ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

 

Sueños del monigote vegetal

Alonso Guzmán

 

Muchas veces imagino verdaderas cerdadas, con perdón. Como antes, cuando he
confundido a Sarah con un contrabajo, a ella, la mujer de mis sueños, la he
confundido con un contrabajo…

El contrabajo, Patrick Süskind

 

La pieza es un homenaje a Barre Philips, enorme contrabajista californiano que murió el 28 de diciembre de 2024 en Las Cruces, Nuevo México. Tenía 90 años y una obra extensa.

Este es el primero de los sueños del monigote vegetal. Está escrito para no ser representado, a menos que lo haga un contrabajo en su tiempo libre. Es inútil contratar a un actor que no sea un contrabajo y no tenga tiempo libre.

 

Acto único

 

Tiene que verse la imagen completa: Barre Philips, contrabajista estadounidense, arropado con una manta verde desgastada. Apenas entra esa extraña luz parda de Nuevo México. Una respiración pausada se escabulle como una araña por los rincones de la habitación-estudio. Hay amplificadores, consolas, guitarras, una batería y, en medio de todo, como un volcán reciente, un enorme contrabajo. Quizá sea el único contrabajo en Las Cruces, Nuevo México, quizá no. Barre Philips duerme y ese enorme contrabajo parece vigilarlo. Todo parece como un sueño: Barre se sueña durmiendo en su habitación.

Debe sonar «Camouflage» del disco homónimo de Barre Phillips, de 1990. 

 

 

Contrabajo:

 

El pequeño Dragonetti soñó con cuatro platos blancos que se estrellaban en el piso. El rostro de Venecia era terso como el mármol. El pequeño Dragonetti no desayunó aquella mañana del 24 de julio porque su sueño le pareció horrible. La luz de Venecia era una pluma frenética en 1775. A lo lejos, detrás de cuatro puertas, Berini, su maestro, ya raspaba las cuerdas del contrabajo. ¿Qué le diría el viejo Berini si se atreviera a contarle que había soñado con cuatro platos que se estrellaban en el piso? El sonido del contrabajo que con furia desprendía Berini detrás de las cuatro puertas llegaba a la cocina como el gruñido de un ebrio sentado en el piso. El pequeño Dragonetti sonrió por primera vez aquella mañana del día de la Fiesta de la Sensa. Venecia era un cartílago en 1775 y era la última de las doce lecciones del pequeño Dragonetti; quizá por eso el sueño de los cuatro platos blancos estrellándose en el piso lo había puesto de malas. Hubiera preferido soñar con su última lección de contrabajo, una lección perfecta. Soñar, por ejemplo, que su viejo maestro Berini, el gran Michele Berini, se hincara con dificultad y entre sollozos reconociera que él, el pequeño Dragonetti, era un portento. Cualquier cosa era mejor que soñar con cuatro platos blancos estrellándose en el piso. Se levantó sin desayunar y fue a la habitación donde ensayaba regularmente. El olor cítrico era profundo y prolongado esa mañana del 24 de julio de 1775 en Venecia. El pequeño Dragonetti hizo calistenia, tomó el arco y comenzó a tocar pequeños ejercicios en el contrabajo. La prueba para terminar sus estudios con el viejo Berini concluía esa mañana. Sin duda era un paso importante para el pequeño Dragonetti, sobre todo, porque Berini le había anunciado que su talento era suficiente para aprender todo lo que se tenía que saber del contrabajo en doce lecciones. Afuera podía escucharse el alterado rumor de la gente. Mugidos, palabras cruzadas, silbidos eran el sonido de Venecia el día de la Sensa de 1775. El pequeño Dragonetti se reprendió a sí mismo por aquel sueño. Sabía muy bien que no podía controlar los sueños, pero hasta ese día, quizá el más importante a sus 12 años, había soñado con batallas, logros, nubes, grandes pasos sobre el aire y no con cuatro platos blancos que se estrellan en el piso, ni siquiera un hermoso piso, sino un piso cualquiera, pintado de un solo color terroso. Gruñía mientras tocaba y llevaba el compás con su aliento. Quizá tuvo que soñar con algo especial, como el anillo de oro que dejan caer los dux al mar Adriático en la fiesta de la Sensa. Sí, pensó el pequeño Dragonetti, sudoroso por tallar las fibrosas cuerdas del contrabajo, para un día como ese tuvo que haber soñado con un pacto con el mar: el mar, ese eterno vaivén, sería la música, y el anillo de oro sería el contrabajo. Si Alvise Giovanni Mocenigo, el fofo y paliducho dux de Venecia lo hacía, ¿por qué él no podía soñarlo? El contrabajo se escurría entre los dedos del pequeño Dragonetti como la mañana del 24 de julio. El pequeño Dragonetti erró con furia y, con enojo, imprecó contra aquel enorme animal de madera y fibra. Dragonetti ignoraba por completo que aquella mañana de julio de 1775, mientras su maestro Berini ensayaba cuatro habitaciones más allá, que los sueños con grandes batallas, nubes y grandes pasos en el aire nunca regresarían. Ignoraba, pues, que un contrabajista siempre sueña con cuatro trastes rotos que se estrellan en un piso de tierra.

 

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