ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

 

Dioses corcovados en el valle del exterminio,
una entrevista a Alonso Guzmán 

Sergio Ernesto Ríos

 

 

En Los geranios y la nieve (Diablura Ediciones, 2014) el escritor Alonso Guzmán (Toluca, 1980) ensambla una exploración autobiográfica e irónica entre varios desdoblamientos: un periodista heteroflexible en arduas investigaciones de campo, un locutor de radio treintón, un asesino de niñas obeso que ama usar un disfraz de conejo de pascua, un jefe de policía matlazinca que no quiere sacrificarse para apaciguar a Coltzin, la hija de Jabba the Hutt y Divine, llamada Marla, amante de los perros, y por último Deerhunter, un asesino serial que hace de las suyas por la ciudad. La ciudad por supuesto se llama Toluca. En la narración se integran mitos y crónicas antiguos. El pastiche va hacia la música, el porno, la historia y la poesía. La escatología se mezcla con placer entre vapores y escarceos seminales. Alberto Chimal alguna vez me prometió una novelita pornosadomasopunk ambientada en Toluca. Caminábamos por Hidalgo, entre Bravo y Villada, señalaba edificios, locaciones. A la fecha no la he leído. Hoy sé que esa novela se llama Los geranios y la nieve, sólo que la escribió Alonso.

 

Sergio Ernesto Ríos: En Los geranios y la nieve, tu segunda novela, Toluca sigue siendo el eje narrativo y el eje del mal. ¿Qué define esta ciudad y su envilecimiento, y, por supuesto, tu gusto por retratarlo?

 

Alonso Guzmán: Me encanta esta ciudad. Es perversa. Siempre digo que no debes comentar en voz alta tus planes, tus anhelos, porque la ciudad los aniquila, los corrompe. Su brutalidad viene del desconocimiento. Es como una bestia nunca estudiada, marina, de las profundidades. Todo en ella es bacterial, ¿sabes? Las personas que la habitamos, el excremento de los perros, todos somos bacterias, pertenecemos a un mundo minúsculo, estático, mineral, más parecido a la mirada de las aves, a la repetición del cromosoma 21. Su mirada es la de una gallina moribunda. No nos importa qué ha sido de ella, qué es o qué será. La habitamos como habita el esmegma. Creo que de ahí viene su vil naturaleza. 

Hay muchos, muchísimos símbolos que me interesan, que realmente me fascinan. No mencionaré todos porque para muchos serán de hueva, pero mira, por ejemplo, está el glifo de Tollocan. Tiene muchas lecturas, pero a mí me late una en la que se creyó mucho tiempo: se decía que el glifo agachaba la cabeza en señal de sometimiento. ¿Qué tal? Vivir en un pueblo en donde Tolo, tu dios, es eterna y perpetuamente sometido, está cabrón; pero no es ese el que me gusta tan hardcore. Otra lectura es que Tolo es un dios corcovado, que su forma pertenece a un jorobado. ¿Te das cuenta? Un maltrecho, un deforme, es el dios de este valle de aguanieve. Es lo más cercano que he tenido a ese pinche verso de Vallejo que me cambió la vida: «Yo nací cuando dios estuvo enfermo». Pufff. ¿Cómo chingados no escribir de algo tan heavy, tan chingón? También están otros dos ejemplos que rondan siempre a la hora que escribo (entre otros): La venta de negros en la ciudad. ¡En Toluca vendían negros! Tenían tarifas, formas, registros y gustos por ciertos negros de tal o cual lugar de África. A la sociedad toluqueña le costó mucho trabajo quitarse ese gusto por la esclavitud. Claro que lo catalizó y se volvió en un deseo tronchado que se convirtió, con los años, en mojigatez, conservadurismo y desprecio. Yo creo que esto, entre otras cosas, sigue presente por estos rumbos, sólo que no lo sabemos o no nos importa, pero ese pinche servilismo vendepatrias, esa pinche idea de clase media conservadora, llena de criados y afanes, ronda por las calles de esta ciudad. No es casual que acá todo huela a priismo de la más vieja cepa.

Eso es lo que intriga, me late y hasta ahora me conmueve. Esta ciudad del otrora «Toluca buen gente no mata, nomás taranta», ahora es nada más: «tira cobija y tira barranca», porque te chingan hasta por estar cachetón y sabes que ni una mantita te avientan los ojetes.

 

SER: Hay en tu escritura un fondo autobiográfico, como músico under, escritor, locutor o periodista. ¿Qué personaje disfrutas más representar y por qué?

 

AG: Sin duda la del músico under. Tocar hardcore, punk y crust en el Re.In y en Keyser Soze ha sido de lo más chingón de mi vida, porque ahí conocí las escenas punk de casi todo el país, a la escena anarcopunk de muchos lados, desde los más organizados hasta los más «destroy». Tocar punk me abrió las puertas para los lugares más torcidos. Aprendí eso que no tuve en mi infancia: el barrio. Desde los rincones punks de San Cristóbal Huichochitlán con los Nu Boxte en casa Don Bau, en donde se juntaron las mejores bandas noventeras y de principios de siglo, hasta Metepec, con los Orines de Puerco, pasando por los lugares momentáneamente autónomos que se abren a cada instante en la ciudad de Toluca y del país. Esa pinche camaradería de una banda es difícil de encontrar. Me siento más a gusto y tranquilo ahí, con mi caguama en la mano, el cigarro en la otra, echando carrilla con la pandilla mientras nos toca subirnos a tocar. Me relajo, no me da miedo, ¿sabes? En todo lo demás me siento torpe, como si pesara 300 kilos y tuviera que sentarme en una silla diminuta. No termino de cuajar. Al final creo que en el único lugar donde me siento bien es en el cotorreo. En fin, me gusta más decir que soy punk que escritor o locutor, pero, al mismo tiempo, se me hace una mamada decir que soy punk, porque soy más un borrachito que un punk y así hasta el infinito.

 

SER: Como locutor de radio has vivido la censura de cerca. ¿Puedes contar cómo fue que Eruviel acabó con tu programa de punk?

 

AG: Ja, ja, ja. Ese señor es una broma, todos son una mala broma, gacho. Aún nos reímos de eso. Fue raro. Trabajaba en Radio Mexiquense. Cinco años antes o seis me habían invitado a integrarme al equipo, algo que hice sin dudarlo, siempre había querido trabajar en la radio (además describí que soy el peor corrector del universo y de eso trabajaba en ese momento). Hubo un cambio, se fue Peña del estado y entró este otro. Ya sabes, se fueron personas, llegaron personas a la estación. Yo tenía un programa en AM y FM, una revista cultural que caminaba poco a poco. Cuando llegó la nueva directora, gente de Eruviel, hizo cambios radicales de la nada: cambió, quitó, modificó según su criterio radiofónico, que es parecido al nonoxinol 9. De inmediato, los cuadros directivos comenzaron a cambiar y entre todo ese relajo nos encargaron un programa de punk a las diez de la mañana, los miércoles, creo. Cecilia Juárez y yo programaríamos y echaríamos cotorreo a esa hora. En fin, la idea nos pareció chingona porque la Ceci y yo nos llevamos muy bien y nos sentimos cómodos en el micro. Salimos al aire algunos meses, un par, quiero creer, un poco más. Teníamos buen número de llamadas y programábamos buen punk, chido, de todas las posibilidades, y, claro, la temática era espinosa para el partido en el poder. Ya sabes: injusticia, pobreza, marginación, odio, violencia. Pero eso no fue lo que le afectó al señor gobernador (o al menos eso nos dijeron). Lo que sucedió es que había escuchado que en una canción una banda que no recordamos (y que deberíamos recordar) cantaba algo así (cito de memoria y mal): «¡Mierda a la policía, mierda, mierda /mierda al sistema, mierda, mierda!». Y esa palabra, «mierda», le pareció un poco cagada, ofensiva y altisonante al señor gobernador, quien, acompañado por la directora del Sistema de Radio y Televisión Mexiquense (fíjate en el detalle), «la escuchó por casualidad en la camioneta a la que se subió después de un acto público». Nunca volvimos a salir al aire. El punk logró su cometido. No discutimos ni peleamos por eso, porque el punk logró lo que tenía que lograr. Esto que cuento me lo dijeron a medias, porque ninguno de mis jefes en la estación tuvo a bien explicarme, por lo menos, qué había pasado. Nadie me dijo nada. Al final, mi respuesta hubiera sido una carcajada.

 

SER: ¿Qué narradores mexicanos te interesan como familia adoptiva?

 

AG: Francisco Tario, tsss, rulea. Amparo Dávila, Humberto Guzmán, Daniel Sada, Mauricio Carrera y Mario Bellatin. David Toscana me gusta de juventud. Juan Hernández Luna y Josefina Vicens. Del Paso y familia lejana que por ahora no recuerdo.

 

SER: Mantienes siempre una relación de amor y odio con la poesía. ¿Hacia dónde evoluciona esa relación?

 

AG: Tengo una relación de amor-odio con todo. Mi mujer dice que es hormonal. Yo lo creo: el sobrepeso y las horas que estoy sentado oprimen mis testículos más de lo normal. Si evoluciona en algo esta relación, será en un cáncer muy jodido en los yarboclos. Con la poesía, sospecho que pasará lo mismo.

 

SER: ¿Algún consejo para los escritores lactantes de la próxima década?

 

AG: Mmm…, no tengo ninguno. No soy tan mamón.