ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

La resurrección de Héctor

Gabriel Martínez Bucio

 

“Cualquier mujer cree que la vida del amado puede depender del marchitarse del clavel que le diera si el amado descuida ponerlo en agua en el vaso que ella le regaló”.

Tantalia, Macedonio Fernández

 

Aquiles nos despertó con el cadáver de Héctor entre el hocico y nos lo tiró, ahí nomás, en medio de la cama, como una ofrenda sangrante y juguetona. Lo reconocimos enseguida: tres manchas negras, en línea, puntos suspensivos sobre la blanca pelusa de su espalda. No mames, Aquiles, qué pedo, soltó Ana mientras el susto descendía y le ascendía la rabia. Aquiles, sin embargo, lamía el cuerpecito inerte y nos miraba divertido. El lodo que envolvía a la víctima evidenciaba una buena arrastrada por el jardín, y me hizo pensar que, esa noche, la Ilíada se había convertido en una fábula de La Fontaine; como si de pronto los animales hubiesen querido parodiar el famoso duelo. Mientras observaba el deshonroso cadáver temí que en nuestra alcoba, a esas horas, anduvieran revoloteando extrañas versiones de Apolo y Tetis. Pero Ana ya se había sacudido el sueño y me llamaba a la realidad: Gabriel, ahora sí se pasó de verga este perro. ¿Ya viste? Es Héctor, el conejito de los vecinos.

Desde cachorro, Aquiles había demostrado aptitudes de cazador. Cada que se acercaba para lamernos las mejillas o los labios, nos dejaba restos de bichitos, abejas, flores. Pensamos que era un divertimento. Cosas de cachorro que se detendrían una vez que lo entrenáramos y ahí no se puede orinar Aquiles y carajo, si traes las patas sucias no duermes dentro de la casa y muy bien, sentadito, así, toma tu croquetita. No pudimos corromper su espíritu trampero. Con el tiempo sus habilidades fueron desarrollándose y, como cualquier persona que durante su infancia demuestra destrezas singulares y en la adolescencia sale al mundo para afilarlas, Aquiles no tardó en olvidarse de nuestro pequeño jardín para aventurarse en nuevos territorios indómitos: las casas de los vecinos y su fauna doméstica.

Conforme las travesuras se convirtieron en crímenes, el paisaje del carrer de Aiguafreda cambió. Donde antes había puertas abiertas y jardines que se extendían hasta la calle, comenzaron a levantarse bardas, versiones minúsculas y coloridas de la muralla de Troya. De igual forma, los consejos de los vecinos devinieron en amenazantes advertencias hasta encallar en insultos racistas. Hostia puta, mexicanos de mierda, sacrifiquen a ese perro, joder. ¿Querían un muro? Allí lo tenéis, coño. Alguna vez, incluso, apareció un mosso en nuestra puerta con una demanda formal que, gracias a la burocracia, conseguimos alargar hasta el olvido.

—¿Qué vamos a hacer? —murmuró Ana.

—No lo sé.

—Tenemos que ayudar a Aquiles.

—Nos lo van a sacrificar si se enteran. 

—Pinche Aquiles, carajo. 

Pasamos la noche en vela barajando todas las posibilidades —una más torpe que la otra—, que incluían regresar a México en el primer vuelo, pero no había suficiente dinero; hacernos los despistados, si no hay cuerpo no hay delito, subrayó Ana, pero la mala fama de Aquiles en el barrio nos volvería muy sospechosos; o confesar la verdad a nuestros vecinos, una pareja recién casada que se encontraba de viaje. Hacía unas cuantas semanas que los habíamos visto corretear a su conejito por su jardín mientras lo llamaban por su nombre. Ellos no saben del currículum de Aquiles. Acaban de llegar al barrio. Pero se van a enterar, les basta hacer una pregunta para que todos nos señalen. Así continuamos un par de horas, mirando el techo, con el cadáver entre nosotros y Aquiles durmiendo plácidamente. De pronto, Ana se irguió y, alborotada, preguntó:

—¿Los conejos tienen paros cardiacos?

—Si le dieron duro a la fumada…

—No seas cabrón, estoy hablando en serio. ¿Tienen o no tienen paros cardiacos?

—Y yo qué sé, me imagino, tienen su corazoncito, las cosas pasan.

—No mames, a ver, googléalo en tu celular que se me ocurrió algo.

En efecto, querido lector, los conejos pueden sufrir afecciones cardiacas. Lo comprobamos tras encontrar un video que tenía por título un extraño y perverso juego de palabras o una ignorancia ortográfica: “paro cardiaco a conejo, cojiendo”. Ana sonrío y me dio dos palmadas en la panza, un beso en la mejilla. Ya sé qué hacer, dijo, extasiada.

Hacía mucho tiempo que no la veía así de contenta. Como cualquier matrimonio, teníamos nuestros problemas. Pero no habíamos querido resolverlos como otras parejas, un hijo, un viajecito, otra ciudad y un nuevo comienzo. Desde hacía algunos meses, la discusión había caído en la costumbre de la postergación para inmovilizarse, como un barco encallado en el puerto, en una disensión geográfica: Ana estaba cansada de ser extranjera y amagaba con volver a México para estar cerca de su madre. Yo quería terminar mi doctorado en Letras en Barcelona y echar raíces en este lado del Atlántico.

Jamás pensamos que el cadáver de un conejito fuese nuestra salvación matrimonial.

Encendimos la luz. Nos levantamos de la cama. Tomé entre mis palmas el cuerpecito sucio y lo llevé al baño. Uno debía sostenerlo y el otro tallarlo con delicada fuerza. Abrimos la llave, jabón, primero el pechito. Mientras Ana fregaba y yo le sostenía el cuellito roto, nuestros dedos comenzaron a enlazarse, como si tuvieran vida propia, un meñique, el jabón resbalando, el anillo de bodas relucía, dos meñiques, las orejas ya están limpias, ahora la cola, tres caricias y qué haces, sonrió Ana, ella lo sabía, la delataba esa costa de sonrisa y la mirada de soslayo cuando le besé el cuello, pero ya era tarde para una respuesta innecesaria y mi mano libre comenzó a buscar sus muslos, la entrepierna y su mano libre no tardó en pasear por el resorte de mi pijama. Estuvimos así unos cuántos minutos, con movimientos lentos, sigilosos, casi como si no quisiéramos que nuestras otras manos, las que sostenían al cadáver, se enteraran de lo que hacían las otras manos.

Y entre beso y beso, abandonamos el cuerpecito de Héctor en remojo, y entre beso y beso, regresamos tropezando hacia la cama. Ni siquiera nos importaron las sábanas enlodadas. No fue brusco ni pasional. Fue un reencuentro delicado, nervioso, entregado donde nuestras almas lucharon cuerpo a cuerpo. Dormimos abrazados, profundamente, con sueños y todos sus derivados.

Al despertar, nos dimos cuenta de que habíamos dejado la llave del lavabo abierta. La alfombra de nuestra habitación estaba empapada. Nos tomó un par de minutos encontrar el cadáver del náufrago debajo del armario. Acá está el cabrón, dijo Ana, antes de soltarnos a reír como dos locos, dos recién enamorados.

Ninguno asistió a sus obligaciones ese día. Ana se reportó enferma en la tienda de música donde trabajaba y yo envié un mail a mi tutor donde describía un extraño dolor estomacal resultado de una mala paella del fin de semana. 

El café fue placentero. Caricias en el pelo cada vez que nos levantábamos por otra magdalena y quieres más fruta, bichito, te pongo más jugo. Estábamos contentos, excitados. El plan estaba en marcha. Colgamos a Héctor de las orejas en el tendedero para dejarlo secar. Rodeé con mi brazo la cintura de Ana y salimos a la calle.

Las ramblas nos recibieron como en nuestros primeros días por Barcelona cuatro años atrás. Con tierna parsimonia, nos deteníamos a cada paso para entregarnos a la contemplación. Por momentos, olvidábamos nuestro cometido y nos dejábamos envolver por el murmullo arquitectónico, el dragón del farol, el mosaico de Miró, la Casa Beethoven, de donde salimos con pequeñas manivelas de La vie en rose, de Edith Piaf, y Love me tender, de Elvis.  

Con este estado de ánimo romántico y extravagante, entramos a las ferreterías del carrer de Tallers y pedíamos palas, cadenas, ganzúas, llaves inglesas, como quien pide una caja de chocolates, bombones, peluches o una nieve de limón en la feria nocturna. Estamos reparando la casa, decía Ana al dependiente, y, sonriendo, se escondía en mi pecho. En realidad no necesitábamos tantas herramientas. Hubiera bastado una lámpara y un par de destornilladores. Quizás un pasamontañas, una soga. Pero el exceso y la desproporción metálica eran la envergadura de nuestra secreta y desbordada felicidad.

Después de una lenta caminata por el malecón, regresamos a nuestra casa con el celaje del atardecer. Descolgamos a Héctor. Una vez seco por el calor del verano, advertimos que su abundante pelaje camuflaba con éxito las marcas vampiresas de Aquiles. Lo colocamos en el piso, en medio de todos los artefactos que habíamos comprado, con el mismo respeto con el que se deposita un objeto sagrado en el centro de un aquelarre. Daba la impresión de que los utensilios montaban guardia en un velorio. Aquiles, incluso, se mostraba arrepentido del ultraje y no se atrevía a franquear el círculo metálico. 

Esperamos impacientes el anochecer. La Aiguafreda es una pequeña calle de apenas cincuenta metros de largo, pero concentra la mayor cantidad de balconcitos por metro cuadrado de la ciudad. Demasiados ojos. Por cualquier cosa, decidimos usar los pasamontañas. Los probamos una y otra vez delante del espejo del baño. Parecíamos delincuentes. Y mientras las ventanas de los vecinos quedaban en penumbras, nos entregábamos divertidos al otro, como una sombría versión de Los amantes de Magritte.

La calle quedó vacía. Nadie cruzaba el pequeño puente que corona la Aiguafreda. Apenas filamentos del único farol que se acurrucaba al inicio de la cuadra. Era el momento. Guardamos a Héctor en una cajita de zapatos y salimos suaves, elásticos, por la silenciosa noche.

Por suerte, nuestros vecinos no habían edificado aún ningún muro. Así que entramos a hurtadillas en su jardín. La viscosidad del lodo que envolvía nuestros pasos aumentaba la sensación de aventura. De pronto, Ana tropezó en un pequeño hoyo. Al caer sobre el césped soltó una dolorosa risilla. Espérate, me torcí horrible el tobillo. Shhhh, Ana, ¿estás bien? Ay, cabrón, más o menos, susurró, mientras se le escapaba una risa nerviosa que se apresuraba a agarrar con una mano y, con la otra, se acomodaba de nuevo el zapato.

La puerta de la entrada cedió ante un par de movimientos certeros de las ganzúas. Una vez dentro, debíamos localizar la jaula de Héctor. Teníamos que ser rápidos y no dejar rastro de nuestra presencia. Con un vivaz palpar de ciego buscamos en la cocina, en el baño, el comedor, hasta entrar en el dormitorio. Nos llamó la atención encontrar la jaula cerrada y arrumbada al fondo del armario junto a unas bolsas de espinacas y remolacha echadas a perder. ¿Cómo chingados llegó Aquiles hasta acá? Sin embargo, Ana estaba furiosa como para atender mis dudas. ¿Pero estos están enfermos o qué?, se fueron de vacaciones y le dejaron la comida a una distancia imposible. Está bien pinche raro, pero no te me pongas defensora de los animales ahorita, hay que meterlo y salimos en chinga. 

Regresamos a Héctor a su hogar con éxito. Le apoyamos la cabecita sobre una esquina de la jaula. Listo. Un paro cardiaco. O que se chinguen, que sepan que se les murió de hambre. Lo que sea, pero ya está. Vámonos, vámonos.

Los siguientes días fueron plácidos y armoniosos. Por fin nos sentíamos del mismo lado del mundo. Ana telefoneó a su madre para informarle que siempre sí Barcelona, que ya, si eso, hablarían en diciembre. Nos amábamos de nuevo, inmensamente, como antes. Pensé, por un instante, que era feliz, es decir, que sentía que iba a dejar de serlo. El ansiado retorno de los vecinos operaba sobre nosotros como un imán que nos impedía alejarnos mucho del barrio. Sólo una vez tuvimos que bajar a Gràcia para que le revisaran el tobillo a Ana, que parecía sanar sin ningún contratiempo. Esta crema, antes de acostarse, reducirá la hinchazón, fue lo que dijo el médico. Todas las tardes, después del trabajo y la universidad, paseábamos a Aquiles por los miradores de los bunkers y espiábamos la ciudad como si nos asomáramos a nuestra propia obra, una Barcelona renacida.

Una noche se encendieron las luces de la casa de los vecinos. Volvieron. Ana pasó no sé cuántas horas con la oreja pegada a la pared en espera de un grito desgarrador. Incluso cenó de pie, no quiero perderme ningún detalle. Pero nada, nadie, nunca. Por la ventana tampoco observamos ningún rastro extraño, ningún hombre fumando a altas horas de la madrugada tratando de sacudirse un trago amargo, ninguna mujer llorosa. Nada. Y de repente, sin ninguna queja, las luces de la casa de los vecinos se apagaron.

Sin embargo, la curiosidad, querido lector. Si no hubiera sido por la curiosidad, Ana no hubiese vuelto a México y yo no estaría escribiendo estas páginas en la biblioteca en lugar de terminar mi tesis doctoral. La descalabrada curiosidad fue la que nos sedujo a invitarlos a cenar la siguiente noche. Disfrazamos la reunión de una cordial cena de bienvenida al barrio. Ya saben, para conocernos mejor, ¿les parece bien a las diez? Muchas gracias, ahí estaremos, ¿quieren que llevemos algo? Tranquilo, tenemos todo preparado. Aunque quizás también fue el amor, el amor que ya se había ido y, al regresar, como una ola que rompe con fuerza, escupe a los bañistas fuera del mar.

¿No sería maravilloso que acariciaran a Aquiles?, preguntó Ana cuando poníamos la mesa y pegó unos brinquitos encantadores por la cocina. Su maldad me parecía la muestra más genuina de la ternura.

Después de las formalidades de qué bonita casa y desde hace cuánto viven acá y sí, un poco más de vino, por favor, y contarnos que las vacaciones en Cerdeña espléndidas, que dos años de novios y cuatro meses de recién casados, que la vecina aquella es bastante rara, ¿no?, y en qué horarios pasa el camión de la basura, no aguantamos más.

—Una vez los vimos jugando con un conejito en su jardín. ¿Es su mascota?

Como malos criminales queríamos observar de cerca a nuestras víctimas, comprobar que habían caído en nuestro truco y burlarnos de su ignorancia que atribuirían, imaginábamos, a un fallo de la naturaleza. Hubo un silencio incómodo, casi descortés. Y, titubeante, él comenzó el relato mientras le cogía la mano a ella.

—Sí, sí. Pues no sé cómo contarlo. Ha sucedido algo extraño. Se llamaba Héctor. Lo compramos el día en que nos hicimos novios.

Ana y yo nos sonreímos, pero disimulamos el entusiasmo tras un ingenuo interés en su historia.

—Al regresar de nuestro viaje lo hemos encontrado muerto en su jaula.

En ese momento el fervor nos controlaba. Queríamos ver hasta dónde más podíamos llegar, hasta dónde soporta un humano que le remuevan el cuchillo en la herida. Y pregunté, tratando de ahogar la carcajada en la lengua con un bocadillo de pan:

—¿Un paro cardíaco? —Ana casi escupe el vino en la copa.

—Desde luego. Pero lo extraño es que eso sucedió hace dos semanas, unas horas antes de irnos de viaje. Le teníamos tanto cariño que lo enterramos en el jardín y como no teníamos mucho tiempo guardamos sus cosas en el armario de nuestra habitación. Ahora que hemos vuelto lo descubrimos limpio de nuevo en su jaula. ¿Cómo puede ser? Sólo queda el hoyo donde lo habíamos sepultado. ¿Quién puede ser tan perverso?

Ana abrió los ojos con desmesura, como quien intenta recordar una época que ha dejado de existir. Me miró sorprendida antes de cerrar los ojos con fuerza. Se inclinó sobre la mesa y comenzó a tocarse el tobillo, a sobarlo. ¿Estás bien?, alguien preguntó. Sí, sí, sí, respondió, pero en sus labios ya no pude distinguir una sonrisa sino una especie de mueca.

 

 

El terreno de juego de la escritura

 

Mi relación con la escritura parte del juego. Así como el mundo de los jugadores de fútbol es dotado de sentido durante noventa minutos por un límite rectangular, en la escritura sucede un proceso parecido. Cuando brota un recuerdo, un personaje, una situación que nos obliga a sentarnos a trabajar (tras avisar a los amigos que se estará indispuesto por un determinado tiempo), la existencia parece adquirir sentido. Los límites, veloces, trazan nuevas geografías, la cancha de juego. Y, de pronto, el mundo es nuestro patio. En este sentido hay que saber discernir quién es la pelota, quiénes los contrincantes, el árbitro, la porra y quién es de nuestro equipo. Todos están bajo nuestro poder. Sólo hay que saber moverse por la cancha.

De igual forma, el mundo parece hablarnos. Es decir, cuando se está inmerso en la escritura cualquier lectura nos interpela, nos señala el rumbo. No importa que sea del siglo XII o un cuento contemporáneo. Hay una imantación del mundo que debemos saber leer y percibir. Por ejemplo, la cotidianidad se transforma en campo de cultivo para nuestros relatos. Y ya no se diga nuestras propias vivencias que parecen adquirir un brillo particular en la memoria y en la imaginación. Y no se preocupe por no ser fiel a lo que realmente pasó en la realidad, a torcer los hechos en función de su relato. La ficción, en muchas ocasiones, es una de las formas más profundas de acceder a lo genuino. Y eso es lo que buscamos.

En este proceso a veces se sufre, otras se disfruta en demasía. Pero algo es seguro. Se padece un trance. Uno está y no está en el mundo, lo cual se explica por el doble movimiento en el que se encuentra situado el escritor, sumido en un curso de eventos tanto introspectivos como externos. Y hay que estar atentos. Sobre todo en los momentos de relajación. Los bares, las citas, los cafés son los escenarios donde la mente finge liberarse del trabajo literario y ahí, la idea, como una mujer celosa por haberla dejado de lado, aparece con más fuerza. Tampoco hay que salir corriendo del bar para escribir una línea del cuento. Eso significaría, a la larga, la pérdida de algunas amistades. Mucho menos abandonar a la chica de la cita a media anécdota sobre lo que le pasó en la niñez. No hay que ser groseros en esta vida. Basta con sacar una libretita discreta y apuntar la idea para que no se olvide con los vapores de la cerveza.

Pero al llegar a casa, es necesario volver al trabajo. El tiempo corre y la partida está en juego. Y si uno se desentiende por completo, el relato pierde interés para el mismo escritor o las tramas se confunden en su mente. Por eso es vital, cuando se siente la íntima necesidad de escribir, de no despegarse por mucho tiempo del teclado o el papel, para los románticos. La literatura es una tenue vela que no hay que dejar apagar porque cuesta mucho trabajo volver a encenderla.

 

Gabriel Martínez Bucio (Uruapan, Michoacán, México, 1989). Estudió Letras en la Universidad Iberoamericana, y formó parte de la novena generación del Máster en Creación Literaria en la Universitat Pompeu Fabra, en Barcelona. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo de la Revista Punto de Partida (UNAM) por su trabajo sobre Macedonio Fernández. Es autor de la novela Vidrios en el parque (La Equilibrista Editorial, Barcelona, 2018). Sus crónicas, cuentos y ensayos han aparecido en antologías como Once cuentos rusos (Ficticia Editorial, México, 2018), Esto no es una revista literaria (La Milana Bonita, España, 2016), Relats d’amor (España, 2017) y Pluma, Tinta y Papel (Diversidad Literaria, España, 2016).