ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Dime qué te ha sucedido

Julián Herbert


Dime qué te ha sucedido
Que ni a la puerta te asomas
Ya tendrás quien te lo evite Para mí todo es igual

Canción cardenche

 

 

Acababa de hacer la ruta de Estación Marte a la Zona del Silencio cuando supo del paraje de dunas que había por la rampa de Químicas del Rey. Al principio dudó porque su jeep ya pedía mantenimiento, pero andaba a trescientos kilómetros de casa y los deadlines de los proyectos en los que trabajaba (un coffee table sobre el agua en las zonas áridas y una expo colectiva de fotopaisajes que abriría a fin de mes en una galería de Londres) eran ayer. Así que volvió al desierto.

Desde mucho antes realizó que las llantas se canteaban; sin embargo, su cálculo fue que la tracción aguantaría. Por si las de no te entumas, en Buenavista de Rivera cargó doble ración de agua. Salió de la carretera llena de baches y se internó en un camino de tierra blanca salpicado de mezquites, gobernadoras, lechuguillas, candelillas, yucas y palmas samandocas, hasta perder el horizonte; todo lo que vio después lucía como plata sucia jaspeada de estrías negras. Llegó a las dunas cuando la luz no se sentía ya tan arrebatada. Eran las más fotogénicas del Mayrán: espejeantes, desvaídas. Hizo tomas crudas a manera de prueba. Encontró pian pianito los encuadres y los lentes que mejor le acomodaban. Se le fue haciendo tarde entre disparos, la arena hasta la pantorrilla, y así lo agarró el crepúsculo. Cuando acordó, el jeep yacía a más de un kilómetro, medio tragado por los vientos granulosos de la laguna seca.

Se ató un paliacate al rostro y corrió hacia el auto, mascando tierra. Subió frente al volante y estareó el motor, que respondió como si nada. El brete fueron las ruedas: en cuanto metió reversa, la tracción se apergató. Estuvo dándole un rato, pero qué caso tenía: el jeep estaba atascado. Se resignó a pasar la noche; sacó la chaqueta The North Face del asiento trasero, revisó la provisión de agua y se agenció una botella de coca para orinar de lado. El iPhone no tenía señal, pero al menos había alcanzado a descargar un par de discos nuevos de R&B que se puso una y otra vez en los audífonos. Pasó la noche en duermevela, azotado por los vientos y cagándose de frío y entrando y saliendo de un sueño donde boxeaba en una feria de pueblo con un ángel mecánico mientras los sombrerudos arrojaban cuetes que al estallar en el aire se convertían en una lluvia de vidrios.

Amaneció encandilado, primero por las imágenes mentales y luego por la luz del sol. El otoño no tiene grado en el desierto: de pronto todo está oscuro, y luego no. Calculó que serían poco más de las siete cuando salió del jeep. Ya se estimaba que en menos de una hora brotaría la resolana. Vació la botella de pet llena de orines a pocos metros del auto y constató que a su cantimplora le quedaban apenas dos o tres buches de agua. El iPhone no tenía pila. El viento helaba todavía, pero no iba a durar. Midió el este por la posición del sol, comprobó el norte en la brújula incrustada en la cacha de su cuchillo, y emprendió la marcha al sureste, hacia donde calculó que se hallaba la terracería que va a Santa María de Mohovano.

Caminó más de dos horas antes de dar con lo que parecía un camino: había una camiseta vieja enredada en un mezquite a modo de mojonera. El sol estaba en el cenit. A la cantimplora no le quedaba más que un chorrito de agua. Sintió los efectos de la insolación, primero, como una jiribilla anciana y enteca pero todavía jovial. Luego le dio la cruda: ardor de párpados, garganta seca, dolor de cabeza, coyunturas desguanzadas… Se sentó sobre la tierra, se quitó la camisa y se la enredó en la cara sin importarle que la espalda se le tatemara.

Pasó todavía más de una hora antes de que se escucharan los cascos del caballo. Venía bien herrado; las patas sonaban como lija contra la arena suelta. Lo vio bien lejos: una mancha celeste la camisa del jinete. Avanzaba con pachorra escamada. Cuando lo tuvo cerca notó que era un jovero. Venía cargado de viejos garrafones de pet llenos de agua. Casi no se detuvo.

—¿Qué pues, güero? ¿Se te quemó el motor?

Sin levantarse, alzó la vista hacia la faz del ranchero de camisa celeste. Portaba una tejana Resistol barnizada, un cinturón piteado y unas botas Establo de punta chata; como si viniera de un baile.

—Se chingó la tracción. Lo dejé allá adentro.

—Ande no, güero. ¿Qué tal que no me encuentras? No te puedo llevar —y señaló los garrafones—, porque la yegua se me arrana. Pero ahí atrás viene mi hermano con la troca, él te levanta.

El jinete reemprendió la marcha. Güero se puso de pie y dio dos o tres pasos.

—¿No me regalas tantita agua?

—Ahí atrás viene mi hermano con la troca —repitió el otro hombre azuzando al jovero.

No había acabado de perderse el caballo entre la luz cuando empezó a sonar la máquina. Güero la buscó al otro lado del camino. Tardó un rato, pero al fin apareció: era una pick up blanca, destartalada y ochentera. Conforme el mueble se acercaba, pudo constatar que llevaba la caja repleta de tinacos llenos de agua. Uno o dos venían sin tapa, y a cada brinco y bache un latigazo líquido caía sobre las llantas traseras. La camioneta se detuvo junto a él. La conducía un gordo un poco más viejo que el jinete del jovero, barbón y enjoyado.

—Ande no, güero. Súbase, hombre.

Güero trepó al asiento del copiloto. El ansia de agua le tenía la lengua de fuera, sintió que estaba jajándose como un perro. Cerró la puerta y la bocanada del aire acondicionado lo animó. La troca se puso en marcha; el conductor no dijo nada más. Luego de un par de minutos, Güero se aventuró:

—¿Me regalas tantita agua?

El gordo lo miró de reojo con reprobación y negó con la cabeza.

—No es mía. Es de la comunidad.

—… Pero la vienes tirando.

—Como quiera no puedo.

Güero no supo qué decir. Algo como una ira y una tristeza viejas se le atoraron en la garganta reseca. El gordo volvió a mirarlo de reojo y soltó una carcajada. Metió la mano debajo de su asiento y extrajo una pequeña hielera que puso en el regazo del fotógrafo.

—No te me achicopales, bato. Dime qué te ha sucedido. Pero no te vayas de oquis: primero tómate una cheve y después me platicas.

 

 

Carritos

 

Llevo más de veinte años intentando escribir cuentos y no puedo. Tampoco me acongojo: en cualquier caso, rara vez he conseguido confeccionar textos que respondan a las expectativas del lector habitual de cualquiera de los géneros literarios. Quizá por eso aspiro a practicarlos todos. Nunca ha faltado alguien diciendo que mi novela es un poema largo al que le sobra la crónica de viajes, o que tal cuento que hice parece más un rap o un prospecto publicitario que verdadera literatura, o que a este poema le estorban los trocaicos, puesto que en realidad debió ser escrito en forma de ensayo… No me molestan semejantes opiniones. Al contrario: si Ricardo Montalbán me invitara a la Isla de la Fantasía, mi deseo sería ser capaz de producir una literatura embrionaria, no experimental, sino vagamente medieval, en vías de desarrollo. Esa es la única metonimia de la historia del discurso con la que puedo describir el mundo que percibo.

Esto no significa que ignore o desprecie las herramientas. La narratología es uno de mis vicios predilectos, sobre todo después de Genette y de las recientes indagaciones que ha hecho en este campo la poética cognitiva. Me interesa menos la retórica tradicional que la noción de que narrar es un proceso de pensamiento: un hecho neurobiológico. Por eso me obsesiona la condición pragmática y a la vez fantasmal del concepto de focalización.

Asumo que todos los cuentistas seguimos pensando como niños. Y hay dos tipos de niños: unos juegan diestramente con los carritos a control remoto, otros desarman el control y los carritos para ver cómo funcionan. Me temo que mi estirpe es la segunda. Por eso casi nunca me trae regalos santaclós.

 

Julián Herbert (Acapulco, 1971). Es narrador y poeta. Estudió Letras Españolas en la Universidad Autónoma de Coahuila. Ha recibido diversos reconocimientos, como el Premio Gilberto Owen 2003, en poesía, por Kubla Khan; el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola 2006 por Cocaína. Manual del usuario; y el V Premio Iberoamericano de Novela “Elena Poniatowska” 2012, por Canción de tumba. Entre sus libros más recientes se encuentran La casa del dolor ajeno (Literatura Random House, 2015), Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (Literatura Random House, 2017) y Tratado de la infidelidad (Malpaso Ediciones, 2017).