ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Cuentas pendientes

Aldo Rosales Velázquez

 

¿Ya viste?, me pregunta José. Volteo hacia la entrada del lugar, pero no veo ningún movimiento, nada extraño. No, la casa no: el parabrisas. Miro hacia donde apunta su dedo: una cuarteadura nace en una esquina y corre hacia el centro del cristal. José se inclina para subir el volumen de la radio, sin quitar la vista de la entrada del taller mecánico. ¿Te acuerdas de esta? Reconozco el inicio de Black is black mientras me miro en el espejo lateral. ¿Ayer tenía estas canas? La palabra ayer recorre mi mente como el golpe en el parabrisas, formando ríos de bordes filosos. Así notas que estás viejo, dice José mientras tamborilea en el volante, ya pasan tus canciones de juventud en la estación de clásicos. Mike Kennedy quiere de vuelta a su nena. Pienso que no habla de una mujer que se fue, sino de una que envejeció y él, simple y sencillamente, no se resigna.

José y yo estuvimos casados diez años, nos separamos porque no pude tener hijos. Nunca lo dijo, pero sé que eso fue. Lo curioso es que quería dárselos. Dárnoslos: me sentía sola todo el tiempo, aun con él en casa. Los pocos momentos que estaba, quiero decir. Y cuando cayó en prisión, fue peor; la ausencia se hizo todavía más honda. Fue una especie de viudez. Nunca pensé en dejarlo, pero llegó a decir, las pocas veces que me permitió visitarlo, que lo veía en mis ojos, que algo en mí había cambiado; que me veía como detrás de un vidrio sucio. Mentira. Era otra cosa lo que empañaba su visión: su propio odio, el que sentía porque nunca pude embarazarme. Mi papá también me odió por eso, aunque con un poco más de discreción. Él lo hizo porque esperaba que su apellido no se disolviera así nada más. Aunque pudo no ser eso: papá siempre ha odiado, no sabe hacer otra cosa, y se volvió tan bueno que lo hizo su trabajo. Fue un pájaro, dice José mientras baja el volumen: se estrelló ayer. Es todo lo que agrega, yo no digo nada. Creo que, además de su “trabajo”, eso los unió: odiarme pero con calma, como si fuera una obligación no siempre agradable, pero obligación al fin y al cabo. Como otro de sus “encargos”. Estás loca, Boni, me contestó papá la única vez que lo confronté para preguntarle, sin rodeos, por qué me odiaba. Nunca más lo hablamos y me mudé con José poco después.

¿Qué te han dicho los doctores?, pregunta José, sin quitar la vista de la entrada del taller. Le digo lo que sé: ahora se ha esparcido por todo su cuerpo y sólo queda esperar. Lo miro acariciar el crucifijo en su cuello entre el índice y el pulgar derechos. Es en momentos así cuando me gustaría haber tenido hermanos; compartiríamos las visitas, las charlas con los doctores, las noches largas al lado de la cama de mi papá. El apellido no peligraría y, sobre todo, sería uno de ellos, no yo, el que estuviera aquí, esperando. José luce viejo, me dice que está totalmente limpio; ya no consume nada. He oído que vive con una muchacha mucho menor y esperan un hijo. Ahora es un marido ejemplar y será un padre modelo. Trabaja de soldador. Es irónico, otros gozan las cosas que le enseñamos a la pareja o las cosas que ellos mismos aprenden con nosotros. Como los enfermos: gozan las curas que se descubrieron a partir del sufrimiento y la muerte de otros. Tú siembras y alguien más cosecha.

¿Estás segura de lo que vamos a hacer? Le digo que sí. ¿Por qué, tienes miedo?, le reviro. Me asegura que no, sólo quiere que esté totalmente segura porque, según sus palabras, yo también voy a cargar con esto. Tu papá ya se va, remata, a él ni le va ni le viene, pero tú te quedas. ¿Y tú?, le pregunto. Me dice, con seguridad, que no. Nos quedamos callados al notar que esto se parece mucho a una pelea. A ver, enséñame de nuevo todo, pide. Saco mi celular y abro la noticia que me mandó mi papá. Supongo que es por tanto tiempo que le sobra ahí, en la cama del hospital, pero se ha vuelto adicto a buscar cosas en la red. Una enfermera lo ayuda; él la llama Ojos de Paloma y le agradece en forma exagerada la atención. Creo que se está enamorando de ella. Cuando está en la habitación, con él, no entro. Así me lo indicó.

José carraspea y se acerca el teléfono a la cara, toca la bolsa de su camisa y mira en el espacio entre los asientos: olvidó sus lentes. No parecen horrorizarlo los detalles de la nota, sólo aprieta de repente los ojos, como si algo fuera ridículo. Me pregunto si alguna vez hizo algo así. Quiero creer que no, pero me engaño. Bueno, comienza después de regresarme el teléfono, eso es lo que dicen los vecinos, habría que escuchar la versión del hombre. Mi papá te pidió ayuda, no una evaluación, le contesto de forma grosera. Eso es cierto, me concede, tienes toda la razón. 

Papá descubrió la noticia en internet: un mecánico secuestraba perros callejeros para torturarlos, los vecinos lo tenían más que identificado. Había denuncias, pero las autoridades alegaban incapacidad para proceder. Si yo pudiera ir, me dijo ese día en cuanto entré, con mis propias manos le sacaba los ojos; supe que no era sólo una expresión: respetaba más a los animales que a las personas. Y entonces me pidió, como si me dijera que le pasara un vaso de agua, que no quería irse sin saber que ese tipo había sufrido como nunca en la vida. Si yo estoy pagando todo lo malo que hice, que también le llegue el cobro a alguien así, ¿no te parece justo? No supe qué contestarle: me pareció lógico. Le hablaré a José, dijo, él ya sabe cómo me gusta hacer las cosas. Me di cuenta de que sólo alguien que ha odiado mucho sabe justificar el dolor que causa y trata de devolverle algo al mundo por medio de la destrucción.

La entrada está cubierta con malla ciclónica. Un viejo Topaz sin llantas reposa en el patio. ¿Quieres bajar también?, me pregunta José mientras desciende del vehículo. Le digo que prefiero no hacerlo. Bueno, se inclina para hablarme desde la ventanilla, si tu papá pregunta, le vas a decir que entramos los dos; fue muy claro al respecto, quería que lo hiciéramos juntos. Lo veo tocar en la reja. Un hombre viejo se acerca a abrir, creo reconocerlo de las fotografías de la nota, pero no estoy segura. José señala el Topaz y el hombre abre la reja. La calle está sola. Caigo en la cuenta de que no he olvidado el sentimiento: saber que ese con quien vivo, primero papá y después José, está allá afuera haciendo cosas de las que no puede hablarme, pero que conozco. Cosas que los unieron y que, por lo tanto, me dejaban afuera a mí.

Sé que está mal, pero no puedo evitarlo: reviso la guantera, debajo de los tapetes; quiero saber algo sobre la mujer que sí pudo darle un hijo a José. Me siento tonta al darme cuenta de que este no es su auto: no llevaría algo así a su hogar, ya no. A lo mejor fue lo último que aprendió de mi papá. Vigilo si alguien viene, pero la calle sigue sola. Todos parecen evitar al hombre: el odio y el miedo se parecen mucho. Antes de lo esperado, veo a José salir. Se aferra la mano izquierda. Pero qué estúpidos son esos animales, dice al subir: uno lo defendió. Toma un trapo del asiento trasero para cubrirse la mano, que no deja de sangrar. Sus zapatos están batidos de algo marrón y maloliente. Tiene ambas manos húmedas de sangre. Qué bueno que no entraste, dice mientras arranca, en serio. Sacude la cabeza como para tirar algo que quisiera no haber visto. Dejamos atrás la colonia. Quiero evitarlo, pero no puedo: le pregunto qué le hizo. Lo que pidió tu papá, contesta, nada más. Abro la ventanilla para tomar aire. Arranca despacio y nos alejamos sin más.

Oye, me dice cuando se ha calmado, ya sé que no me importa, pero, ¿por qué este tipo? O sea sí, leí la nota, ¿pero por qué él precisamente? Pregúntale tú, contesto seria, y enciendo la radio para no pensar. No, ya no voy a hablar con él. Si algo le debía, con esto se termina. Sólo necesitaba pagarle por haberme sacado. Nos quedamos en silencio. Y si te pregunta, insiste después de un momento, le dices que lo hicimos juntos, ¿eh? No vaya a querer que lo repitamos, yo ya no hago estas cosas. El estómago se me revuelve de imaginar lo que había allá adentro y qué es lo que hizo José. No acabo de entender por qué mi papá pidió eso, a lo mejor trata de irse sin mi desaprobación o de despedirse del mundo siendo un héroe. O tal vez sólo quiere hacer las paces con Dios, ahora que se dirige a su encuentro o que al menos él lo cree así. O a lo mejor sólo necesita hacer de José y de mí una pareja otra vez, una de verdad: una especie de Bonny y Clyde. Nunca lo había pensado, ¿por eso me llama así? No aguanto. Le pido a José que se orille y bajo a vomitar. Límpiate los zapatos, le grito entre las arcadas. Los autos pasan junto a nosotros, algunas personas nos miran desde las ventanillas. José patea con rabia unas matas de pasto, talla las suelas contra el piso y levanta los pies para revisar si ya no tiene nada. Subimos cuando termino de vaciar el estómago, y nos quedamos callados.

¿Por qué no regresaste siquiera a despedirte?, le pregunto para romper el silencio. Me pide que le pase el rollo de papel de la guantera. Sólo eso: una despedida, creo que me la debías, José. Niega con la cabeza. A ustedes ni quien los entienda, comenta entre dientes. Primero tu papá me pide eso del mecánico y ahora tú me reclamas por algo de hace años. ¿Están locos? Son como animales. No le contesto nada, no entendería nada de mi papá ni de mí, nada; siempre estuvo con nosotros, pero sin poner atención en realidad, sin ver quiénes éramos, qué y cómo amábamos. Cuando papá era niño, un primo lo enseñó a usar la honda. En una ocasión, jugando en el campo, le reventó la cabeza a una liebre que no escapó al verlo. Estaba inmóvil, como hipnotizada. Un tiro fácil. Al acercarse por el cuerpo, vio a las crías debajo de ella: las estaba protegiendo. Entendió, aunque tarde, por qué la quietud del animal a pesar de que tenía la muerte tan cerca. La única vez que me lo contó, no pudo evitar llorar. Estaba totalmente ebrio, veníamos de enterrar a mamá. Fue la única vez que me habló para algo que no fuera darme órdenes o regañarme. Quizá siente que es su única deuda, algo que debe equilibrar antes de irse. Creo que siente que todos los demás, de alguna u otra forma, merecemos lo que nos pasa, bueno o malo, pero no los animales; siempre ha dicho que son mejores que nosotros, que no los merecemos. Tal vez lo más cercano al amor, lo único que es cálido en él, lo aprendió ese día. Y lo aprendió mal. 

¿Adónde paso a dejarte?, pregunta José. Le digo que él sabe adonde ir. Entre nosotros se van acumulando papeles con sangre; se termina el rollo y le doy mi suéter. Cuando llegamos, le digo que pase para curarlo. Y para que te cambies. Todavía tienes ropa aquí, agrego. Parece no agradarle la idea, pero sabe que no quiere llegar así a su hogar, con rastros de lo que un día fue. Cuando entramos, recorre la sala con la mirada. Sigue igual, dice. Sigue igual, repito de camino al baño. Le pido que me espere en la cocina. Vuelvo con alcohol y algodón, me hinco a limpiarle la herida. Sus manos son lo único que no ha cambiado en él, las acaricio y no sabe cómo detenerme. Te puedes ir mañana, le comento sin mirarlo después de un largo silencio. No contesta nada, pero sabe que me lo debe, que es lo único que lo une a su pasado todavía. Me pregunta si puede usar el teléfono. Le digo que el del cuarto. Allí te espero, me contesta. 

Le llamo a mi papá y le informo que todo está hecho. Qué bueno, me dice, mañana yo hablo con José, Boni. Tenía años sin llamarme así, no sé si lo notó. Le digo que, si quiere, puedo ir a quedarme. No vengas, agrega en voz baja, casi un susurro: hoy le tocó el turno de la noche a Ojos de Paloma. Sonrío, pero me doy cuenta de que no me está viendo y me siento tonta. Oye, no cuelgues. Le estaba contando el otro día sobre ti, me preguntó por qué te decía Boni. Y entonces yo le dije “porque es mi liebrecita”. ¿Sí lo estoy traduciendo bien? Estoy a punto de decir algo, pero escucho la puerta de su cuarto abrirse y él cuelga de inmediato. El teléfono se me queda en la mano, callado, como un animal muerto.   

Apago la luz y camino a la habitación. José está acostado, con la mirada fija en el techo. Me pongo a su lado y trato de tomarle la mano, pero la retira con brusquedad. Se quita el crucifijo y lo pone en el buró de su lado. Se gira hacia mí y nos vemos fijamente. Nuestros cuerpos están tensos, quietos, como si temiéramos que con movernos sólo un poco algo nos golpeará de repente. 

 

 

¿Por qué escribir?

 

¿Por qué escribir? Quizá la única respuesta que se me ocurra sea: ¿por qué no hacerlo? Resulta más barato que otras formas de expresión (la pintura, por ejemplo), y de mayor accesibilidad. Además, somos seres narrativos por naturaleza, inventamos constantemente, de forma voluntaria o involuntaria. Maleamos el pasado al narrarlo, según lo recordamos; trazamos rutas posibles cuando tentamos qué podría ser el futuro. Quizá, y esto es sólo una idea, escribir cuentos (o poemas, o ensayos o novelas) es establecer otros presentes también, imposibles de otra forma, tan frágiles que fuera del papel, más allá de la frontera de la palabra, no logran sostenerse. Es en ese tenor, quizá, que escribí Cuentas pendientes, porque pocos lugares hay donde se pueda ejecutar una venganza sin acabar muerto, preso o demasiado distinto, y la escritura creativa es uno de ellos.    

¿Por qué escribir? Quizá es una pregunta de apariencia sencilla, pero que crece conforme se explora: como preguntarle a alguien quién es o qué hace. Es, además, una trampa: ya entrados en la cuestión, no es posible salir por donde se entró, y es preciso llegar hasta el otro lado, de la forma que sea. Si para Pessoa escribir era una forma de estar solo, y para Revueltas una manera de llorar, quizá algo similar podría decir yo, pero no creo sentir la escritura con la misma profundidad que ellos la experimentaron. Escribir, en todo caso, para mí es una forma de ser, de estar.  

¿Por qué escribir? Repito la primera idea que expuse, ¿por qué no hacerlo? Quizá llegue un momento en la vida, no lo sé, en que es difícil abandonar ciertos hábitos, y pensar en otra forma de vivir, de ser, se antoja ya imposible. Tal vez por eso escribo, porque ya no sabría no hacerlo. También, creo, hay momentos en que ciertas cosas “deben” decirse, y no hay otra forma de hacerlo más que por medio de lenguaje escrito: el lenguaje oral no alcanzaría a abarcarlas y terminarían siendo algo más. 

¿Por qué escribir? Y no hablo de la escritura como paso previo a la publicación, la escritura planeada, si se quiere ver así, sino de la otra, la no planeada, pero sí querida; la que es como el garabato que trazamos cuando, inmersos en cualquier otra tarea, tenemos papel y lápiz a la mano: involuntaria, representativa, personal. Y sigue sin resolverse la duda de por qué hacerlo, pero quizá es que no tenga respuesta. Si para Revueltas (otra vez), el simple hecho de preguntarse para qué estamos vivos es la respuesta misma de la pregunta, quizá algo similar ocurra con la duda inicial de este texto: es algo que se contesta a trozos, a fragmentos, y hay, como en las cajas de cereal, uno escondido al fondo de cada párrafo que construimos, de cada oración que tejemos. La respuesta aún no llega, todavía no es tiempo, y para encontrarla es forzoso seguir escribiendo, hasta que se resuelva o deje de importar.

 

Aldo Rosales Velázquez (Ciudad de México, 1986). Es autor de Linde faz (FETA, Premio Nacional de Crónica Ricardo Garibay 2018), Foley (FOEM, mención honorífica en el Certamen “Laura Méndez de Cuenca” 2018, cuento) y Tiempo arrasado (Revarena, 2019), entre otros títulos. Es coordinador del taller de creación literaria del FARO Indios Verdes. Ha publicado cuento, poesía, crónica, ensayo y dramaturgia en medios como La Jornada, El Universal, Tierra Adentro, Punto de Partida y El Universal. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.