ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Inicios de invierno

Flavia Pantanelli

 

¡Paso, paso! grita don Pablo y avanza por el corredor del primer piso. Al viejo, las piernas no parecen salirle de abajo del tronco sino de los costados, arqueadas hacia afuera, como quebradas en las rodillas. Camina oscilando el peso del cuerpo entre uno y otro pie, acompañado del tintinear de las mil llaves que le cuelgan del cinturón. Los alumnos, al verlo venir, se aplastan contra las paredes y de ser posible se harían humo. En la mano lleva la cinta de acero, terminada en un gancho, que usa cada vez más seguido para destapar las cañerías. Dos pasos más atrás lo sigue Gerardo, que se raspa, cada tanto, el costado de la pierna contra el balde de aserrín que lleva en su única mano, tiene el escobillón encastrado en el muñón de su otro brazo, cortado a la altura del codo. El escobillón golpea los talones de don Pablo a cada paso: Managgia l’anima, Gerardo, dice el viejo, y sigue caminando. Desde la punta del corredor dan la imagen del Séptimo de caballería o los Jinetes del Apocalipsis. Paso, paso, vuelve a gritar el viejo metiendo la lengua entre los labios para separar los maxilares desdentados. Los chicos, al verlos venir, huyen; el corredor queda por un momento hueco salvo por los papeles de alfajor, las hojas dobladas, que se amontonan en algunas partes. Huyen hacia donde pueden y sólo de a poco vuelven a llenarlo con sus cuerpos, con sus voces.

En el micro los chicos saltan en los asientos, escupen por las ventanillas y gritan malas palabras con la energía contenida de veintitrés reos, liberados después de ocho horas sin recreo en el patio por la lluvia. Cuatro veces toca el chofer la bocina frente a la casa de dos plantas, con todas las ventanas cerradas, sin que nadie se asome a la puerta. Al bajar del colectivo los pies de Viviana se hunden en el agua hasta los tobillos, los canadienses se ponen pesadísimos y se le salen a cada paso. El micro hace sonar la bocina una vez más antes de que una Boni cansada o indiferente abra la puerta. La casa está casi a oscuras, sólo encendida la lámpara del recibidor, en un silencio de bóveda. Se saca el blazer de paño que, mojado, tiene olor a perro muerto y, como si un rayo le cortara la mano, suelta la valija de cuero que no tiene otra opción que caer así, vertical. Pasa el hall de entrada y llega a la cocina donde la madre está cosiendo los botones de un piyama. Tiene todavía puestos los ruleros, sostenidos por una redecilla negra. Aunque recién es la hora de la leche, ya hierve una olla hace largo rato: los vidrios están empañados y los azulejos chorrean. Boni volvió a su puesto, detrás de la montaña de ropa para planchar que espera su turno sobre la mesa. Por el olor, la nena sabe que en la olla se está hirviendo acelga, y ese vapor reconcentrado le llena la boca de una saliva amarga. 

En el baño, el agua inunda el piso, avanza por el corredor y cae en cascada por la escalera. Don Pablo camina con cuidado, hundiendo los borceguíes en ese charco, busca con la mirada el origen del desastre; no tarda en encontrarlo: el primer inodoro de la fila de la derecha del baño para señoritas rebalsa generosamente toda su porquería; un flotante roto que pierde agua hace el resto. Quiere cerrar la llave de paso, pero la manija gira en falso. Mannaggia la miseria, maldice en voz baja. Gerardo, pasame la cinta, dice, y Gerardo le acerca el rollo de acero que termina en un gancho. Don Pablo pone un pie a un lado del inodoro, y pasa una, dos, tres veces la cinta por el sifón, pero no consigue arreglarlo y hace lo único que puede: anula el flotante del baño, tapia la puerta del box y se dispone a secar un poco el piso. Mientras don Pablo pasa el secador, Gerardo saca el aserrín del balde y lo tira sobre los charcos. Después lo rocía con kerosene y se dedica sin ganas a barrer el aserrín. Con eso se da por terminado el aseo del baño de señoritas del primer piso. Esa noche, cuando vea al Padre Jorge, don Pablo le va a informar que hay que despegar el inodoro, que lo más probable es que se rompa y que entonces no va a quedar otra que dejarlo anulado. El problema es, justamente, que en ese piso, por un motivo u otro, ya están anulados otros cinco. 

Sacáte esos zapatos, me hacés el favor, le dice la madre sin mirarla. ¿No ves que estás enchastrando todo? Justo hoy que Boni rasqueteó y pasó la cera. Poneles papel adentro para que no se deformen y la punta del palo de escobillón. Y esas medias mojadas; te vas a agarrar una pulmonía. Me fue bien en la prueba, ma, empieza a decir Viviana, la de ciencias me puso un ocho y... Porque no estudiaste nada, interrumpe la madre, si hubieras estudiado algo te hubieras sacado un diez. Mientras habla, termina de coser, hace un círculo con la aguja enhebrada, después un nudo y con los dientes corta el hilo. Se saca un trozo de hebra de la boca, alza los ojos y ahora sí la mira. Así, con los anteojos, la madre parece una lechuza o un búho. Boni llega con la taza de leche hirviendo, la nena se corre contra la pared, como si pasara Don Pablo. Después subí a tu pieza, dice la madre mientras Viviana ve formarse lentamente la nata en la superficie de la leche. Dejé sobre la cama el corpiño que te compré; todavía no te lo pusiste, es la última vez que te lo digo: Ojito con irte mañana a la escuela sin el corpiño.

Porca miseria. 

Don Pablo grita, la cara metida en la taza del inodoro. Los golpes de la maza contra el formón no logran despegarlo del piso. En cuclillas, maneja las herramientas como puede en lo reducido de aquel espacio. Managgia, vuelve decir, y a golpear. Golpea y vuelve a preguntarse, como todos los días, por qué el padre Jorge no les pide a esas familias tan finas que todos los meses donan reclinatorios, confesionarios y bancos para la iglesia, por qué, se pregunta, no les pide que donen, en cambio, una canilla, un depósito, algún inodoro de vez en cuando. Que alguna de esas familias done un inodoro y él le pondría una plaquita de bronce, bien brillante, que diga, por ejemplo: 

A la memoria de Nené

Mancuso de Ayerza.

O si no

Teresita Iparaguirre de Campos,

QEPD.

Sí. Él mismo las atornillaría sobre los depósitos de agua, o a las puertas de los baños. Se encargaría de sacarles lustre cada semana.

Los muebles severos, el olor a cera en todo el cuarto, las paredes blancas. Un crucifijo. Una rama de olivo seca colgando del crucifijo. Sobre la mesa de luz, un libro amarillento: Cuentos para Verónica. La silla, el escritorio inglés, el lapicero, el cartapacio. Y sobre la cama, como una orden de captura, como una admonición, el corpiño blanco que la espera en silencio. Viviana tiene, de pronto, ganas de vomitar: la náusea le sube desde el estómago, las arcadas le impiden respirar; un revoltijo en la panza como cuando tiene que pasar al frente, pero estas son mucho, muchísimo más fuertes. Se acerca a la cama, agarra el corpiño. El nylon es rústico, raspa. Tiene unos breteles de un elástico brillante. Se abrocha atrás, con unos ganchos enormes. Se saca el pulóver azul, desliza el nudo de la corbata, la sostiene en su mano un rato, como una horca. Después se desabotona la camisa. Se mira las tetas. Dos bultos que a veces arden como prendidos fuego, apenas más prominentes que la cintura que ese año se le empezó a marcar. Una cintura redondeada y esponjosa, una esponja que también le creció en las caderas, en la cola, en las piernas. Viviana se mira de a una cosa por vez y después todo junto. En su aula las chicas todavía no usan corpiño, todas son esqueléticas, chatas. Chatas de adelante, de atrás, de los costados. Ella, en cambio, ahora tiene cintura, tiene cola y tiene esas tetas que a veces le arden como prendidas fuego. Con resignación, empieza a ponerse el corpiño. Es difícil, se le tuercen los brazos de tratar de engancharlo en la espalda. Le aprieta los hombros. El nylon le raspa. Se viste y se queda así, quieta, tratando de soportar eso que le cierra el pecho, que le tironea de los hombros. Trata de aguantar. Enciende la tele y se queda mirando la pantalla sin saber bien qué mira. Se le caen unas lágrimas. Si la madre la viera le diría, de qué estás llorando. No porque le interese el motivo, sino más bien como retándola por ser una tarada, como siempre, que se queja de lleno, nomás, con tanta gente en el mundo que pasa necesidades, los tullidos, los enfermos y los chicos desnutridos del África. 

El padre Jorge ni lo escucha y mientras tanto la escuela se viene, lentamente, abajo. Día a día se derrumba un poco más. Don Pablo mete la punta del cincel debajo del pie del inodoro y hace palanca. Toda esta gente, piensa, siempre preocupada de misas y de santos. Y la escuela que se viene abajo. Y el padre Jorge, que no le hace caso, meta misa, confesión y bautismo, sigue pensando don Pablo arrodillado frente al inodoro, no le hace caso que la escuela se viene abajo. Mete el cincel más profundo y vuelve a hacer palanca, pero el inodoro no se despega. Así, en esa posición, de rodillas al lado del inodoro, en el poco espacio que le dejan las paredes del box, tiene la cara casi adentro del agujero. Una gota de sudor hace rato que le baila en la punta de la nariz. Puta Eva, dice, y se pasa el brazo por la frente, para secarse. La gota de sudor cae en el inodoro seco. Corre entre las líneas de sarro amarillento hacia el sifón. Deja el cincel y agarra el formón. Lo mete y hace palanca. No mucha, para no romper nada. Putana, dice. Va a hablar él mismo con alguna de las señoras, las va a agarrar en el atrio, antes de misa. 

La luz del baño le lastima los ojos, pegados de sueño a esa hora de la mañana. Viviana se lava sin ganas y se pone el corpiño, y después, como todos los días, la camisa limpia, la corbata, el jumper. Se ata el pelo. Se sube las medias hasta la rodilla, se lustra los zapatos. Tampoco ese día toma la leche porque, como todas las mañanas, una Boni soñolienta y desaprensiva la pone sobre la mesa, hirviendo, medio minuto antes de que llegue el micro. Ella ve el humo que sale de esa taza, la nata que se forma y siente que algo adentro suyo, a la altura del estómago, se le dobla. Boni lava en la pileta las tazas, la lechera, y Viviana ve cómo se sacude su espalda gorda, atravesada por las correas de un corpiño negro, que separa las carnes en canelones anchos, y se trasluce a través del celeste claro del uniforme. Piensa en las tetas de su mamá, que vio una vez de refilón en el baño, como dos bolsas de agua caliente, vacías. Y después, las tetas puntiagudas, como fusiles, que tiene cuando sale con el corpiño marrón puesto. El micro insiste con la bocina, la nena sale, tiene el estómago revuelto, la garganta cerrada. Llovizna. En el micro saca la cabeza por la ventanilla, respira todo el hollín del escape. 

Cada vez que Gerardo exhala, el humo del cigarrillo se mete en la oreja de Don Pablo, que tiene la cabeza metida casi detrás del inodoro. Mira de cerca cómo el viejo da el último golpe a la maza y termina de despegar el inodoro. Lo mueve un poco, lo levanta, lo inspecciona. Una línea negra lo recorre en diagonal. Maldice otra vez el viejo y pone el inodoro a un costado y apenas lo apoya contra el piso, se parte en dos, de forma limpia, casi equitativa y queda así como una almeja abierta al medio. Don Pablo, en cuatro patas, mete la cabeza por el agujero del piso, trata de desentrañar el mapa de las cañerías mientras palpa a ciegas, buscando la cinta de acero que dejó tirada. Gerardo enciende un cigarrillo y la acerca con su borceguí. El viejo mete la cinta en el agujero y la hace avanzar, despacio. Empuja, empuja, pero a los pocos centímetros, diez, quince, la cinta hace un giro brusco y se dobla dentro de la cañería. Tutti ignoranti, estos criollos, le dice a Gerardo. Non si puede ponere un codo así in una cloaca. Repite dos o tres veces el procedimiento: la cinta choca contra el codo, empuja con más fuerza, pero el acero se dobla sobre sí mismo y la cosa no avanza. Per questo pasano las cosas que pasano, en esta escuela. Puta Eva, dice mientras piensa cómo va a decirle al padre Jorge, esa noche, que hace falta levantar el piso, picar la pared.

Las paredes de la escuela condensan la humedad y en las aulas se agolpa un olor aceitoso, que puede ser la mezcla de lana mojada, con fritura y perro, o papeles viejos y medias usadas; un tufo aceitoso y singular que sólo puede nombrarse así, olor a escuela con lluvia. Viviana llega hasta la última aula del primer piso, el tufo le golpea en la cara, aumentándole las náuseas, tira la valija al costado del pupitre, se sienta en su banco, y con los pulgares intenta tres o cuatro veces acomodarse los breteles del corpiño. En el recreo las chicas desalojan a los varones de los pasillos y despliegan los elásticos y las cuerdas, pero ella pierde en seguida las ganas de jugar: cada vez que alza el brazo para darle vuelta a la cuerda, el corpiño se le corre y es un esfuerzo tremendo volver a poner todo en su lugar. 

Respira con dificultad. Deja el formón y la maza al costado del pozo y se agarra de la manija de la puerta que, sacada de las bisagras, descansa inclinada contra la pared. Tutti ignoranti questi criollo, dice y se levanta agitado. Se masajea las rodillas doloridas, y se acomoda la cintura del pantalón. El inodoro descansa, partido como una manzana, sobre la mesada de las piletas que hace años no andan. Don Pablo, parado sobre la montaña de escombros, mira el pozo largo que acaba de cavar, una especie de trinchera que picó en el contrapiso, buscando la cañería, que atraviesa todo el baño en dos, y cuando llega hasta la pared sube unos cuarenta centímetros hasta la cámara de desagüe donde confluyen todos los caños de las piletas, de los inodoros y algún que otro pluvial, en el troncal de la cloaca. Desde ahí puede ver el laberinto de caños provenientes de todas direcciones que vienen a morir a este caño grueso, definitivo, y dice, resignado: Gerardo, dame la cinta. Gerardo, resignado también, se la alcanza una vez más, mira el reloj y bufa. Está aburrido, mojado, lleno de polvo y con hambre. Hace veinte minutos, sabe, en el comedor sirvieron la comida, y no quiere perdérsela aunque hoy no haya más que sánguches de fiambre: otra cosa no pudo prepararse, si este bendito hombre hizo cerrar la llave maestra y hace horas que tiene a toda la escuela sin agua.

Viviana ve caer la lluvia en los charcos del patio sentada en el piso de la galería. Tiene sueño y bronca; tiene ganas de vomitar y de que nadie la moleste. Volcó el agua de las acuarelas arriba del registro de inasistencias tratando de arreglarse el bretel que se le cae, y a la vuelta del recreo los chicos habían dibujado un corpiño en el pizarrón y escrito VIVIANA. Cada tanto levanta un hombro para acomodar el bretel del corpiño, o tira con fuerza del elástico para volver a poner en su lugar todo eso. Así se queda un buen rato, mirando caer la lluvia. Cada tanto, el bretel vuelve a resbalarse por el hombro y ella lo tira para arriba. Don Pablo empieza a pasar la cinta por el agujero de la pared. El gancho grande, pesado, de la punta empieza a bajar por el caño troncal. Viviana lleva dos amonestaciones en la libreta por lo del registro de inasistencias y seguro que la van a poner en penitencia. Una lágrima está a punto de caerle por la mejilla, pero se la saca de un manotazo y por ese mínimo movimiento, el corpiño se le corre para el costado. La cinta baja sin dificultad unos treinta, cuarenta centímetros, después se detiene, don Pablo empuja con fuerza, la gira y la cinta encuentra un paso y sigue avanzando. El viento embolsa el agua, empapa las paredes de la galería donde Viviana está sentada, le moja la cara, el pelo. Escucha los ruidos, los gritos de los chicos en el comedor. A esta hora, piensa, habrá iniciado la guerra de mandarinas. Se levanta y empieza a cruzar el patio debajo de toda esa lluvia. Elige los charcos más grandes y hunde a fondo los zapatos. La cinta desciende por la cloaca, avanza, avanza hasta el final sin encontrar ningún escollo. Porca Ostia, dice don Pablo. Nadie lo escucha, Gerardo hace rato que lo plantó y se fue a comer. Mira a su alrededor, el box sin puerta, el inodoro partido, la montaña de escombros y ese agujero que parte el baño al medio. Recoge la cinta con rabia, tira, tira del acero que se va enrollando a sus pies sobre toda esa montaña de azulejos rotos, de pedazos de cemento, la cinta viene ágil, liviana, vacía. Recoge la cinta, con decepción, cuando de pronto, algo ahí adentro ofrece una resistencia. La cinta se pone tensa, se rebela, no sale. El viejo sonríe, bravo, se dice, bravo, y no hay nadie que vea brillar esas encías sin dientes. Tironea del acero, lo manipula, le da línea y después recoge; afirma la bota entre los escombros del piso y tira con cuidado, como un pescador que no quiere que se le corte la línea, que arrastra su trofeo. Viviana se entretiene un rato haciendo canoas con los zapatos, viendo las burbujas de agua que salen después, cuando pisa con fuerza. La lluvia le pega el pelo a la cara, la pollera se le mete entre las piernas, hay mucho viento y hace frío, pero ella no lo siente, sigue caminando por el patio, eligiendo y aplastando charcos con sus zapatos deformados. Cruza en diagonal todo el patio bajo la lluvia, hacia el rincón donde están las escaleras del fondo. Bravo, se dice don Pablo, bravo, cuando termina de sacar la cinta. Eccolo qui. Sonríe mientras observa lo que cuelga del gancho. Eccolo qui. Ya casi no llueve y parece que quisiera salir el sol cuando Viviana termina de cruzar ese patio inmenso, pasa por la ventana del comedor y ve las mandarinas volar de una punta a la otra de las mesas en una guerra de todos contra todos; llega hasta las escaleras que van a los baños y empieza a subir, de a dos peldaños por vez.

Esa noche, en el despacho del Padre Jorge, don Pablo apoya sobre el escritorio un paquete de papel de diario. El Padre Jorge levanta la cabeza de su biblia y lo mira por encima de los anteojos. El viejo le sonríe y sin decir una palabra, agarra el paquete, lo abre y saca de adentro un corpiño blanco, hecho un nudo, casi una pelota; pialado y chorreante que, enganchado en el codo de la bajada de la cloaca, estaba obstruyendo el primer inodoro, a la derecha, del baño de señoritas del primer piso.