ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Malayo

Yahaira González Barajas

 

 

Estoy muy cansado. Dedico veinte días a sanar heridas para, nuevamente, a fin de mes, apostar todas las cartas y sobrevivir a una pelea de vida o muerte. Despierto en una jaula rodeado de excremento de gallinas y comida mezclada con plumas y suciedad. El sonido de aquel maldito gallo madrugador me arruina el descanso, me pone los nervios en el cogote. Con la vista nublada de un ojo, cojeo y me incorporo.

Desde la puerta que da a la cocina, el patio se inunda con el olor al café que ha preparado José Barajas. Retumban las campanas de la iglesia de San Felipe, me ensordecen, taladran mi cabeza. Tengo hambre. Malditas gallinas puercas, se tragaron todo. Sólo un pedazo de tortilla tiesa queda al fondo; lo tomo, lo trozo, lo como.

Con la olla hirviendo, José llena la taza que se encuentra sobre la mesa de aluminio. Ahí la deja. Agarra la cubeta y, jaula por jaula, sirve tres veces maíz quebrado en las latas perforadas que cuelgan de las barras. Desde hace algunos meses hay cada vez más jaulas vacías, parece que la muerte acecha la casa.

“José, déjame salir”, grito con todas mis fuerzas. “Más mejor ya mátame”, digo, pero no me oye o prefiere ignorarme. La taza se enfría, se acerca a mí.

“Otra más, Malayo, y descansas”, me dice.

Limpia con la manguera el excremento de las malditas gallinas ya montadas y, como gesto de apapacho, me deja cinco puños de maíz. El voraz calor evapora rápidamente el agua. Así pasan los días, a pleno sol, en meses que parecen años. La misma rutina y el mismo café frío en la mesa, que nadie se toma.

Por ahí dicen que los animales predecimos las desgracias, los mal agüeros nomás; que dizque sentimos los terremotos y las enfermedades, pero es puro mito. De José nunca se sintió el cáncer o no lo quisimos sentir. Gallo por gallo fue muriendo de enfermedad o en la arena batida de sangre. La muerte siempre cerca, quietita al lado de las decenas de colillas de cigarro atrás de la puerta.

Estoy muy cansado de pelear. Llegó la hora. “Ármame bien, José”, le grito. Me acaricia y, delicadamente, como poema, me calza. Entro a la huilila, el viaje es largo hasta Chavinda.

La gente ebria está con vida y huele a caca de gallina. Un sonido me retumba en la cabeza como las campanas de San Felipe: empieza la danza de la muerte. Sorprendo por la espalda y, con castigo cruzado, me voy a la nuca; pero el asil pega un salto y empuja las espuelas, me asesta una mortal herida en la cabeza. Poco a poco ya no escucho los repiques. Ruedo por la arena, que se tiñe de sangre.

La muerte estaba quietita mirándolo desde una butaca. Su esposa lo había dejado hace años en una casa llena de jaulas, harta de los guamazos. Desde hace 10 años ya nadie lo cuida ni le sirve el café.

Temblando, entra al foso y me levanta arropando mis alas.

“Ahora sí, vámonos derecho, Malayo”, dice, y me cierra los ojos.

 

Nota

 

No sé si pueda autonombrarme escritora, sólo sé que desde los 14 años escribo en cualquier lugar. Pasé por la etapa del diario que se convierte en poemario, hasta por la caligrafía de doctor en las servilletas de los restaurantes cuando de golpe vienen las palabras y la mano no alcanza, como dicen, a atrapar las ideas.

Pero no por escribir eres escritor. La primera vez que intenté publicar algo, a los 17 años, fallé; la crítica de los jurados fue tal que aún puedo recordar frases como “no hay historia”, “errores gramaticales”, “mala redacción”, “no atrapa”, “no sirves para escribir”. Por ello, no lo había intentado de nuevo. El miedo.

Viví escribiendo sobre mí: amores, necesidades, enfermedades, sentimientos; así por 21 años, hasta que alguien me dijo: “escribe de otras cosas”.

Aunque, pensándolo bien, irónicamente, sí tengo libros y artículos publicados, pero no con mi nombre, gracias a mis empleos en el ramo editorial y periodístico: al enchular, pulir, corregir, maquetar y darles a los textos un sentido, añadiendo y a veces modificando completamente la obra del autor. Jamás fui coautora, sólo el filtro. Editora, redactora, correctora de estilo y formato, pero mucho de aquellas páginas llevaban gran parte de mí.

En fin, regresemos. Por aquel comentario me uní a Grafógrafxs, para explorar otras formas de expresión, otros temas, otras corrientes. Se puede decir que esta revista es mi primera escuela en la literatura. Y así, explorando en los “otros”, nace Malayo.

Malayo es un cuento que surgió gracias a un ejercicio que Alonso Guzmán, coordinador del taller de narrativa de Grafógrafxs, propuso. Este consistía en imaginar cómo nos mirarían los animales con los que convivimos, desde lo más soez de nuestra humanidad.

Y ahí recordé a José Barajas Ceja, gallero de Sahuayo, mi abuelo. Fibra por fibra del relato desempolvo muchos de los recuerdos que tengo de las galleras, de los “caminos de Michoacán”, de mi niñez en esa casa, sonidos, olores y ese mundo ajeno que se pintaba en mi imaginación con sus relatos de las peleas. Este cuento es una forma de inmortalizar una herencia y el emblema de sus últimas palabras a través de la voz de un gallo que ha asimilado el final.

 

Yahaira González Barajas (Almoloya de Juárez, Estado de México, 1986). Licenciada en Comunicación por la UAEM. Actualmente es cuentacuentos e integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.