Marea verde
Elma Correa
Estás nervioso y emocionado porque es veintiocho de septiembre; 28s, como se ha popularizado en las redes sociales. Llevas casi dos meses esperando la marcha por la legalización del aborto que organizan distintos colectivos feministas de tu ciudad. Al principio te molestó bastante que no te permitieran hablar en las asambleas y cuando supiste que habían llevado a cabo varias sesiones sin incluir a los compañeros, te dieron unas ganas tremebundas de irrumpir en la casa segura para explicarles dos o tres cosas acerca de la importancia de la unidad a esas sectarias, pero te dominaste, no cediste a esos impulsos primitivos y egoístas porque seguiste las técnicas de respiración antimachista del Taller de Masculinidades. Desde que estás deconstruyéndote empiezas a ver con claridad el mundo, a ti mismo, tus relaciones, todo toma un cariz profundo y crítico cuando antepones el bien común a tus propios intereses. Aunque todavía te sientes excluido y personalmente atacado cuando alguien menciona que la marcha debería ser separatista. Not all men, piensas con sinceridad, sin comprender por qué las mujeres hacen bromas sobre una realidad honesta como esa. Not all men. Por lo menos tú no. Pero las compañeras parecen no darse cuenta. A veces te desespera lo ciegas que pueden llegar a ser. ¿Hasta cuándo tendrás que seguir demostrando que eres un aliado? Aliade, si prefieren. Pareces estar siempre a prueba. Tu padre dice que las mujeres se vuelven exigentes cuando “se crecen”, que es su manera rudimentaria de decir “empoderan”. Pero tu padre es un machazo de manual, así que sacudes esa referencia de tu cabeza y te ocupas en la pancarta. Pensar en tu padre puede ser un agujero negro, un simple acercamiento de su sombra en tu memoria y se desencadena un verdadero aluvión de recuerdos imposibles. Hace tanto que nadie te pregunta cómo te sientes. A veces no puedes dormir pensando en las víctimas del #MeToo, pero para las compañeras eso no alcanza. Tampoco alcanza que te abras a la menor provocación, que ofrezcas tu alma de hombre atormentado frente a ellas, que les cuentes cómo creciste en un entorno hostil, con un padre violento que obligaba a tu madre y hermanas a atenderte porque eras el varón, simplemente por eso; por algo que tú no pediste y con lo que tienes que aprender a vivir. Y lo intentas. Te esfuerzas. Ya no tratas de hablar en las asambleas, así puedes pasar más tiempo cerca de las compañeras nuevas. Cada vez llegan más guapas. Has llegado a creer que algunas se arreglan para ti. No hablas ni esperas que las compañeras te sirvan café en las asambleas; ahora les llevas generosamente ese café orgánico que tu contacto, aquel que pasó un verano entre campesinos chiapanecos y ahora cultiva granos de la Selva Lacandona en su plantación particular, te vende a precios exorbitantes. Pero eso no lo mencionas. Sólo lo llevas, lo mueles, lo cuelas, lo sirves y las observas beberlo sin una sola sonrisa en el rostro, sin un solo gesto de agradecimiento. Beberlo nada más, sin contemplaciones. Con lo hermosas que son cuando sonríen, cuando relajan ese ceño adusto a causa del patriarcado. A veces piensas que te castigan por ser hombre, por unos privilegios que no están en ti. Te cuestionas si será verdad que en el fondo todas tienen algo de lesbianas. Ahora se te ha puesto dura. Carajo. Con el trabajo que te ha costado evitar cosificarlas. Recuerdas la técnica de respiración antimachista, pero las imágenes de las compañeras militantes jugueteando entre ellas con lascivia te sobrepasan. ¿Será que eso hacen en las reuniones exclusivas? Te resignas a masturbarte antes de salir porque sabes que por lo menos dos compañeras irán desnudas con consignas pintadas en la piel. Tú no estás tan de acuerdo. Aunque eres consciente de que no lo hacen por provocar, pues, la verdad es que eso es lo que pasa, pero claro que no es culpa de las compañeras sino del sistema sexo género que ha permitido que los pechos de las mujeres sean receptáculo de los deseos masculinos. Y del porno. Ay, el porno. Hace exactamente cuatro semanas que no ves porno. Es una manda, un ayuno, un ejercicio de desintoxicación. Pero cuanto más pasan los días más empiezas a obsesionarte con tus búsquedas habituales: Teens, Milfs, Tríos, Amateur. Y que no lo sepa nunca tu padre: Peeging. Contraes los testículos y un poco de saliva se mezcla con la pintura de tu pancarta. Tu lucha es mi lucha, escribiste en una caligrafía verde deliberadamente desordenada. Tu lucha es mi lucha. Te suena de algo pero no puedes dar con qué. En fin, tu lucha es mi lucha hermana feministadelastetasgrandesypezonesque… Te vacías ahí mismo. Dejar un rastro de semen aguado en la pancarta te ha tomado alrededor de cincuenta y tres segundos. Ni siquiera tuviste que desabrocharte los pantalones. Una estrategia de la pubertad; de cuando debías hacer lo tuyo de prisa y en silencio para que tu hermana no te descubriera mientras terminaba de vestirse. Te abofeteas. Si tuvieras valor te arrancarías de un tajo el símbolo de tu masculinidad tóxica. Estás a punto de sucumbir a la autoconmiseración, pobre hombrecito patético, pero de pronto entiendes que se trata sólo de que estás fuera de forma. Ojalá alguna compañera lleve amigas a la fiesta después de la marcha. Si alguna dejara de ser tan remilgada y tú tuvieras algo de suerte, no estarías empalmándote con la expresión de rabia encarnada en los cuerpos desnudos del contingente. Oh, no, ahí viene otra vez, pero lo reprimes. Respiras. Te concentras. Fecundidad, repites, fecundidad. Ni vicio ni fornicio. Ciencia. Respiras. La atracción por los pechos de las mujeres no es machismo, es ciencia. A mayor tamaño de pechos y caderas, mayor fecundidad. Es un hecho científico. Poco a poco vuelves a la calma, a tu centro. Aunque te da un placer secreto saber que ondearás tu pancarta con ese toque especial. Piensas que sería un gran detalle escribir del otro lado “Machete al macho”. Y lo harás, pero primero te lavarás la cara y te rociarás loción, porque ya no alcanzas a bañarte. Te pasas la mano por la hendidura del trasero y hueles. No está tan mal. De cualquier modo sudarás durante la caminata. La elegida, si la hay, deberá saber ser comprensiva. Antes de salir de tu departamento te anudas un pañuelo verde en la cabeza a modo de bandana y metes un sobrecito de brillantina rosa en el bolsillo. Guardas un minuto de silencio por todas las mujeres que han muerto debido a los abortos clandestinos, por todas las mujeres que están en prisión por abortar, pero te retractas de inmediato porque las mujeres en prisión no están muertas. Igual se te humedecen los ojos. Eres la apoteosis de la sensibilidad y la indignación. Ufff, te cogerías a ti mismo si pudieras. De camino al punto de la concentración imaginas cómo será la joven compañera, aliada y amiga con la que buscarás regresar a casa. Es que hay tantas opciones. Ves a un buen ejemplar, pero algo en ella te dice que antes tendrías que hablarle de los peligros del amor romántico. Parece de esas. Sigues buscando. Tiemblen, machistas, América Latina será toda feminista. Te unes al coro. Gritas procurando no opacar las voces de las compañeras. Parece que aquella de la falda diminuta percibe que lo haces por respeto. Le sonríes y elevas el brazo con el puño en alto. Qué buenas piernas tiene. Sin dejar de sonreírle sopesas qué tanto funcionará lo de negarte tú porque no hay condones en tu casa. De acuerdo con tu experiencia casi siempre les gusta saber que el momento es espontáneo y de eso a la sugerencia de la pastilla del día siguiente no hay ni un milímetro de distancia. Se ve limpia y tú estás seguro de no tener nada. Saquen sus rosarios de nuestros ovarios. A unos metros ves otra pancarta donde se lee “Machete al macho”, buscas con la vista a la portadora para hacer contacto. Uy, no, es una de esas angry tomboy. Regresas a la de las piernas, pero ya no la encuentras entre esas ondeantes capas de esmeralda y jade. No importa. Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir. Yo sí te creo, yo sí te creo, repites mientras te pierdes entre los tibios cuerpos que vas rozando como sin querer mientras avanzan, juntos, codo a codo, en la marea verde.
ia stoy arto
Igual que el gatito del meme: ia stoy arto. Estoy harta de escuchar una y otra vez que escribo como hombre. Generalmente mis interlocutores —todos hombres, btw, algunos ya viejos lesbianos[*] redomados y otros en proceso de viejolesbianización— lo mencionan como un elogio a lo que consideran una escritura despojada de la “afectación femenina”. Es una especie de palmadita en la espalda con la que pretenden aceptarme o tolerar mi incursión en el mundillo pedorro de las letras nacionales. Por supuesto, una aprobación no solicitada, porque ni yo ni el resto de las morras que escribimos en este país feminicida hemos venido a pedir permiso. Ia stoy arto. Harta de tener que justificar mis temas y mi lenguaje ante los viejos lesbianos que se rasgan las vestiduras cada vez que les explico que no, que mis cuentos no son biográficos, que no, que no odio a los hombres y que qué les importa mi orientación sexual, que no me pasó nada de chiquita y que de eso se trata la ficción, de que aquello que se cuenta parezca la verdad. Ia stoy arto y por eso, cuando alguno de esos fulandrejos me lee, broncoaspira, resopla y grita “¡Auxilio, me desmayo!”, yo estoy presta, rauda y preparada para responder “Cállese, viejo lesbiano”.
Ia stoy arto. También un poco harta de mí misma, claro, pero más harta de los batos jóvenes que actúan como si no llevaran dentro a un viejo lesbiano a punto de eclosionar. Marea Verde va de eso, de los aliados-deconstruidos-machoprogresistas que me costó años reconocer y que en los ámbitos académico y literario abundan agazapados detrás de un anaquel en las librerías, atentos para prestarte su credencial en una biblioteca, fingiendo que usarán su seudoinfluencia para publicarte o para que te incluyan en el cartel de algún congreso o festival. Ay, cuántos dramas menos de no haberme liado con esa caterva de escarnio que integra mi pésima educación sentimental. De lo peorcito que me topé cuando empezaba a escribir recuerdo a un maestro de la facultad que usaba, como no, saco con parches en los codos y me invitaba a tertulias (tertulias, sí) en un café literario (café literario, sí); al editor de la revista independiente que me reescribía los textos y agregaba pasajes sexuales —unos truños horrendos, impublicables—; al instructor del taller que me pedía leer en voz alta fragmentos de malas traducciones de Henry Miller mientras se frotaba la entrepierna; y, más recientemente, a aquel repugnante tutor del Fonca. Uh, esa es buenísima, pero la guardo para cuando me inviten a una antología de cuentos para burlarnos de los acosadores del #MeToo. En fin, es obvio que no tengo calidad moral para dar consejos a nadie, pero si este cuento puede hacer reír a alguna morra, mi trabajo estará hecho: amiga, date cuenta, patéale las bolas y sal corriendo sin mirar atrás.
Elma Correa. Es narradora. Desde 2008 coordina un encuentro internacional de escritores en Baja California. Ha sido becaria del Fonca y del PecdaBC. Su trabajo está incluido en compilaciones como Sólo cuento IX, Breve colección de relato porno y Lados B. Aparece en el libro Veintitrés y Uno. Charlas con 23 escritoras. Que parezca un accidente (Nitro/Press, 2018) es su primer libro de relatos.
[*] Tengo pendiente elaborar una Taxonomía del Viejo Lesbiano, pero a efectos de lo que aquí nos ocupa entenderemos como Viejo Lesbiano a un hombre adulto, casi siempre blanco (con la puntualización de que el viejolesbianismo no distingue razas), heterosexual, privilegiado y con una posición de poder sobre la mujer con quien interactúa –aunque los hay viejos lesbianos en todas las clases y niveles–. El Viejo Lesbiano es el amo y señor del machirulismo, de la misoginia introyectada, que ve normal y natural desde el mansplaining hasta el acoso sexual, vaya, el tipo de señor que no entiende por qué las mujeres no sonreímos más. Por ejemplo, dos Viejos Lesbianos arquetípicos que huelen a pozo de brea son Mario Vargas Llosa y Arturo Pérez-Reverte.