ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

El fantasma de la melancolía

Bibiana Camacho

 

Para César Reyes

 

Melancolía, esa fue la primera palabra que se le vino a la mente cuando la vio realizando un demi plié, al final de la barra, casi pegada a la columna. No recordaba su nombre ni estaba seguro de haberla visto antes del accidente. De edad incalculable, la mujer solía divagar, perdía la concentración, extraviaba el ritmo y hasta olvidaba la secuencia; cuando volvía de su ensoñación, la memoria corporal reaparecía y ejecutaba los ejercicios con precisión y ritmo. Lamentó no recordar su nombre, ¡qué desconcertante!

A pesar de que le dijeron que el terrible accidente no había dejado secuelas, ni un hueso roto y afortunadamente ningún indicio de daño cerebral, César percibía muy dentro que algo se había descolocado. No sabría precisar qué, pero a veces, cuando se quedaba quieto, escuchaba un ruido interno; un zumbido que iniciaba en sus oídos y luego se alejaba para instalarse en el estómago, a veces en una pierna, en la palma de una mano o en la planta del pie. Tímido por naturaleza, con los doctores solamente hablaba de los dolores y síntomas físicos, omitía el zumbido y una especie de premonición que al principio confundía con casualidad, pero que a fuerza de repetición lo perturbaba. Segundos antes de que ocurriera, sabía que un carro se pasaría el alto, un señor dejaría caer accidentalmente la bolsa del pan, una mujer se tropezaría, un joven saltaría de un camión todavía en marcha. 

Después de una semana de intentar recordar el nombre de la melancólica alumna sin lograrlo, revisó los nombres, mensajes y fotografías del grupo de WhatsApp de las clases. Se le ocurrió que quizá era una alumna que acudía en otro horario y por eso no lograba ubicarla en la primera clase matutina. Repasó mensajes, chistes, videos, comentarios; miró con detenimiento las fotos de cada uno de los integrantes del chat sin obtener una pista. Luego pensó que quizá sería buena idea preguntarle a alguna de sus alumnas quién era esa mujer de cabello castaño oscuro pegado a la nuca, en corte de muchacho, con mirada melancólica y labios planos, carentes de expresión. Se arrepintió de inmediato. ¡Qué ridículo!, pensó. Concilió el sueño con la seguridad de que pronto recuperaría la memoria por completo.

Volvió a soñar con el accidente, como le ocurría casi todas las noches. Se veía a sí mismo aproximarse en la bicicleta, intentaba hacerle señas al ciclista para que se detuviera y esquivara al conductor fuera de control que lo embestiría en pocos segundos; el ciclista no le hacía caso, es más, aumentaba la velocidad como si quisiera toparse con su destino lo más pronto posible. Siempre intentaba apartar la vista, pero todo ocurría tan rápido que era inevitable mirarse a sí mismo volando por los aires para caer, de cabeza, entre mesas, sillas y vasos rotos. La bicicleta quedaba de lado, con una llanta doblada y los pedales en movimiento. Le resultaba imposible quitar la vista del charco de sangre y del cuerpo desarticulado, su propio cuerpo, herido e inmóvil. Luego llegaba la ambulancia, y la seriedad en los rostros de los paramédicos lo hacían sentir como un cadáver. La ambulancia a toda velocidad y la sirena alejándose, mientras él observaba el hueco dejado por su cuerpo y la silueta rodeada de sangre roja y burbujeante.

Despertó empapado de sudor con un grito atorado en la garganta. ¿Por qué, si estaba vivo, a veces se sentía muerto? 

En clase se sentía ausente, o, más bien, presente, pero de otra forma. Con frecuencia miraba a sus bailarines desde el techo, como si fuera una araña que caminara de un lado al otro del salón, pero no sobre la duela, sino sobre el plafón. Y ahí estaba ella, ocupando siempre el mismo espacio en la barra, siempre hasta atrás, como si quisiera pasar desapercibida. 

Torso arriba, panzas metidas, alineación de caderas, ritmo, balance, memoria; claro, pensó, una fotografía. Al final de la clase, como tantas otras veces, les pidió que posaran. Tardaron unos momentos en ponerse de acuerdo y cuando lo lograron hizo varias tomas con su celular. Son para promocionar las clases, les aseguró. Antes de enviarles las fotos, las revisó con cuidado, ahí estaba ella, pero borrosa, como si se hubiera movido en el momento justo; no se distinguían sus rasgos, apenas se veía una silueta fantasmal. El WhatsApp se llenó de comentarios, halagos y bromas. De la silueta borrosa y de la desconocida nadie dijo nada. Al otro día, ahí estaba de nuevo de leotardo negro y mallas bermellón, el cabello pegado a la nuca, los ojos inexpresivos y los labios rectos. 

Dos meses después del accidente, la neuróloga le pidió que llevara un diario en el que debía anotar sus actividades cotidianas: las clases, lo que comía, con quién charlaba y, sobre todo, si ocurría algo extraordinario, por ejemplo, aclaró la doctora, olvidarse continuamente de algo, oler cítricos sin que haya nada cercano que lo provoque, escuchar voces, problemas transitorios de visión. César sintió que su cuerpo se estremecía, movió la cabeza y le tronó el cuello; sus músculos estaban tensos y los nervios tirantes. Miró a la doctora tratando de encontrar en su rostro algún signo contundente de alarma, pero ella lo miraba con un frío profesionalismo. ¿Salió algo en las tomografías o en las radiografías, qué pasa?, preguntó con un hilo de voz. La doctora contestó, con una impasibilidad que lo aterraba, que sólo era una medida
preventiva. Le explicó que después de un golpe tan duro, las secuelas tardan en aparecer a veces años, pero que suelen anunciarse en pequeños detalles. Si hubiera alguna señal de alarma actuaríamos de inmediato, es muy posible que no ocurra nada extraordinario, pero prefiero prevenir, aseguró. El cerebro, continuó, a pesar de lo mucho que sabemos de él, es impredecible. 

Los primeros días tanto la libreta como la pluma permanecieron quietos en el buró al lado de la cama. ¿Qué escribir? Casi siempre se levantaba con la cabeza en blanco. Un día despertó con el sabor de un sueño reciente. Sí, el sabor: sentía la boca metálica como si se hubiera mordido la lengua hasta sangrar. Hizo un apunte apresurado. Luego de la tercera clase, como a mediodía, abrió la libreta para anotar sus actividades y releyó lo escrito en la mañana: “rojo temprano no frío no calor peste fuego”.  

La doctora pasaba una página tras otra de la libreta. Habían transcurrido casi dos meses desde la última cita. César miraba hacia el techo. Aunque los primeros días estuvo reacio a usar la libreta, después se transformó en un objeto indispensable. La cargaba para todos lados: a las clases, al súper. La dejaba en el buró antes de dormir. 

Luego de algunos minutos, la doctora puso la libreta sobre el escritorio y preguntó:

—¿Cómo se ha sentido?¿Dolores de cabeza, insomnio, cansancio?

—No, no, nada de eso. He dormido muy bien y no tengo dolores de cabeza.

—¿Olvidos, olores extraños?

—No. De hecho, si no fuera por algunas pesadillas, ni me acordaría del accidente.

—Platíqueme más de eso.

—Sueño el accidente casi todas las noches, pero yo siempre estoy como espectador, me veo a mí mismo accidentándome una y otra vez, noche tras noche. ¿No tendrá algo para eso? 

La doctora lo miró con atención. Chasqueó los labios antes de decir:

—¿Qué es exactamente lo que anotó en la libreta?

César la miró extrañado. La libreta, claro, pensó. Alargó la mano hacia el cuaderno, pero la doctora lo detuvo.

—Platíqueme qué hay en la libreta, sin verla. Dígame qué escribió.

Luego de un gran esfuerzo, contestó con una sonrisa de disculpa:

—Usted tiene razón, mi memoria no anda muy bien que digamos. Hay una sola cosa que no puedo recordar y me preocupa porque… el caso es que no puedo recordar el nombre de una alumna, es más, no la recuerdo desde el accidente, es como… es como si fuera un fantasma.   

—Pero usted no escribió nada sobre ella.

—Claro que sí, escribí sobre mi incapacidad de recordar su nombre, sobre mi turbación. 

La doctora ojeó de nuevo la libreta, suspiró, la cerró y se la devolvió.

—Le voy a pedir que por favor procure escribir, como le recomendé desde un principio, sus actividades. Algo así como una bitácora —suspiró de nuevo—. Porque los apuntes que usted me muestra pueden ser útiles para sus clases, pero a mí no me dicen gran cosa. 

César guardó la libreta en su morral, se sentía ofendido sin saber muy bien por qué. Le tendió la mano a la psiquiatra, pero antes de cerrar la puerta tras de sí, le preguntó:

—¿De verdad no tendrá algo para las pesadillas? —La mujer negó con la cabeza. César se marchó con una gran desconfianza ante la ciencia.

Un par de semanas después la alumna empezó a aparecer en el sueño recurrente del accidente, a veces al fondo del restaurante, otras veces como peatón, como una de los paramédicos. Y entonces durante la primera clase matutina tuvo una de sus premoniciones: segundos antes de iniciar el calentamiento, ella entraría callada y discreta para acomodarse en su lugar habitual. Sintió un cosquilleo en su pierna y supo que ella era un fantasma y que pronto vería a otros que serían parte de su vida, para siempre.

 

La incertidumbre en la creación

 

Desde muy pequeña fui una lectora voraz y desordenada. Mi formación académica no fue literaria, de modo que la lectura era puro placer y descubrimiento. Del gusto por la literatura y del hábito temprano —que aún conservo— de llevar un diario nació y creció el impulso creativo. 

Me acerqué, temerosa e insegura, por primera vez a un taller literario cuando tenía casi treinta años. Llevaba dos esbozos de cuentos que fueron de inmediato destrozados por los asistentes con más experiencia que la mía. No me desanimé y procuré ser más meticulosa y exigente con los borradores que proponía al taller.

En ese entonces no me planteaba la posibilidad de convertirme en escritora, sobre todo porque creí que los escritores eran figuras inalcanzables con conocimientos profundos sobre la naturaleza humana. Pronto descubrí que precisamente las preguntas constantes y la necesidad de conocer y profundizar en la naturaleza humana son las fuentes de creación más importantes para cualquier disciplina artística. También descubrí que los escritores son gente común y corriente cuyo único atributo extraordinario es la tozudez, la constancia y la incertidumbre.

No he dejado de escribir. A veces los resultados se convierten en un cuento, con suerte en un libro. Muchas veces, muchas, los borradores se van a la basura o se quedan almacenados en algún lugar a la espera de un desarrollo posterior, de un sitio en otro texto o de un descubrimiento que los convierta en algo distinto de lo que han sido.

Confieso que carezco de método para escribir, no hago esquemas, ni defino número de capítulos, mucho menos tengo un resumen de lo que ocurrirá en cada uno de ellos y en definitiva pocas veces sé hacia dónde voy. De modo que la incertidumbre es una herramienta poderosa. También ocupo un montón de apuntes dispersos, muchos de ellos son desechados sobre la marcha; otros son de utilidad y otros más nacen durante el desarrollo de la historia casi siempre gracias a estímulos externos a la novela: un encuentro peculiar en la calle, el fragmento de la conversación de dos desconocidos, una noticia extraordinaria, un sueño.

La incertidumbre ha sido una fuente inagotable para dar rumbo a las historias que me gusta narrar. Durante este periodo pandémico he pasado por diferentes niveles de incertidumbre combinada con otros sentimientos, como confianza irracional, angustia, desesperación, hartazgo, parálisis y anomia. La cotidianidad se ha convertido en un acto extravagante sin reglas que me permitan continuar de manera más o menos ordenada con las actividades que en otras circunstancias ejecutaría de manera metódica. A pesar de lo anterior, he logrado escribir algunos cuentos y un borrador de novela.

Los impulsos y procesos creativos en cada libro que he escrito o deseo escribir son muy distintos. El aprendizaje y la curiosidad son constantes. Me parece que uno nunca llega a dominar por completo el arte de la literatura. Ser escritor es un proceso continuo, una navegación en aguas que a veces son mansas y otras, turbias y salvajes. Si las emociones se alebrestan, las lecturas se desordenan, los estímulos se rebelan, las ideas se soliviantan, es posible que el proceso creativo deba cambiar de dirección, arriesgarse hacia nuevas aguas, buscar destinos desconocidos o simplemente navegar a la deriva.

En estos tiempos aciagos pareciera que estamos en un naufragio que ha durado meses sin posibilidad de un desenlace próximo. Este hecho desconcertante, horroroso y grandioso ha cambiado el modo en el que pongo en perspectiva mis lecturas, los sueños que me asaltan en la noche y el día, el modo en que abordo los temas que me han apasionado siempre: el horror, la soledad, la locura, la indefensión, el profundo miedo a la existencia.

Es muy temprano para saber cuáles serán las consecuencias reales de este periodo pandémico en nuestra vida cotidiana, nuestra psique y nuestra relación con el mundo y el arte. Por lo pronto no dejo de leer, incluso con más atención que antes, quizá como una estrategia para evadirme unos momentos de la extravagante realidad.

 

Bibiana Camacho (Ciudad de México, 1974). Narradora y editora. Estudió la maestría en Lingüística Hispánica en la UNAM. Ha colaborado en diversos medios digitales e impresos, como El Puro Cuento, Laberinto de Milenio y Letras Explícitas. Entre los libros que ha publicado se encuentran La sonámbula (Almadía, Narrativa, 2013), Lobo (Almadía, 2017) y Jaulas vacías (Almadía, 2019). Sus cuentos forman parte de varias antologías, como Anuncios clasificados (Cal y Arena) y Pan de muerto (Mantarraya Ediciones).