ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Lagerstätte

Gabriela Torres Olivares

 

Un paleontólogo observa los estratos de la corteza terrestre en Dakota del Norte y dice estar siendo testigo de una catástrofe que ocurrió hace sesenta y seis millones de años. La roca (sus sedimentos y sus petrificaciones) le cuenta la historia de un asteroide impactando el Golfo de México, el rebote de millones de toneladas de detritos lanzadas fuera de nuestro planeta y su inminente regreso en una lluvia de diminutos cristales tan ardientes que sobrecalentaron la tierra y extinguieron a los dinosaurios en solamente unas horas. Sin nociones paleontológicas, geológicas o sedimentológicas sería imposible ver/leer la historia que cuenta el estrato. Tendríamos que esperar a la traducción de esta evidencia del lenguaje de las piedras a nuestro lenguaje humano, es decir, al reporte escrito por el paleontólogo.

Hace unos años, mientras colaboraba con artistas en proyectos interdisciplinarios, tuve una epifanía. Obvia, quizá ingenua, pero inédita en ese entonces para mí: que la escritura es un sistema de representación insuperable y atraviesa la mayoría de los medios. Programar, codificar, encriptar, describir, archivar, etc. No la literatura, que es una de sus interfaces, sino la escritura, la que en su forma utilitaria comunica y también la que, a través de la literatura, expresa. Imaginé una foto en jpg en su versión html, la morfogenética tras las líneas de una cebra, las matemáticas que abstraen un evento concreto en fórmulas, los códices de antiguas/extintas civilizaciones, la interpretación de signos universales y/o culturales. Los significados que detonan significantes, los que traducen y transducen signos en objetos reales, imaginarios o virtuales (intentar programar en Arduino me hizo entender finalmente a Marthita, mi profesora de lingüística en la universidad). Pensé también en las descripciones paradoxográficas que permitieron imaginar regiones, culturas, seres, plantas y animales, y en la écfrasis de imágenes del pasado que, antes de la cámara, fue posible visualizar y representar por las palabras. Trabajando para videastas, netartists, fotógrafos, artistas sonoros e instaladores, encontré en esta epifanía un potencial deconstruible en mi propia práctica literaria.

Cuando escribí Piscinas verticales, o más bien, cuando gesté la idea de la novela, la imaginé como una interfaz. Pensando en esa epifanía de que si todo puede ser escrito, todo puede ser literatura. Si es posible hacer écfrasis de la imagen estática, es posible hacer écfrasis del video, de su footage y de ese proceso para obtenerlo. Utilizar lenguajes de otros formatos sin salir de la escritura, es decir, sin insertarlos en su formato “original” en la página. Acaso un ejemplo más obvio y contemporáneo de esto que digo es la écfrasis creada por José Saramago en El Evangelio según Jesucristo, en donde el autor inserta un grabado de la crucifixión en la primera página. Su écfrasis está predispuesta por el grabado. ¿Cómo sería la experiencia ecfrástica si no atestiguamos la imagen? Mi hipótesis es que, en la écfrasis, la imagen en su formato original no es necesaria para la experiencia de imaginarla y recrearla en nuestra propia cognición, reproducirla mediante ese sistema de signos que son letras que forman palabras ordenadas sintácticamente en un aparato gramatical. Y a esto es a lo que me refiero cuando hablo de esa posibilidad de construir una écfrasis sin nada más que la escritura para hacer literatura. De representar imagen o de producir y reproducir un video, en este caso, un documental.

Mi idea en Piscinas verticales era crear un documental (o mocumental) sobre el turismo de la salud en la frontera a partir de la muerte (dos décadas atrás) de una escritora en una clínica alternativa para el tratamiento del cáncer. Esa era mi premisa. Aunque no necesariamente me interesaba presentar el documental (o mocumental) en sí, no el objeto final sino su producción y preproducción, sus posibilidades y limitaciones, los impulsos, las decisiones (artísticas, estéticas, los obstáculos presupuestales, de campo, etc.) de algo cuyo proceso e intención son ya de por sí subjetivos. En esta idea de una producción documental (o mocumental), la epifanía era una excusa perfecta, pues sabía que en la trayectoria diegética habría eventos que en la realidad sería muy complejo-imposible filmar con una cámara (cruzar una hostil frontera internacional, por ejemplo, o el interior de una garita o las oficinas de inspección secundaria o los objetos que se deslizan por la banda de rayos x o las instalaciones de alguna de las clínicas de terapias alternativas o la zona roja de Tijuana, etc.), que el único aparato de posible grabación era mi cuerpo, un aparato para contrarrestar la ausencia (diría Bioy Casares): capturar el aroma, lo que vi, escuché, sentí: grabar ese footage en mí, transcribirlo: la escritura lo era todo, grabar la experiencia en ese otro sistema de signos. Pero escribir no es hacer literatura, como comunicar no es expresar ni describir es narrar, por eso me tomó tiempo pasar de la epifanía a la idea, de la idea a las hipótesis, de las hipótesis a la praxis, y de la praxis a un mise en abyme vertiginoso en mi órgano de la creatividad. Es decir, regresar a la matriz de las metáforas y ficcionar ese proceso, narrar lo que ocurre frente y detrás de cámara, ensayar antecedentes y especular en la posibilidad de un futuro, predecirlo y predisponerlo en metadiégesis mientras la cámara sigue rodando (diégesis). Amalgamar lenguajes técnicos, efectos sonoros, movimientos de cámara, filtros, iluminación (mediante la écfrasis) con formas literarias más conocidas, como la narrativa, la poesía y el ensayo.

Dentro de esta idea de que todo es potencial literario, porque todo puede ser escrito de múltiples e infinitas maneras, utilicé también el recurso formal de las farmacopeas, esos pequeños libritos que contienen, la mayoría de las veces, democratizadas recetas para producir alivios y milagros (un ejemplo bibliográfico famoso es ese del Cúrese con ajo, limón y cebolla, que aún es conseguible entre los vendedores ambulantes del transporte público. Pero hay otros, y todos nos cuentan la idiosincrasia de la salud y el bienestar, pues su premisa es un manual muy DIY para la automedicación o la autosolución de problemas). Sus recetas itineran entre la magia y la ciencia (no son libros científicos o avalados por autoridades e instituciones médicas, la mayoría carecen de ISBN, son de manufactura casera y practican la muerte del autor, en ellos la autoría no importa, son nombres de guerra, son siglas que cambian conforme cambian los tiempos y las rutas camioneras: el de Cúrese con ajo, limón y cebolla tiene tres distintos autores, por ejemplo), están escritas de una forma muy particular, en ocasiones poética, en ocasiones metadiegética (cuando cuentan historias periféricas de personas que se curaron siguiendo la receta que ahora mismo estamos leyendo), muchas veces metafísica y sincrética y de pronto nos sorprenden con un lenguaje más aséptico que pretende encontrar un espacio de legitimación epistemológica, imitando la forma del libro de texto. De estas democráticas farmacopeas me interesaba su forma y estructura, escribir mis propias recetas mágicas/científicas para intervenir el mundo y especular, desde la sobrenaturaleza literaria, los lenguajes elementales de la naturaleza.

En Piscinas verticales quería narrarlo todo. Construir un universo detonado por un tramo paroxístico, un instante y sus variaciones, todas las historias aleatorias a ese instante, un instante quizá enmarcado por la lente de la cámara, tal vez en formato de un recuerdo fugaz (de un recuerdo muriendo), de la memoria y sus implantes artificiales y orgánicos, de la memoria y sus prótesis. Si el instante estaría enmarcado por la lente de la cámara como una suerte de narrador testigo, al mismo tiempo, en la misma página y es probable que en el mismo párrafo, la narradora omnisciente produciría un mundo subterráneo y otro en la tropósfera. No como historias simultáneas, sino como partes de una misma historia, como el estrato le cuenta al paleontólogo ese instante en que cayó el asteroide hace sesenta y seis millones de años.

Fueron horas críticas, dice el paleontólogo que lee el antes, durante y después de la catástrofe en las capas del estrato. Habla de tsunamis, de terremotos y réplicas, de maremotos y seiches, de malteadas de biota viva, de aluviones de biota muerta. Una tormenta de tectitas ardientes coronó el paroxismo de la catástrofe, como si no fuera ya lo suficientemente dramática. En este lagerstätte está el instante, el antecedente histórico de nuestro triunfo mamífero, sólo posible por la extinción de una especie. Es un cronohorizonte cuyas capas, como páginas, datan el final de una era y el principio de otra. En la roca está también el detrito de asteroide, fragmentos de existencia fuera de nuestro planeta. Esta historia del estrato es ahora un polémico debate que comienza a bullir en el campo de la paleontología. Aunque la gran Marosa di Giorgio la predijo a su manera, hace algún tiempo, al hablarnos de una constelación hirviendo adentro de la piedra. Ojalá el paleontólogo pudiera leer a Marosa y citarla en su reporte.

 

 

Piscinas verticales
(fragmento)

 

El turismo diurno de la ciudad vaga en filas desordenadas por la avenida principal. En una diversidad de idiomas, sus murmullos caen, se deslizan o se elevan pero indistintamente aguzan los oídos de comerciantes y meseros que en la banqueta aprontan sobre el rostro del marchante algún menú, un catálogo de joyas, de sospechosas piedras que prometen ser más de lo que aparentan, híbridas curiosidades, artesanías de madera, figuritas de barro, acaso una camiseta, probaditas de afrodisiacos menjunjes, elixires para todo. El exotismo en la foto, click: la magia de la pobreza. Montar un burro, calzarse el sombrero, ponerse el sarape, esbozar una sonrisa: click. El instantáneo recuerdo para hablar de la experiencia de este mundo que es y no. Prehispánicas decoraciones de cartón pintado, cempasúchiles de plástico, catrinas que, incansables, suceden todo el año para no decepcionar al extranjero que visita. A contraflujo de los transeúntes, una mujer ajorobada, disminuida por cargar en el rebozo a un niño, extiende la mano en silencio, ignorada por la multitud que prefiere verla representada en un jarrón de talavera, abrazando alcatraces en cualquier reproducción, pero no ahora porque su cuerpo incomoda, incomoda su carencia que diluye la alegría de vacaciones, de shorts con estampados de palmeras y de flores tropicales, de flip flops. Quizá evoquen el momento ya cuando estén en casa, fuera del peligro de contagiarse con esa tristeza particular que tiene la miseria, tal vez mientras observen los angulosos rasgos del tlatoani en la alcancía de yeso que compraron, o mientras admiran el colorido patrón de las chaquiras en el niérika que regatearon o en los motivos del bordado en una blusa de manta, en los alebrijes, en las máscaras de coco o en los adornos de jícara o en cualquier memorabilia. Pero no ahora. Porque ahora vagan en filas desordenadas, colectando recuerdos, acumulando instantes para su experiencia, dándose el lujo de no tener que entender el tipo de cambio en sus divisas, prueban el elixir: click, exageran muecas de desagrado: click, esbozan una sonrisa triunfadora para la fotoevidencia de haberse atrevido a los sabores complejos de la otredad: click.

Plano general de este congestionamiento humano para sugerir el flujo turístico. Tal vez pueda utilizarlo junto al footage de otras escenas citadinas que ya tiene. Ponerlo con el de un buque portacontenedores que parece detenido en medio del mar pero avanza lentamente hacia el encuentro de buques grúa para descargar la mercancía. Mejor aún, colocarlo antes del travelling progresivo del muro cuando entra al mar, el del zoom in a las gaviotas que a lo lejos aparentan darse un beso y, paulatinamente, mientras la cámara se acerca, nos damos cuenta de que forcejean por las entrañas de algo, una tripa sanguinolenta que las une por el pico, son gaviotas siamesas que comparten su cordón umbilical, un listón de carne, una lengua prolongada, hasta que la más grande termina por extraer del buche de la otra el resto de su comida para entonces retroceder a saltitos antes de emprender el vuelo con el colguije de entrañas: zoom out. Será así: la barda que el mar devora, las gaviotas que se besan, el turismo diurno en la avenida principal. Acaso utilizar el efecto freeze frame para transicionar cada uno de los planos. Es decir, en el paneo de la barda, la escena se congelaría justo en la coyuntura entre los barrotes y el mar y nos quedamos mirando la espuma de unas olas detenidas, ante la sensación de que la escena se ha pausado por alguna falla del aparato o el programa en el que estamos reproduciendo la grabación hasta que un sonido en medio de la imagen detenida nos hace entender que esto es intencional, que es un efecto para resaltar el clímax de la escena, destacar su importancia en la memoria inmediata del espectador por paralizarse en un fotograma. Así, entonces, el paneo de una barda detenida justo en la coyuntura de los barrotes al tocar el mar, las gaviotas que se besan y a las que nuestra mirada va acercándose para descubrir que forcejean por las vísceras de algo y entonces freeze frame para destacar la lustrosa textura rosa-sanguinolento de la tripa que une ambos picos, unos segundos los une, para que podamos visualizar el drama de la carne y entonces la escena se descongela cuando la más grande saca el resto de la tripa del buche de la otra y grácilmente retrocede sólo para poder impulsar el vuelo. El turismo diurno de la ciudad vaga en filas desordenadas: freeze frame por unos segundos: se descongela el fotograma y el turismo sigue vagando entre murmullos, entre distintos idiomas que se caen o se deslizan o se elevan, aunque indistintamente aguzan el oído de los comerciantes o los meseros que en la banqueta aprontan sobre el rostro del marchante algún menú, un catálogo de joyas o de sospechosas piedras que a la frontera trajo el big bang.

Mientras este plano general sucede en la lente, en su mente ocurren recuerdos de otras escenas. Tal vez haya sido la imagen de la mujer ajorobada, disminuida por cargar en el rebozo a un niño la que catalizó el footage de la memoria. No sólo el del irónico paneo de los barrotes que dividen inútilmente el océano o el zoom in a las gaviotas que pelean, sino también otras. Unas que antagonizan esta opulencia con que el turismo se uniforma de casual; escenas capturadas en la cámara y otras sólo con los ojos. Recuerda, por ejemplo, a la mujer con elefantiasis en las piernas que vendía paletas de cajeta, recuerda haberle preguntado amablemente si se dejaría grabar: no quiero ser intrusiva recuerda diciéndole al aristocrático gesto en el rostro de una mujer acostumbrada a las miradas, al escrutinio de sus inflamadas piernas. Plano entero de su figura inclinada hacia el frente, postrados los brazos, sus manos asidas al tubo del andador del que cuelgan varias ristras de paletas. Su mirada atraviesa la lente y sólo se mueve un momento, distraída por la breve interrupción de un claxon cuyo carro es invisible a cuadro. El cuero de las sandalias ha sido modificado para contener la crónica deformación en el empeine de los pies, los dedos asemejan los rizomas de jengibre, amontonándose en el desorden anquilosado por las secuelas de la enfermedad. Sonríe. Más triunfal que el turista que en la avenida principal bebe de un solo trago el ajenjo para tomarse una foto por haber sobrevivido a la amargura anisada del licor. Más triunfal en ese instante en que sus piernas ceden protagonismo al rostro, sonríe y son sus labios los que atrapan la atención. 

La sonrisa de la mujer con elefantiasis será recordada de una forma hasta que vea la grabación de esa sonrisa en una pantalla y entonces al recuerdo lo suplantará la reproducción de esa sonrisa, la sonrisa se ceñirá a la calidad del video, a los colores posibles por la capacidad de la cámara. Igualmente ocurrirá con la sutura queloide en el muñón del brazo de un joven tragafuegos al que filmó hace unos días: la lombriz tiznada que sellaba al bíceps dándole la apariencia de un animalito autónomo, atrapado en un costal de piel humana, no tendrá los mismos detalles en la grabación. Los objetos y sujetos del ambiente, la formación de las nubes en el cielo, el calor del pavimento a esa hora, el olor de la gasolina en su aliento, y en su cuerpo y en todas partes, la combustión de la estopa, poco a poco se irán difuminando en la memoria para que se imprima el recuerdo de un plano entero de frente en donde él dice su mote y su profesión de tragafuegos y luego explica la causa de la amputación que tuvo su primer síntoma en una tumefacción, aparentemente inocua, que devino en la pérdida de sensibilidad y finalmente en el necrosamiento del antebrazo por el uso intravenoso de heroína: zoom in, plano a detalle de la cicatriz queloide cuando trastabillante, un poco tímido explica que ha dejado de inyectarse; luego un plano americano de perfil que graba la gestación y nacimiento de una llamarada que en la memoria implantada del video nunca se extinguirá pues ella dejó de filmar antes de que él terminara. 

Los turistas vagan en filas desordenadas por las banquetas de la calle principal. Ha dejado de grabarlos para buscar una banca en donde descansar del presente y hundirse por completo en sus pensamientos. Para inventariar sus imágenes, para recordar el footage capturado por la cámara y también el que sólo es posible en la memoria: no cámaras, only with your eyes, güera. Porque mientras esto ocurre, ella sabe que a unas cuadras de aquí no es posible filmar, only with your eyes. Porque hay una escena que intentó y no pudo grabar, y acaso sea este motivo de restricción por el que la imagen recordada persista vívida, más puntiaguda, con ciertos detalles pulsando para irrigar nitidez al ejercicio de evocación. Exiliarse un instante del presente e imaginar lo que sucede simultáneamente a unas cuadras de aquí, detrás de esos edificios, de los locales y hoteles, detrás de los ojos, en una memoria que se sigue perpetuando sin importar si ha pasado, porque a esta hora sigue sucediendo.

En el recuerdo hay un montón de adolescentes recargadas en los muros a lo largo de una calle. Todas vestidas con prendas semejantes, sólo pueden diferenciarse por los colores o algún accesorio para definir una cierta autonomía en el cautiverio de iguales indumentarias. Un par de arracadas fluorescentes, metálicos cromados en las cuentas de un collar, más brillantina en los tacones, calcetas en vez de medias, un poco de rebeldía en el tinte del cabello para que el mundo se entere de que no es su tono natural. Ahora recuerda haber pensado en el aburrimiento de las jóvenes, en la mala circulación cuando se está tanto tiempo de pie, en las piernas con elefantiasis, en la tumefacción, en las piernas, en el necrosamiento, en las piernas, en la similitud de las facciones (además de la ropa), como si todas fueran parientes en diverso grados o en varias líneas, en la edad estrictamente homogénea de las chicas, ninguna podía llevarse más de dos años, recuerda haber pensado en esa grasa infantil de las mejillas, en la cándida redondez de sus rasgos pese al maquillaje. Las adolescentes se recargan en los muros, en las columnas de los bares, hacen bromas entre ellas, juguetean con los cordones de sus bolsos, caminan unos pasos regresando sobre huellas invisibles, mueven las piernas en un vaivén por el hastío hasta que algún carro se aproxima lentamente, entonces todas se enfilan a la vanguardia de la acera, las más creyentes se persignan antes de posar con la mano en la cintura, abocinan los labios, o contonean las caderas y los hombros, o sumen el estómago y se enderezan. Pero mientras el carro avanza, en los rostros van desvaneciéndose mágicamente los vestigios del aburrimiento para que entonces suceda filosa una impaciencia, una impaciencia mellada, instintiva, endémica a la mirada de la gente que tiene que defenderse sola, una impaciencia que los otros nunca pueden entender. Explícitamente prohibido y bajo el riesgo propio es ingresar a esta parte de la zona roja e intentar grabarla sin un permiso especial, sin la influencia de un cacique que domine el área, de un conocido o cercano: le dijeron: no cámaras, only with your eyes, güera.

No cámaras.

Sólo con los ojos. Detrás de los edificios, de los negocios y hoteles, a unas cuadras, a esta hora, en este mismo instante, una mirada de pájaro podría visualizar aéreamente la distancia, sólo con los ojos, de lo que simultáneamente el recuerdo está evocando. Pero podría verla también a ella, sentada en una banca, descansando junto a una cámara y un tripié, de espaldas al presente, al turismo diurno que vaga en filas desordenadas por la calle principal, mientras los meseros o comerciantes aprontan en los rostros de los marchantes sus menús y sus catálogos, y las adolescentes aburridas se recargan en los muros hasta que el techo rectangular de un vehículo va acercándose lentamente, lentamente también ella deja caer el peso de su espalda en la banca para terminar de hundirse en el inventario de la memoria, para pensar en las dinámicas humanas, en los cuerpos de su especie, y sólo la saca de esta frenética retahíla la súbita paranoia de estar siendo observada, observada por un pájaro y vuelve la mirada al cielo para descubrir una hilera de palomas espectando desde los cables de luz la vida abajo. Su rostro sorprendiendo aves espías: freeze frame.

El presente texto es un fragmento de la novela Piscinas verticales, escrita por Gabriela Torres Olivares.

 

Gabriela Torres Olivares (Monterrey, México, 1982). En 2010, publicó el libro de cuentos Enfermario (FETA), cuya versión en inglés fue publicada por la editorial angelina Les Figues Press, en 2017. Su novela Piscinas verticales (o la bruma un hábitat sustentable) obtuvo el premio Frontera de Palabras/Border of Words 2017, y fue publicada por el Fondo Editorial Tierra Adentro en ese mismo año.