija la mesa de trabajo. Alza la cabeza, presta atención: le parece que escuchó un ruido, como un quejido, pero por ahí se equivoca, tal vez sea la perra que se estira en la canasta, algo en la casa del vecino. De todos modos, siente que el cuerpo se le pone tenso, se queda muy quieta, la cuchilla en el aire. No respira siquiera, sólo escucha. Todo es silencio. Ceba otro mate y come más bizcochitos, que le hacen acordar a cuando era chica, no sabe por qué. Cuando termina de trabajar la carne, saca los huevos de la cacerola y los deja un rato bajo el chorro de agua fría; después los hace rolar sobre la mesada, apretándolos un poco y los pela. Tira las cáscaras a la basura, vuelve a pasar el trapo. Pero no está del todo tranquila, un escalofrío le recorre la espalda, hay algo que la pone tensa, no llega a ser una sensación. Se vuelve a quedar quieta y entonces sí, lo escucha: el quejido. Pero es sólo una vez y después otra vez el silencio. Vuelve al trabajo, pero ahora sus movimientos empiezan a ser un poco más acelerados. Pone una capa de zanahoria y perejil bien distribuida; tira el bol en la pileta, junto con las otras cosas sucias, y pone los huevos duros en fila, uno al lado de otro, a dos centímetros del borde más corto. Una vez escuchó decir, no recuerda dónde, que sería mejor ponerlos en mitades, para que no se resbalen. Para ella quedan mucho mejor enteros, cuando se cortan las rebanadas se ve bien el centro amarillo, rodeado de la clara. Agarra la punta de la carne con cuidado y la enrolla sobre la fila de huevos duros. A medida que enrolla va apretando la carne con toda la fuerza de las dos manos. Ahora sí, está segura, llega del piso de arriba, además del quejido, que es fuerte, el laleo suave de Nachito, que juega en la cuna, cada tanto tose o estornuda. Termina de arrollar y presiona otra vez la carne para que quede bien compacta, cierra con fuerza las manos y aplasta con todo su peso, porque todo tiene que quedar bien apretado. Uno de los huevos está a punto de escapar por la punta; ella le cierra el paso, doblando el extremo del arrollado para arriba. Gira la carne en la mesada y lo vuelve a apretar, sabe que no hay nada peor para el matambre que, cuando se cortan las rebanadas, se desarme y, en lugar de rebanadas, queden tiras de colores en la bandeja. Sostiene el rollo con la mano izquierda, y se estira todo lo que puede para agarrar el carretel de hilo que le quedó en la otra punta de la mesada. No quiere interrumpir el trabajo, tiene que terminarlo lo más rápido que pueda, porque el nene ya está despierto hace rato y la paz no va a durar mucho. Cambia la yerba, golpea varias veces el mate contra el borde del tacho de basura. Oye al nene jugar en la cuna, todavía medio dormido, la vocecita la la lo alala, mechada cada tanto con algún lloriqueo y sabe que le queda poco tiempo, que poco a poco el lloriqueo va a ser más insistente, más imperioso. Quiere terminar antes de que, arriba, Nachito se despierte por completo. Pasa lista, mentalmente, a todo, no quiere que falte nada. La torta le quedó perfecta, le va a poner arriba un tren de mazapán. Agarra la punta del hilo con la izquierda y con la derecha envuelve muchas veces el matambre, lo piala, tira cada dos o tres vueltas para que quede firme. Suena el teléfono; agarra el tubo con las manos sucias y corta la comunicación. Gente que llama porque está aburrida, porque quiere vender algo o está al cuete, nomás, porque llamados importantes, por ejemplo del padre del chico, ninguno. Escucha al nene llamar más fuerte y se siente una tonta, cómo es que no se avivó de desconectarlo, un día como hoy que no quiere que la interrumpan. Todavía le queda hacer el repulgue de las empanadas, que el relleno le salió medio chirle. Vuelve a atar muy bien el matambre, pasando el hilo muchas veces para un lado y para el otro: quiere que le salga perfecto. Hace un nudo y tira fuerte.

Desde que sonó el teléfono el nene no deja de llamarla, escucha la vocecita diciendo am, am, y también ma, pero ella no puede ir, ahora no, que espere un minuto que termina y entonces sí, se sienta con él. Un minuto y ya termina. Pensar que no hace tanto, el nene no estaba. No estaba en la casa, no estaba en su vida. A veces le cuesta mucho recordar qué hacía, cómo vivía sin ese chico; pero el chico está llorando cada vez más fuerte, porque es su hora de la teta. Ella tiene la camisa empapada desde el primer berreo, y eso que ahora el nene toma menos, casi nada, porque el doctor ya le empezó a dar comida, pero una compañera le dijo que mejor no le corte de golpe, que de a poco, y la verdad es que ella no tiene ganas de cortarle, le da pena. Pero ahora que Nachito ya come papilla ella se siente siempre mal, todo el día con las tetas hinchadas y si se llega a sacar la leche es peor, porque al rato le sale más. Cuando está en el supermercado, basta con que oiga algún chico llorar, ahí nomás se le escapa un chorro de leche y tiene que dejar la caja para ir a cambiarse el uniforme. Ahora tiene el pecho hinchado, siente la leche que le cae por la panza. Escucha al nene que la llama desde la cuna a los gritos, pero antes quiere poner a hervir la olla, así ya va marchando; piensa que el mantel fino está casi seco, sólo le falta una pasadita de plancha mañana a último momento y poner las servilletas de colores, de varios colores, mezcladas para dar más alegría. Y vasos de colores también va a poner, que en las fotos salen lindos, los vasos, las servilletas rojas, verdes, con flores y globos, muchos globos en las ventanas, en la puerta, en la lámpara. Y al nene, el conjunto nuevo, azul, que compró la semana pasada, tan canchero que parece un hombrecito. Ella todavía no sabe qué ponerse, le da igual. El pantalón negro, seguro, aunque no sabe si le va a entrar. Se pregunta cómo es que pesa más que durante el embarazo; nació el chico, salió la placenta, todo y ella sigue pesando lo mismo, más, pesa más, el pantalón negro por ahí le entra, pero cree que no. Nachito llora. Ya va mi cielo, ya va mamá, dice en voz alta y se apura a terminar. Abre el bajo mesada y busca la olla. Se acomoda el pelo detrás de la oreja, dura sólo un instante que le vuelve a caer sobre la cara. Tiene calor, aunque está en bombacha; cuando llega del trabajo se saca toda esa ropa que le molesta, que le aprieta. A veces extraña la ropa de embarazada, el botón del pantalón del uniforme se le clava en la cintura, el corpiño se le corre, la camisa no le cierra. El nene sigue llamando. Ya va, amor, ya va mamá, dice, pero tiene la cabeza adentro del bajo mesada, lo más seguro es que el nene no la escuche, la leche le cae en un chorro por la piel de la panza, tiene que correr todas las cacerolas, sartenes, que están delante de la olla, la pone en la bacha y abre la canilla, mientras se carga de agua, tira todas las cosas otra vez adentro, pasa un trapo por la mesada, agarra el último bizcochito, lo mastica dos, tres veces y traga apurada. Ya va Nachito, ahora sube mamá, dice con la boca llena. Vuelve a pasar el trapo por la mesada. Al nene le va a poner el conjuntito nuevo y ella, por ahí, si le entra, el pantalón negro. Ahí, bien enrollado y atado, descansa el matambre sobre la tabla de picar; ella lo mira y piensa que visto así parece un chico; un chico que espera que lo vengan a alzar de la cuna, a cambiar los pañales; un niño en un altar de sacrificio. Estás re loca, se dice y se estremece de pensar que en un ratito va a tirar el matambre a la olla hirviendo. Sube corriendo las escaleras, y entra a la pieza de Nachito, toda azul, con la guarda naranja de jirafas que le pegó ella misma hace poco. Entra a la pieza, agitada, respirando fuerte, por haber subido las escaleras. El nene, agarrado de la baranda de la cuna, llora, calza un pie, otro, como si quisiera escapar, tiene la cara roja por el esfuerzo, ve a la madre, y le tira los bracitos, llora más fuerte y se ríe, en medio del llanto, en una emoción descontrolada. Ella lo alza, le pasa una mano por el pelo, se lo despega de la cara, le limpia los mocos con el borde de la remera, le seca las lágrimas. Ya está, amor, ya está, acá está mamá, le dice y lo besa en la cabeza, en el cuello. El chico se calma, pero de a ratos es como si se acordara y empieza otra vez a llorar. Puede sentir la respiración fuerte del chico. El nene hipa, la cara empapada de lágrimas y moco, busca la teta con las manos, las mete por el escote de la remera, busca con la boca. Ella siente que la leche vuelve a salir, pero dice no, ahora no, esperá un cachito que mamá todavía no terminó; comprueba que el pañal esté seco y se calza el nene en la cintura y baja con cuidado las escaleras. Con una mano sostiene al hijo y con la otra agarra la olla y la pone al fuego, mira al chico, se balancea y le canta, Estaba la paloma blanca… tira adentro las cebollas, zanahorias …Con el pico cortaba la rama… hojas de laurel, un buen puñado de sal y el matambre, cuidando de que quede bien cubierto por el agua. Tapa la olla …Con la rama cortaba la flor… y sabe que quedan cuatro, cinco horas de fuego todavía, o sea que hasta las doce, doce y media no se va a poder ir a dormir …Cuando vendrá mi amor… termina la canción y dice bravo, bravo, de modo muy exagerado. 

Se sienta en una silla, se levanta la remera. El nene muerde la teta, clava los dientes con avidez y con bronca. Ella grita, y está por darle un chirlo. Quiere tirarle del pelo, tirarlo lejos, al piso. Unas lágrimas calientes le salen por los ojos. Lo separa de su pecho y dice despacio, Nachito, despacio, que a mamá le duele. Y lo vuelve a dejar que se prenda a la teta. El bebé, más tranquilo, mama. Ella puede escuchar los suspiros, el ruido de la leche pasando por la garganta. Sacude la cabeza y trata de pensar en otra cosa, le da miedo lo que piensa, con la suerte que tuvo, con ese hijo tan sanito, tan lindo, cuando hay otras que... El nene toma la leche y es como si empleara todo el cuerpo para tomarla, absolutamente concentrado en esa teta que en este momento es todo su mundo. Diez minutos después, como dice el doctor, lo saca de la teta y lo pasa a la otra. El nene vuelve a tomar la leche, esta vez con los ojos abiertos, cada tanto interrumpe, mira a la madre en plena cara y sonríe. Lalea. Se mete una mano en la boca, junto con la teta, estira la otra mano a la cara de la madre. La mamá atrapa esa mano con la boca, le da mordisquitos, mientras le dice ¡ma-má! ¡Ma-má! El nene mira la boca de la madre, serio, fijo, después, como si se acordara en qué estaba, sonríe y vuelve a buscar el pezón y a mamar y a mirarla y ella vuelve a sentir, tal cual, como le dijo alguna vez alguien, no se acuerda quién, hace mucho, que nunca, nunca en una vida, ni en diez vidas, nunca, ningún hombre, jamás, va a mirarla con esos ojos. Por un rato se quedan los dos en silencio, pero después los ojos de ella se clavan en el reloj que cuelga de la pared, en la sartén con el relleno de las empanadas, los paquetes de discos para hacer el repulgue, el bollo de tela blanca que es el mantel fino, para planchar; el piso de la cocina lleno de grasa, de migas, de cáscaras de zanahoria, de cebollas. Para cuando vengan todos la cocina tiene que estar limpia, hay que darle una trapeada al piso de la sala, inflar los globos, terminar de decorar la torta. El nene, con la boca llena de teta, canta, lalea y toca la cara de la madre, pero ella ahora está ensimismada en la lista de cosas que tiene que hacer, mueve la cara con brusquedad, como espantándose esa mano, como si esa mano fuera una mosca o una araña y también se mira las uñas con el esmalte saltado. Se levanta y todavía con el nene al pecho va hasta la sala, vuelve arrastrando el corralito y lo instala en medio de la cocina. Saca al nene del pecho, que protesta, le da dos o tres palmaditas hasta que eructa, le da un beso y lo sienta ahí dentro. Se acomoda un poco el pelo, tiene la espalda hecha un nudo, se masajea la nuca y empieza de nuevo a trabajar. El nene se para en el corralito, agarrándose del borde, llama. La madre saca de la alacena un pan un poco duro, de ayer o de antes de ayer, muerde un pedazo y el resto se lo da al chico. El agua de la olla ya empieza a moverse, calcula que en unos veinte, veinticinco minutos va a soltar el hervor. Abre el paquete de tapas, empieza, con cuidado, a despegar la primera. Prueba el relleno. Se lleva a la boca una cucharada grande, llena. Después otra y está tentada de comer otra más, pero se arrepiente y empieza a rellenar la primer empanada y a hacer el repulgue. Sabe, aunque está de espaldas, que Nachito está molesto. El nene golpea con el sonajero y hace una especie de puchero. ¿De quién es el cumple de mañana?, pregunta con voz zalamera y sigue con la segunda, con la tercer empanada, yendo una y otra vez de la mesada al corralito, pero trabaja sin paz, bajo la supervisión y el control del hijo. Siente que el chico le exige que termine pronto, que sea eficiente para que quede disponible para él, toda para él. El nene lloriquea, muerde el pan, se atraganta, tose. Llora. La madre se asusta, después suspira con enojo, debe de ser que lo está malcriando, como le dijo alguien, hace poco, porque no es posible que este chico pida, pida, pida, sin límites. Este chico no tiene límites, como le dijo otra, el mismo día. Así se empieza, también le dijeron en otro lado, cree que en el jardín. Agarra un sonajero y lo mueve. Canta que los cumplas feliz, que los cumplas, Nachito, pero canta rápido y mal y sin ganas y no mueve el juguete el tiempo suficiente que ya lo suelta y vuelve a lo suyo y el nene de nuevo a llorar. Cierra seis, siete empanadas más, soportando el llanto. Afuera se hizo de noche y es la hora de las brujas. El nene se pone llorón y caprichoso, y ella reza todo el día para que esa hora no llegue nunca porque no soporta todo ese llanto, no sabe lo que le pasa, lo alimenta, lo cambia, lo alza y el nene llora, llora. Nachito berrea, revolea los juguetes por la cocina, llora más fuerte, y la madre come más relleno y canta el elefante trompita casi a los gritos –si tan solo se callara un minuto, por dios– y también tortita de manteca. Y ahora es ella la que está empacada y no quiere interrumpir por nada del mundo lo que está haciendo porque, al final, hace meses y meses que ella vive así, presa de este chico, como le dijeron. Quiere terminar de una buena vez. Por una vez hacer lo que se le canta. Y lo que se le canta es terminar de preparar todo para la fiesta. Ahora termino y te hago upa, le dice. Tenés que esperar; tenés que aprender a esperar, todos tenemos que saber esperar. 

El agua hierve, una espuma acre levanta la tapa de la olla y se derrama por el costado; ella se apura a retirar la tapa para que baje la espuma, pero se quema la mano con el vapor, suelta la tapa, se chupa la mano quemada, la tapa se cae sobre el pie, le duele; el nene llora a grito pelado, ahora espantado por el ruido de la olla. Ella se da vuelta enfurecida y tira al piso la sartén con el relleno de las empanadas.

Mira el estropicio en el suelo mientras se chupa la mano.

Callate de una vez, dice.

Callate.

Pisa el relleno caído en el piso, se resbala en la grasa, se tuerce un pie. Agarra al nene de un brazo, lo zamarrea y le grita ¿te vas a callar sí o no? Y después, como él no se calla, lo alza por encima de la baranda, tirándolo del brazo y se lo calza en la cadera. Tiene el piyama enchastrado de vómito. Perdió una media. El chico por un momento se queda mudo, con los ojos muy abiertos. Después ella ve cómo la expresión le va cambiando, hasta mirarla con susto. La madre respira hondo, pasa una mano por la frente, por los hombros del hijo, pero de pronto él le da una palmada en la cara y después otra y otra más y empieza a patalear y a llorar de nuevo. Callate, grita, callate de una vez, te digo. Dejá de gritar así. El teléfono vuelve a sonar. Agarra el tubo y lo tira contra el piso. Vuelve a resbalar en la grasa. Así que no te querés callar, dice. No te pasa nada. Se limpia unas lágrimas que le empañan la vista. No te pasa nada de nada. Capricho. Puro capricho. Yo te voy a enseñar, le dice. Vos a mí me tomaste el tiempo. Lo agarra por los hombros, fuerte; el nene grita, tiene la cara completamente roja, hipa, tose, toma aire y vuelve a gritar. Te digo que te vas a callar, grita, pero ahora su voz es aguda, estridente, como si hiciera un enorme esfuerzo por salir de esa garganta tan apretada. Le pone la mano sobre la boca, y el llanto de él, sofocado, la altera más, le pega en la cola; terminala, dice, y después otro y otro más hasta que le duele la mano. Con cada golpe ve la cabecita del nene que se sacude. El nene abre la boca y vomita la leche, que cae, espesa, sobre la mesada. Ella se queda de una pieza, mira esa mancha viscosa, mezcla de leche, de mocos, sobre la mesada, sobre las cosas que está preparando para la fiesta de mañana y de pronto su voz se oscurece. Es una voz negra y hueca, como si saliera de un pozo, como si saliera de un cuarto cerrado. Lo mira fijo. Quieta. Abre la boca apenas y dice muy despacio, en el límite de lo audible, ahora vas a ver. Habla con la mandíbula apretada, los labios rígidos. Agarra fuerte los bracitos del nene. Se inclina un poco hacia la hornalla. Mira al chico fijo, no parpadea. Se inclina un poco más hacia la hornalla, las manos sobre los hombros del nene, cerradas, como garfios; las uñas se clavan en la carne blanda de los bracitos. En la olla, el agua hierve, explotan las burbujas al llegar a la superficie y es como si ametrallaran al arrollado que se mueve, como enloquecido. El nene pega un grito que es un alarido. Ella gira la cara, con rechazo, y empieza decir vas a ver, con esa voz oscura, pero no llega a terminar la frase porque un calor intenso le quema la mano; grita, da un salto hacia atrás, aleja la mano del borde de la olla hirviendo. Se siente confundida, hay algo que le cuesta entender hasta que de pronto, como si hubieran encendido todas las luces del mundo, como si se viera a sí misma desde la punta de un árbol, la lámpara de techo, otra vida, algo vuelve a ponerse en funcionamiento, aparecen los sonidos, los olores, los colores y entiende que está ahí, contra la cocina, los dedos crispados sobre los hombros de Nachito, sosteniéndolo sobre la olla que hierve. Gira en redondo, queda de espaldas a la hornalla. Aprieta al nene contra su cuerpo. No puede respirar, tiembla. El corazón le golpea en las sienes, en la panza. Las piernas se le doblan. Cae de a poco, así, con la espalda apoyada en la pared, el nene agarrado fuerte, contra su pecho, como si en cualquier momento se le fuera a caer. Resbala muy despacio, el nene contra ella como si escondiera entre las ropas un objeto robado, hasta que al fin llega al piso y entonces una sacudida le quita el aire, en seguida otra y otra más. Le saltan las lágrimas. Sentada en el piso de la cocina, llora. Se balancea hacia atrás y hacia adelante mientras tararea algo y llora.