ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Cándida, la elefanta

Jesús Humberto Florencia Zaldívar

 

 

Te lo dije, la abuela está bailando como si nunca hubiera sufrido esa parálisis. Mírala y juzga. Aunque siga con la cara de piedra, al menos se mueve. No come y no permite que la bañen, apesta a rayos y, al primer descuido, le lanza mordidas a quien se le pare cerca. Pero qué importa cuando la veo con energías para levantarse de la cama.

Cándida tiene ochenta y siete años, y desde hace cinco no ha podido salir a la calle. Se mantiene, o más bien la retienen —dicen que para su protección—, en su cuarto. Perdió la capacidad de hablar, pero de vez en cuando emite ciertos gruñidos de disgusto. Cándida quedó limitada a tan sólo observar las cuatro paredes que la rodean.

Por eso se sorprendieron al descubrir una repentina recuperación. Sería por los medicamentos o por el ratito que pasó con el hijo que no la visita, pero recuperó el ánimo para seguir viviendo. Así nomás, sin quejarse de dolores, se levantó para disponerse a bailar.

Lo que se repetiría a la mañana siguiente, por la tarde del miércoles y al anochecer del viernes. Con ese baile, el hijo que la cuida se tranquilizó, porque le urgían algunos momentos para mentirse. Imaginar que su madre no volvería a sufrir convulsiones era una tregua para quien se levanta a medianoche a tranquilizar a la anciana que sufre.

Los cuatro nietos también expresaron su alegría. La más pequeña de ellos, la que más se le parece, la que estudia danza contemporánea, la acompañó en sus rítmicos movimientos. ¿Y la nuera? Ella es otro cantar. Mientras no sorprenda a su esposo con tristezas o de mal humor por la salud de su madre, se dará por bien servida.

Los movimientos de Cándida se consideraron una bendición, un instante de tranquilidad para el espíritu derrotado y, conforme transcurrían los días, Cándida insistía en levantarse a cualquier hora para bailar. Hasta que una trabajadora de la asistencia social hizo su visita de rutina, llegando a la conclusión de que, de acuerdo con su experiencia en atender gente grande, ese comportamiento no le parecía normal. Así que le sugirió a la familia que la llevaran a la clínica y que un experto la valorara.

Pero al hijo que la cuida no le agradó esa petición. Estaba tan feliz porque su madre había recuperado el entusiasmo, que se sintió contagiado de fortaleza y optimismo, por lo que no creyó necesario llevarla con el médico. Además, pronto sería su cumpleaños y pensaba festejárselo.

Como usted lo prefiera, le respondió la trabajadora social, pero tengo la obligación de entregar un informe. Si la señora no es atendida adecuadamente, se le acusará de maltrato y de negligencia contra una persona mayor.

Molesto, el hijo que la cuida tuvo que aceptar la petición, no sin antes corregirla porque, desde su punto de vista, su madre se había recuperado milagrosamente. Ahora baila, pero antes había perdido la capacidad de caminar.

Un fuerte dolor en el cuello le advirtió que evitara problemas con cualquier autoridad. Suficiente tenía con preocuparse por el segundo de sus hijos, quien había salido a una fiesta desde la noche anterior y aún no regresaba a casa.

Explíquese, arremetió la inspectora, toda seria, toda tosca y sin gracia, pero toda ella como una posible y pequeña caricia de consuelo para Cándida. Para ser una trabajadora gubernamental, que solamente realiza una monótona actividad, mostró un especial interés por la anciana. La asistente social esperaba concluir pronto sus visitas, y Cándida era la última de su lista. Una vez cubierta su cuota de encuestas, le urgía regresar a las oficinas centrales para redactar su informe lo más pronto posible y regresar a su casa.

Sin embargo, al ser testigo del baile de Cándida y a pesar del optimismo de la familia, algo en el fondo de su conciencia le gritaba que eso no estaba bien.

Chaparrita, robusta, Cándida realizaba unos cuantos movimientos rítmicos con las piernas y los brazos. Ni un paso adelante o hacia atrás sin tener que deslizarse a la izquierda o a la derecha. Por cierto, ¿cómo saber si lo está disfrutando?

Tramite que un especialista venga a revisarla en su domicilio. El hijo que la cuida no le respondió. Le tomaría toda la mañana asistir a la clínica, y no para conseguir que le programaran una cita con el geriatra, sino con un practicante.

Conociendo el sistema de salud, el apoyo lo obtendría dentro de tres meses. Pero terminó aceptando el consejo. Perfecto, respondió la empleada, nomás fírmeme este documento en el que está conforme y satisfecho con el programa de atención a los adultos mayores y en breve recibirá una respuesta del director de la clínica que le corresponde.

Al día siguiente, los movimientos dancísticos de Cándida tuvieron una alteración. Lo que antes fueran pequeños saltos, ahora se trataba de giros; a un lado, luego en sentido contrario, incluso la muchacha más amargada de la casa notó que había sonreído.

¡Sonrió! Sí, todos lo vieron. Finalmente, Cándida había vencido a la parálisis facial. Por consiguiente, el hijo que la cuida no pudo sentirse más contento.

Celebraron el cumpleaños de Cándida. Le cantaron las mañanitas y, a pesar de su diabetes, le permitieron comer pastel y helado, y luego de mucho pedirle que hablara, pronunció una palabra.

¿La escucharon? ¿Qué dijo? Eso ya no importa porque si se está recuperando, pronto se comunicará con la familia. Lo que sería estupendo porque así comprometerían al hijo que no la visita a que se involucrara en los cuidados de su madre.

Había pedido que le cambiaran el pañal. Aunque, para su mala fortuna, las personas con las que compartía el departamento estaban muy cansadas o no quisieron escuchar. Lo que más deseaban era darle una tregua al hartazgo de los cuidados, por eso y por esa ocasión, lo juraron pordiosanto, permitieron que durmiera con la suciedad cubriéndole el cuerpo.

Mal asunto, porque el geriatra asistiría en cualquier momento y estuvieron forzados a lavar la ropa, las sábanas y, además del limpiarle el culo, tuvieron que bañarla completita por haber permitido que se cubriera ella misma con sus propias secreciones.

Lamento informarles, eso que ustedes interpretan como baile, no es otra cosa que un trastorno ocasionado por su edad. Ese fue el diagnóstico del médico que asistió para verificar la salud de Cándida.

Motivados por la insana costumbre de sostenerse por los aires con el ala de una mariposa, preguntaron por la posibilidad de una cura, a lo que el especialista prefirió no darles esperanzas, ya que el problema de Cándida es degenerativo. Para concluir, les recomendó que la apoyaran con una rutina de ejercicios, sin olvidar los medicamentos y una correcta alimentación.

Desconcertado o molesto, el hijo lo cuestionó: ¿Qué sentido tienen sus sugerencias si de todos modos no va a mejorar? A lo que el médico respondió: Se trata de calidad de vida.

«Calidad de vida», se dicen fácil esas cosas, pero cuestan mucho dinero. No podían darse el lujo de contratar a una fisioterapeuta o a una enfermera para que la tuviera limpia y en armonía.

Ni hablar, los integrantes de la familia se dividirían las actividades, como obligarla a comer, a caminar, a que no permaneciera acostada, pues corría el riesgo de que la inactividad le llagara la piel. Y pongan mucha atención: Es indispensable mantenerla limpia y sin malos olores.

Al principio, todos estuvieron de acuerdo en cuidar a la abuela, menos la nuera. Suficiente tenía con cocinar y lavar la ropa como para limpiar a una mujer que reparte golpes y grita según su estado de ánimo. ¿Y qué hacemos con los bailes? Déjenla, nadie ha dicho que le haga daño. Mientras no se caiga, todo estará bien.

Pero el hijo tenía dudas respecto al diagnóstico, así que buscó la opinión de otros especialistas. Como su trabajo consistía en ser el guardia en una zona residencial, esperó el momento adecuado para abordar a uno de los inquilinos, un viejo neurólogo jubilado, a quien evitaba encontrarse, por su mal humor.

Sí, sí, después hablamos, ahorita no tengo tiempo, lo evitaba. Pero en esa ocasión no le quedó más remedio que escucharlo.

Si está muy ocupado. Hable. No quisiera molestarlo. Hable, le digo, y ya comenzaba a impacientarse. Se trata de mi madre. ¿Qué es lo que tiene? El hijo, omitiendo los detalles señalados por el geriatra, tan sólo se limitó a contarle la costumbre que tenía de bailar.

Explíquese. Otra vez esa maldita palabra.

Verá, se llama Cándida, come poquito, pero come. También puede hablar, aunque no se le entiende mucho, quizás unas cuantas palabras, como hermanito, cielo, como llamaba a mi padre. Repite mocita, porque así la llamaba mi abuelo cuando era niña. Dice vestido nuevo, mi anillo de boda, que perdió hace mucho, pero, sobre todo, baila.

¿Cómo es ese movimiento al que usted define como baile?

Con timidez, como presintiendo que había dicho algo inapropiado, le describió los movimientos de su madre. Antes daba pequeños brincos, ahora gira de un lado para el otro, agitando sus brazos. Hasta podría decirse que lleva ritmo y hasta repite los movimientos que mi hija le enseña.

En verdad que la gente es estúpida, escupiría el especialista. Luego, con fastidio, le preguntó por los medicamentos que le recetaron a su madre, y reafirmó que toda la familia eran una bola de tarados y que ojalá se rompieran un hueso para que supieran lo que la anciana estaba sufriendo.

Le confirmó el primer diagnóstico y antes de largarse —porque tenía muchas ganas de golpear al vigilante— le sugirió que le preguntara a su médico sobre los efectos de los medicamentos, porque uno en particular no era para controlar la presión arterial ni el corazón o la diabetes. Una de las pastillas era para inhibir el sistema nervioso. Al notar la duda, concluiría con un grito: ¡Para doparla, con un carajo!

Pero, se mueve, baila… y eso debe ser bueno, ¿o no? El guardia se aferraba a una esperanza.

Lo que su madre tiene es un síndrome causado por la edad. ¿Para qué se lo explico si jamás me entenderá? Un síndrome que fue estimulado por el aislamiento y por la falta de comunicación con su familia. No soy su médico, pero es muy probable que una de las pastillas sea para evitar ataques psicóticos.

Me está engañando y lo hace nomás para joderme la existencia. No lo puedo creer. Usted no sabe nada. Tantas negaciones iban acentuando su derrota, derrota que terminó realzada con la sentencia del médico: Como guste.

Aún había una oportunidad para obtener palabras de compasión, así que el vigilante insistió: En los dos últimos años no ha salido de casa por temor a que se cayera o porque no había nadie que pudiera acompañarla. Pero no está aislada, convive con mis hijos, con mi esposa, conmigo.

¿Conversan con ella? Con el silencio, el vigilante tendría que aceptar un deseo oculto, que Cándida muriera y que todas las preocupaciones se acabaran. Cándida se pasaba las horas viendo el televisor, pero sola y sin comprender lo que sucedía a su alrededor. Por momentos, un hilillo de saliva escurre por su boca. ¿Será que tiene hambre?

El comportamiento de su madre es como el de los viejos elefantes en los zoológicos y no intento ofenderlo, sino que utilizo la comparación para que me entienda.

Para ser sinceros, el guardia tuvo la intención de propinarle un puñetazo. Cabrón. ¿Cómo se atrevía a proponer semejanzas con un animal? Entonces, su madre debe ser una marrana. En ese momento despreciaría al médico y deseó que fuera él quien padeciera los trastornos de Cándida. Al final, sólo se limitó a mirar el vacío y a reprimir las ganas de llorar.

Cuando un elefante permanece en encierro, lejos de su hábitat y sin ningún contacto con otros de su especie, tiende a dejarse morir con lentitud. Pierde el control de los esfínteres, permanece en depresión e imagina que se comunica con sus muertos. En cualquier momento podría manifestar ataques de desesperación, por lo que es indispensable su control suministrándole tranquilizantes o antidepresivos.

Lo lamento, lo que le sucede a su madre es progresivo. ¿El médico se había compadecido?

Pero ella baila, yo la he visto. Ella habla y me reconoce. Come, a veces sonríe y en una ocasión pudo bañarse sola. Esa vez, se vistió con sus mejores prendas, incluso se maquilló y se puso toda hermosa porque papá la visitaría. Lo había dicho. No debía olvidar que su padre había muerto cinco años atrás.

Ya no insista. Eso no es un baile, es un reflejo nervioso, provocado por el estrés o, peor aún, porque podría encontrarse en el umbral de un infarto o de un aneurisma. Ojalá pudiera llevarla al lugar en donde nació, pero, si no es posible, consiéntala.

Gracias. Terminó la conversación y, sin haber concluido su horario de trabajo, comenzó a caminar con rumbo a su domicilio.

Durante su trayecto, recordó a su madre más joven, con pocos años de casada y bailando con su marido. Porque a Cándida le gustaba bailar en donde fuera. Por eso, cuando el hijo que la cuida llegara a casa pondría música para bailar con ella.

Mientras pensaba en tantas cosas que le devolvieron una sonrisa, justo en esos instantes habían olvidado administrarle a Cándida sus medicamentos. Cándida estallaría con una furia inusual haciendo pedazos la Biblia que le leían a diario. Cándida, que desgarraría la ropa para luego saltar por la ventana de un tercer piso.

 

Jesús Humberto Florencia Zaldívar (Ciudad de México, 1965). Maestro en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor de la Universidad Autónoma del Estado de México. Autor de Romper en gritos (2014), Son hermosos y malditos (2019) e Invención de Ícaro (2020).