Matrioskas
(relatos sobre el cuerpo)
Blanca Felipe
Hay un abandono extraño en mi vientre, un vacío seco e inconexo que no logro entender. Cuando me duele, cierro los ojos y cuento los dedos de tus pies. Imagino el número de células que hubieran hecho falta para que tus uñitas empezaran a crecer. Cuento, también, los espasmos en mi vientre, noto cómo vibran con la mirada de mi abuela, como si palpitara la muerte, como si él todavía estuviera dentro.
Hubo un tiempo en que mi abuela me acariciaba la barriga, las dos reíamos y llorábamos al recordarla a ella. La vida celebraba la vida y traía al mundo una nueva esperanza. Sujetándolo todo, descargándolo todo en su caparazón, al despedirse, me daba un abrazo tierno. Apretado entre mis vísceras, sujetaba el mundo y sentía el poder de una diosa de otro tiempo. Escupía magia, por todos los poros de/
Mi cuerpo
está maldito.
un bicho. Tengo
Hay noches que no duermo pensando en sus sueños. Mezo mis pensamientos, me acurruco y vuelvo a leerme el mismo cuento. Ya no sé lo que digo ni lo que pienso. ¿Estoy? Al borde del colapso. De la ausencia en el vientre, del dolor del parto de un hijo muerto. Creo sinceramente que no hay verdad a la que quiera aferrarme. Y me da igual explotar o morir en silencio o volver a sangrar o congelarme en esta cama limpia donde, a veces, ella se acuesta conmigo. Por primera vez,
Estoy escribiendo.
Otras veces, tras mis pesadillas, recupero la compostura, me levanto y deambulo por los pasillos de la casa de piedra llena de vírgenes que acechan detrás de cada puerta, de espejos y cerámicas que decoran el suelo y las paredes blancas, muy blancas, como una pancita vuelta.
En la habitación del abuelo hay un pozo y una cama de hierro, con colchón antiguo repleto de sudores, enfados y sufrimientos. Mi abuelo tuvo que cuidar de un hombre que no conozco, al que llamo bisabuelo. De él sé que fumaba pipa, que le cortaron las dos piernas y que con ellas se fue también media vida de mi abuelo.
No me atrevo a entrar en ella, aunque ya nadie entra, porque él murió hace tiempo. En esa misma cama. Creo.
Aún recuerdo el miedo a la quietud del agua oscura, al asomarnos al pozo que hay dentro. Hubiéramos preferido un pequeño ajetreo, un rayito de luz apuntando hacia el centro.
Mirábamos, porque nos gustaba atrevernos, porque éramos valientes, pero salíamos espantadas si una gota o un crujido sonaba a destiempo.
Creo que es algo que nunca te hubiera enseñado.
Ahora, no me acerco,
no
me puedo
acercar. Porque creo, en lo más profundo de mi alma, que alguien te llevó allí dentro, como se llevan los hombres malos a los niños que no duermen. Y ese hombre, que siempre es un hombre, se tragó tus dientes, tus uñas y tus células. Tus ojos. Todo. Todo. Todo se lo llevó y lo tiró dentro, muy hondo y muy lejos.
O fue el pozo oscuro el que te tragó, el que te convirtió en un manojito de nervios azules, verdes y violetas, retorciéndose hacia dentro, haciéndose puño de hierro, de dolores en mi cuerpo.
Chupando,
escupiendo,
hacia fuera / hacia dentro
un jugo transparente de vitaminas verdes
que iban hacia mi bebé muerto.
Una vez más se hace de día, y de noche, una vez más. Mi vida gira en torno a mis demonios y a un odio profundo a todos los que me rodean. ¿Por qué no moriríais vosotros primero? Vosotros, que ya estáis muertos.
Vuelvo a estar consciente y delante de la lumbre me acaricio de nuevo el vientre. Observo sus manos y veo un río dócil, veo montañas y duras estepas blancas, caracoles y hojas verdes que trepan tu cuerpo hacia una noche ciega. Veo sus ojos en ella, pozos de sueños y tristeza. Sus manos. Y como vivo en mis recuerdos, ya no alcanzo a distinguir si son míos o de ella.
Tiene la pelvis recogida entre las caderas.
Me habla del tiempo que ha pasado, a mí y a otras vecinas. Tiene el don de la risa en esa mejilla izquierda y en ese guiñar que me despierta. Todas estas cosas pienso mientras nos cuenta que no hay nada más que hacer, que si sus hijos y sus hijos y los otros, no aparecen por aquí mas que en verano, pues que la juventud, que la vida. Nosotras también fuimos así, también eso lo vivimos.
Cuando la miro, pienso en lo injusta que soy cuando me quedo en silencio, cuando no respondo a sus preguntas porque tengo la garganta llena de hierro. Ella se adelanta, me besa la frente y yo,
no contesto. Retrocedo.
Me sirve, me lava, me lee y me cierra la puerta. Que llore, me dice, que trague y deje estallar mis pulmones. Me despierto y la busco. Llena de rabia, descargo mis angustias contra el suelo y siento el suelo frío que me impide llegar dentro. Mi alma está partida en miles de pozos huecos, como los de la habitación del abuelo. Me quiero meter dentro. Escarbar la tierra y meterme dentro. Que cierren las puertas y me mezan. Que me acunen los muertos que me esperan y si no me esperan, que me mueran y nunca más me devuelvan.
Ya empieza... el discurso de la infancia.
Me desgarro como un cuenco viejo. Salgo. Como la sangre en la herida abierta, brotando, en brotes cortos, vivos y lentos. Me desgarro en mil caballos negros corriendo hacia la luna negra. Y nada me consuela. Llego. Ya empieza...
Al final de mis arcadas, ella me acoge temerosa, entre unos brazos suaves y dorados, como lo hacía mi madre, como yo lo hubiera hecho.
Tiene sesenta y siete años y siente náuseas. A veces, en delirios, me dice que se muere y que le diga a mamá que ni se le ocurra fundir sus sortijas. El sello de oro de su madre, que dentro del joyero, que lo coja, que para mí. Hija mía. Después vuelve en sí y me echa a gritos.
¡Del hueco,
de tus ojos a los míos
hay un pozo negro!
donde cabe
una muñeca
que tuviste y que me tuvo, dentro.
Mi relación con la escritura
Uno de mis poetas contemporáneos favoritos, Fernando Valverde, habla así sobre la poesía en el prólogo de su Antología poética (1997-2017): “En medio de ese viaje, entre la luz del mundo y sus sombras, entre la belleza y el dolor, estaba la poesía. Pocas veces pude tocarla, pero cuando me rozó fue como un milagro. Después no he hecho otra cosa más que perseguirla, siempre con el miedo de que me hubiera abandonado para siempre”.
Cuando vuelvo a leer este prólogo, no puedo evitar pensar en mi madre y en el peso que tiene ella en todo esto de la escritura. Los primeros versos que recuerdo tienen su voz, una voz que tiembla y se entrecorta al llegar al estribillo que se repite, en forma de lamento, en la Rima LXXIII: “¡Dios mío, qué solos/se quedan los muertos!” (Para los que me conocen y me han leído, puede que esta anécdota les ayude a entender el pozo, oscuro y poético, que acompaña a casi todos mis textos.) No sé qué edad tenía en aquel momento, no recuerdo el lugar ni el tiempo exacto en que los escuché por primera vez, lo único que puedo asegurar es que en ese justo instante, recogiendo las palabras de Valverde, se obró el milagro. Mi relación con la poesía quedó ligada a ella y al tema de la muerte. La escena, acompañada del característico dramatismo que desprenden los recuerdos de infancia con mi madre, y las palabras que decidió leerme aquel día, impactaron en mi sistema nervioso de tal forma que, a partir de ese momento, no pude dejar de escribir, persiguiendo aquella sensación, buscando que se reprodujese una y otra vez en mí.
Mi relación con la escritura se estableció entonces como un viaje persecutorio, un juego de prueba y error en el que las palabras me servían para captar todo aquello que provocaba en mí una emoción. Las palabras. Me servían. Y repito, porque aquí estaba el truco. Como en todo juego, cada nivel añade dificultad a la partida y, así, con la edad las sensaciones se volvieron borrosas, los límites se desdibujaron y el juego de la escritura cambió sus reglas. La reflexión sobre el lenguaje y sus límites pronto se me manifestó como la piedra angular de mi escritura, mientras la expresión de mis obsesiones se volvía más tenue y difusa. ¿Cómo captar aquellos breves pálpitos? Como Valverde, temo el abandono y he descubierto que el silencio es fundamental en cualquier persecución. Mi relación con la escritura es silenciosa, espero a que me roce y, de nuevo, se obre el milagro.
De dónde nace “Matrioskas”
Terminé “Matrioskas” después de escuchar en Barcelona la intervención de una mujer en una de las conferencias del ciclo Maternidad y Literatura, una relación profunda. Tomé notas. Estaba muy emocionada porque después de dos años podía continuar escribiendo. Al salir le dije a mi amigo Gabi que me sentía como un buitre por aprovechar el dolor de aquellas mujeres para escribir. En el turno de preguntas, la mujer aludida se levantó y dio las gracias con la voz rota a las personas que habían organizado esas conferencias. “Ya no puedo más”, dijo. “¿Por qué nadie habla del aborto? Hace poco he tenido uno y parece que nadie se da cuenta de que se te ha muerto un hijo. Nadie me dio el pésame, no pude enterrarlo, ¿qué hicieron con él? Lo único que me dicen es que no me desanime y que vaya por el siguiente”. Al salir, recordé que mi tía tuvo un aborto antes de que nacieran mis dos primos. Se quedó en casa dos semanas, pensé que estaría cansada. Nunca le di el pésame ni le pregunté por él. Esto es “Matrioskas”, un pésame para los hijos no nacidos.
Blanca Felipe (Castellón de la Plana, España, 1992). Filóloga, poeta y bailaora. Grado en Estudios Hispánicos: Lengua Española y sus Literaturas, por la Universidad de Valencia y la Università degli Studi di Bergamo. Estudió el máster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana en la Universitat de Barcelona.