ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Choro chowder

Ismene Venegas

 

De niña me gustaba engañar a las anémonas con el dedo para sentir el abrazo de sus tentáculos. Hoy hay que manejar unos cuarenta minutos al norte de Ensenada para llegar a Popotla y encontrar mejillones en la orilla rocosa del mar. Antes la parte norte de la bahía de Todos Santos rebosaba de ellos. Ahora se cultivan en granjas acuícolas; sin embargo, pocas veces llegan a tener el gran tamaño o el color anaranjado, el sabor intenso o la textura rica, correosa, que los mejillones silvestres tienen. Pero aquí no les llaman así, aquí les dicen choros. Cuando era niña se podían encontrar en los riscos frente al mar de mi ciudad natal. A lo largo de la costa, desde El Sauzal hasta El Mosquito, colonias de mejillones atados de barbas a las rocas tapizaban la frontera intermareal de la costa. Hoy ya no se ve ni uno. Les sobreviven los cangrejos y las anémonas en las pozas que se quedan descubiertas cuando baja la marea.

Recuerdo una vez que la casa de mi mamá se llenó del olor que despiden los mejillones al abrirse al vapor. Eran los tiempos en que los informes presidenciales se rendían religiosamente el primer día de septiembre, y con este las vacaciones de verano oficialmente terminaban. Toda actividad cesaba y tanto en la televisión como en la radio, en todos los canales nacionales, se transmitía al unísono el informe durante un espacio de tiempo que a mi edad me parecía eterno. Era Miguel de la Madrid. Toda mi familia frente al televisor lo veíamos rendir su informe mientras nos comíamos unos mejillones en escabeche que mi mamá había preparado una noche antes, en la que Araceli, la vecina, había tocado la puerta de la casa algo preocupada y con un saco medio lleno de mejillones frescos en las manos. No sabía qué hacer con tantos mejillones. Había que comerlos pronto, dijo. O por lo menos abrirlos y conservarlos, en escabeche por ejemplo.

Araceli y el doctor Ortega, nuestros vecinos, tenían tres hijos: Miguel, Alain y Karen. Los tres iban a la misma primaria a la que fuimos mi hermana y yo, que estaba en el fraccionamiento Chapultepec, en lo alto del cerro de al lado de mi casa. Cuando mi hermana entró a otra escuela a cursar la secundaria, mi mamá ya no me dejó ir caminando sola a la primaria y entonces se puso de acuerdo con Araceli para llevar y traer a los niños de la escuela: mi mamá en las mañanas nos subía al cerro en su Chevy azul, que sufría por lograr llegar a la cima de la avenida Miguel Alemán; Araceli nos bajaba al medio día en una vagoneta familiar. 

A mí me gustaba bajar el cerro caminando. Mi escuela ocupaba una casa enorme, con un patio enorme y una cochera enorme en una de las calles cerradas de un fraccionamiento de lujo, cerro arriba. La casa estaba a la mitad de la pequeña cuadra que la calle Retorno de Cedros formaba, y era la última del lado de su acera: después de la escuela estaba el cerro cubierto de matorral. Para llegar a casa caminando podía escoger entre dos rutas. La primera nacía al final de la calle, en el retorno. Era un senderito que serpenteaba cuesta abajo entre rocas y matorrales, hasta encontrarse con un pedazo de ladera erosionada, un tramo bien inclinado en el que no crecían plantas. En esa bajada había que tener cuidado; ya me había patinado en un par de ocasiones con las piedrecillas que se desprendían del suelo de granito. La segunda ruta era un camino que empezaba apenas a unos pasos de la puerta de la escuela. Corría abajo por una ladera del cerro que terminaba en un cañón donde había un kínder. El camino rodeaba al cerro y se unía con la primera ruta justo antes de aquella bajada sin plantas. Abajo, al pie del camino erosionado, se volvía a poblar de arbustos, de altos lentiscos, saladitos, mostazas y crisantemos. Pero en ese entonces a los crisantemos no les llamaba por su nombre, les decía “margaritas”, y me las colgaba en el pelo. Dentro de ese bosque de lentiscos había un claro al que regresaba recurrentemente en sueños: era como el claro en el bosque de todos los cuentos. Me gustaba bajar de la escuela caminando para visitar ese bosque antes de llegar a casa, unas dos cuadras abajo. Pero mi mamá ya no me dejó bajar caminando a mí sola cuando mi hermana entró a la secundaria y ya no podíamos regresar juntas de la escuela. Araceli me traía a casa en su vagoneta.

La noche que Araceli llegó a mi casa con los mejillones le explicó a mi mamá que el doctor Ortega había atendido a un paciente que, en agradecimiento, le había obsequiado un saco lleno de mejillones vivos. No era que Araceli no supiera cocinarlos, más bien, era una cantidad enorme de conchas que no cabían ya en su refrigerador. Mi madre se dedicó buena parte de la noche a abrirlos al vapor. Mi hermana y yo, no de buena gana, les limpiamos las barbas. Quitarles las barbas a estos bivalvos es un truco que requiere maña, más que fuerza: mientras con la mano izquierda se sostiene la concha del animalito con el piquito hacia arriba y lo redondo hacia abajo, con los dedos índice y pulgar de la mano derecha se pellizcan con presión las barbas que sobresalen de las conchas y se tira firmemente hacia abajo para arrancarlas en un solo movimiento. Ya limpios, mi mamá los puso por tandas en el interior de una olla de boca ancha, con cebolla, ajo y un poco de aceite. Luego echó un chorrito de vino blanco seco y tapó la olla hasta que las conchas cedieron al calor del vapor del vino y se abrieron de par en par. Eso, una y otra vez hasta acabar con el saco.

Ya desconchados los mejillones, los refrigeró en su propio jugo de cocción. Después de esto, el volumen de los animalitos era visiblemente menor y mucho más manejable. Con las verduras que halló en el refri preparó un escabeche: calabaza, zanahoria, cebolla y coliflor. Ajos. Hierbas de olor. Agua, vinagre y aceite de olivo. En ese escabeche sumergió a los mejillones y los hizo caber en muchos contenedores de múltiples formas y tamaños: todos los frascos y tópers que mi mamá pudo encontrar entre las gavetas de su cocina. Aun así sobraban mejillones en su jugo. Con ellos mi mamá preparó una sopa que nos sirvió de comer el día del informe de gobierno. Era una sopa cremosa de papa, al estilo del clásico chowder de almeja de Nueva Inglaterra, que mi mamá hizo con la carne de los mejillones restantes. Picó papas, cebolla y ajo; coció todo junto, hasta que las papas casi se deshacían en un puré. Añadió los mejillones, junto con su jugo de cocción, al caldo espeso de papa, y vació dentro de la cacerola el contenido de una lata de leche evaporada y un puñado de perejil picado. Se trataba de una crema blanca de cuerpo denso. Tropiezos de papa y carne del molusco, un intenso sabor a mar. De inmediato la sopa se volvió un clásico en la familia. Solía figurar en los deseos especiales de cumpleaños en los que mi mamá consentía al cumpleañero preparando su platillo favorito. Eventualmente se instaló en la cena navideña de mi casa. La sopa de mejillones se convirtió en la sopa de Navidad. 

La preparación de la cena navideña en casa se tornó una zona conflictiva del terror cuando crecí y empecé mis estudios en gastronomía. Yo, en una actitud aún más adolescente que la que haya podido desplegar en los noventa, estaba harta de sólo encargarme de tareas que oscilaban entre limpiarle las barbas a los mejillones o picar la manzana y la nuez de la ensalada del postre. Participar de otras preparaciones, sin embargo, siempre acababa en desastre: cuando no era yo la que se sentía observada y juzgada por la mirada escrutante de mi mamá, era ella la que se sentía observada y criticada por mí. Cualquier comentario que mutuamente nos hacíamos tenía la suspicacia y el veneno de un nido de alacranes. Horrendo. En la preparación del bacalao y los romeritos nunca metí mi cuchara. Digamos que respeté el rango de superioridad culinaria que mi madre ha tenido por siempre. Pero una Navidad encontré en la sopa de mejillones el lugar donde jugar, según yo, mi juego, cansada de las tareas tediosas y repetitivas que por años había desempeñado. Muy orgullosita usé crema Lyncott en vez de la lata de leche evaporada que utilizaba mi mamá para preparar la sopa de mejillones. En mis descuidos, permití que la sopa hirviera a borbotones y la crema se cortó dejando un rastro de chongos zamoranos en la textura de la sopa, lo que sirvió de pretexto para no dejarme intervenir de nuevo en su preparación una semana más tarde en la cena de Año Nuevo.  

La familia Ortega eventualmente se mudó de casa y por muchos años no los volvimos a ver, hasta que mi papá se empezó a sentir mal. El doctor Miguel Ortega, médico militar gastroenterólogo, lo atendió de los primeros malestares que tuvo en el colon antes de que el oncólogo lo diagnosticara. Lo poco que ahora sé de los muchachos se lo debo a la magia de Facebook: Miguel chico es médico, como su papá, y tiene dos pequeños hijos. Alain, también papá de dos críos, vive en Tabasco. Karen, la pequeña, se casó y vive en la Ciudad de México. Con ninguno realmente mantengo contacto. 

Cuando tuve la cocina de un restaurante a mi cargo, en el menú de invierno metí la sopa de Navidad de mi mamá, aunque la preparé a mi modo. En vez de cebolla usé poro, que con la papa hace buen equipo. Usé también los verdes tallos de unos ajos tiernos, que le daban un sabor bien delicado a la sopa. Y al utilizar la crema Lyncott fui particularmente cuidadosa de no dejarla hervir con violencia. En el menú la llamé sopa cremosa de papa, poro y mejillón, pero los comensales se encargaron de nombrarla choro chowder. En un inicio ese nombre no me gustaba porque nunca le llamé choro al mejillón, pero ya me cae bien. En casa seguimos preparando la sopa cada Navidad.

 

Ismene Venegas (Ensenada, Baja California, 1977). Licenciada en Gastronomía por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Actualmente cursa la maestría en Ciencias en manejo de ecosistemas en zonas áridas, en la Universidad Autónoma de Baja California. Publicó Plantas nativas comestibles de Baja California (Culinary Art School, 2018), en coautoría con Paula Pijoan. Escribe por afición. Ha tomado talleres literarios con diversos escritores, como Elma Correa, Alejandro Zambra y León Plascencia Ñol. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.