ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

¿Cómo escribir sin pérdida de tiempo?

Ángel Ortuño

 

1.

 

“Yo nunca pienso, Boo-Boo”, responde el Oso Yogui a su fiel amiguito en el inolvidable capítulo cuando roba una motoneta que ni siquiera sabe conducir. Lo que viene a continuación podría describirse como el curso de poética más apegado a la realidad que jamás se haya puesto en dibujos animados.

No abogo, claro, por la escritura automática, sino por la sintaxis: la manía de unir puntos que sólo son visibles cuando comienzas a trazar la línea que antes no estaba ahí. Sabemos que la línea es la prolongación del punto en el espacio, su duración. Entonces estábamos mintiendo: la línea ya estaba ahí, todo era cuestión de suspenderla para ver los puntos: suspenderla, elevarla, componerla en el aire.

Piensa un momento en cualquier instructivo. Pareciera que sólo esas palabras se interpusieran entre lo que quieres hacer y la realidad. Lleva eso apenas un paso más allá: escribir es el gesto de pellizcar el aire mientras ves una de esas viejas películas en 3-D. ¿Recuerdas cuando lanzabas esas impresionantes patadas voladoras porque tenías tres años y apenas podías levantar tus pies unos escasos centímetros del piso? ¿Recuerdas lo reales que eran? Piensa unos minutos y recupéralas como la calistenia del poema.

Porque esto es un instructivo, es decir, un obstáculo, una serie de pistas —casi siempre falsas— para escribir poemas.

 

2.

 

¿Por qué, dirás, escribir un poema y no cualquier otra cosa? La respuesta es estadísticamente abrumadora: porque cualquier cosa escrita puede ser un poema. El esfuerzo viene después, cuando tratas de que sea algo más (cuento, novela…). Pero si te gusta esforzarte, tal vez debas reconsiderar tu vocación poética. Por acá solemos andar quienes disfrutamos lo repentino, el accidente, lo que pescas al vuelo cuando volteas y eso no estaba ahí hace un momento. ¿No me crees? Bueno, veamos: toma cualquier texto que tengas a la mano, cualquier letrero que estés viendo (menos, claro, este escrito). Ahora, pártelo en trocitos irregulares y amontónalos sobre una hoja en blanco. ¿Es eso un poema? Todavía no, pero así comienza todo: no con una gran explosión, sino con un poquito de risueño estupor.

¿Ya está en trocitos? Bueno, ahora: mídelo. ¿Cómo se hace eso? Leyéndolo en voz alta como si apenas estuvieras aprendiendo a leer (escribir poesía, se sabe, consiste sobre todo en volver al momento en que leer era un gesto asombroso y no una habilidad decodificadora). ¿Cómo suena? ¿Puedes cantarlo? Se vale reacomodar las piezas para que suene de otras formas. De hecho, si lo haces mucho y muy a menudo tendrás pronto lo que se conoce como una “trayectoria” en la escritura de poesía.

Ahora lo siguiente: declara que todo lo que está ahí es a propósito y dáselo a leer a otras personas. Si crees que a tu poema le falta sentido, no te preocupes: la gente es tan buena que de inmediato te empezará a dar sentido a cucharadas, hasta que sientas que el pobre poema ya no puede más y crecerá chapeteado y hermoso, feliz y sonriente.

 

3.

 

Dejamos para el final siempre lo más desagradable. ¿Cómo saber que mi poema es bueno? Comencemos por aligerar la tensión: esa pregunta no existe mientras lo escribes. Si está ahí, deshazte de ella. Y si no puedes, ponte a hacer otra cosa hasta que se te olvide. ¿Ya se te olvidó? Bien. Vuelve a unir puntos hasta que te detenga otra pregunta: ¿ya terminé el poema o podría seguir y seguir y seguir? La respuesta siempre es que podrías continuar. Así que saber cuándo lo terminaste es muy difícil. Lo mejor es apelar a nuestro vicio central: la pereza. Así es: el poema se termina cuando ya te cansaste de escribirlo. Los poemas son como cuando tiras un líquido sobre una superficie: se extienden hasta alcanzar un determinado e imprevisible contorno que dependerá de tantos factores y tal cantidad endiablada de combinaciones que todos preferimos aceptar la mancha (si acaso gritar ¡ay!). El trabajo comienza cuando te detienes a ver la mancha y tratas de asimilarla a figuras conocidas (justo como el juego de tirarse en el pasto panza arriba y ver las nubes). Si no tienes figuritas conocidas, no te apures, las personas y su generosidad estarán ahí para decirte lo que es (o no es) y eso puedes tomarlo para seguir jugando. El problema no será cuándo empezar a escribir sino cómo detenerte. La sintaxis es vértigo, el sentido es el viento que chifla en tus oídos por la velocidad a la que escribes. Sobre todo si vas como un oso en una motoneta que no sabe conducir pero que hace todo lo que hace porque nadie, ni él mismo, ha dicho alguna vez que eso —justo eso— no puede jamás hacerse.

A escribir, pues.

 

Ángel Ortuño (Guadalajara, 1969). Licenciado en Letras por la Universidad de Guadalajara. Entre los libros que ha publicado se encuentran Las bodas químicas (Secretaría de Cultura de Jalisco, 1994), Turbo Girl. Historias de la mamá del diablo (Ediciones Aguadulce, 2015) y Gas lacrimógeno y otras cosas que no son poemas (Universidad de Guanajuato, 2018). Sus textos se pueden encontrar en antologías colectivas y han sido traducidos al francés y al alemán.