ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Che Witoldo

Rafael Toriz

 

Hijos del arrebato y del capricho, los seres humanos respondemos más a la chiripa y la contingencia que a la planeación meticulosa. El destino, rosa dispuesta a todos los vientos, mapa torcido a múltiples puertos, no es sino una ocurrencia desgraciada, a veces venturosa, a medio camino entre el azar y la sorpresa.

Witold Gombrowicz, autor de una obra excéntrica, metiche, apátrida-metafísica y —en sus propios términos— extraordinariamente inmadura, es con mucho el ejemplo del exiliado por error, del extranjero petulante y del provocador profesional. Fue Piglia quien sostuvo que Gombrowicz fue el mejor escritor argentino del siglo XX y Deleuze quien suscribió su idea de lo informe y lo inacabado como correlato de la vida. Sontag verá en su obra la humana necesidad de imperfección y Pasolini lo considerará un bufón desgraciado y pederasta. Vila-Matas, siempre constante, será la más aguerrida de sus groupies, y Saer afirmará que leerlo es un código para interpretar a la Argentina. Simic, orientado por un crítico polaco, escribirá con candidez que el nombre Ferdydurke está tomado de un personaje de Babbit. Virgilio Piñera le conseguirá su primer editor en Buenos Aires y Sergio Pitol destacará, con el tiempo, como uno de sus decorosos traductores. Finalmente, será Gombrowicz quien, al abandonar el país austral luego de veinticuatro años de hallazgos y penurias, legará como última ocurrencia matar a Borges.

 

Varado en el sur del infortunio

 

En 1939 Gombrowicz consigue colarse en una excursión marítima a Sudamérica a bordo del Chorbry, perteneciente a la compañía polaca Gydnia América, días antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial y los alemanes invadieran Varsovia, razón que demoraría su estadía por tierras argentinas —el viaje inicialmente sólo contemplaba tres semanas— mucho más tiempo de lo que él hubiera imaginado.

Antes de atracar en Buenos Aires el Chorbry haría una breve escala en Río de Janeiro, ciudad que el polaco desdeñaría por su verdura extrema y sus dudosos montes. (Queda para la noche de los tiempos y los espíritus ociosos cuál hubiera sido su suerte en el mítico sertón y el posible camino que hubiera seguido una Ferdydurkinha carioca). 

Durante su estadía en tierras gauchas Witoldo —como habrían de llamarlo sus compañeros y amigos sudamericanos— trabajaría en un banco, padecería miseria, se colaría en velorios, seduciría soldados y marineros, conocería a Ernesto Sabato y Virgilio Piñera (con los que emprendería, junto con otros devotos compañeros, la titánica empresa de traducir Ferdydurke al español), escribiría su famosísimo y elefantino Diario, viviría en Tandil, escribiría El casamiento y devendría, muy a pesar suyo, argentino por adopción.

A este punto creo importante deslindar la “nacionalidad” del autor. En mi opinión la patria del escritor es la sensibilidad de la lengua que lo expresa,[1] que lo acoge y lo elige no sólo para escribir sino también para amar, comer, llorar o trabajar; situaciones que obligan a plantear, no sin recelo, algunas preguntas imperiosas: 

 

a) ¿Son la lengua, el tiempo, la geografía o el territorio los fundamentos constitutivos de la(s) literatura(s)?

b) ¿Es Gombrowicz autor de una literatura “europea”, “americana” o de una “literatura” a secas?

c) ¿Son pertinentes —siquiera relevantes— estas inquietudes?

Por el momento no me ocupan las respuestas.

Hablar de Witoldo y de la construcción de las identidades es un tema difícil, escarpado y probablemente irresoluble. Una de las condiciones por excelencia del exilio es la transfiguración del sujeto en sus multiplicidades, en esos otros que lo habitan. Zambrano, Wilcock y Cernuda, por decir algo, son una muestra palpable de que la literatura es más la ramificación de un delta y menos la construcción de un dique; y si bien la experiencia del exilio puede ser, cuando menos, una tragedia simbólica, es también susceptible de vivirse como carcajada. Al respecto, escribió el polaco: “Soy una persona de poca seriedad. En medio de mis desgracias: destierro, miseria, anónimo fracaso y alguna que otra humillación, lo único que me quedaba era divertirme”.

Incómodo, nunca permitió que se le encasillara. Jamás comulgó con alguna forma cerrada que lo circunscribiera o que limitara su espectro de posibilidades. Valga recordar al vuelo aquella anécdota sucedida con Juan Carlos Gómez, su querido “Goma”, quien al increparlo en una de sus múltiples misivas sobre sus preferencias sexuales, recibe desde Berlín una severa y nutrida tunda: 

No soy ni nunca he sido un homosexual, sino que de vez en cuando suelo hacerlo cuando se me da la gana... Soy persona sencilla y, sobre todo en materia erótica, mi maestro es el pueblo que muy felizmente desconoce totalmente la terrible homosexualidad y se acuesta con quien puede y como puede... Qué triste país (la Argentina), tan puto y tan torcido, donde nadie se atreve a darse el gusto.

Gombrowicz, a través de sus obras y su vida, consigue tornarse personaje de sí mismo, convirtiéndose en la materia sensible por excelencia de su arte: la publicación de un diario permite la comprensión del autor como ficción, estableciendo una indistinción literaria —lúdica, lírica y hasta política— entre los dominios de lo público y lo privado. Escribir diarios hace de todo testimonio una narración que torna indisoluble y evanescente las fronteras entre lo real y lo imaginario, hilvanando con delicadeza la figura del autor, el narrador y el personaje en un laberinto verbal de representaciones lingüísticas y psicológicas efectivas y desquiciantes de profundo contenido literario. Basta recordar la apertura de su Diario: “Lunes Yo. Martes Yo. Miércoles Yo. Jueves Yo” para darse cuenta de que, como sucede con Montaigne, sus recursos estilísticos son premeditados, neuróticos y por eso mismo seductores. Leer a Gombrowicz, hágase la prueba, es una experiencia que mueve a pensar, a sentir y a criticar con renovada y escurridiza certidumbre.

 

Contra los poetas, contra la poesía

 

Nuestro Peter Pan metafísico, fiel a su creencia en la inmadurez y en la faja despiadada que impone cualquier tipo de formas heredadas, veía en los poetas no sólo la negación de su proyecto vital, sino el ejemplo preciso del encorsetamiento espiritual del hombre, práctica que imposibilitaría la elección auténtica y el ejercicio de la plena libertad. En nuestros tiempos, ahora que tenemos tanto barbaján metido a poeta e incluso un excedente de poetas en general, sería obligatorio y urgente leer con detenimiento sus opiniones al respecto para inocular a los egregios bardos
—también a los mezquinos— contra sí mismos.

Baste transcribir, para condimentar la plática, algunos de sus juicios:

-“(El poeta) anuncia la Poesía, se entusiasma con la Poesía: es Poeta y como tal venera la grandeza e importancia del Poeta; no sólo los demás han de arrodillarse ante él, él también se arrodilla ante sí mismo”.

-“Los versos no gustan a casi nadie y sufren de afectación”.

-“Los poetas no sólo escriben para los poetas, sino que se celebran unos a otros, se elogian mutuamente”.

-“No deja de ser divertido verlos agolparse en los congresos de poesía: ¡qué muchedumbre de seres excepcionales! El arte, que se recrea en el vacío, ¿no es acaso, el terreno ideal para aquellos que no son nada?...Y ¡qué ridículos resultan esos artículos, esas críticas, esos aforismos, esos ensayos que se publican a propósito de la poesía!”.[2]

-“Los poetas siguen agarrándose febrilmente a una autoridad que no tienen y embriagándose a sí mismos con la ilusión del poder”.

-“No hay que hablar poéticamente de la poesía”.

Las críticas de Gombrowicz, además de certeras, razonables y acaso hiperbólicas, son de una pertinencia pavorosa. El polaco, a través de consideraciones que podrían ampliarse con rotundos argumentos sociológicos, denuncia, con la ética de Diógenes, la soberbia y la desnudez del rey. Gombrowicz, en el sentido más noble de la palabra, es un gran cínico, incluso un estoico. Es incómodo por lúcido, arrogante y verdadero; es molesto porque quebranta algunas de nuestras más enclenques pero entronizadas mistificaciones. 

Afirma que si en algo valoramos la poesía, y este es un juicio que bien podría servir de epígrafe para algunas de las principales preocupaciones teóricas de Pierre Bourdieu, es porque estamos condicionados socialmente para que así sea. En su opinión, que suscribo en gran medida, la figura del poeta es una mitología alimentada por la tradición y la escuela (José Hernández), la lengua nacional (Amado Nervo), el gobierno (López Velarde), los intereses políticos (Octavio Paz, Pablo Neruda), folklóricos (Jaime Sabines) y desde luego por los mismos poetas (que sería el caso de Vicente Huidobro, cuya concepción del poeta como pequeño demiurgo me resulta intolerable).

Sería arbitrario y reduccionista hasta la caricatura definir la poesía y el trabajo de sus artesanos únicamente por su acontecer político, por las actitudes pretenciosas o esnobistas que pudieran ejecutar, por su insolencia desmedida o incluso por su ignorancia. Sin embargo, creo que, miradas con atención, las invectivas esgrimidas en su contra casan perfectamente con los vicios e infortunios de cualquier república letrada.

 

Herencia americana: Ferdydurkismo

 

Por convicción personal, si bien he admirado y admiro a distintos artistas y filósofos de variadas coloraturas y territorios, nunca me he considerado fan de ninguno de ellos. Siempre he pensado que el endiosamiento supino, la fetichización del personaje y la exaltación irreflexiva son la forma más espuria —si bien la más emocional— del reconocimiento y el piropo; además sirven de muy poco no sólo en términos prácticos, sino incluso en el plano de la fantasía. Me parece obsceno confundir persona con personaje, obra con autor.

Sin embargo, creo que con la figura de Gombrowicz, lugar en el que autor y personaje se vuelven indisociables y en donde la figura mediática y de escritor “maldito” consigue entreverarse, es difícil no aturdirse y caer en vicios de televidente que ocasionan poca lectura y demasiada habladuría, hecho que, poco más o menos, fue el contacto inicial de Vila-Matas con quien él considera su señor y su maestro.

Al margen de tales consideraciones debo confesar que, durante una visita de trabajo a Tandil por invitación del dramaturgo Lautaro Vilo, no pude evitar dar una vuelta por el domicilio en que había vivido Witoldo.

En la casa en cuestión, dispuesta con coquetería en un segundo piso con cuartos que no son ni amplios ni estrechos y que cuentan con ventanales espléndidos hacia paisajes conmovedores que ahora no importa referir, vive una actriz en plenitud que, fiel a la profesión, brilla con inusitado fulgor y radiante juventud: ejemplo preclaro, por dos aristas, de que la vida nunca es algo acabado ni formal. La actriz parecía recordar —o al menos yo lo leí de esa manera— que la Argentina es un país en construcción, en perpetua obra negra, como lo es en su totalidad Latinoamérica y algunos de los países periféricos de Europa.

Por otro lado, intenté sin éxito entrevistarme con “El Dipi” (Jorge Di Paola), en su momento jeune promesse (ahora, al parecer, escritor de tiempo completo) y amistad cercana de Gombrowicz. 

Lo único que pudo obtenerse fueron estas líneas, cargadas de hastío y desinterés:

Sobre G. ya está todo dicho. Probablemente demasiado.
Hace varios años que me tiene podrido. No él, pobre
cadáver. El circo alrededor. Que tu mexicano lea el
Diario año 57, y… que apoye al que reside en el Zócalo
reclamando la presidencia (se refería a López Obrador).
No hablo de nada con casi nadie.
No es personal. Pero nunca más, sobre nada.[3]

Me parece que la circunstancia no puede ser más elocuente. 

Sólo me resta decir que considero a Ferdydurke, utilizando la novela como metonimia del autor y su obra, una herencia que, por ser un combate contra lo establecido y lo cerrado, por ser gestada en una realidad mitad europea y mitad sudamericana, es un testimonio chispeante, curioso y digno de las posibilidades infinitas del ocio, el arte y de lo que entendemos por la mezcla fecunda entre vida y literatura.

 

Rafael Toriz (Xalapa, 1983). Licenciado en Lengua y Literatura Española por la Universidad Veracruzana y graduado del Programa de Artistas y Curadores de la Universidad Torcuato Di Tella (Argentina). Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes 2004. Ha sido colaborador de los principales medios impresos y digitales de América Latina. Entre los libros que ha publicado se encuentran Del furor y el desconsuelo: ensayo para una crítica de la cultura (Universidad Veracruzana, 2012), La ciudad alucinada (Conaculta / Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, 2013) y La distorsión (Random House, 2019).

 

 

[1] “Cuando escribo no soy ni chino ni polaco” (W. G.).

[2] Sus juicios alcanzan para todos (Gombrowicz no es privilegio exclusivo de los vates). En otras páginas escribe: “Es imposible asumir todas las exigencias del Dasein y al mismo tiempo tomar café con masas durante la merienda. Sentirse angustiado ante la nada, pero más ante el dentista. Ser una conciencia en pantalones que conversa por teléfono. Ser una responsabilidad, que anda de compras por la calle. Cargar con el peso de la existencia significativa, darle sentido al mundo y dar vuelto de un billete de diez pesos”. La lectura existencialista de Witoldo es radicalmente distinta a la de Sartre y desde luego a la de Heidegger. Creo que Hölderin no sería uno de sus autores predilectos y estoy seguro de que rebatiría la idea de que “poéticamente habita el hombre la tierra”.

[3] Después de que Juan Carlos Gómez (“Goma”) leyera este fragmento, decidió incluirme en la familia de los “gombrowiczidas” bajo el apelativo de “El maltratado”.