De La tumba sin sosiego a las fosas del Mictlán.
Una lectura de Memorial de Ayotzinapa de Mario Bojórquez
Carmen Álvarez Lobato
El escritor inglés Cyril Connolly escribe en 1945, desde el fracaso que significó para Europa la Segunda Guerra Mundial, su ensayo La tumba sin sosiego. Este ensayo retoma el mito de Palinuro, el piloto de la nave de Eneas, descrito en la Eneida de Virgilio. Este personaje, aunque menor, es significativo: funciona como víctima propiciatoria que debe pagar por la soberbia de Eneas, quien busca fundar la ciudad prometida, el origen de Roma. La enojada Juno intenta frustrar la empresa del héroe conjurando una tormenta, pero este clama ayuda a su madre Venus. Neptuno advierte a Venus que Eneas concluirá exitosamente su viaje épico, pero que, para hacerlo, debe ser sacrificado un miembro de la flota: «uno solo / de entre todos sus caros compañeros / perdido ha de quedar: el mar lo llama; / uno por todos rendirá la vida» (Virgilio, libro V, p. 164), lo que determina el destino de Palinuro. El experimentado piloto, en una noche calma, es atacado por el dios del sueño, Palinuro resiste, pero eventualmente cae a las aguas llevando con él un trozo de la popa y el timón de la nave del héroe. Después de tres días de naufragio el piloto llega a puerto, pero para enfrentarse a los salvajes nativos, quienes lo asesinan; su cadáver queda insepulto, lo que le impide cruzar las aguas del Estigio. Cuando Eneas desciende al mundo subterráneo, acompañado por la Sibila, Palinuro, espíritu errante, clama al amigo que inhume su cuerpo para que pueda descansar en paz. Es la Sibila quien promete a Palinuro que su cuerpo será sepultado y alcanzará el descanso y la anhelada memoria.
Este mito, de una gran riqueza simbólica, es retomado por Connolly como una metáfora del fracaso del hombre moderno: «representa claramente una cierta voluntad de fracaso o de repugnancia por el éxito, un deseo de renunciar a última hora, un apremio de soledad, de aislamiento y de oscuridad» (Connolly, 1981, p. 194), pero el autor también resalta que Palinuro, aunque ha despreciado la fama, lamenta la ausencia de memoria y se alegra finalmente cuando un pequeño pedazo de tierra lleva su nombre. Connolly afirma así que se puede despreciar el éxito, pero no la memoria. Para ser, para concluir nuestro camino, necesitamos de un Otro que nos conforme; no se puede existir ni morir, como individuos o como sociedad, sin una memoria colectiva.
En la versión de Virgilio, Palinuro ha sido víctima de otros, ha recibido un castigo que no le correspondía y una traición inmerecida; en la versión de Connolly ha desertado de su puesto de manera deliberada, pero aun así ha anhelado la acción de otros que lo consuelen y la pertenencia a una comunidad. ¿Qué sucede entonces cuando, de manera fortuita o deliberada, los miembros de una comunidad, uno solo, diez o 43, se convierten en víctimas propiciatorias de una fuerza mayor que decide sus destinos de una manera violenta y desmesurada? ¿Qué puede ocurrir cuando ya no hay tumbas sin sosiego porque no hay cuerpos que sepultar a conveniencia de un Estado o unos grupos criminales, que esfuman cualquier huella física de las personas? ¿Cómo puede forjarse una memoria desde la incertidumbre y la mentira?
Ayotzinapa, Guerrero, México, 26 y 27 de septiembre de 2014. Un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural «Raúl Isidro Burgos» retiene cinco autobuses para poder trasladarse a la Ciudad de México y asistir a la marcha conmemorativa de la matanza estudiantil de Tlatelolco, ocurrida en 1968. Son detenidos por la policía municipal de Iguala por el secuestro de esos autobuses, pero también existe la versión de que uno de esos transportes pudo haber estado vinculado con un cargamento de droga. Algunos estudiantes son liberados, tres son asesinados (el cuerpo de uno de ellos aparece al siguiente día con huellas de tortura) y 43 son retenidos y desaparecidos. En esa noche aciaga se violentaron los derechos humanos de casi dos centenas de personas. Ante las exigencias de los familiares de los 43 desaparecidos, el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto afirmó que, según investigaciones federales, los estudiantes habían sido entregados al cartel delictivo Guerreros Unidos, quienes los habrían asesinado y después incinerado en un basurero de Cocula. Esta «verdad histórica», construcción falsa elaborada precipitadamente para evitar el descontento social y evadir la propia responsabilidad en el suceso, fue orquestada por Jesús Murillo Karam, por entonces Procurador General del país, en ese mismo año de 2014. Esta «verdad» fue cuestionada por propios y extraños: el resto de los normalistas, observadores, comunicadores, comisiones interamericanas y diversos grupos civiles. El subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, en 2022, dio a conocer que el informe de la Comisión de la Verdad reconoció que lo sucedido en aquella fatídica noche fue un crimen de Estado en el que se vieron involucradas autoridades de todos los niveles, desde policías municipales y estatales hasta miembros del ejército. Pero, aunque se reconozca la violencia y la falsedad de la «verdad histórica», lo cierto es que esta no ha sido sustituida por ninguna otra verdad; los familiares de los normalistas desaparecidos aún claman por respuestas, justicia y un cuerpo o un mínimo vestigio. Hay incertidumbre, no hay sosiego.
Ante el intento fallido del Estado de gestionar el pasado, el arte hace sus propias búsquedas. Es el caso de la poeta Diana del Ángel, quien desde la crónica Procesos de la noche (2017) presenta el doloroso periplo de la familia de Julio César Mondragón, el normalista torturado, a través del sistema judicial mexicano. En esta obra, quien «habla» es el cuerpo del muchacho: la exhumación del cadáver indica que el estudiante fue golpeado —tenía fracturas en al menos cuarenta huesos— y que mientras lo golpeaban un ojo le fue mutilado y la piel del rostro desollada (la versión oficial negó la tortura y afirmó que la fauna local devoró la piel y los ojos del estudiante). Procesos de la noche denuncia la impunidad, la violencia y los vicios del sistema judicial, pero también insiste en la urgencia de la construcción de una memoria fidedigna de los hechos. Desde el arte plástico, el activista chino Ai Weiwei, en su instalación Restablecer memorias (2019), recrea los rostros pixelados de los estudiantes con piezas de Lego y trata de reconstruir no sólo los rostros, sino, a partir de estos, sus memorias, «¿por qué tenemos que hacerlo? Porque cada crimen crea un vacío y envenena a la sociedad», afirmaba el artista en entrevistas.
Por su parte, Mario Bojórquez cuestiona, en su poema extenso Memorial de Ayotzinapa (2016), los abusos del Estado y la mentira oficial desde la analogía del descenso al infierno nahua, el Mictlán, por parte del numen Quetzalcóatl. Este poema largo, constituido por una introducción y 43 cantos numerados, retoma el libro tercero del primer capítulo del Códice Florentino (1558), en el cual el dios Quetzalcóatl, junto con su nahual (su doble físico, Xólotl, dios de las transformaciones, equivalente al Proteo griego, y, al igual que este, con la capacidad de transformarse para evitar ser cazado y muerto), desciende a la morada de Mictlantecuhtli, señor de los muertos. En el fragmento del códice con el que Bojórquez inicia su poema, Quetzalcóatl debe hurtar los huesos de los muertos para renovar a la humanidad: «Los dioses se preocupan porque alguien viva en la tierra» (Introducción, p. 7). El numen cae, sin embargo, en una trampa que le prepara Mictlantecuhtli; Quetzalcóatl muere, pero resucita y concluye su misión salvífica. Ya en el Tamoanchan (el paraíso de los dioses) sangra su miembro viril sobre los huesos de los muertos, esto es, riega vida sobre lo muerto, reanima los huesos preciosos y crea a la humanidad. Hasta aquí el mito.
El canto primero traslada el mito a la realidad de Ayotzinapa. El poeta convierte a Quetzalcóatl en voz lírica que narra (todo poema extenso es narrativo) lo que pudo haber ocurrido en Ayotzinapa. El mito dialoga con la historia. El numen, acompañado de su nahual, desciende al Mictlán para buscar los huesos de los 43 desaparecidos:
Ve allá y recoge los huesos preciosos
para que los hombres vivan de nuevo,
la vida está vacía como el pellejo de una fiera
Junta los huesos y en un barreño
muele los huesos
para que los hombres puedan vivir (canto II, p. 12).
En el tercer canto Quetzalcóatl emprende esa búsqueda, pues sospecha que pueden estar, como Palinuro, casi insepultos: «Están a flor de tierra / casi insepultos»; el poeta recrea tanto la versión falsa emitida por el Estado como otras versiones basadas en testimonios de familiares o diversos medios de comunicación:
Basta remover un poco el polvo
y encontraremos
los huesos calcinados
400 fosas hemos de escarbar
hasta encontrarlos
en Cerro Viejo, en Cocula, en Huitzuco (canto III, p. 13).
Bojórquez elige este mito no sólo por la terrible coincidencia de la búsqueda de restos que forma parte de la actual vida cotidiana de muchos mexicanos, que descienden, cada día, al inframundo de la violencia del Estado o del crimen organizado para buscar a sus familiares desaparecidos. Ante la indolencia del Estado, es la sociedad civil la que se ha dedicado a la búsqueda. Pero, también, porque Quetzalcóatl tiene un especial valor simbólico. En la cultura nahua este numen engloba diversas cualidades; es dueño de dos saberes de la cultura mesoamericana: el calendario y la escritura. Son estos conocimientos, justamente, los que lo convierten en guardián del tiempo y la memoria. Es leído también, a diferencia de su contraparte Tezcatlipoca —numen con características más negativas— como el dios de la paz y la concordia (Florescano, 1993, p. 91). Así, en el poema, el numen, desde la empatía y el sacrificio, se mezcla con los 43 normalistas —a veces como dios, otras como estudiante, otras más como el normalista desollado— y sufre la misma violencia: «arrodillados / nos leyeron nuestros derechos: ninguno / Dije yo con voz temblorosa / —Soy el Quetzalcóatl Blanco / Me contestaron / —Ahora serás Tezcatlipoca Rojo: / Xipe Totec, el desollado» (canto XXXI, p. 41). Bojórquez narra tanto lo que la versión oficial dijo que ocurrió como lo que pudo haber ocurrido. Así el poema afirma, duda, sigue pistas falsas:
habíamos venido por los huesos preciosos
y no nos íbamos a ir sin ellos
Los matones ahora esperaban
Que los huesos preciosos
no estuvieran tan calientes
para molerlos con la ceniza
y lanzarlos en bolsas negras
al río (canto XL, p. 50).
Quetzalcóatl y su nahual testimonian a veces, viven en otras, la noche infernal de la desaparición de los normalistas. Consiguen los huesos, pero se dan cuenta de que esta búsqueda ha sido infructuosa, que el robo de los huesos no basta, que no hay manera de vivificar la memoria, que los estudiantes no están; que el ritual, el acto mágico, útil en el mito, es inútil en la historia: «400 noches me he rajado el miembro / para sangrarlo con púas de maguey / y filos de obsidiana / pero no logro despertar los huesos abatidos» (canto IV, p. 14). El nahual responde al dios, mostrando la inutilidad del sacrificio: «Ya no te rajes el miembro —me dijo mi nahual— / Esas son pendejadas—» (canto XLI, p. 51). Esto ocurre porque la mentira histórica cancela el triunfo de lo sagrado; Bojórquez, parodia mediante, convierte al procurador Murillo Karam, el artífice de la mentira, en el nuevo señor del Mictlán. En los últimos fragmentos se ve a este funcionario ante los medios de comunicación, en la embustera rueda de prensa:
testimonios de los matones
fotografías de la escena
cada uno de los sucesos
se va acomodando a la versión oficial
de un crimen de Estado
Así se relata un crimen de Estado —pensé
Así consta en autos —Me dijo mi nahual (canto XLII, p. 52).
La farsa no sólo exhibe la mentira, sino también, quizás más indignante, el tedio del Estado: consta en programas televisivos, circula en redes sociales, el infame video de la rueda de prensa de Murillo Karam, donde, ante la insistencia de los entrevistadores y la andanada de preguntas, el funcionario concluye su comparecencia con un hastiado y vulgar «ya me cansé». Así en el poema: «—¿Más preguntas? / —La verdad histórica es que ya me cansé— dijo el Señor del Mictlán» (canto XLIII, p. 53). ¿Cansancio de qué? ¿De fabricar falsas evidencias, de enfrentar a la sociedad, de asesinar inocentes, de borrar toda huella de los crímenes? Con esta frase, representativa de los sentimientos del Poder ante la duda legítima de la sociedad, concluye tanto el poema como el embuste del Estado.
Toda mitología, la grecolatina o la nahua, sabe de la importancia de la construcción de una memoria histórica para la existencia de una sociedad sana. Para ser, tanto a nivel individual como colectivo, se necesita conocer nuestro pasado, sepultar y honrar a los que nos precedieron. Sin memoria del pasado no hay presente ni futuro. Por eso Palinuro suplica por su inhumación, por eso Quetzalcóatl disemina su carne para la renovación del mundo, para combatir el olvido. Ambas mitologías otorgan una conclusión favorable a la búsqueda. Pero en Memorial de Ayotzinapa el descenso al inframundo no narra una búsqueda exitosa; no es que el numen y su nahual no puedan rescatar los huesos preciosos, sino que se dan de bruces contra la realidad histórica, contra el abuso del poder, contra el sainete orquestado por el Estado. Se han quedado sin coordenadas, están perdidos.
Queda un crimen de Estado, queda el cansancio... En tiempos de crisis surge el arte y la poesía para evidenciar su importancia en «la construcción de artefactos memorísticos, que se preocupan por rescatar las huellas de eventos traumáticos que marcan la vida comunitaria, pero que son olvidados, negados e, incluso, eliminados en la historia oficial» (Molina y Restrepo, 2022, p. 7), pero la lectura del poema está lejos de ser optimista. Queda un poema con 43 fragmentos, uno por cada desaparecido, queda la resistencia que habita en la memoria simbólica y una muerte que no sea estéril: «Sólo si mueres los dioses te darán un lugar / para que nadie olvide / un lugar para que la muerte sea memoria / alegre» (canto VII, p. 17). Este poema extenso, «conciencia crítica» de la modernidad (Graña, 2006, p. 16) es el locus donde la voz poética muestra la crisis política y social que concluye en el hartazgo del poder, triste colofón de un suceso lamentable.
Es cierto que la gestión de la memoria siempre ha sido un recurso del Estado; que una de sus funciones es legitimar los usos del pasado desde una narrativa pública hecha a modo, más o menos verdadera. Pero el caso Ayotzinapa y el poema de Bojórquez exhiben la distorsión cínica de la verdad histórica que resulta en la construcción de una memoria pública falsa. Connolly, en su Tumba sin sosiego, presenta el fracaso del proyecto moderno occidental derivado del genocidio de la Segunda Guerra Mundial. Sabido es que a partir de ese fracaso se generó el debate mundial sobre la memoria como un antídoto contra el olvido, como una garantía de que estos hechos lamentables no volvieran a ocurrir, y dejó abierta la posibilidad, por lo menos, de una futura restauración de los daños si es que era imposible una reconciliación.
Memorial de Ayotzinapa, desde una triste continuidad de los hechos violentos, no alcanza a construir una Memoria verdadera, sino que exhibe un Memorial, esto es, un locus memorístico, un documento normalmente instituido por el Estado. Lo que hace el poema es discutir la construcción de la memoria como ejercicio político que se proyecta (de manera literal tanto en el hecho histórico como en el poema) a la sociedad. El memorial del Estado tergiversó los hechos, modificó protagonistas, omitió la mención de los culpables y construyó un final que parecía no ser rastreable. En el caso del Memorial de Ayotzinapa no hay tumba, con sosiego o sin él, porque no hay huesos renovados, no hay verdad, no hay promesas. ¿Luego, la búsqueda de la verdad del caso Ayotzinapa está condenada al fracaso? Algo de verdad se puede vislumbrar desde la poesía. Walter Benjamin afirma que «la verdad histórica se genera en la imagen dialéctica por el contacto entre el “ahora de cognoscibilidad” y momentos y coyunturas específicas del pasado» (Sarlo, 2006, p. 27), esto es, desde el contraste entre dos sucesos aparentemente lejanos pero cercanos en el locus poético: el descenso de Quetzalcóatl al inframundo y la desaparición forzada de los 43 normalistas guardan un vínculo analógico; el mito y la historia se miran cara a cara. ¿Es esto una promesa de renovación? ¿O se trata de una condena donde la historia violenta de México se repetirá una y otra vez?
Referencias
Bojórquez, Mario, Memorial de Ayotzinapa, Territorio poético, Visor libros, México/Madrid, 2016.
Connolly, Cyril, La tumba sin sosiego, Premiá, México, 1981.
Florescano, Enrique, El mito de Quetzalcóatl, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.
González Molina, Óscar Javier y Juan Esteban Villegas Restrepo «Poetizar la ausencia: hacia una representación de la desaparición forzada en Memorial de Ayotzinapa, de Mario Bojórquez y Carta de las mujeres de este país, de Fredy Yezzed», Escritos, 2022, 30 (64) 41-59.
Graña, María Cecilia (comp.). La suma que es el todo y que no cesa. El poema largo en la modernidad hispanoamericana, Beatriz Viterbo, Buenos Aires, 2006.
Sarlo, Beatriz, «El taller de la escritura», en Siete ensayos sobre Walter Benjamin, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006.
Virgilio, Eneida, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago de Chile, 1994.
Carmen Álvarez Lobato. Investigadora y académica mexicana. Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Profesora-Investigadora de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México, líder del cuerpo académico Literatura y Pensamiento Crítico y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Obtuvo el reconocimiento de Perfil Deseable para profesores de tiempo completo por parte de la Secretaría de Educación Superior del Programa del Mejoramiento del Profesorado de la Secretaría de Educación Pública.