ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

La mujer del puente

Salim Leonardo Moranchel Contreras

 

Fue un lunes que desperté con los gritos de mi madre pidiéndome que saliera por el pan. Mi papá se movía de un lado para otro. Por las escaleras subía el eco de su prisa, otra vez los gritos. Bajé. Mi madre me dio el dinero, el mismo dinero que me daba cada mañana. Fui en dirección a la panadería que está justo en la parada del autobús, en el paraje de la carretera que va a “T”. Ignoré los buenos días y caminé con prisa. Subí las escaleras del puente peatonal, miré los costados y tuve una sensación de prisión. Los alambres que cubren los bordes del puente tienen una forma especialmente aterradora. Al mirar hacia abajo un mareo se apoderó de mí. 

Descendí apretando mis manos entre el barandal. Siento un temblor, luego un mareo, giro la cabeza y miro hacia abajo. Hay una mujer sentada en el borde del carril de baja, está inmóvil y ausente. Siento una incomodidad repentina, cualquiera podría atropellarla, pero ella está sentada justo en el sitio donde no llegan los coches. Mueve su cabeza alegremente, golpea el aire con las manos, se ríe, vuelve a girar la cabeza, cruza y descruza las piernas, sube su pie, baja su pie. Me detengo. Desde la mitad de la escalera puedo apreciarla. Su cabello es rojizo y está peinada de una forma extraña: dos coletas casi pegadas a la frente. Me río. De lejos parecen antenas. Los colores de su ropa me deslumbran; blusa verde y pantalón amarillo. 

Por fin, bajo del puente, paso a unos metros de la mujer y ella me ve. “Un pesito, un pesito, regálame un pesito”. Me alejo, no quiero verla, su rostro es amarillento, enfermizo, tiene unos pequeños ojos, unos pequeños labios y una fina nariz. Sin querer, me detengo y la observo, cuento sus pecas. Ella sonríe, veo sus dientes amarillos. “Un pesito, un pesito, regálame un pesito”, repite. Finjo un movimiento buscando dinero en las bolsas inexistentes de mi pijama, niego, le sonrió y digo “a la vuelta”. La mujer pierde su risa, se gira bruscamente, luego me vuelve a mirar, saca su lengua y hace ruidos extraños. Camino más rápido. 

Compro los mismos panes que siempre he comprado. El panadero me saluda mecánicamente y me voy. Pienso en cruzar la carretera, siento pesadez, no quiero ver de nuevo a la mujer. Aprieto los dientes y decido volver a cruzar el puente. La mujer me mira de lejos, ríe desquiciadamente. Estoy cerca de ella y clava su mirada en mi bolsa. “Dame un pan…, dame un pan…, dame un pan”. Veo que intenta levantarse, tropieza, se ríe. Camino más rápido y me siento aliviado cuando llego a la mitad de la escalera. La mujer no pudo levantarse. Sigo adelante, me detengo, veo el suelo del puente y siento asco. Ahora vuelvo mi mirada al fondo. Ahí sigue la mujer, rasca sus cabellos, toma algo y lleva sus dedos a su boca, se revuelca. Unas mujeres pasan a su lado y se alejan. Decido irme. 

Aviento el pan sobre la mesa y mi padre está desesperado. Los tres desayunamos en silencio. Mi madre me recuerda que es tarde y que debo ir a la universidad. Mi padre se ha ido. Termino mi pan y me voy. Mi madre me pregunta: “¿Qué tienes, estás muy callado?”. Niego con la cabeza y finjo sensatez. “Nada… no tengo nada”. 

Mi mochila está lista. Salgo de mi casa con prisa, faltan quince minutos para mi clase y yo apenas voy saliendo. Decido cruzar la carretera sin miramientos. Cuando termino de contar mis monedas, mi camión ha llegado. Subo y me siento en cualquier sitio. Me recargo en la ventana y miro hacia el puente. El camión no avanza. Ahí, otra vez, justo donde terminan las escaleras, la mujer baila, se mueve discordantemente y brinca sin sentido. Se detiene, se agacha un poco y veo que respira con fuerza, se coloca en puntas sobre un solo pie, mueve la cabeza de lado a lado y sonríe. La miro fijamente. Ella siente que la veo, su mirada me atrapa, sus pequeños ojos se clavan en mi rostro y gesticula con las manos, sacude, entiendo que es un saludo. Siento asco y el camión avanza.

Al salir de la universidad, decidí caminar y dirigirme a algún lugar no específico. Mi trayecto fue ligero. Al llegar a la iglesia me detuve, sentí la necesidad de entrar, parecía vacía y sólo rondaban palomas por todo el atrio; las asusté. Vi la puerta entrecerrada. Ahí el día perdía su luz y en el interior la oscuridad se asomaba. Entré y, cuando estaba a punto de hacer la señal de la cruz, escuché el sonido del agua gorgoreando, chapoteos, tragos. Giré mi vista y la detuve en el costado derecho de la entrada. Ahí estaba la pila que contiene el agua bendita y ahí también, la mujer del puente. Su cabello estaba destrenzado, zambullía vivamente sus manos en el agua, enjuagaba su rostro, sus cabellos, hundió sus pies y talló sus dedos, exprimió las ropas que había lavado y luego bebió de sus manos el agua. Temblé, me sentí acorralado. La mujer volteó, comenzó a reír sin sentido. Su vestimenta era distinta, llevaba puesto un vestido de flores rojo, y una tela, semejante al pelo de algún animal, le rodeaba el cuello. El agua le escurría por el cuerpo. Me miró, sacó su lengua y comenzó a lanzarme agua. Grité y un vómito subió hasta mi garganta. Retrocedí. La mujer reía, mordía su lengua. Salí corriendo de la iglesia.

Afuera seguí corriendo, me encaminé a la parada del autobús, subí y me quedé dormido en el asiento trasero. Cuando desperté, ya me encontraba cerca de mi casa. Pasó un rato y por fin llegué, ya era de noche. Bajé lentamente del autobús. La sensación de incomodidad no había desaparecido. Giré levemente los ojos y, al ver el puente, un escalofrío recorrió mi espalda. 

Llegué a casa. Mi padre roncaba en la sala y no observó cuando entré. “¿Cómo te fue?”, preguntó mi madre. “Bien”, respondí. “¿Vas a cenar?”, preguntó. “No”, respondí. Subí a la habitación y lo único que pude hacer fue dormir. 

Otra mañana. Fui en dirección a la panadería. Un miedo repentino me invadió cuando vi que la carretera se asomaba. No quería llegar, sentí la náusea, subí el puente y vi el mismo aspecto lúgubre, la suciedad remarcada, pero esta vez había un pañal sucio repleto de moscas, más condones, un zapato abandonado. Seguí caminando y en el centro hallé una toalla femenina manchada de sangre, mancha atroz. La náusea se repite.  

Bajé del puente, evité a toda costa mirar a la mujer, pero ahí seguía, ahora sentada en la entrada de un local abandonado. Señala algo con su índice y su gesto es de molestia. Entabla una conversación solitaria, parece que regaña a alguien o a algo. Mueve negativamente la cabeza, grita palabras que no entiendo, saca la lengua y se golpea la cabeza, grita, jala sus cabellos, se detiene y me mira. Avanzo, pero mis ojos no pueden dejar de seguirla. Abre las piernas levemente y miro un líquido que le escurre por sus ropas, toma un color amarillento y se escurre de tal forma que la rodea y crea un charco. La mujer hunde sus manos en el líquido y peina sus cabellos, luego continúa con su discusión. Compro el pan y regreso a mi casa.

Aviento el pan sobre la mesa y mi padre está desesperado. Los tres desayunamos en silencio. Mi madre me recuerda que es tarde y que debo ir a la universidad. Mi padre se ha ido. Termino mi pan y me voy. Mi madre me pregunta “¿qué vas a hacer hoy?”. Quedo pensativo y finjo rememorar. “No lo sé... Nos vemos al rato”, respondo. 

Mi mochila está lista, salgo de mi casa con prisa. Mi camión ha llegado, subo y me siento en cualquier sitio. Hoy no tuve ganas de asistir a la universidad. El camión avanza y las calles se desdibujan en lontananza. Miro la acera y reconozco gente que es toda igual; miro los coches y ninguno es diferente. El camión no se detiene, avanza y avanza. Llego a la terminal, el chofer me obliga a bajar y se sorprende de verme todavía sentado. Me incomodo y decido perderme en las callejuelas.

Estoy inmóvil enfrente de un enorme edificio blanco decolorado; es alto y en el último piso se asoma un gigantesco letrero que dice: “HOTEL”; las letras son rojizas y me aturden. Leo el texto de la indicación: “Calle F”, camino más y he llegado a la gran avenida. Miro el puente angosto que está casi al frente; no tiene jaulas y puedo verlo temblar cuando pasan los autobuses. Siento miedo, las personas me empujan, chocan sus bolsas, chocan sus petacas. Instintivamente, me dirijo a las escaleras del puente, subo, todo me da vueltas, mis piernas revolotean al sentir la vibración, los carros pasan rapidísimo, llego a lo más alto. El puente se cruza con otro puente y forma cuatro ejes. No sé a dónde ir.  

Volteo y miro el letrero del hotel. Ahí, encima de las letras rojizas, baila esa mujer. Desde el puente puedo escuchar su risa y percibo su mirada penetrante. Siento ganas de vomitar, miro abajo y me mareo, regreso la mirada al hotel y la mujer gesticula con las manos, me saluda y siento unas gotas amarillas que me salpican desde lo alto; se levanta y brinca. Finge perder el equilibrio y finalmente cae y se pierde en su movimiento. Un hombre me pide que no estorbe y avanzo sin rumbo por el puente.

Han pasado varias horas y por fin he llegado a mi pueblo. Se asoma el puente y decido bajar. Subo, recorro las escaleras y caen los objetos de la suciedad cotidiana. Noto algo nuevo. Es ropa interior femenina rota y tiene unas manchas negruzcas que están resecas. Me agacho para mirarla y al hacerlo me doy cuenta de que desprende un olor putrefacto, está repleta de gusanos. Me levanto y sigo. Cuando estoy a punto de llegar al final del puente, veo un objeto ajeno en sus muros, colocado a una altura media y distinto por su color blanco; es una hoja, un papel atado con cintas transparentes. 

Me acerco para contemplarlo. De inmediato distingo que tiene letras, letras que se pierden entre la tinta decolorada, gris. Su encabezado me petrifica: “¡BOLETÍN DE URGENCIA!, PERSONA NO LOCALIZADA, AYÚDANOS A ENCONTRARLA”. Leo la descripción, luego miro la foto y siento una punzada en mis piernas, un vacío en el estómago. La mujer de la foto es la misma que yo vi en estos días. Se nota diferente y debo admitir que no la reconocí a primera vista. Volví a leer la información y otra vez la punzada. Clavé mis ojos en el apartado de “F. AUSENCIA: XX/XX/XXXX”, luego leí: “LUGAR DE EXTRAVÍO: CALLE…”. Mis labios temblaban y pensé en el lugar y la fecha exacta del día de hoy, era la misma. Un líquido amarillento escurrió por mis pantalones formando un charco alrededor de mí.

 

Limbos

 

I remember, I remember when I lost my mind.
There was something so pleasant about that place.
Even your emotions have an echo in so much space.

Gnarls Barkley

 

La realidad es que la vida es un punto medio entre el destino y el sin rumbo. Alguna vez me preguntaron la razón de mi escritura. Yo respondí que a la escritura llegué de casualidad, como cuando me perdí en el camión. Tracé un destino fijo en mi mapa imaginario, tomé el camión sin leer los letreros, el color fue mi guía, una confianza ciega en “súbete en el que sea verde”, pero todos los camiones de esta maldita ciudad son verdes. La carretera avanzó y los rumbos cambiaron, creí fielmente que el destino original me esperaba. El chofer se detuvo, apagó el motor y me explicó que hasta allí llegaba el viaje. Para acabarla de joder, no traía ni cinco pesos en la bolsa. Caminé sin rumbo, confundido, estúpido, cansado, desalentado y perdido. Las piernas me temblaron y la respiración se me iba cuando pensé en lo idiota que puedo llegar a ser. Pasó un rato y, cual Paco el Chato, esperé una señal, una revelación, un llamado, un espíritu, un viajante del tiempo. Pero la señal nunca llegó. Entonces la pérdida se extendió al
anochecer y sin luces guiando el camino, el regreso se convirtió en epopeya. Bueno, una epopeya que se resolvió pidiendo prestado cinco pesos a un desconocido y llamándole a mis padres para que me recogieran, pero el punto quedó claro. Mi relación con la escritura es eso, una pérdida constante, un sin rumbo fijo, un mapa imaginario, locura. Un limbo. 

Hay sueños que se cumplen, hay sueños moribundos, hay sueños fantasmas, hay sueños fetiches, hay sueños que te marcan pito en la cara. He transitado en cada uno de ellos. Hace aproximadamente un año, mi vida cambió de una manera rotunda. En la agonía de los estudios, en el albor de la adultez, me di cuenta de que no tenía la mínima perra idea de lo que quería hacer con mi vida. Me sentía incompleto, inexpresivo, mudo, rutinario, de hueva. Mi sueño de ser (¿?) se fue al carajo, me pintó pito y me hundió en un estado de transe entre el Riggan Thomson de Birdman o Coraje, el perro cobarde, o el Sombra de Güeros. 

Y el rendimiento en la escuela comenzó a bajar, las calificaciones de diez se desdibujaron en títulos. Comencé a faltar, los días transcurrían en una enajenación constante. Cualquier comentario me asustaba. Como Coraje, gritaba y mis pelos se ponían de punta. Miraba en cada persona el rostro de Justo y su máscara verde. Mi vida necesitaba un Ningún Lugar, una cabaña de madera, una Muriel, un refugio. Pero sólo encontraba Le Quack’s o primos Fred. Para ese entonces, también conocí a una chica, de la cual no diré su nombre en ánimos de mantener el anonimato. Escritora, guapa, tímida y con un aire de superioridad imposible de romper. ¿Cómo puedes ligarte a una escritora que no sabe de tu mezquina existencia?, me pregunté. Imaginé una infinidad de posibilidades: chocar de frente y que caigan los libros y mirarnos a los ojos mientras los recogemos, mandarle cartas anónimas con poesía de chocolate, preguntarle la hora y decirle que justo en ese momento me enamoré de ella. Ninguna me convenció. 

Entonces, un día, mientras buscaba un libro aleatorio en la biblioteca, tuve una revelación. Apareció ante mí el fantasma de un poeta que no reconocí a primera vista, me recitó un par de versos y dijo: Aprende a escribir, mamón, mírate en el espejo. ¿Neta piensas que vas a lograr algo? Esfuérzate, papi, no todo es fácil. La morrita te va a mandar a volar y tus chistes pendejos no son de su agrado. Rífate unos cuentos, un poema mamalón, algo. Acércate a ella. Te voy a dar una pista, pero no la vayas a cagar. Ella (inserte nombre de su crush) es escritora, impresiónala con tus textos sofisticados, comenta en tonos mamadores, háblale sobre tus discusiones filosóficas y descríbele tus noches de desvelo descifrando a los decimonónicos. ¿Qué más quieres, mamón? Después, el fantasma recitó con voces infernales un par de versos en latín, luego su cabeza se giró 360° y me acarició la mejilla. 

Y comencé a imitar el estilo de los libros que había leído. Me compré tres polos negros, un par de sacos vintage, empecé a fumar en pipa, me convencí de que aquella chava era arte, me volví vegano, tomé cerveza artesanal, asistí a tertulias en algún café de los Portales, dejé de ver la Familia P. Luche y cambié el “chinga tu madre/padre” por “encamina tus pasos hacia donde mora tu progenitora y procede a importunarla”. Y en mi intento de no ser una apariencia y convertirme en un escritor auténtico, terminé siendo una apariencia. Como era de esperarse, mi intento se fue a la mierda. Fue un fracaso rotundo. Nunca pude hablarle a la chica. Mis pseudocríticas literarias no la impresionaron, mucho menos los textos. No entablamos una sola conversación. Me evitaba, huía, la evitaba. En pocas palabras, me bateó sin batearme. Ahora lo entiendo, ella tenía esa magia. Mi transición a sofisticboy falló. Y decidí volver al principio.

El principio de todo era perderme. Tomé un autobús sin ruta. Caminé sin rumbo hasta que llegué a lo más alto de un puente peatonal. Miré hacia abajo mientras aventaba los polos, la pipa, la cerveza artesanal y, cuando el vidrio de las cervezas estalló, leí en el barandal un letrero: “Yo también me arrepentí”. Los tráileres pasaban a toda velocidad y provocaban temblores en la estructura del barandal. Tomé uno de los libros y recité a todo pulmón uno de los fragmentos y, como los románticos, mis lágrimas empaparon los bordes de las hojas y eso bastó para completar el ritual. El fantasma del poeta volvió a aparecer. ¿Qué pedo contigo? Sí quería que te pusieras a escribir, pero te mamaste con tu apariencia. ¿Qué vas a hacer? Vas a salir con tu mamada de tirarte justo en el momento en que pasa un camión de basura que mágicamente te salva. ¿En serio crees que eso pasa en la realidad? Ahora resulta que quieres inmortalizarte tirándote del puente. ¡No mames! ¿Te creíste ese pinche letrerito del: “Yo también me arrepentí”? Yo lo escribí, pendejo. Neta la cagas, Salim. Y yo le dije que se callara, lo insulté, le dije que era un ojete, un mamón que no servía para nada. El fantasma del poeta creció tres metros y en su rostro apareció la máscara de Justo. Me tomó del cuello y me elevó hacia un lugar desconocido. 

Abrí los ojos y estaba sentado en una sala que anunciaba su nombre entre letreros dorados. Una mesa finísima de madera, unas sillas elegantes donde estuvo el culo del Nigromante. Miré hacia todos lados, una decena de personas discutían algo que aturdía mis oídos. ¿Un vampiro que se peleó con dos chacales? Un chingo de risas, una discusión. Un escritor encabezando la sala. El cabello largo y un chaleco de mezclilla, unas cadenas, un rockstar. ¿Alonso qué?, me pregunté. ¡Alonso Guzmán, pendejo! Otra vez el fantasma estaba ahí. Se extendía tras la espalda de Alonso, asemejaba su sombra. Me guiñó el ojo y gesticulaba en forma de celebración. Poco después, descubrí que el fantasma me llevó al taller de narrativa de la revista Grafógrafxs. Aunque ese fantasma era un ojete, me llevó, no sé si por casualidad o por destino, a mi tan buscado Ningún Lugar. Ese limbo en el camión, en el puente, ayudó a perderme para encontrarme. Los limbos se volvieron amigos, los amigos se volvieron literatura y la literatura se volvió familia.

A veces uno puede enamorarse de lo que no fue. No pude enamorarme de la chica. No pude hacer que ella se enamorara de mí. No he cumplido ninguno de mis sueños. Mis sueños me pintan pito. Pero las risas nunca han faltado. Esa chica fue el detonante de mi escritura. Parece estúpido, pero aún guardo las cartas que nunca le entregué, el libro que nunca me firmó, el cupón que nunca utilizamos. Aún tengo escrito el poema que nunca le dediqué, el de la musa que no fue, pero ya basta de musas. 

El fantasma dejó de visitarme, pero no significa que otros fantasmas no aparezcan en medio de las noches de desvelo o en los momentos de postautosabotaje. Hay ocasiones en que escucho una voz que intenta susurrarme algo. Abro los ojos cuando beso a una chica y no encuentro nada. Abro los ojos después de la cruda y no encuentro nada. Abro los ojos después de un faje y no encuentro nada. Abro los ojos después de enjabonarme la cara y no encuentro nada. Abro los ojos después de leer y no encuentro nada. Pero el susurro sigue. 

 

Salim Leonardo Moranchel Contreras (Zinacantepec, Estado de México, 1998). Es estudiante de la licenciatura en Ciencias Políticas y Administración Pública en la Universidad Autónoma del Estado de México. Obtuvo el segundo lugar en el Primer Concurso Universitario de Literatura “Horacio Zúñiga Anaya”. Es integrante del taller de narrativa de la revista Grafógrafxs.