ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

One for Joan[*]

Emiliano González

 

Cuando escribí Pan y La Poudre Blanche no creía que tan extraños acontecimientos hubieran ocurrido jamás en la vida real, y ni siquiera que hubiese sido posible que ocurriesen. Pero después, y muy recientemente, se han producido en mi propia existencia experiencias que han transformado por completo mi punto de vista a ese respecto… Ahora estaré siempre convencido de que no hay nada imposible en el mundo.

Arthur Machen, Cartas a Toulet

 

La familia Perkins fue una de las más extrañas que he tratado. Desde que los conocí, constaba del padre, la madre y dos hijos. Todos gringos. La muchacha tendría unos 16 años. Su hermano mayor, Alvin, era mi compañero de clase. Por mi parte, siempre me interesé por la nena que, según investigué después, se llamaba Joan. Diciendo ser muy cuate de Alvin, visitaba constantemente su casa, aunque poco conseguí por parte de ella.

El caserón distaba unas tres cuadras de mi casa. Era viejo y con patios repletos de vegetación selvática. Tenía una gran chimenea y tejas por todos lados. En general, el rumbo donde estaba era poco poblado… y bastante antiguo. El asunto del que voy a hablar ocurrió ya hace unos tres meses con sus días, se difundió y olvidó rápidamente, gracias a las declaraciones ingenuas, clásicas y poco veraces de las autoridades, que cerraron el caso rápida y preocupadamente. Sólo yo y los vecinos de la familia (pues no tenían parientes y amigos), ellos con sospechas y yo convencido, tomamos las cosas con más sentido común.

Lo que ocurrió es estrambótico y sobrenatural. El final es una cadena de visiones y acontecimientos raros y fantasmales que dejan campo a las cavilaciones y meditaciones propias de cuates con imaginación y gente interesada en estos casos.

Este es uno de los sucesos interesantes de mi vida y me siento algo orgulloso de tener experiencias fuera de lo normal. Como siempre, me creerán un alucinado o un cuentista, pero lo que importa es relatarlo tal como ocurrió, lo más brevemente posible.

Todo empezó un día en que Alvin llegó a mi casa para la recopilación de datos sobre diferentes autores clásicos (dentro de tres días teníamos que entregar un resumen). Hicimos más o menos la mitad del trabajo en el estudio de arriba y bajamos a fumar a la sala, como acostumbrábamos. Yo tenía un nuevo tipo de tabaco que queríamos probar. Además, él tenía un asunto interesante de que hablar, ocurrido hacía poco. 

Encendimos la chimenea. Yo me senté en un sillón mullido frente a él y encendí una pipa alemana que había sido de mi padre. Alvin tomó asiento en otro sillón, también frente al fuego. El gringo tenía otra pipa y la llenó de tabaco. Mientras, me acomodé bien y observé los cuadros y el reloj sobre la chimenea. Afuera, llovía y relampagueaba. El reloj marcaba pacientemente los segundos y yo miraba fijamente su péndulo oscilante. Saboreé la pipa.

—¿Qué pasó?

—Creo que te va a parecer todo medio ridículo y como cuento de fantasmas.

—Vaya, quería oír algo de eso. Síguele.

—Se trata de la relación que hay entre lo que descubrí ayer y el extraño comportamiento de Joan. ¿La has visto últimamente?

—Hace como una semana que no la veo, pero, además, no la conozco muy bien. ¿Y…?

—Hace exactamente una semana empezó a tomar clase de mitología con una señora sola que vive cerca de la casa.

—¿Mitología?

—Sí… según ella, es un complemento a su estudio de las lenguas clásicas. El caso es que desde la primera clase ha empezado a actuar como nunca había sido. Siempre ha sido tímida y callada…

—Eso te iba a decir. Las pocas veces que habla conmigo han sido por casualidad, o para darme recados tuyos.

—Pero ahora es distinto. Sólo sale diario a la escuela y los viernes a su clase de mitología. El resto del tiempo se encierra en su cuarto y advierte que no la interrumpan. Según ella estudia, y cuando alguien toca la puerta se pone brava. Un día por poco y atraviesa a la sirvienta con un cortaplumas. También cambió la forma de su cuarto y se ven en los estantes unos librones gruesos y grandes que yo nunca había visto, y que supongo que son prestados de la señora Paredes, su maestra de mitología. Además, la han estado visitando amigas desconocidas y también medio raras, creo que del lugar donde toma clases. A veces salen de la casa con los gruesos volúmenes y le llevan estatuas.

—¿Y eso?

—Por lo menos, que yo sepa, le llevaron una vez un busto o algo así.

What kind of busto?

—Romano. Romano antiguo. Me parece que era de una estatua completa de mujer… una diosa.

—Lector ávido de Machen.

—Y… me ponen nervioso sus amigas.

—¿Te sonríen?

—Ojalá fuera eso. ¡Al contrario! Me ven con asco, y cuando les abro la puerta ponen carotón de caballo, dicen “hola” y pasan rápido.

—No tienes suerte.

—Pérate. Recuerdo un día… el miércoles, creo, subí a mi cuarto, pero antes me detuve frente a su puerta y las oí murmurando algo. Reconocí la risa de Joan y a la otra muchacha declamando algo en tono burlón y solemne. Alguien tocaba un tamboril. No parecía que estuvieran estudiando. Luego aplaudieron y una flauta tocó acompañada por el tamboril. Pensé en echarles una ojeada, pero me detuve al oír una voz femenina cantando dulcemente. Decidí ver mejor por la cerradura para no interrumpir, pero no pude distinguir nada. Entonces oí a Joan hablando. Alguna amiga le contestó, pero puedo jurar que no hablaban español.

—¿Inglés?

—Ni inglés. Era un idioma algo oriental y antiguo. Parecía un lloriqueo tembloroso. Pero después oí que hablaba un hombre en el mismo idioma.

—¿Y abriste?

—Enseguida. Y vi a Joan sentada tranquilamente hablando con su amiga, y no había nadie más en el cuarto. Y estoy seguro de que no aluciné.

—¿Y…?

—Bueno, ahora viene lo que leí ayer y que me puso a pensar toda la noche. Buscaba datos sobre Shakespeare y otros. Le pregunté a mi padre si tenía las obras y dijo que estarían en la biblioteca. Busqué en todos lados y no encontré nada de Shakespeare, aunque sí de Dante, Cervantes, Homero y otros. Entonces descubrí que abajo del escritorio, a la derecha, había una especie de depósito cerrado con una manija. Nunca lo había visto, pero no estaba muy escondido. Lo abrí fácilmente y noté que era una estantería de papeles viejos, libros y documentos de todas clases. Olvidé por un rato a Shakespeare y me puse a hojearlo todo. La mayoría de las cosas trataba de mi familia. Había desde álbumes de recortes de periódico hasta diarios de mis antepasados de Salem, algunos de estos muy antiguos. Abrí cuidadosamente el que parecía más viejo y lo hojeé poco a poco. No vi a quién pertenecía, pero noté que siempre se repetían nombres: Mary, Donald y otros. Por la mitad me llamó la atención la palabra WITCH y empecé a leer. Por lo visto, se había acusado a una mujer de brujería, y una semana después esta esperaba ser quemada viva en una plaza. Se le había culpado de varios desperfectos importantes ocurridos desde su llegada: la muerte de una niña, la aparición de animales monstruosos cerca de su casa, embrujamiento de un caballo y varias cosas más. El testigo principal era el padre de la niña muerta, mi antepasado, un tal Donald, que afirmaba haber visto a la mujer vagando alrededor de su casa echando miradas furtivas al cuarto de su hija y maldiciendo entre dientes. La mujer negaba todo rotundamente, principiando por la culpabilidad de la muerte de la niña. Se le torturó y acabó por confesar. Fue condenada a la hoguera. Al encenderse la pira la mujer gritó a Donald que la acusación hecha era falsa y que ni siquiera conocía a su hija, maldiciéndolo junto con sus futuras generaciones.

—Pobres de ustedes…

—Dijo también que la 19ª generación sería la última y que una mujer de la familia se encargaría de destruirla.

—¿Y tú eres de la 19ª generación?

Asintió y chupó su pipa.

—¿Ya lo saben tus padres… todo esto?

—Supongo. No he tenido tiempo de decirles nada.

—¿Y crees que Joan…?

—No te puedo decir nada. Vine precisamente a saber qué opinas.

—Pues estoy en tus condiciones… Pero todo esto es muy clásico. ¿Lees mucho a Lovecraft?

—Algo. Pero oigo más al conjunto.

—¿Estás seguro de que ustedes vienen de Salem, en Nueva Inglaterra?

—Seguro, maese. De la tierra de Dunwich y el Miskatonic. Es una familia muy antigua.

—Y muy católica… Yo no creo en brujería. A lo mejor todo es una coincidencia.

—Ahora no se trata de creer o no creer. Tú mismo te has imaginado la relación de todo lo que te he contado. Además, vine creyendo que podríamos discutir y resolverlo.

—¿Joan lo sabe?

—No sé.

—Quiero verla.

—Podrás verla en la mañana. Si puedes hacerle plática… aunque ahora no creo que te hable.

—Pero trataré… mañana mismo. Ya me está interesando la onda.

Se levantó y lo acompañé hasta la puerta. Me deseó suerte y salió.

—Levántate temprano. Se va a las siete y media.

Cerré la puerta y quedé pensativo un rato. Luego subí las escaleras y llegué a mi cuarto. Ahí me desvestí y metí en la cama. Tenía que idear un plan de preguntas para sacarle lo más que pudiera. Como me pesaban los párpados, imaginé a Joan hipnotizándome: “Duerme… duerme”. Y en una hora caí pesadamente en un sueño muy agitado lleno de pájaros grotescos caminando torpemente por cementerios y ruinas. Con el ruidero del despertador me levanté a las seis y me bañé. Como afuera hacía frío, me puse un suéter grueso de cuello y pantalones de pana. Bajé a desayunar unos huevos revueltos y un vaso de leche. Salí con un gabardinón gris. 

Había llovido toda la noche y la calle estaba muy resbalosa. Todo estaba cerrado y había poca gente caminando. Encontré a Joan en la acera de su casa, recogiendo unos libros del suelo. La ayudé y propuse cargárselos en el camino. Vio nerviosa si se habían mojado y limpió con un pañuelo la superficie de cuero de un libraco. Empezamos enseguida a caminar. Ella llevaba un vestido corto y gran chamarra (gringaza), botas largas, todo de cuero. Pelo lacio largo, castaño y de raya en medio.

—¿Qué estudias?

—Lenguas clásicas y mitología. ¿Tú eres amigo de mi hermano? Hasta que me hablas.

—Eso te iba a decir. Según tu hermano, te encierras en tu recámara a estudiar y no quieres que te molesten. ¿Y eso?

—Algo… ¿Cuándo te lo dijo?

—Ayer. Hablábamos y saliste al tema.

—¿Hablaban de folclor? —preguntó en tono burlón.

—De brujería. Me interesa.

Se esforzó por no reírse.

—Es genial. A mí también. ¿Tú escribes?

—Escribo cuentos de terror, ciencia ficción, novelas…

—Me caes bien. ¿Traes cigarros?

—No fumo… tabaco, digo…

—¿Qué fumas?

—Pipa.

—¿Me invitas algo?

La invité a un café. Era raro que ahora hablara muy confiadamente. Nos sentamos en una mesa redonda de madera, uno frente al otro, al lado del cristal que daba a la calle. Enseguida llegó el dueño, que servía también de mesero. Yo ordené un café y ella, una Coca. Estaba pensativa. Le fui a comprar unos cigarros al mostrador. Le encendí uno y fumé otro yo.

—¿Dónde tomas las clases de lenguas?

—En una escuela bastante lejos de aquí. Las de mitología las tomo exactamente aquí enfrente –señaló una casa sin jardín, con balcones amplios y ventanas grandes.

—¿Quién te las da?

—Una vieja muy simpática. Te caería bien.

Llegaron el café y la Coca.

—No creo que pueda. Ahora tengo que estudiar… —dijo, como si anduviera en las nubes.

—¿Eh?

—Ah, se me hace tarde. Otro día nos vemos —vio un reloj que le colgaba del cuello, se levantó rápidamente y salió casi corriendo, dejándome a mí y a la Coca intactos. Quedé estupefacto y con una cara de imbécil un buen rato. Luego miré un momento su vaso lleno, sorbí café y pagué la cuenta. Al salir la vi alcanzar a una muchacha de pelo negro corto y algo más chaparra que Joan. Hablaron un rato con grandes ademanes y desaparecieron en una esquina. Pensativo y algo ido tomé un taxi para la escuela y llegué a tiempo. No atendí al profesor y pasé el tiempo pensando y haciendo rodar una pluma por la mesa.

—¿Qué lograste?

—Hacer conversación… Pero hoy a ver qué le saco en tu casa.

—Pues irás a comer; hoy es viernes y ella sale temprano.

Y fui a comer. Los padres no pararon de hablar. Joan era la que menos lo hacía. A diferencia de en la mañana, ahora estaba muy callada y me miraba fijamente. Por fin, el padre dijo que tenía que ir a su trabajo.

—Dios te acompañe —dijo la madre (católica hasta los huesos).

—Y que los demonios te protejan —dijo Joan, con voz pagana y en son de burla. Por lo visto, solo a mí me hizo gracia, porque Alvin me volteó a ver muy serio y la madre se levantó y desapareció violentamente en la cocina.

—Vaya… no es para tanto. Fue un chiste, papi —por toda respuesta el padre salió dando un portazo y el reloj de la pared dio las cinco de la tarde.

Como lo tenía planeado, propuse a Joan que me enseñara su cuarto. Dijo que a las seis tenía clase y que otro día me lo enseñaría con calma. Salió a la calle y seguí a Alvin escaleras arriba. Tenía un duplicado de la llave del cuarto de Joan. Lo abrimos. La decoración era de todas clases: cuadros, relojes de pared, una cabeza de cabra blanca disecada, un lamparón de techo, una vieja cama con dosel de barrotes metálicos, sillones, cuatro libreros repletos, un tocadiscos, un escritorio con su silla y ornamentos variados. (Todo bien ordenado y distribuido.) Tenía ventanas que daban a un balcón lleno de plantas. Observé en un rincón una estatua completa, de unos dos metros y medio de alto, blanca, antigua y romana. Era una mujer.

—¿No que era un busto?

—Pues será otra…

Después vi los librones. Eran dos, con pasta de piel. Agarré uno rápidamente y lo examiné con cuidado. Era un manual para brujos, o alguna onda parecida. Tenía por título un nombre largo y exuberante, que no recuerdo. Sonreí.

—¿No tendrá por ahí el Necronomicón?

—¿Dónde demonios conseguiría esto? Son manuales de brujería —El gabacho había empezado a hojear el otro. Me acuerdo del nombre: XOMBHAR.

—Esto es histórico.

Pasamos el tiempo hablando en el cuarto de Alvin y pronto fuimos cambiando de conversación. Acabamos de hablar tardísimo y cuando salía pasamos frente al cuarto de Joan. Abrimos la puerta y no había nadie. Joan no había llegado. Y eran más de las 12.

—¿Qué le habrá pasado?

—No seas ingenuo. Vamos por ella. Está con la señora Paredes. Acompáñame, maese.

Salimos de la casa y llevábamos caminando unas dos cuadras cuando oímos una explosión, un grito y un chasquido.

—¿Qué fue eso?

—No sé, pero vino de tu casa. Tu bruja anda haciendo destrozos.

Corrimos calle abajo. Al llegar a la casa, vimos que del cuarto de Joan salían unos resplandores confusos. Además, se oían gritos. Desde ahí lo recuerdo todo muy vagamente. Nos dirigimos veloces hacia el cuarto de la nena.

—Espérame afuera —Entró al cuarto. Fue la última vez que vi al gabacho, a sus padres y a Joan. A ella, cuando abrió la puerta, riendo. A sus padres, cuando preguntaron qué pasaba. 

Como toda la casa se balanceaba, bajé estrepitosamente las escaleras. Parecía una hamaca el caserón y tomaba varios colores. Al llegar abajo, el pánico me paralizó, pues tuve una serie de visiones tan fantásticas que ahora que escribo dudo de mí mismo: en el centro de la sala, sobre una mesa con ruedas bailaba frenéticamente una vieja. Alrededor de ella, brincando, aplaudían y gritaban cientos de personajes llamativos de todas edades. Los sillones, mesas y sillas estaban derribados. De las lámparas del techo colgaban monos gigantescos, columpiándose. Panteras negras corrían locamente en todos los sentidos. Seres gesticulantes en cuatro patas se dirigían a la escalera. Me derribaron y rodé hasta el piso, perdiendo el equilibrio en los escalones que me faltaban. Esos seres tenían una apariencia asquerosa, viscosa y pestilente. Caminé agachado, gateando, y miré hacia la escalera: personas vestidas de blanco —las mujeres, de trajes largos y los hombres, de smoking y sombrero de copa (aunque también había entre ellos varios de los seres cerdos y fofos mencionados antes, vestidos también de cotones blancos)— subían tropezando los escalones y algunos caían derribados en la alfombra. Yo caminaba lentamente, como en un sueño. La puerta me parecía lejísimos. Muchachas hermosas con las piernas desnudas montaban bicicletas, perseguidas por los horrendos seres. En medio de mi locura, deseé salvarlas. Al fin llegué a la puerta. Me encaminé a la calle que yo suponía vacía. Allí siguieron las visiones (por un momento creí que nunca terminarían): de coches antiguos bajaban personajes siniestros, pegando risotadas satánicas. Recuerdo que un sujeto sin ojos, con sólo los dos huecos en la cara, me preguntó, irónicamente: “¿Asiste usted a la fiesta?” Carcajada. Después me desmayé y todo terminó.

Por lo que supe después, los vecinos llamaron a la policía, pues habían sentido el temblor y visto la explosión. Las autoridades cerraron el caso: “detonación accidental de gas”. La casa quedó hecha trizas. Entre las piedras y escombros se encontraron tres cadáveres: la madre, el padre y Alvin. Jamás se tuvo noticia del de Joan. Tampoco de la señora Paredes ni de sus amigas.

Además, las autoridades ocultaron el hecho de que, en el centro de las ruinas, y completamente intacta, se encontraba la antigua y blanca efigie romana de la diosa Diana, con una sonrisa en los labios.

 

 

La aldea o las caras sonrientes[**]

 

... ignorando que el hombre, en su marcha hacia occidente, podía llevar ocultos en el fondo de su ser sus más antiguos ídolos, no sabiendo que la metamorfosis del sueño en realidad y de la realidad en sueño, es el más terrible de los favores celestiales, y que, una vez franqueado el límite, ya no es posible retorno alguno...

Oliver Onions, “Io”

 

No sé ni cómo fuimos a dar ahí. Miriam y yo despertamos en una cabaña. Yo recordaba que algo había pasado con el coche y no andaba. Habíamos caminado horas por la carretera y luego nos desorientamos y nos perdimos. Nos debían de haber encontrado durmiendo y ahora estábamos los dos en una cómoda cama de madera, en un cuartucho rudimentario que daba a un paisaje de campo soleado con reses pastando tranquilamente bajo un cielo claro con nubes. Al fondo se veía un bosque. Había un hueco en el techo y los rayos del sol nos caían directamente sobre la cara. Se sentía un ambiente tropical, a pesar de los pinos del bosque que veía. El clima era bastante caliente y me imaginé que eran como las diez de la mañana. Bostecé, me senté en la cama y me levanté por unos cigarros donde vi mi chamarra (nos habían puesto los abrigos en una silla al lado de la cama). El piso era también de madera y como único mobiliario se veía una mesa con dos taburetes junto a la ventana, una cómoda vieja a la derecha pegada a la pared, la cama, las sillas con los abrigos. El techo del cuartucho era de teja y cemento. El agujero en el techo existía por la falta de algunas tejas. 

Fumando fui hacia la ventana. El paisaje tropical montañés seguía igual y no había nada exceptuando unas reses y algunos pájaros volando. Además, todo estaba en silencio completo. Por ahí oí el maullar de un gato. 

Mi primera idea fue despertar a Miriam. Se espantó al ver dónde estábamos. 

—¿Qué es esto? 

—Una cabaña. Por lo que veo estamos en una aldea campesina en un claro de bosque. Nos deben haber traído cuando dormíamos. ¿Te acuerdas de que se descompuso el coche? 

—... Pues vámonos ya. Llama a alguien para preguntarle qué pasó y que nos enseñe el camino de regreso para la carretera. 

Fui a la ventana. 

—Aquí no hay nadie. 

Miriam se levantó y se acercó. Los dos miramos el panorama. Estábamos en una especie de loma que bajaba ensanchándose al valle del ganado. Nos llegó una brisa casi marina, de golpe. 

—Qué raro lugar. Me pone nerviosa. Parece vacío. 

Ella estaba ligeramente pálida y con el ceño fruncido. Había inquietud en su forma de hablar. Me vio y sonrió nerviosa. Luego volvió la cara a la ventana y se apoyó en el marco. Algo rechinó. A la izquierda un viejo sonriente entraba por una puerta que yo no había visto. Vestía de mezclilla: un pantalón clásico con tirantes y pechera. Traía también un sombrero de palma común. Riendo, dio paso a una mujer gorda y vieja con una bandeja llena de frutas y dos tarros de leche. La vieja también sonreía amablemente. Iba vestida con un delantal desgarrado verde con bolas blancas y una camisa cuadriculada de manga corta que dejaba ver unos brazos rollizos y morenos. Habló con una voz chillona y cascada. 

—Buenos días, hijos. ¿Durmieron bien? Traigo el desayuno. Un poco de fruta fresca y leche de cabra muy sabrosa... 

Miriam me miró interrogativa y encogió los hombros. 

—Perdón, señora. ¿Nos podría decir dónde estamos y qué pasó anoche? 

—... Pues (tenía cara de madre orgullosa) aquí están otra vez. Después de desayunar pueden salir a dar un paseo. Pero no se alejen mucho. 

—¿De qué habla? 

—Oh... olvídenlo. Coman bien y luego platicaremos. Vamos, Miriam. 

Quedé pasmado y vi a Miriam. Estaba boquiabierta y más pálida que nunca. La vieja sonrió otra vez y volteó a ver al viejo. Salieron y cerraron. 

—¿... Cómo... sabe mi nombre? 

No contesté nada porque ni se me ocurría. Otra brisa marina entró por la ventana. Me acerqué a Miriam y le di una manzana. Le dio un mordisco lobuno. Miraba un punto fijo en el espacio. Murmuró algo. 

—¿Qué? 

—... Esa vieja... se me hace conocida. 

—¿Conoces a la vieja? (antes de que contestara yo sabía qué iba a decir). 

—No la conozco... o no sé. Se me hace familiar, hay algo en su aspecto. Y también el viejo. Me dieron la impresión desde que los vi. Casi se los digo. 

Me senté en un taburete, agarré el tarro y sorbí leche. 

—Dos manzanas, uvas, peras... dos tarros de leche. Toma, esto sabe muy bien. 

Le ofrecí su tarro y bebió un poco. 

—El sabor de la leche, el ambiente, los viejos, el paisaje, el bosque... todo se me hace familiar. 

Se apoyó otra vez en la ventana, dejando el tarro en el marco. 

—¿Sabes más o menos dónde demonios estamos? Miraba afuera detenidamente.

—No tengo la menor...

—Parece una aldea. 

—Ya te lo había dicho. 

—¿Qué horas son?

—Diez y media.

—Creo que voy a caminar. Tragué lo que quedaba de leche.

—Te acompaño. 

Salimos por la puerta y vimos que daba al campo, bajando la colina. Había otras cabañas y empecé a ver gente. Todos se dedicaban a trabajos del campo y algunas mujeres lavaban en un estanque de río junto a un pastizal. También había algunos niños corriendo. Un arroyo circundaba el valle. Lo rodeaba el bosque. Había varias palmeras chicas por el arroyo, de dátiles. “Cosa rara en el bosque”, pensé. Más lejos, a mi derecha, gente cuidaba ganado. Nos llegó otra vez la rara brisa marina. Empecé a notar lo sobrenatural del ambiente y que se sentía más fuera de la cabaña. Además, todo me parecía confuso y grotesco. 

—¿Qué clase de... comunidad es esta? —preguntó Miriam a unas muchachas güeras que pasaban cargando unas canastas. Se limitaron a sonreír y al pasar de largo frente a nosotros una de ellas soltó una carcajada poco fingida. 

—Algo se traen. 

—No nos miran y cuando nos miran se ríen. Ya me estoy sintiendo mal. ¿Por qué no nos vamos? 

Miré a mi alrededor. Sentí que nunca íbamos a salir de este lugar si no es que se me ocurría algo. “A ver cómo salimos”. 

Una sonrisa sádica 

Ese día comimos en la cabaña. Miriam salió a caminar sola en la tarde. Al anochecer se veían faroles encendidos en las casas. 

23 de octubre 

He decidido interrumpir el cuento. De esta aldea no se puede salir. Al principio tomé temas de inspiración y pensé hacer un buen relato, pero lo interrumpo ahora. Miriam ha empezado a hablar con los viejos y ya no me da importancia. Parece que está hipnotizada. 

24 de octubre 

Miriam no durmió ayer conmigo. Le pedí una explicación y sólo me sonrió. No sé qué le pasa. Ahora anda por todos lados, hablando con los del pueblo. La trato de seguir y me repudia. 

25 de octubre 

Me estoy volviendo loco. 

26 de octubre 

Hoy, cuando caminaba por el bosque, vi un camino. Se perdía en el horizonte pero sé que sale del bosque. Por más que trato, no puedo largarme de aquí. Algo me detiene en esta maldita aldea. Parece que con Miriam no puedo ya contar, porque no la he visto hace dos días. Se la han de haber tragado o ligado, y no ha vuelto. 

_____________

Ya sé lo que pasa. Me encuentro en un lugar de una esfera dimensional diferente. Algo así como un sueño. Ayer pasé una noche horrenda. Los habitantes de la aldea miraban por la ventana del cuartucho y hablaban riendo ridículamente, pero yo no oía sonido alguno. Sólo movían la boca y hacían señales con las manos. Se amontonaban frente a la ventana. Uno que otro subió al techo y atisbó por el agujero. 

_____________

Hace una semana que estoy solo. Todos los de la aldea desaparecieron, hasta el ganado. No sé qué pasaría con Miriam. Espero que alguien la haya despertado o sacado de algún modo de esta dimensión. Espero. 

......... 

Decidí algo: voy a meter esto dentro de una botella y la dejaré ir en la corriente del arroyo que circunda la aldea y sale del bosque. Estoy casi seguro de que si alguien lo lee, despertaré. 

 

 

Lo que trajo la red[***]

 

Cuando sea grande voy a ser un pescador como mi padre y voy a pescar todo lo que no ha pescado él. No quiero quedarme sentado como el cretino del hijo del carnicero, siempre mustio y constreñido en su silla de paja. Van a verme ustedes con las redes al hombro todas las mañanas a las seis, echándolas al fondo del bote y zarpando con el arpón entre las piernas para lograr piezas mayores, no los pulpitos y peces sierra que atrapan los hombres de por aquí. Mi padre se volvió muy tosco y a los cuarenta y cuatro se le nublaron los ojos. Eso pasa con esta gente. Se casan para tener hijos y con ellos han terminado su misión en este mundo. Pero yo no quiero casarme ni tener hijos. A mí sólo me interesa la pesca y la pesca más diversa puede pescarse aquí con un poco de decisión. Como el último día en que acompañé a mi padre mar adentro. Fuimos vadeando la orilla de los islotes que ustedes pueden ver allá, tras las palmeras de la parte oeste, y luego de aventar las redes anclamos, nos bañamos y freímos unas sardinas en la playa del islote más chico. Sólo después de comer se nos ocurrió echarle un ojo a las redes y nos encontramos con un hervidero de peces de todos tamaños y colores. También había mucha basura que ignoramos al verter el contenido vivo de la red. Llenamos buena parte de la playita y, con una risa loca, nos dedicamos a matar peces como niños malcriados. Luego recogimos los trozos de coco y los palos que se habían enredado y entonces fue cuando mi padre se topó con la cosa. Parecía la osamenta enmohecida de un pez enorme, aunque de la cintura para arriba no se parecía a ninguno de los peces que yo conocía. Mi padre se quedó mirándolo absorto y de pronto me ordenó que le ayudara a llevarlo al bote para verlo con calma. Cargamos la cosa juntos y la pusimos en el fondo. Mi padre dijo que unos marineros le habían contado ya de cosas parecidas, de osamentas mitad pez y mitad sabe dios qué, y esto me hizo mirarla con temor y apartarme un poco. Pero cuando mi padre recogió las cubetas llenas de peces y las echó al bote y zarpó, volví a tener confianza en mi padre y en la pesca. Me ordenó tener mucho cuidado con la cosa para que llegara bien al pueblo. Y en todo el camino de vuelta mi padre no la dejó en paz, mirándola temerosamente, metiéndome a mí su miedo, tanteándola con el pie al hablarme de ella. Cuando llegamos hubo un arrebujo de jóvenes y viejos que venían a ver lo que la red había traído. Jonás, con su boca llena de sebo, dijo a mi padre muchas palabras que no entendí. Jonás es un borracho que cuenta las leyendas que le contaron de niño, siempre que le invitemos una cerveza helada. No me gusta su charla de marinero viejo, y menos cuando se refiere a la pesca mía y de mi padre. Ya era de noche cuando llegaron las mujeres y envolvieron a la cosa en sábanas y mantas para llevarla a la iglesia de la colina. Fue una procesión muy chistosa, con mi padre a la cabeza, más de quince niños y todos los hombres y mujeres jóvenes del pueblo. El capellán que abrió la puerta nos dijo que lleváramos la cosa dentro y la pusimos sobre una mesa. No fue muy difícil desenvolver el envoltorio y mostrárselo al capellán. Con los ojos muy abiertos puso una lámpara sobre la mesa y se inclinó, preguntándole a mi padre de dónde diablos lo había sacado. Mi padre dijo que había venido en la red, junto a peces, palos rotos y cocos podridos. Al escuchar esto el capellán volvió a inclinarse y tomó lo que parecía la cabeza del esqueleto y dijo a todos que aquello era el cráneo de un hombre. “O de una mujer”, concluyó Jonás. Nos estremecimos un poco cuando el capellán hizo sonar su campanita y ordenó bendecir la mesa, las paredes y la puerta, y cubrió la cosa con las mantas y dijo a las mujeres que devolvieran eso al infierno de donde había salido. Murmurando salimos de la iglesia, mi padre a la cabeza de nuevo y el capellán mirando nuestro recorrido un rato y cerrando después la puerta. Mi padre pidió a las mujeres que llevaran el esqueleto con mucho cuidado porque no quería perderlo. Las mujeres movieron la cabeza y así caminamos hasta la puerta de mi casa. Mi padre las despidió ahí para permitir solamente mi presencia, la de mi madre y la de algunos viejos amigos suyos. “Cuídate”, le dijeron. “Estas cosas son de otro mundo”. Pero esto y otras frases encolerizaron a mi padre y entonces hizo a mi madre sacar a todos de la casa con gran alharaca. Pronto vi que lo que buscaba mi padre era la soledad completa y dijo a mi madre que lo dejáramos y nos acostáramos ya. Le obedeció porque tenía miedo, y no me metí en la cama hasta cerciorarme de que dormía pesadamente. Permanecí un rato entre las sábanas pero las dudas me carcomían. Por fin me arrimé a la puerta y oí los pasos de mi padre por el corredor. Luego escuché cómo bajaba las escaleras. Lo imaginé sentado en la cocina junto a su raro tesoro. Lo imaginé bebiendo una taza de café negro. Luego volví a la cama y traté de dormir, pero al escuchar la charla en voz alta de mi padre bajé de la cama y pegué oído a la puerta. No podía entender una palabra de lo que decía pero supe que no estaba solo. Le acompañaba una voz de mujer. Y no era la voz de mi madre. ¿Cuánto tiempo permanecí pegado a la puerta, tratando de atrapar alguna palabra de la charla que tenía lugar abajo? Más de dos horas. Después hubo una pausa y un descorrer de cerrojos y abrir de puertas. Las de la casa y las del almacén. Me asomé a la ventana y vi a mi padre sacando una enorme frazada blanca que no se usaba nunca, entró de nuevo a la casa y salió en seguida. Cargó la cosa envuelta en el cobertor. Lo vi caminando por la playa y desatando el bote. Luego la linternilla se perdió de vista en la bruma de las cuatro y media. Mi padre no volvió al amanecer ni en la tarde ni en la noche siguiente. Dos meses después encontramos su bote, anclado a tres leguas de la costa, sin un alma a bordo. Unos dicen que se lo comieron los tiburones. Otros hablan de algo peor que los tiburones. A mí sólo me queda olvidarlo, practicar la pesca, pensar en que voy a ser un pescador excelente cuando crezca. Y mientras tanto cambiaré la dirección de mi bote cuando la marea lo empuje rumbo a playas pequeñas y frías como las de aquel islote perdido tras las palmeras de la parte oeste.

 

 

El cuaderno se llena

 

Las moléculas de la tarde están hablando por mí. Dentro de mi jardín cercado —hierbajos grises— las primeras pruebas de esta historia se han extraviado. Antes que destruirlas, preferí dejarlas a merced de otras manos. Se habla en la historia de una mujer y un hombre, como en aquellas miniaturas que ya nadie escribe. Pero los elfos no se resignan: junto a la falsa artificialidad del estilo, está eso, it, lo que a Baudelaire también asaltó en sus aposentos dobles. Y junto al estilo y la historia y la mujer y el hombre está la tinta sepia que encontré dentro de la memoria. En ella el relato se teje solo y se extiende en la superficie azul de este cuaderno: la libreta vacía, símbolo de la nada, y la escritura, que es el universo, siguen siendo la verdad del poeta. El hombre bíblico es el mismo que escribe estas palabras, inútiles como una composición escolar y sagradas, ya que inventan el mundo del lector a la par de la muerte —adivinada— de lo real.

 

 

[*] Este cuento es parte del libro La ciudad de los bosques y la niebla (Universidad de Guanajuato, 2019).

[**] Este cuento es parte del libro De un mundo a otro. Cuentos recuperados, colección Casa de Horror y de Magia, Penumbria, Ficción 140, 2021. Disponible en https://escribiendo.me/ficcion140

[***] Este cuento y “El cuaderno se llena” son parte del libro La ciudad de los bosques y la niebla (Universidad de Guanajuato, 2019).