Un amigo, un pescado, una piedra
Lolbé González
Durante la cena, él puso sobre la mesa el comentario poco halagador que una persona en común había hecho acerca de mí. La expresión «poner sobre la mesa» me resulta aquí de una precisión hasta placentera. Dejó caer el comentario como a un gran pescado que se ha traído a casa un poco tarde para la cena, pero con una tardanza que se justifica porque conseguirlo fue difícil. Podría decir que él casi hizo alarde de esa dificultad. Luego me miró como preguntando ¿ahora qué vas a hacer?
Yo sabía de la existencia de ese rumor, pero la última ocasión en la que pensé en eso me pareció algo pequeño o hasta insignificante. Sin embargo, cuando él lo puso ahí, ya no me pareció tan pequeño porque percibí que, de manera velada, él pensaba lo mismo que la persona en común. Traté de ignorar esa idea porque yo estaba feliz de verlo, entre otras cosas, porque tenemos una cantidad inmensa de chistes internos y referencias que sólo conocemos nosotros. También porque al margen de lo de esa noche, pienso que es mayormente bien intencionado.
Más temprano ese día, cuando elegí la ropa que iba a ponerme, tomé las decisiones de quien se viste para una velada cordial. Y, en efecto, lo fue. Excepto por esa escena, que, de haber sido cronometrada, no duraría más de tres minutos. No sé cómo habrían cambiado mis elecciones de vestuario de haber podido anticipar ese momento ríspido, pero sí recuerdo con claridad que esa noche me sentí algo tonta porque el vestido traía una tira de encaje cerca del dobladillo. Pensé entonces que el encaje de alguna forma daba a entender que se me podía decir cualquier barbaridad y que yo iba a aceptarlo. Cosa que hasta cierto punto hice varias veces en el pasado y sin encaje.
Lo dicho era como un reclamo que él mismo hubiera querido hacerme sin atreverse. No porque él sea alguien demasiado precavido con las palabras, sino porque, ya lo dije antes, se trataba de una cena cordial. Nuestras vidas habían cambiado mucho en años recientes: bodas, trabajos nuevos, un hijo en camino. Estábamos poniéndonos al día. No discutimos porque no se puede argumentar con quien no está y él, técnicamente, no estaba diciendo lo dicho. Sólo estaba haciendo eco, repitiendo lo que alguien le oyó decir a otra persona. Pienso en la frase «tirar la piedra y esconder la mano». Como no había mano y se trataba de una cena cordial, yo continué la conversación como si no hubiera sentido la pedrada. Decidí guardar la piedra para después, cuando estuviera a solas quitándome el vestido y reflexionando sobre la forma en la que he hecho las cosas.
Días más tarde, en otro intercambio sin cena ni cordialidad —yo preparaba una sopa de calabaza y él mataba el tiempo en una sala de espera a kilómetros de aquí—, él volvió a sacar la piedra, ahora a título personal. Como era una llamada telefónica, no vi su rostro, pero puedo asegurar, por algo en el tono de la voz, que lo dijo como si acabara de ocurrírsele y como si fuera una verbalización totalmente nueva entre nosotros. Lo cual era, hasta cierto punto, verdad, porque en la ocasión pasada él no estaba afirmando nada, sino sólo repitiendo lo que oyó. Me entristecí de que desde el principio hubiera sido la mano de él la que había tirado la piedra, pero me alegré de haber estado en lo cierto la noche de la cena, porque eso significaba que yo todavía conocía bastante bien a mi amigo; que todavía estaba familiarizada con las maneras que él usaba para herir, que, básicamente, no habían cambiado en las últimas dos décadas. Me alegré también de saber que, a pesar de lo mucho que nuestras vidas habían cambiado, aún existían algunos espacios en los que podíamos desplazarnos con soltura y familiaridad.