ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

El laboratorio de Adolfo Bioy Casares

Juan Nepote

 

I

 

Con serena convicción, hace poco menos de medio siglo George Steiner predijo que los cuentos que nos contamos para habitar el mundo nacerían de la microbiología y la astrofísica. ¿Estaba anticipando estos nuestros días, cuando los microorganismos se apoderaron de todos nuestros miedos y deseos, de nuestros ahorros, cuando las texturas y los colores de los paisajes que Percy envió desde la superficie de Marte alimentan ciertas emociones inexplicables? Jorge Wagensberg aseguraba: 

Cualquier representación mental de la realidad es ficción. La literatura es una ficción de la realidad. Cualquier género literario, incluido el ensayo, es en rigor una ficción. La ciencia también es una ficción de la realidad, pero una ficción todo lo objetiva, inteligible y dialéctica que, en cada momento y lugar, sea posible. En otras palabras: la ciencia es una forma de conocimiento que se elabora con la menor ideología posible. La literatura, en cambio, es la forma de conocimiento que más ideología permite impregnando sus contenidos. 

Porque emplear el método científico para imaginar otras realidades posibles nos ha permitido anticipar las computadoras portátiles, los psicotrópicos, el sistema de circuito cerrado de televisión, las prótesis biónicas, las videollamadas y los teléfonos inteligentes, los submarinos y las naves espaciales, las tarjetas de crédito, la propagación pandémica de los virus… Algunos estudiosos, como Thomas Disch, le han llamado “visualización creativa” a este vínculo entre comprender e inventar la realidad, defendiendo que la mezcla de ciencia y ficción no es un instrumento para predecir el futuro, sino que el futuro imaginado sirve para analizar el presente, para desmenuzar la realidad actual. Esta es una de las cualidades más importantes para nosotros. 

“¿Hay algún animal que haga metáforas?”, preguntaba Steiner. Y es que nuestro lenguaje, que nos permite describir y comprender el universo tangible e intangible, está lleno de metáforas; y son estas las que nos permiten explorar la realidad e inventar mundos alternativos, construir posibilidades lógicas narrativas más allá de los límites de nuestra realidad. Uno de los motores principales de la ciencia ficción es algo que han nombrado “condicional contrafáctico”, es decir, esa táctica de preguntarse y responder ¿qué sucedería si...? una y otra vez casi hasta el infinito para entretejer hipótesis que en este momento nos parecen improbables en el mundo real y cotidiano. Estas elucubraciones, rigurosas y metódicas, siempre buscan ampliar nuestro horizonte en tres escenarios: el espacio-tiempo, las diferentes manifestaciones de la vida y las máquinas.

 

II

 

Es 1935 y otoño y hace frío. Dos tipos normales comparten el tiempo y conversan dilatadamente al calor del comedor de aquella casa de campo “en cuya chimenea crepitaban ramas de eucalipto, bebiendo cacao, hecho con agua y muy cargado”. El mayor se llama Jorge Luis Borges y ahora sabemos casi todo de él. El menor se llama Adolfo Bioy Casares y aún no logramos entenderlo completamente. Desertor contumaz de la universidad —primero derecho, luego filosofía, después  letras—, imaginativo y metódico, criado en una distinguida familia de la burguesía argentina, políglota, entrometido y explorador, constante y precoz. Antes de cumplir 23 años Bioy ya era el desconocido autor de dos o tres libros que por siempre habría de negar. Pero antes de eso, en 1932, asiste a un feliz hallazgo: conoce a Borges, de quien será íntimo cómplice a partir de los nacimientos de H. Bustos Domecq y de B. Suárez Lynch —quiméricos autores de toda una serie de libros a cuatro manos—, del parto de obras canónicas para la revaloración del cuento en lengua española, como Antología de la literatura fantástica y Cuentos breves y extraordinarios o las novelas de detectives que editaron y agruparon en la colección El Séptimo Círculo.

Pero en 1935 Bioy y Borges dejan pasar las horas tratando de solucionar un desafío que antes les planteó el tío Miguel Casares: la elaboración de un folleto científico  —“o aparentemente científico”—  acerca de la leche cuajada y el yogurt, a razón de 16 pesos la página: una pequeña fortuna. Durante aquellos prodigiosos días los dos colegas dan forma al proyecto de crear a Bustos Domecq y a Suárez Lynch y, de paso, Bioy “destapa” esa extraña “aptitud para descubrir correspondencias recónditas, pero significativas y auténticas” de su cómplice, y entiende que “por su imaginación feliz, por la inagotable energía de la invención, Borges descollaba en la serie completa de tareas literarias”. Ese contacto inicial con la ciencia a través de la escritura, en fin, tiene un efecto determinante en Adolfo Bioy Casares: “Aquel folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado”.

 

III

 

Existen ciertas vecindades entre la ciencia y la literatura —esas dos maneras de interpretar y habitar el mundo—, ciertas semejanzas en cómo exploran la imaginación y el lenguaje, entre sus métodos para inventar y descubrir; en la forma particular como nombran, organizan y clasifican el universo mediante analogías, comparaciones, transposiciones, metáforas. Así como los científicos persiguen la enunciación de alguna verdad no exenta de belleza, así también los literatos —cada uno con sus pasadizos, con sus atajos— perciben el mundo, interpretan sus señales, cotejan, miden y crean. Si la literatura, igual que la ciencia, es la manifestación de una búsqueda, más que de un hallazgo [¿Pero quién une olas / Con suspiros / Y estrellas / Con grillos?, García Lorca], entonces literatos y científicos comparten cierta mirada fisgona, un método de trabajo que emplea la memoria y la fantasía, la intuición y la curiosidad para crear mundos; los juegos de semejanzas y diferencias, las relaciones de anticipación y causalidad: esa misma minuciosidad con la que, en el siglo XVII, el astrónomo William Herschel escudriñó por cuarenta décadas la bóveda celeste, atento al mejor de los telescopios —fabricado con sus propias manos—, descubriendo galaxias, bautizando nebulosas en decenas de cuadernos, es semejante a la paciente rigurosidad con la que Adolfo Bioy Casares alimentó por medio siglo un acucioso registro de todas sus reuniones con Jorge Luis Borges, publicado en 2006 con un ascético título: Borges. El mapa completo —más de mil seiscientas páginas— por cotidiano y distante del halago automático, de la “constelación Borges. (“Espero no morirme sin haber escrito algo sobre Borges. Lo que podría hacer es sólo contar cómo lo vi yo, cómo fue conmigo”, había suspirado Bioy en 1994.) 

Así como en gran parte de su obra literaria, en su Borges el científico Bioy observa, registra, asocia, clasifica. No dice las cosas “son”, sino que acierta al saber que las cosas “parecen ser”.

“La ciencia es la atención por las cosas, una percepción de que las cosas que nos rodean, la realidad y sus fenómenos, no son un capricho”, sostiene Claudio Magris. Ello es evidente en Goethe, obsesionado tanto con la física que se lanzó al vacío en un disparejo combate en contra de Newton sobre la naturaleza de la luz; en Lichtenberg, que al mismo tiempo que reinventó el género de los aforismos fue precursor de la física experimental en Alemania; en Darwin, que sabía moldear la prosa inglesa con tal habilidad que por muchos años sus libros de viaje fueron los más vendidos en las librerías de Inglaterra; en Lewis Carroll, que trabajaba en problemas de lógica formal durante sus horas claras y con su “otro” nombre: Charles L. Dodgson, mientras que en los intervalos oscuros inventaba la fantasía debajo del subsuelo; en Chéjov, que había estudiado medicina igual que Gertrude Stein; en Marguerite Duras, que se formó como matemática, lo mismo que Yves Bonnefoy y J. M. Coetzee; en Sabato, que se exilió de la investigación en radiaciones nucleares para ocuparse de la literatura; o en Thomas Pynchon, que abandonó la ingeniería física. 

Y en Bioy, desde luego, quien despliega cierto método de trabajo que entre lo extraordinariamente grande y lo extraordinariamente pequeño del mundo duda, separa, mira, prueba, mide, verifica, nombra. 

Conoce el mundo y lo reinventa.  

 

IV

 

Unos años después de haber concluido aquel folleto de divulgación científica de lecturas múltiples (puede ser leído como un documento informativo o como una recreación literaria, un cuento que habita las fronteras entre la ficción y la realidad, o como una burla de la confianza inmediata, casi irracional, en la ciencia y la tecnología), parido a cuatro manos con Borges, Adolfo Bioy Casares improvisa otro laboratorio donde se ocupa de poner a prueba su alcance imaginativo con una novela singular, publicada en 1940 —primero en el número 27 de la revista Sur, que dirige su cuñada Silvina Ocampo, en un adelanto que cubre de las páginas 43 a la 71, correspondientes a las páginas 15 a la 80 en la versión final— dentro de la colección Novelistas de España y América, de la editorial Losada, con 169 páginas y una sobrecubierta que presenta una isla, el sencillo boceto de un mapa, la rosa de los vientos, el perfil de una mujer; todo ello diseñado por la asombrosa artista Norah Borges, hermana del amigo perpetuo de Bioy, a quien fue dedicada la novela y que se sumó al proyecto como autor de un prólogo escrito con excesivo interés en sobresalir incluso por encima de la novela misma, en el que Borges califica La invención de Morel —nunca se sabrá si actuó de buena fe— de “perfecta”. Esta obra habrá de garantizarle a Bioy un lugar en la historia de la literatura universal, y quizás sea el experimento que más transparenta su interés por la ciencia.  

 

V

 

La novela (prodigioso espécimen que contradice la tradición enunciada por Borges en el archifamoso prólogo: “En español, son infrecuentes y aun rarísimas las obras de imaginación razonada”) comienza evocando un “milagro” recién acontecido en la vida del narrador, de quien nunca conoceremos su nombre: “el verano se adelantó”. A esa alteración de los ciclos ordinarios que parecen regir su paisaje, el cual será construido a lo largo del relato con hábil lentitud por el hombre, se une otro suceso imprevisto: la música de un fonógrafo que reproduce “Tea for two”, esa pieza del célebre musical de los años veinte No, no, Nanette: 

 

Picture you upon my knee
Just tea for two
And two for tea
Just me for you
And you for me… alone

 

El narrador inicia por achacar su permanencia en una isla desierta —desde hace más de cien noches— al misterioso consejo de un mercader italiano: 

Para un perseguido, para usted, sólo hay un lugar en el mundo, pero en ese lugar no se vive. Es una isla. Gente blanca estuvo construyendo, en 1924 más o menos, un museo, una capilla, una pileta de natación. Las obras están concluidas y abandonadas. 

El hombre llega a la isla siendo un prófugo (¿de qué o quién huye; por qué lo hace?) y allá se habrá de convertir, imprevisiblemente, en esclavo de una obsesión que de alguna manera inicia justamente en esa “milagrosa” jornada, cuando atestigua un espectáculo singular:

Viendo los edificios pensaba lo que habría costado traer esas piedras, lo fácil que hubiera sido levantar un horno de ladrillos. Me dormí la tarde y la música y los gritos me despertaron a la madrugada. La vida de fugitivo me aligeró el sueño: estoy seguro de que no ha llegado ningún barco, ningún aeroplano, ningún dirigible. Sin embargo, de un momento a otro, en esta pesada noche de verano, los pajonales de la colina se han cubierto de gente que baila, que pasea y que se baña en la pileta como veraneantes instalados desde hace tiempo en Los Teques o en Marieband. 

La cualidad afantasmada de esos personajes, surgidos a partir de una “aparición inexplicable” y que comienzan a poblar la isla que el narrador creía desierta, da forma y textura al relato. Al principio el hombre asume que pueden tratarse de “efectos del calor de la noche en mi cerebro”; sin embargo, rectifica inmediatamente: “Pero aquí no hay alucinaciones ni imágenes: hay hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo”. Se trata de sujetos vestidos a la usanza de dos o tres lustros antes; el hombre los mira con fascinación desde la distancia, combinando su espionaje con las labores que realiza diariamente para sobrevivir en la isla. Él carece de habilidades manuales o técnicas, de datos (llega a la isla equipado con una brújula que no logra comprender; en otro momento confiesa: “Entiendo poco de motores”), pero se empeña en anotaciones filosóficas: 

Creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia. 

A partir de la intranquilidad que le provocan esos individuos que interrumpen la deseada soledad de la isla, el narrador busca una explicación. Así localiza una sala de dimensiones pequeñas, “verde, con un piano, un fonógrafo y un biombo de espejos, que tiene veinte hojas, o más”, un lugar fantástico, debajo de una escalera escondida, detrás de una puerta secreta: “Entré en una cámara poliédrica” dentro de la cual “en ocho direcciones vi repetirse, como en espejos, ocho veces la misma cámara”. 

El hombre sigue acechando a sus acompañantes desde la lejanía. Sin intentar comunicarse con ellos, sino todo lo contrario: les huye, les teme. En una luminosa jornada descubre algo que le asombra:

en las rocas hay una mujer mirando las puestas de sol, todas las tardes. Tiene un pañuelo de colores atado en la cabeza; las manos juntas, sobre una rodilla; soles prenatales han de haber dorado su piel; por los ojos, el pelo negro, el busto, parece una de esas bohemias o españolas de los cuadros más detestables.

La mujer despierta en el narrador el deseo de ser mirado, escuchado. Cada vez más atento a sus movimientos, la piensa, la sigue: “Verla: como posando para un fotógrafo invisible, tenía la calma de la tarde, pero más inmensa”. Ante ella sí se hace presente, con disimulo, pero con afán. Sin embargo, la mujer parece no percibirlo: “No fue como si no me hubiera oído, como si no me hubiera visto; fue como si los oídos que tenía no sirvieran para oír, como si los ojos no sirvieran para ver”. En un intento desesperado le prepara un jardín arreglado con esmero y entusiasmo, pero ella vuelve a ignorarlo: “Se movió con esa libertad que tenemos cuando estamos solos”. El hombre se avergüenza, con candidez le dedica un soneto: Mi muerte en esta isla has desvelado que luego ajusta: Ya no estoy muerto: estoy enamorado, que afina: El tímido homenaje de un amor, pero la mujer sigue indiferente, y eso la vuelve más deseable. 

 

VI

 

Poco después aparece Morel, un hombre algo mayor, barbudo, que en un francés culto corteja a Faustine (el narrador se entera así del nombre de la mujer que lo tiene obsesionado). El hombre escucha, sigue a Morel y Faustine ya con desfachatez, originada en los celos; descubre entonces que ni ellos ni algún otro de sus acompañantes pueden verlo a él. Llega a inferir que la “insalubridad extraordinaria de la parte sur de esta isla ha de haberme vuelto invisible”, sueña que está en un manicomio donde Morel es el jefe, hasta que acepta que las personas “no están en la isla” cuando Morel reúne al grupo y les habla de la inmortalidad, les habla de sus invenciones, de su capacidad para invocar cierto “fenómeno de espejismo”, les explica:

Mi abuso consiste en haberlos fotografiado sin autorización. Es claro que no es una fotografía como todas; es mi último invento. Nosotros viviremos en esa fotografía, siempre. Imagínense un escenario en que se representa completamente nuestra vida en estos siete días. Nosotros representamos. Todos nuestros
actos quedan grabados.

Los otros habitantes de la isla se molestan con Morel, dudan, atisban que sus vidas están en peligro. El narrador de la isla virtualmente habitada se cuestiona con sencillez: “¿Quién no desconfiaría de una persona que dijera: Mis compañeros y yo somos apariencias, somos una nueva clase de fotografía?”, pero se consuela calificándolo: “Morel, mundano hombre de ciencia”, concluye el prisionero de la isla. Acto seguido, analiza las anotaciones del inventor: durante largo tiempo Morel se concentró en perfeccionar la captación de ondas olfativas, térmicas y táctiles, para luego ingeniar un método de transmitirlas. El resultado de sus desvelos es una máquina inédita con tres partes: la primera resulta de un conjunto de espejos que retiene imágenes a las que les adhiere “perfectamente sincronizados” los sonidos, la resistencia al tacto, los sabores, olores, la temperatura; la segunda parte se encarga de grabar esas sensaciones y la tercera las proyecta, sin pantallas ni papeles, puesto que “sus proyecciones son bien acogidas por todo el espacio y no importa que sea día o noche”. 

A su análisis de la radiotelefonía, la televisión, el cinematógrafo, el fonógrafo y la fotografía, Morel añade su propuesta de “inventar un sistema para recomponer las presencias de los muertos” con un éxito casi total. Pero ¿qué consecuencias hay para los modelos de esas imágenes? En las notas de Morel, el narrador no encuentra las respuestas —habrá de experimentarlo en carne propia—, pero sí halla las claves de su invención: las circunstancias idóneas de la isla para su plan de inmortalidad: la regularidad de las mareas lunares y la abundancia de mareas meteorológicas, los arrecifes que fungen como una sólida muralla contra invasores y la luminosidad apenas clara, exacta, no deslumbrante. Localiza una cámara subterránea que alberga la máquina inventada por Morel de funcionamiento sempiterno —gracias al incesante flujo de las olas del mar—, con sus transmisores de energía, rodillos, receptores y grabadores, proyectores, con un biombo de espejos de reflejos infinitos… 

 

VII

 

Los espejos tendrán un papel determinante en la historia de esta novela y de otras obras de Bioy, quien no olvida que la mayor parte de las sociedades ha encontrado significados mitológicos, religiosos o mágicos en la formación de imágenes reflejadas sobre un espejo: el verbo especular tiene sus orígenes en esas superficies reflectantes que servían para adivinar el futuro. Los espejos también son un recordatorio del largo tránsito del pensamiento mágico al razonamiento científico, porque nos formamos una imagen de la realidad principalmente a partir de los estímulos visuales que percibimos, de ahí que la óptica sea una de las ciencias más antiguas. Sobre el origen especular de La invención de Morel afirma Bioy:

Casi diría que siempre vi los espejos como ventanas que se abren sobre aventuras fantásticas, felices por lo nítidas. La posi-
bilidad de una máquina que lograra la reproducción artificial de un hombre, para los cinco o más sentidos que tenemos con la nitidez con que el espejo reproduce las imágenes visuales, fue pues el tema esencial del libro.

En los espejos Bioy también encontrará un aliado tecnológico; y es que él es un fotógrafo que se toma muy en serio su afición y al mismo tiempo resulta sereno, aletargado. No tiene prisa por buscar un reconocimiento para sus imágenes, por mostrarlas. Para la mayoría de la gente, el Bioy fotógrafo apenas será revelado hasta mediados de 2014 con una sorpresiva exhibición titulada El lado de la luz, organizada para festejar el centenario de su nacimiento. Por allá desfilarán las imágenes congeladas de los animales en el zoológico de Buenos Aires, de los bulevares, las fachadas y los parques de San Telmo, los retratos de otros escritores, de amigos, de amantes, las praderas y las líneas cromáticas de la naturaleza alrededor de su estancia Rincón Viejo, las instantáneas de sus incontables viajes; pero siempre es la visión de un exquisito espectador dotado de una mirada paciente y original, equipado con una o varias de las cámaras fotográficas más modernas. 

 

VIII

 

En La invención de Morel nuestro autor refrenda su condición de espectador. En sus Memorias, Bioy describe con alegría que durante su infancia se aficionó a ver películas: “Me convertí en espectador asiduo y ahora pienso que la sala de un cinematógrafo es el lugar que yo elegiría para esperar el fin del mundo”. Es esa condición de “espectador” con la que los escritores y científicos observan el mundo que los rodea; lo mismo en los laboratorios que en la hoja de papel se hacen preguntas y encuentran la manera de plantearlas, establecen hipótesis que habrán de probar o desechar, y luego vuelven a observar y preguntar. Como un científico que echa a andar un experimento, que busca la verdad por aproximación, Bioy asegura:

Buscaba menos el acierto que la eliminación de errores en la composición de la escritura de La invención de Morel. De algún modo era como si me considerara infeccioso y tomara todas las precauciones para no contagiar la obra. La escribí en frases cortas, porque una frase larga ofrece más posibilidades de error.

Y sigue:

Primero creí que podría escribir un falso ensayo, a la manera de Borges, y comentar la invención de esa máquina. Después, las posibilidades novelísticas de mi idea trajeron un cambio de planes. Las circunstancias de que el héroe y el relator de la historia fuera un perseguido de la justicia, que la máquina funcionara en una isla remota, que las mareas fueran su fuente de energía, sirvieron de argumento.

La primera imagen de su novela —dirá años después, seguro de estar cimentando su leyenda— le habría surgido en aquellos días que se probaba como escritor de divulgación científica, mientras revisaba los misterios y prodigios de la leche cuajada y del yogur: 

Mi madre, que estaba muy orgullosa de sus hermanos Casares, me decía que mis tíos Bioy se arruinaron porque administraban el campo sentados en las sillas de paja del corredor de la casa. Hacia 1937, cuando yo administraba el campo del Rincón Viejo, sentado en las sillas de paja, en el corredor de la casa del casco, entreví la idea de La invención de Morel. Yo creo que esa idea provino del deslumbramiento que me producía la visión del cuarto de vestir de mi madre, infinitamente repetido en las hondísimas perspectivas de las tres fases de su espejo veneciano.

 

IX

 

Parece inevitable asociar la novela más reconocida de Bioy con la realidad de aquellos años, en parajes bastante lejos del narrador argentino: la holografía, que vendría a ser la técnica y la tecnología más afín a La invención de Morel fue desarrollada por el húngaro Dennis Gabor apenas unos años después de la publicación de la novela de Bioy, hacia 1947; cuando intentaba perfeccionar el microscopio electrónico [Por medio de los  microscopios los microbios observan a los sabios, Huidobro] probó con un proceso para generar fotografías al que nombró “holografía”, tomado del griego holos (“completo”), dado que se almacenaba un registro absoluto, con información tridimensional; un hallazgo rudimentario entonces, porque le hacía falta un cómplice: el láser, que se inventaría y acondicionaría posteriormente por una pléyade de científicos, como Gordon Rogers, Ralph Kirkpatrick, Albert Baez, Hussein El-Sum, Adolph Lomann; Emmett N. Leith y Juris Upatnieks (“El artista emplea la primera persona del singular y el científico la primera persona del plural”, postuló Jean-Marc Lévy-Leblond), quienes descubrieron una manera de producir dos imágenes —una real y otra virtual—, que al combinarse entre ellas, junto con la incidencia de cierta luz, generan una imagen muy difusa. De los muchos tipos de hologramas, destacan los de exhibición: collares en vitrinas de joyerías lujosas, piezas arqueológicas invaluables, medicina tridimensional… Parece inevitable asociar obras como La invención de Morel con cierta capacidad de anticipación para predecir el mundo que habremos de habitar en el futuro; las tecnologías, los usos, las técnicas, las costumbres. (“Al otro lado del espejo tampoco se conoce la verdad”, sostiene Claudio Magris). El propio Bioy no elude caer en esa tentación: 

En Italia, en el 49 y en el 51, yo leía un diarito del ejército norteamericano, porque solía traer noticias de la Argentina. Un día leí con alguna curiosidad en ese diario la descripción de una máquina que proyectaba imágenes tridimensionales, en un todo idéntica a las personas, animales, plantas y cosas que reproducía. Me divirtió la idea de que alguien hubiera leído La invención de Morel y que fingiera que existía la máquina. Debió de parecerme improbable que en tan poco tiempo la realidad la hubiera logrado. No sé qué hice con ese ejemplar del diarito; debí de guardarlo, pero negligentemente, porque no recuerdo haberlo tenido otra vez ante mis ojos.

 

X

 

Pero su intuición, su verdadera capacidad de anticipación, es adelantarse a las teorías de George Steiner: 

En el quattrocento habríamos deseado conocer a los pintores; hoy, el sentimiento de fruición inspirada, de la mente entregada a un juego libre, sin recelos, pertenecen al físico, al bioquímico y al matemático. Pero no debemos engañarnos. Las ciencias enriquecerán el lenguaje y los recursos de la sensibilidad […] de la astrofísica y de la microbiología habremos de extraer nuestros mitos futuros, los términos de nuestras metáforas.

Porque en su laboratorio Adolfo Bioy Casares moldea nuestra sensibilidad mediante mitos y metáforas que provienen de una variedad de fuentes reales e imaginadas, de esa manera de interpretar el mundo que comparten científicos y literatos. La invención de Morel, a fin de cuentas, es una historia de amor. Octavio Paz defendió que en Bioy “el amor es una percepción privilegiada, la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo, sino de la nuestra”. 

Lo prueba el narrador anónimo de la novela: 

Estar en una isla habitada por fantasmas artificiales era la más insoportable de las pesadillas; estar enamorado de una de esas imágenes era peor que estar enamorado de un fantasma (tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga una existencia de fantasma).

Y quizás esto sea su descubrimiento más meritorio. 

 

Referencias

Bioy Casares, Adolfo (1940), La invención de Morel, Buenos Aires, Editorial Losada. 

Bioy Casares, Adolfo (1994), Memorias, Barcelona, Tusquets Editores.

Disch, Thomas M. (1998), The Dreams Our Stuff Is Made Of: How Science Fiction Conquered the World, EUA, Free Press.

Steiner, George (2011), Gramáticas de la creación, Madrid.

Steiner, George (2020), Lecciones de los maestros, Madrid.

Wagensberg, Jorge (2009), Yo, lo superfluo y el error, Barcelona, Tusquets Editores.

 

Juan Nepote (Guadalajara, Jalisco, 1977). Es autor de libros publicados en Argentina, Brasil y México. Por su obra ensayística, ganó el Certamen Internacional de Literatura “Sor Juana Inés de la Cruz”, el Premio Nacional de Periodismo Científico y Divulgación de la Ciencia y el Premio Estatal de Innovación, Ciencia y Tecnología de Jalisco en dos ocasiones. Sus libros más recientes son: Museo portátil del ingenio y el olvido (Editorial Universidad de Guadalajara, 2020) y El otro Arreola: Juan José Arreola & su tío científico (Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de México, 2019).