ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Ahora que casi no pueden moverser

Flavia Pantanelli

 

Sentado en su poltrona, Dardo toma la decisión. Se lo propone también a Maia, que de dos meses a esta parte no hace más que mirarlo con ese gesto, mezcla de reproche y hartazgo, desde la otra poltrona, a pocos centímetros de la suya, donde también ella se encuentra encajada. Maia acepta casi sin pensarlo, se esfuerza para que la voz le salga natural, que no se le noten ni el miedo ni la desconfianza. Sin embargo, después de tanto tiempo de no hablar, la voz le sale tan débil y cascada que Dardo, a duras penas, llega a escuchar el sí.

El primer paso lo da él, después de todo es quien propuso el juego. Y decide empezar por el birrete. Desde que la idea empezó a darle vueltas por la cabeza, un par de semanas atrás, se imaginó que el juego tendría que empezar por el birrete que le dieron en Harvard. Tiene que hacer bastante fuerza para desencajárselo, está pegado al pelo, a la piel detrás de las orejas. Lo retuerce despacio para un lado y para el otro y de a poco va saliendo. Ahora lo tiene delante de él, le da vueltas entre las manos y sacude el penacho de flecos que le cae de costado. Alguna vez ese penacho fue suave, sedoso, muy negro, y a él le gustaba acariciarlo como al descuido, sentado en su estudio o mientras leía algún libro, pero ahora parece una rata muerta que cuelga suspendida de la cola. Con el birrete en la mano, mira a Maia. Ella, después de un rato en silencio, hace una mueca casi como si se riera y, un poco inhibida, apunta el índice a su propia cabeza. Dardo comprende. Trata de hundir los dedos en la melena, para usarlos como peine, pero no puede hacerlos avanzar entre los nudos y las mechas duras, así que termina por llevar toda la masa de pelo con la palma de la mano para un costado. Ahora, sin el birrete, como si de pronto tuviera la cabeza desnuda, tiene plena conciencia de su pelo ralo y desprolijo y se siente avergonzado. Sin embargo, no deja de sentirse más fresco, liviano. Puede moverse para cualquier lado sin que el fleco que le bailaba constantemente sobre la cara le golpee el ojo. Así, con la cabeza libre, mira a su mujer de frente; sostiene la mirada, espera.

Ella no dice nada. Baja la cara. Con dos dedos mantiene el ojo derecho muy abierto y con un pellizco rápido de la otra mano se saca la lente de contacto azul que le cubre el iris. Lo mira a Dardo de lleno. A él lo toma por sorpresa esa cara con un ojo marrón y el otro azul cobalto, esa mirada desigual, de ojo de vidrio, o de muñeca. Maia vuelve a bajar la cabeza como para mirarse algún detalle en el vestido y se saca la lente izquierda. Cuando vuelve a mirarlo de frente, Dardo se emociona por volver a ver esos ojos que alguna vez le gustaron tanto.

Es el turno de Dardo nuevamente. Se pasa una mano por la barbilla una o dos veces. Empieza a decir algo, pero se interrumpe. Maia espera. Dardo se acaricia el bíceps izquierdo, donde tiene ese tatuaje rojo y negro que se hizo hacer para los cincuenta. Le ocupa todo el brazo desde el inicio del hombro hasta el codo. Recorre con el dedo índice las líneas tribales del dibujo, cada detalle, mientras junta valor. Por la ventana abierta entran los ruidos de la tarde, una cumbia lejana, bocinazos. Cuando se siente más o menos listo, respira hondo, pellizca la piel cerca del codo y tira varias veces con fuerza hasta arrancar, limpio, todo el tatuaje. Lo sostiene un buen rato entre las manos, traga con fuerza, sacude, apenas, la cabeza, y lo revolea lejos. Dardo suspira, se pasa una mano por los ojos húmedos y mira a su mujer con gesto de satisfacción.

Maia cruza una pierna sobre otra y mueve un pie como si marcara un ritmo. Dardo recuerda ese gesto, es el mismo que hacía cuando jugaban al buraco y ella dudaba de la próxima movida. Un momento después su mujer sonríe, y él sabe que si su mujer sonríe es porque va a bajar el pie, lo va a poner al lado del otro, las rodillas muy juntas, y va a hacer la próxima movida. Maia baja el pie, lo pone al lado del otro, las rodillas muy juntas y agarra el florero de la mesita de arrime, saca las dos flores que tiene y se tira, de a poco, el agua en la cabeza. Deja el florero otra vez en la mesita y se refriega el pelo con fuerza, usando las dos manos. Repite varias veces los mismos movimientos, empieza por masajear el cuero cabelludo con las yemas de los dedos, rasca un poco con las uñas, después sigue por el largo hasta terminar con las puntas en un movimiento más suave. A medida que masajea, que frota, la cabeza se va cubriendo de una espuma amarilla. Alza el pelo sobre la nuca, como haciendo una cola de caballo, después lo estruja y mira con atención las puntas, como si controlara algo de ese procedimiento, frunce un poco la boca y vuelve a comenzar, con las dos manos en el cuero cabelludo. Dardo la ve repetir una y otra vez toda esa sucesión de cosas, todo ese procedimiento, hasta que, no se sabe por qué, la repetición se interrumpe: ella se mira la punta del pelo igual que las veces anteriores, pero no frunce la boca sino que sonríe, vuelve a agarrar el florero y se tira el resto del agua en la cabeza. El agua le cae por la cara, los hombros, por el pecho, arrastrando esa espuma amarilla, de un amarillo rabioso, furibundo. Se tira de a poco el agua del florero y cuando se acaba, usa también el agua de la pecera chica, con cuidado de no usarla toda, porque adora esos Neones, le encanta verlos entrar y salir del barquito hundido, del cofre del tesoro o remover las piedras del fondo, buscando comida. Y a medida que ella se tira agua, el pelo va volviendo a su color natural, casi negro, muy brillante. El pelo se relaja, pierde también el planchado y le aparecen unas ondas suaves que bajan por los hombros hasta la cintura.

Dardo está impaciente por que llegue su turno, ya tiene decidido el próximo movimiento y, en cuanto Maia le hace una seña, se inclina con esfuerzo, todo lo que le permite su estado, hacia adelante, y se saca la camisa. Queda desnudo de la cintura para arriba. Con la mano derecha se agarra la panza. Con más facilidad de lo que pensaba, se desenrolla la capa de grasa que la envuelve y la deja caer al descuido, a un costado de la poltrona. Sigue con los pectorales, primero el izquierdo y después el derecho. Liberar el cuello de la grasa le resulta sencillo, es casi como sacarse una bufanda, sin embargo, la gordura parece estar más adherida en algunos puntos que en otros y a veces tiene que tirar con fuerza o ayudarse con la otra mano. Lo que le resulta más difícil, es tirar de los costados de la espalda y detrás de los hombros, a la altura de los omóplatos, porque no le da el largo del brazo y la posición es muy incómoda. Los dedos, los desenrolla uno por uno, con mucho cuidado, después las muñecas. Cuando termina de sacarles toda la grasa, cierra y abre las manos, separa y junta los dedos, gira las palmas hacia arriba y hacia abajo, haciendo rotar las muñecas, como haría un pianista, antes de empezar a interpretar. Maia observa atenta toda la transformación, pasea los ojos por esos pectorales, ahora suaves, por los brazos torneados, por el cuello largo donde se marca una nuez afilada que sube, que baja cada vez que Dardo traga, que Dardo habla. Él se siente un poco raro, hace mucho que Maia no lo mira así, con aquellos ojos que alguna vez le gustaron tanto, pero también con eso otro en la mirada, que no sabe bien qué nombre ponerle. Maia se muerde el labio inferior, parece que fuera a decir algo, pero se calla. Dardo se saca la alianza y juega con ella, la hace girar entre los dedos y se la vuelve a poner.

 

Maia cierra los ojos y coloca las manos sobre las piernas, con las palmas hacia arriba en actitud de meditar. Se queda así un buen rato, inspira, lleva el aire al abdomen, espira. Cuando se siente lista, mete una mano debajo de la blusa, a la altura del pecho izquierdo y extrae, con mucho cuidado, de adentro del corpiño, un hijo. El hijo se aferra con los dientes al pezón, y grita cuando ella le introduce un dedo en la boca para liberar la teta de esa mordida. A pesar de la barba, del bigote, tupidos, que le cubren la boca, Dardo puede ver que su hijo tiene una dentadura perfecta, muy blanca. Maia deposita al hijo en la alfombra, le pasa la mano por la cabeza, le arregla la ropa, le ata los cordones de las zapatillas. El hijo patalea, hace pucheros, intenta recuperar la teta de la madre. A Maia, un gesto amargo le tuerce la cara, tiene los ojos llenos de lágrimas, pero mantiene la distancia con firmeza. El hijo se seca el llanto, se sopla los mocos en la manga de la remera y camina hacia la cocina, insultando a los gritos. Desde la sala, escuchan al hijo moverse por la cocina, abrir y cerrar la puerta de la heladera, destapar una cerveza, arrugar el celofán de un paquete de papas fritas; después, por uno o dos minutos, no oyen nada más que los ruidos de la tarde que entran por la ventana abierta: el fútbol en una radio vecina, los chicos de la cuadra, unos petardos, hasta que les llega, desde el cuarto, los acordes en la guitarra eléctrica, la voz del hijo que improvisa la letra de una canción nueva y la termina con un riff y un eructo prolongados. Dardo y Maia escuchan ese eructo potente, rotundo y sonríen, cada uno para sí, satisfechos. Las tetas de Maia pierden en el acto aquella forma de bolsas que tenían el último tiempo y toman, de pronto, la de dos peras suaves. Ella se pasa las manos por la remera, recorriendo una cintura que antes no tenía, se agarra aquel par de tetas que recién descubre, y lo mira a Dardo, sin soltarlas. Dardo se siente, de pronto, un poco excitado y le parece increíble que Maia pueda excitarlo, aunque sea un poco, después de todos estos años.

De nuevo le toca a él. Baja, despacio, el cierre del pantalón y mete la mano en la bragueta. Mueve la mano en la bragueta una y otra vez, en silencio, con un gesto perdido en la mirada. Maia carraspea, molesta, y tamborilea los dedos sobre la mesita del florero. Dardo, como si se despertara, empieza a sacar de su pantalón el cuerpo largo y bien torneado de una mujer. Deja a la mujer arrodillada en el piso. Maia, aunque no la vio nunca antes, reconoce de inmediato a Corina en su pelo rojizo, en las pestañas interminables, en el tintinear de las pulseras que cuelgan de su muñeca. Corina da un grito agudo, de sorpresa o de susto, y mira para todos lados. Los labios pintados de rojo forman una pequeña O. Siempre con los ojos muy abiertos y la boquita en O, se plancha la ropa con las manos, se acomoda el pelo y mete con decisión la mano en la bragueta todavía abierta de Dardo. Agarra la cartera, se la cuelga del hombro y sale del departamento dando un portazo, con cara de ofendida, moviendo mucho el culo, la melena rebota sobre sus hombros a cada paso que da con sus taquitos dorados. Su perfume permanece largo rato en el aire.

Maia se queda inmóvil, la mandíbula apretada. Dardo no se atreve a hablar. El reloj suena varias veces antes de que ella haga la siguiente jugada. Están por dar las seis cuando ella se inclina un poco hacia el costado y saca, de debajo de su asiento, a su madre. Acerca, como puede, la banqueta baja y la ayuda a acomodarse. Alza una mano para acariciarle la mejilla, el pelo. La madre rechaza la caricia con gesto severo, pasa un dedo por la mesa de apoyo y mira el polvo que le quedó adherido a la yema. Levanta el florero, mira la base, lee made in china y lo vuelve a apoyar, con una mueca de disgusto que le tuerce la boca hacia la izquierda. Maia la deja hacer, en silencio. Conoce todo el ritual de la madre, sabe que va a tocar las hojas de la palmera para comprobar, como cada vez, que son de plástico, a comentar sobre la escasa luz natural de la sala y a rechazar cualquier bebida, cualquier comida que se le ofrezca. Siente algo que se remueve debajo de su asiento, vuelve a meter la mano y saca, medio asfixiada, a la perrita blanca. La madre estira los brazos y recibe a la perrita con una alegría exagerada, le acomoda su capa de terciopelo bordó y el pretil de cuero adornado con cristales. La perrita ladra, gime, mueve la cola en todas direcciones y le pasa la lengua una y otra vez por la cara. La vieja ríe divertida y dice algunas palabras en un tono casi tierno, pero cuando nota la presencia de Dardo, tan quieto en su poltrona que le había pasado inadvertido, se queda tiesa, y los gestos de alegría o de ternura se evaporan de su cara. Permanece largo rato en silencio, el rictus duro, los ojos clavados en su yerno. Dardo le sostiene esa mirada con aparente tranquilidad, sin pestañear, sin embargo, Maia puede notar la respiración desacompasada, ruidosa, de su marido, y el rubor muy intenso que empieza a subirle a la cara desde la base del cuello. Los músculos de la mandíbula se le marcan como dos nudos; tiene los ojos inyectados de sangre. La suegra pasea la mirada por la sala, por los muebles, por Dardo, encajado en aquel sillón, sin camisa, sin birrete y con el pelo desprolijo, y frunce la nariz como si de pronto por la ventana hubiera entrado un olor pestilente, después mira nuevamente a su hija, que ahora vuelve a tener sus ojos marrones, su pelo oscuro y la expresión en su cara cambia: ya no es dura, sino que se vuelve amarga. Maia prefiere no sostener esa mirada de su madre y clava los ojos en algún punto lejano. La perra salta al piso, gruñe y muerde el tobillo de Dardo, tironea de la botamanga de su pantalón. Él la aleja de un manotazo, pero ella vuelve a la carga una y otra vez hasta que Dardo se la saca de encima con una patada. La perra golpea contra la pata de la silla, aúlla pero, exacerbada, consigue arrancarle la pantufla y corre a esconderse debajo de la mesa, donde se dedica, entre gruñidos, a destrozarla. Dardo agarra un pisapapeles y se lo arroja, con tan buena puntería que le pega a la perra en medio del lomo. La perra aúlla y gime y se lame y vuelve a aullar. La vieja, los ojos muy abiertos, mira a Maia escandalizada, mientras apunta con su índice, acusador, al yerno. Animal, dice. Y repite, animal. Después, dirigiéndose a su hija, dice una o dos frases en otro idioma. Y a pesar de su voz rota, el idioma es duro, como hecho de golpes, y el tono es admonitorio. Maia alza los ojos hasta la madre y como única respuesta niega con la cabeza. La madre insiste, repite las mismas frases en ese idioma incomprensible para Dardo. Maia vuelve a negar con la cabeza y después baja la vista y no dice más. La madre se lleva una mano al pecho, la otra a la frente y se desploma sobre la banqueta, con la suavidad y la inercia de un foulard. Maia permanece quieta, los ojos bajos. Dardo sigue callado, con la cara teñida por el rubor intenso, respira con dificultad. La madre abre los ojos, mira a uno y otra, espera unos instantes, y como nadie en la sala se mueve, endereza la espalda, alza la cabeza y controla que su peinado esté en orden. Después apoya el bastón en el piso y se levanta, se acomoda la pollera de tweed, la chaqueta, la cartera channel. Vuelve a clavar sus ojos, casi transparentes, en Dardo. Por un momento parece que alguna palabra fuera a separar aquellos labios que, de tan apretados, aparentan ser uno solo, pero no. No dice nada. En cambio, aleja el bastón medio metro, da un paso con el pie derecho, luego otro con el izquierdo, vuelve a alejar el bastón y a dar pasos, y así, siempre en silencio y con la cabeza en alto, se dirige a la puerta. Al pasar cerca de la perra chasquea los dedos y ese sonido, casi vítreo, alcanza para que la perra se alce y camine detrás de su ama, la cabeza gacha, la cola entre las patas, siempre con la pantufla entre los dientes. La anciana sale sin mirar atrás. Dardo y Maia oyen la puerta del ascensor que se abre, un golpe seco, el aullido de la perra, y la puerta del ascensor que se cierra. Después el motor del ascensor, que vuelve a ponerse en movimiento. Recién entonces Maia levanta la cabeza y mira de frente a su marido.

Dardo asiente con la cabeza, en señal de agradecimiento. Estira la mano, que le tiembla un poco, y agarra la palmeta de espantar moscas, la apoya en su pecho, a la altura del corazón y hace palanca. La maniobra es difícil y requiere toda su fuerza, pero está decidido a hacerlo. Siente que no hay vuelta atrás, que está jugado, que hace tiempo que está jugado. Intenta varias veces, cambia de posición la mano, gira el borde de la palmeta, la pone de plano, de canto. Hace palanca. Tanta fuerza hace que el mango se dobla hasta el límite, por momentos parece que se va a quebrar: una línea blanca se empieza a insinuar en el lugar más exigido, pero Dardo no abandona, prueba y prueba, una y otra vez hasta que logra sacar, con jockey y todo, a Compadrito, el pura sangre al que le apuesta cada domingo en el hipódromo de Palermo. Compadrito relincha. Tiene los ojos desorbitados, como si fueran a salírsele del cráneo, la boca muy abierta, una espuma verdosa se acumula en la comisura de los labios, muerde el freno, nervioso; la columna de aire entra, sale de su pecho con fuerza; resuella, y un vaho caliente le da a Maia en plena cara. De a poco, Compadrito se aquieta, baja la cabeza y empieza a mordisquear el sombrero de paja que cuelga del perchero. El jockey sigue en posición de largada, las riendas en la mano izquierda, el cuerpo inclinado, la fusta bajo el brazo, atento a que abran las gateras. Cuando ya no puede soportar el calambre en las piernas, se sienta en la montura, se saca el casco y se limpia el sudor de la frente. Mira para un lado, para otro. Desensilla. Compadrito camina un paso y husmea los muebles de rattan. Fustiga unas moscas con la cola. El jockey le da varias palmadas, le pasa la mano a lo largo del cuello. Saca un terrón de azúcar del bolsillo de su Brich, se lo ofrece. Mientras el caballo tritura el azúcar, el jockey le acaricia una oreja, dice: bravo Compadrito, bravo. Enciende un cigarrillo, tira al caballo de la hociquera y salen despacio. Cada dos o tres pasos golpea la caña de su bota con la fusta y vuelve a decir: bravo, Compadrito, bravo. Maia los sigue con la mirada hasta que desaparecen de su vista. Siente un poco de pena por las lágrimas que ve brillar en los ojos de Dardo. 

Maia hace el intento de meterse dos dedos en la boca, pero se arrepiente, baja la mano y se queda un momento quieta, la cabeza gacha, con gesto de preocupación. Vuelve a intentarlo, pero tampoco esta vez termina la maniobra y la mano cae, como muerta sobre el regazo. Dardo ve que los hombros de Maia se sacuden. Llora en silencio. Dardo no sabe por qué llora Maia, pero prefiere no preguntar, espera alguna decisión de la mujer. Ella llora. Llora tapándose la cara con las dos manos, pero en algún momento deja de llorar. Se seca la cara, se acomoda el pelo detrás de la oreja y de nuevo se lleva los dedos a la boca, los mete hasta el fondo y se produce una arcada. Después, se produce otra y otra más. A la tercera, Maia vomita una caja amarilla y negra. Dardo conoce esa caja, es la del complejo vitamínico que ella toma todas las mañanas. Maia respira una, dos veces y vuelve a provocarse otra arcada: esta vez vomita las pastillas de magnesio. Expulsa el tubo con tanta fuerza que va a caer a los pies de Dardo. Con la próxima arcada, saca el frasco de píldoras para la memoria y, a su turno, anfetaminas, centella asiática, anticonceptivos; crema hemorroidal, flores de bach, laxantes. Las arcadas son tantas y tan fuertes que en la cara de Maia se van marcando derrames, pequeños hematomas. Spray nasal, ansiolíticos, antiácidos, antiheméticos, colirio. Tiene los ojos llenos de lágrimas, por el esfuerzo. Parches de nicotina, calcio, cortisona; crema para los hongos, diuréticos. Maia vomita, vomita, vomita. Glóbulos de homeopatía; antiespasmódicos, propóleo, antibióticos, supositorios, crema antiarrugas, óvulos, gel vaginal, inductores del sueño. No puede parar. 

Ya es casi de noche cuando cesa el vómito y se queda quieta. Quieta como una estatua. Tan quieta que Dardo se preocupa. Se acerca todo lo posible, haciendo dar saltos a su poltrona hasta quedar al lado de Maia. Se inclina, pone la oreja en su pecho; siente que respira. Eso lo tranquiliza un poco aunque es una respiración débil, exhausta. Dardo acerca la mano, y le limpia las lágrimas, los mocos. Le acomoda el pelo detrás de la oreja y ve su cara amoratada, los labios partidos. Acaricia la melena ondulada, suave de Maia. La acaricia una vez y otra, y se queda así, acariciándola. No recuerda la última vez que repitió ese gesto. Afuera oscurece, se escuchan portones de garaje que se abren, que se cierran, autos que estacionan en las veredas. Maia sigue quieta, los ojos cerrados, respira muy débilmente. Pasada la media noche, abre los ojos. La casa está en silencio. Mira a Dardo, que duerme en su poltrona, respira con suavidad, cada tanto sonríe, balbucea alguna cosa. Su mano agarra la de ella con fuerza, tienen los dedos entrelazados. Maia se siente muy cansada, vacía; sin embargo, se prepara para terminar el último movimiento: abre la boca una vez más y, con una arcada feroz, expulsa de su cuerpo miles y miles y miles de cajas de antidepresivos.