ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Tebori

Daniel De Leo

 

El tatuaje es para siempre. Pero, ¿qué tan perdurable puede ser algo grabado en la fragilidad del cuerpo? Es para siempre mientras estemos vivos. Y así, según dure nuestra vida, nadie nos quitará aquello que el tatuaje encierra, dice o pretende decir. Lo que mi amigo Lalo no sabía —quién iba a sospecharlo— es que el tatuaje puede alterar su sentido, invertir el significado, aunque su forma permanezca inalterable.

“El nombre de una mujer me delata”, reza el penúltimo verso de un poema de Borges, y concluye: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”. También a mi amigo lo delataba el nombre de una mujer, un nombre que llevaba marcado en el pecho y que, como una maldición, le dolía en el cuerpo y en el alma. Él quería olvidar lo que se había propuesto no olvidar jamás, pero esas letras en su piel no hacían más que remitirlo a una zona de su memoria, donde una verdad hiriente seguía latiendo entre los escombros.

Averiguó que el tatuaje podía quitarse mediante una técnica moderna, la de aplicaciones de láser. No obstante debía someterse a muchas sesiones y de todos modos le quedarían rastros. Eso lo desanimó a tal punto que había decidido desfigurar el tatuaje con un hierro candente. Le hablé entonces de un anciano, un japonés que podría sepultar el nombre infame bajo un tatuaje nuevo. Yo había visto trabajos de este hombre: perseguía una delicada perfección. “Eso, eso es lo que quiero”, me dijo Lalo con la cara iluminada.

Hashimoto era dueño de una tintorería en el barrio de Flores. En realidad el negocio estaba a cargo de la mujer —también oriental—, y él ejercía su arte en la trastienda. Cuando no estaba tatuando, colaboraba con ella.

Entramos en la tintorería. El anciano descolgaba de las perchas unos vestidos que había pasado a buscar una señora. En tanto, su mujer le extendía la cuenta a un muchacho al otro extremo del mostrador. No bien los dos clientes se retiraron, le comenté a Hashimoto que mi amigo buscaba hacerse un tatuaje.

—¿Con qué propósito? —preguntó, mirándonos por encima de sus lentes de carey.

Nos desconcertó la pregunta, pero Lalo supo reaccionar.

—Tengo que tapar… esto —dijo y se desabrochó un par de botones de la camisa.

La japonesa permanecía cerca de nosotros, aunque desligada de la conversación. Hacía cuarenta años que el matrimonio vivía en Buenos Aires. A diferencia de Hashimoto, acriollado y conversador, ella era un tanto cerrada. El anciano levantó la puertita trampa del mostrador y nos hizo pasar. Vestía una casaca, un pantalón holgado y sandalias. En el cuello, unos centímetros por debajo del lóbulo de la oreja, le noté un tatuaje borroso, opacado por el tiempo.

La trastienda era un recinto espacioso donde se respiraba un aroma a té perfumado. Dos faroles de papel esparcían una luz abundante y cremosa.

—¿Puede tatuarme algo encima? —preguntó Lalo.

Hashimoto fue hacia una gaveta, abrió uno de los cajones. Volvió con una lupa y le examinó la piel.

—No sé —dijo—, no es fácil. Las letras son muy grandes, groseras. Aparte me tiemblan las manos, aunque casi no se me nota. Este oficio requiere mucha precisión.

—Igual sigue trabajando —indiqué yo.

—Es cierto, sigo trabajando. Claro que ya no hago muchos tatuajes, uno cada tanto. A mi edad y en estas condiciones, tardo más que antes. Hay diseños que me llevan dos o tres meses.

—No importa lo que tarde —dijo Lalo—. A menos que no me quiera atender.

Hashimoto se quitó los anteojos, se frotó un párpado y volvió a ponérselos.

— Es un trabajo difícil, pero lo voy a hacer —miró a Lalo y luego se dirigió a mí—. Por usted, porque lo aprecio a usted. Es un cliente de años, siempre nos ha traído sus trajes.

—¿Sólo por eso? —Lalo arrugó la frente—. ¡Me traicionó una mujer!

—No es el primero —dijo el anciano—. Pero digamos que no lo haré sólo porque aprecio a su amigo. Digamos que el suyo es un motivo… razonable. Si a cada muchacho arrepentido debo taparle un tatuaje para grabarle otro, otro del que probablemente también se arrepentirá, no tendría ni tiempo de ir al baño. No es el caso de usted, por supuesto, que es un hombre grande y sabe lo que quiere.

Por los rincones se consumían unas velas enanas encerradas en vasos hexagonales. Supuse que de ahí provenía el perfume. Una mesa ratona se destacaba en el centro del taller. El anciano se perdió detrás de un biombo que al parecer cubría el acceso a otra habitación. Volvió con una caja de madera. Se había puesto guantes de látex.

—Muchos no pasan del mostrador —siguió diciendo, y apoyó la caja sobre la mesita—. Es que no puedo entregarme a esos muchachos que vienen sintiéndose incompletos. Con un tatuaje no se hace uno. Inútil hacérselos entender —hizo una pausa, miró a Lalo a los ojos—. ¿Qué le gustaría tatuarse?

—Cualquier cosa que disimule este nombre.

No disponía Hashimoto de catálogos, era cuestión de entregarse y confiar. El anciano empezó a describir una figura posible —un pez en medio de flores, o algo por el estilo—, cuando Lalo lo interrumpió:

—Un dragón. ¿Qué tal un dragón?

—Un dragón —repitió Hashimoto con cierto aplomo, desencantado por esa decisión poco premeditada, como si estuviera frente a un chico—. Es lo que más me piden. Igual no se preocupe, nunca hago el mismo dibujo. Cada dragón es distinto.

Lalo se acostó en una colchoneta extendida sobre la alfombra. Con una gasa empapada en alcohol, Hashimoto limpió la zona por tatuar. Su fibra indeleble trazó en la piel un bosquejo del dragón. Pasamos la media hora siguiente hablando de los realities de tatuajes, del bastardeo del oficio.

Ahora Hashimoto empuñaba un bastoncillo de bambú cuyos cuarenta centímetros terminaban en una aguja. Mojó la punta en uno de los frascos de tinta y volvió a inclinarse por encima de Lalo. Yo me había sentado en un rincón, un puf con forma de cubo.

El anciano dijo:

—No sé si le advertí que este método puede llegar a doler bastante.

—Empiece cuando quiera —respondió Lalo—, más duelen otras cosas.

Hashimoto perforaba suavemente la piel, empujando a mano alzada la lanceta de bambú, mientras que con la otra mano mantenía la zona firme y estirada. No había dudas: era un maestro en su arte. Según la explicación, no carente de modestia, el Tebori —tal como lo llamó el anciano— es una técnica milenaria que pocos practican.

—Nunca acaba por aprenderse —dijo, admirado.

Por más delicado que fuese el anciano, podía oírse el crujido de las agujas sobre el pecho de mi amigo. Lalo aseguró que el dolor no era más intenso que cuando se hizo tatuar el nombre amado y odiado que él ya no pronunciaba, pero su crispada expresión lo contradecía. Aquel nombre grabado con pretensiones de posteridad se rehusaba a ser desterrado, como si a través del sufrimiento destilara su venganza.

No sólo la eficiencia de Hashimoto, sino también una reminiscencia de la mística de Oriente quedarían plasmadas como una síntesis en la piel de Lalo. La inspiración parecía llegarle al maestro de territorios invisibles, donde intervendrían el equilibrio y la serenidad, si es que no le era instilada directamente de los dioses.

Cada diez o quince minutos, dejaba a un lado sus elementos para masajearse las falanges.

Al cabo de una hora, apoyó el bastoncillo sobre la mesa y protegió con un apósito el racimo de escamas que devoraba parcialmente el tatuaje anterior.

―Por hoy es suficiente ―dijo, y se quitó los guantes.

 

 

Una tarde, salí temprano de la oficina y pasé por la casa de Lalo. Me lo crucé cuando se iba a lo del japonés. Sólo le faltaba someterse a una sesión, los retoques definitivos.

—Vamos, acompañame —dijo.

Lalo se acostó con el torso desnudo en la colchoneta. Vi el dragón, estaba casi terminado. Apenas se adivinaban un par de letras bajo la nueva figura. Me aflojé la corbata y me senté en el mismo rincón que la primera vez. Qué sosiego me daba ese refugio, modesto oasis del Japón enclavado en Buenos Aires, sentí que ahí adentro el tiempo nos pertenecía.

Como siempre, las agujas del anciano trabajaban con paciente destreza. En un momento dado me levanté para mirar. Era notable la voluptuosidad y el color que había adquirido el dibujo. La piel enrojecida en los contornos lo hacía resaltar igual que un tallado. De pronto mi amigo soltó un rugido exánime: el maestro lo había punzado más de la cuenta.

―Le ruego me perdone. Mis manos…

―No es nada ―aclaró Lalo.

―Más duelen otras cosas ―dije, burlón, recordando la sentencia de mi amigo.

Hashimoto alzó la mirada fijándola en uno de los afiches de la pared. Como hablándose a sí mismo, murmuró:

―Más duelen el desamor y la soledad no merecida, no buscada.

—Usted sí que me entiende ―dijo Lalo.

Los ojos del anciano se habían humedecido detrás de los lentes, o eso me pareció. Se me ocurrió preguntarle cuándo había decidido dedicarse al arte del tatuaje.

—¿Ven esta marca, aquí? ―dijo, y con el índice señaló el garabato en su cuello, un ideograma difuso―. Mi padre me la hizo. Fue un castigo, por robar frutas en el mercado.

―Por una travesura ―dijo Lalo, incorporado sobre sus codos.

―Sí, una travesura que me quedó grabada para siempre. No sólo en la piel, no sólo en la superficie me quedó grabada.

—¿Por qué se lo dejó? —quise saber―. Podía haberlo tapado, ¿no?

—Decidí aceptar el estigma. Hacerme cargo, como dicen los jóvenes. Incluso había pensado tatuarme todo el cuerpo. Para enfurecer a mi padre nomás, como un acto de rebeldía. Menos mal que me arrepentí. Me di cuenta de que el cuerpo era mi templo y que debía respetarlo. Lo curioso es que me atrajo este oficio. Me tomé un tiempo para aprenderlo y cuando creí dominarlo me fui de casa ―Hashimoto mostró una sonrisa de amarga dureza―. Perdonen que les haya venido con esta historia, a cierta edad uno tiende a la confesión.

―No hay nada que perdonar ―dije, con la ilusión de seguir escuchándolo. Pero el anciano volvió a encorvarse y a arremeter sobre la carne con su diminuta lanza cargada de tinta.

Al rato se enderezó y dijo que había terminado. Lo dijo como si no hubiera quedado del todo convencido con la obra, una obra sublime por donde la mirase. Cubrió el tatuaje, guardó sus cosas en la caja. Tomándolo del brazo, una rama nudosa bajo la tela, lo ayudé a levantarse.

―Gracias ―murmuró.

―A usted, maestro ―dijo Lalo, satisfecho, como si acabara de purificarse.

Le pagó y salimos.

Según nos había explicado el anciano, el dragón simboliza poder, fuerza y protección. Y así lo creía Lalo en un principio. Pero al despertarse una mañana después de un sueño que no quiso o no se atrevió a revelarme, se convenció de que su significado era otro. Me aseguraba que los atributos del dragón se habían vuelto en su contra.

El japonés había sepultado aquel tatuaje inicial, pero no había logrado borrarlo de la mente de mi amigo. Y menos de su corazón, donde el nombre que ya no quería nombrar permanecía encendido, ahora con un sentido más atroz. El dragón —o cualquier otra criatura que Lalo o el anciano hubieran elegido— no era otra cosa que la representación auténtica de esa mujer que le había jugado sucio. En cada escama del fabuloso reptil, Lalo la veía a ella. La veía en cada una de sus garras. Y no sólo la veía, sino que hasta podía sentirla escarbándole la carne desde adentro.

Una llama ardiendo para siempre en el pecho de mi amigo, transmutada en la textura de la piel. La nueva geografía del dolor.