ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Algo que brilla en el fondo

Daniel De Leo

 

Eran las dos de la tarde, ni las moscas merodeaban. Primero intentamos por el portón. Rompimos el candado, pero fue inútil: las hojas metálicas parecían trabadas desde adentro. La puerta lateral tenía varias cerraduras; tampoco nos resultaría fácil meternos por ahí. Decidimos forzar una de las ventanas. Lito lanzó patadas contra la chapa que cegaba la abertura, hasta aflojarla. Hizo presión con las manos, hundiéndola cuidadosamente para no lastimarse. Pasó una pierna, pasó la otra, después se lo tragó el hueco. Entré yo también.

Hacía cuatro años que habían cerrado la metalúrgica, pero todo seguía en su sitio: las máquinas, los matafuegos en las columnas, los carteles señalizando cada sector. La luz entraba por un agujero en el techo, haciendo resplandecer el piso inundado. Los primeros peldaños de una escalera se perdían en ese charco verdoso y también las patas de una prensa. Nos movíamos pegados a la pared, por un pasillo donde el agua no llegaba. Mechones de pasto habían crecido entre las baldosas. Lito iba adelante, husmeando la penumbra.

—Qué silencio —dijo y su voz fue rebotando en las paredes—. No hay un alma.

—Nosotros estamos —susurré.

—Sí, nosotros y las ratas —Lito señaló algo que se escabullía por un tirante.

En los rincones se insinuaba la oscuridad, y entre las sombras desenmascaré el pasado: vi a los compañeros con cascos y antiparras; las carretillas yendo y viniendo; las soldadoras irritándose en chispazos. Oí el traqueteo de los motores. 

—¿Te acordás?  —dijo Lito sin detenerse—. ¿Te acordás de cuando el Rubio se cortó los dedos?

—Sí, me acuerdo.

—Al otro día el patrón mandó poner un cartel en cada máquina. ¿Te acordás?

No le contesté. Tropecé con una pala; pensé en llevármela, pero al final la dejé apoyada contra una columna. Lito siguió contando:

—“Cuide sus manos: las necesita para trabajar”, decía el cartel. Qué hijo de puta el jefe, ¿no? Como si uno se lastimara a propósito. Pobre el Rubio, cuando la metalúrgica cerró, no consiguió más trabajo.

—Nosotros tampoco —dije.

—Algunas changas hacemos, Mauro —se dio vuelta, dos arrugas verticales le marcaban el entrecejo—. Pero él, con una mano inútil...  Y claro, le agarró el bajón y se pegó un tiro.

—Terminala —chillé—. ¿Para qué recordar? Empezá a cargar lo que sirva, dale.

—¿Qué pasa, Mauro, estás nervioso?

—Da la casualidad de que estoy robando, viste.

—Como están las cosas, si no sacamos de donde sea nos van a comer los piojos.

—Pasame la arpillera, ¿querés?

Me entregó la bolsa y metí un par de pinzas que yacían cubiertas de polvo sobre una guillotina mecánica.

—Si pudiéramos llevarnos esta guillotina —suspiró Lito—. ¿Funcionará?

—No creo —dije, agachándome para examinar mejor la máquina—. Está muy oxidada.

—¿Por qué no vamos arriba, a las oficinas?

Alcé la cabeza. Los tajos verticales se le habían borrado del entrecejo, pero ahora los sentía marcados en mi frente.

—¿A qué?

—Quién te dice, capaz que nos topamos con un botín.

—Fijate la escalera —hice un gesto negativo—. Nos vamos a mojar.

—Parece que todavía no entendiste que esto es un laburo.

—Está bien, está bien —dije sin ganas de discutir.

Nuestros pies chapoteaban rumbo a la escalera de metal. Lito me sacó ventaja y alcanzó el entrepiso. Sus pasos resonaron en los recovecos de la fábrica. Comencé a subir. Una paloma se lanzó desde un tirante, sobrevoló mi cabeza y escapó por el hueco del tinglado. El cielo permanecía límpido, azul. Ya en la cima, miré hacia abajo: mis huellas todavía temblaban en el agua. El charco era ahora de un púrpura brillante; seguramente mi perspectiva le daba ese matiz particular. Unas burbujas brotaron, esporádicas. Se me ocurrió que el lugar no había muerto del todo, que el murmullo de esas burbujas era una de las señales de su agonía.

—Qué macana —dijo Lito—. No trajimos linterna.

Me di vuelta y lo vi plantado en el umbral de la Administración.

—Tenemos los fósforos —dije, acercándome.

Le di a Lito la arpillera y entré en la Administración empuñando la cajita. Hundido en la oscuridad, saqué un fósforo. Oí los pasos de Lito detrás de mí. Al reventar el chispazo, pude ver las paredes grises y desnudas. El círculo de luz se redujo, palpitante.

—¿Y el tesoro, Lito? Está todo pelado, esto.

—¡Hay un escritorio ahí! —su voz retumbó excitada, un niño explorador en medio de la noche—. Revisemos los cajones, Mauro.

Sentí un ruido, una vibración tenue de pasos que venían de afuera, de la escalera.

—¿Oíste? ―dije.

—¿Qué cosa, che?

Mis ojos buscaron la puerta. Descubrí una figura contra la luminosidad del umbral. Lito también pareció notarla, porque lo sentí retroceder y tropezar con el escritorio. La llama me alcanzó los dedos. Solté el fósforo y me quedé duro, guarecido en la oscuridad.

—Qué buscan —dijo una voz hostil pero no del todo desconocida.

Encendí otro fósforo. Con la mano extendida, el pulso inquieto, di unos pasos hacia la entrada.

—¿Sos vos? —dije—. ¿Sos vos, Molina?

Lito se me adelantó, también a él aquella voz le había sonado familiar. 

—¡El susto que me pegaste, carajo! —soltó al reconocerlo.

Molina había sido el sereno de la metalúrgica. En aquel entonces ya era viejo. Ahora rondaría los setenta y cinco años. No sé por qué lo daba por muerto. Alguien me había contado que el tipo estaba de últimas, internado en un hospital de Flores.

Dio unos pasos hacia atrás y nosotros salimos al rellano. Había cambiado bastante Molina: una barba gris le abultaba la cara y algo relucía en sus ojos negros, una luz agria, acuosa. Noté el racimo de llaves que le colgaba del pantalón; sin duda tenía acceso a la fábrica por la puerta lateral.

—Qué buscan —insistió pero sin autoridad, con esa voz de viejo deseoso de que lo dejen solo.

—Vos te imaginarás... —contestó Lito, guiñándole un ojo.

Molina nos encaraba como perro que defiende su territorio.

—No, no sé ni lo imagino.

Hubo un silencio. Lito me miró, después lo miró al viejo sondeándolo hasta lo más profundo.

—Pero qué tenemos que andar dándote explicaciones, decinos qué hacés vos acá.

—A veces vuelvo —el viejo se aferró a la herrumbrada baranda del pasillo, la mirada fija en el agua.

—No me digas que extrañás.

—No, no es eso —dijo Molina—. Es que necesito esclarecer algo.

 El viejo andaba siempre con ideas estrafalarias, recitaba versos. Decía que las noches lo ayudaban a pensar. Más de una vez me descubrí hablando con él de libros, en una especie de insólita complicidad.

Lito soltó la arpillera con las herramientas, que se estremecieron al golpear el suelo de chapa. Sacó un pucho y me hizo un ademán para que le diera fuego. Le pasé los fósforos. Prendió el cigarrillo, después se dirigió a Molina:

 —Vos sí que sos un tipo raro, eh. Venir acá para resolver algo.

Molina ni siquiera levantaba la mirada.

—Estuve muy jodido de salud, y un par de meses atrás vine acá para morir.

—Pero se te ve entero, che —dijo Lito, contemplando el humo azul que se elevaba perezosamente.

—El dolor me comía las tripas, yo me retorcía en los rincones. Cuando no aguanté más, me fui tambaleando hasta el centro de ese pozo de agua y busqué la luz —Molina giró la cabeza hacia nosotros, la boca entreabierta, vacilante—. Llega un momento en que uno se ve forzado a creer. Yo atravesé ese momento. Y en mi desesperación, en mi delirio, miré al cielo y pedí por la vida. Acá estoy ahora, sin dolor. Recuperado.

—¿Vos qué pensás, Mauro? —me dijo Lito.

—Un milagro —murmuré, observando las partículas de polvo que se agitaban en los rayos del sol.

—No —corrigió Molina—. Estoy seguro de que no fue eso. Acá se dio otra cosa: yo sentí trepar por mis piernas un calor, una fuerza que vino de abajo. El agua empezó a temblar, a cambiar de tonos. Y mi deseo se cumplió.

Nuestra mirada se desvió hacia las profundidades de ese espejo violáceo. Algo brillaba en el fondo y no era por la luz del sol.

—Sigamos con lo planeado, Mauro —Lito levantó la arpillera—. Este viejo está loco.

Yo no me atrevía a defender a Molina, aunque de algún modo me sentía unido a él, a su necesidad de entender, de esclarecer el fenómeno.

—Pero ahora está sano —pensé en voz alta.

—A veces —explicó Lito sacándome de mis reflexiones—, a veces pasa que cuando uno deja el tratamiento, empieza a repuntar.

—¿Y lo del agua? —pregunté, al tiempo que racimos de burbujas brotaban de las entrañas de aquel charco.

Una luz rojiza latía en el fondo y reverberaba en las ondulaciones de la superficie. Lito puso cara de fastidio, como incapaz de aventurar un razonamiento. Tiró el cigarrillo al agua en un acto de provocación. Mis ojos recorrieron el lugar, y una idea se me presentó de golpe.

—El agujero en el tinglado —afirmé—. Tuvo que entrar por ahí.

—¿Qué decís? —dijo Lito.

—Miren el piso hundido, miren el agua estancada. Como si algo hubiese caído del cielo.

—¡Exacto! —dijo Molina—. Esa cosa, esa luz en el fondo no es de acá.

Lito arrugó la frente, parecía no haber entendido.

—¿Qué es lo que hay allá abajo, viejo?

—No estoy seguro. Pero mi deseo se cumplió.

—Volvé a bajar, Molina —dijo Lito, y fue casi una orden—. Probá, pedí otra cosa. A ver qué pasa.

—Ya lo hice. Una semana después que me curé, volví a pedir un segundo deseo —Molina se miró las manos vacías—. Pero no resultó. Será que ya no funciona conmigo.

—¿Vos te animás, Lito? —dije.

Me espió medio perplejo, con odio quizá, como si lo hubiese traicionado.

 —Ni mamado le sigo el juego a este viejo. Me extraña de vos, Mauro, me extraña que te enganches con su delirio.

—Pero es posible... —dije y me detuve, incapaz de sostener las suposiciones.

—No, no me lo creo. Además, ¿por qué tengo que bajar yo, eh?

—Es que yo no me animo —confesé. 

—Qué bárbaro —dijo Lito con sorna—. Nunca pensé que fueses tan supersticioso, tan cagón. Mirá, hagamos una cosa. Voy a bajar, pero lo hago para demostrarte que el mundo es más pobre de lo que vos creés.

Lito volvió a soltar la arpillera. El agua había cobrado ahora un hermoso color esmeralda. A mitad de la escalera, se detuvo. Lo noté vacilar, acaso estaba pensando en serio la cosa, planteándose la posibilidad de que hubiese algo mágico en el fondo. Pisó el agua, que apenas le cubría las zapatillas. Arrastró los pies en dirección al centro, tanteando el suelo, hundiéndose centímetro a centímetro. Volvió a detenerse y nos miró. Su cara revelaba inquietud, como si hubiera empezado a creer. Se quedó estudiándonos, midiéndonos con la mirada, temeroso tal vez de que todo fuera una broma. Siguió hasta quedar justo en el centro, bajo el cono de sol. El agua le llegaba a las rodillas.

—¿Está bien acá? —dijo.

—Ahí fue exactamente donde me planté la primera vez —le respondió Molina.

—¿Y qué tengo que pedir, che?

—Es tu deseo —explicó el viejo—. Vos sabrás lo que andás necesitando. Lo único que puedo decirte es que seas prudente.

—¿Qué significa eso? Si voy a pedir, que sea a lo grande, ¿no?

El viejo se encogió de hombros. Lito crispó los puños y formuló su deseo. Lo hizo en voz tan baja que no alcancé a oírlo. Después esperó, esperó con los ojos cerrados y las palmas hacia arriba, como si fuese a recibir algo del cielo. Pero nada ocurrió en los minutos siguientes. Lito igual seguía esperando, y también nosotros. El silencio llenaba todos los rincones.

—Lamento desilusionarlos, muchachos —dijo, al fin—. Les juro que yo también hubiera querido que esto funcionara.

A punto de moverse, un murmullo líquido vibró bajo sus pies.

—¡Esperá! —dijo el viejo—. Las burbujas pueden ser un presagio.

—Se acabó, Molina. Ya no voy a esperar más.

Y fue como si hubieran sido necesarias esas palabras para que un algo incipiente se manifestase. Un polvo luminoso comenzó a entrar por el hueco del tinglado, a caer en espiral, enredado en una ventisca. Por un momento creí que cristalizaría, que se transformaría en una cosa más concreta. Pero enseguida entendí que el deseo ya se había cumplido. El oro bajaba en una danza abundante, brillando en cada partícula, regando el agua. Era una ceremonia, un ritual misterioso al que asistíamos con temor. Los tres permanecíamos en silencio, sólo se oía el repiqueteo en el tinglado, el susurro del viento, el gorgoteo de la arenilla en la superficie del charco. Cúmulos dorados se formaban sobre las palmas, la cabeza, los hombros de Lito. Fui capaz de presentir, más allá de todo análisis, la complejidad del universo.

La lluvia parpadeó en su final; dos o tres hilos brillantes seguían resbalando por los bordes del agujero, restos que se habían acumulado sobre las chapas.

—¡Pasame la arpillera! —dijo Lito, estudiando el oro que se le escurría entre los dedos.

Empuñé la bolsa y aventuré unos pasos hacia la escalera, cuando oí un crujido. Fue un segundo: vi a Lito alzar la mirada y después protegerse con un brazo; vi la chapa caer como de un trampolín, dando una vuelta en el aire, en medio de una nube de polvo. La hoja golpeó a Lito en la nuca y lo dejó flotando boca abajo.

Bajé a las corridas, lo tomé de un brazo y lo arrastré hasta un rincón donde el agua era apenas una capa turbia de dos o tres centímetros. Lo senté contra la pared.

—Lito —dije sacudiéndole la mandíbula, cacheteándolo—, despertate.

Apareció Molina, se agachó y sus dedos tocaron el cuello de Lito.

—Está muerto.

—¿Cómo que está muerto?

Molina se limitó a menear la cabeza, rascándose una mejilla.

Una opresión se me condensaba en la nuca, me latía en las sienes. Examiné los ojos de Lito. Turbios. Ojos de ciénaga. Sentí vértigo en mi desesperación.

—Qué hacemos ahora —dijo el viejo.

—Fue un accidente —me levanté—. La policía va a entender.

—¿La policía? ¿Qué pensás decirle a la policía?

—La verdad.

Molina permaneció en silencio, reflexionando. Miró alrededor como si buscara una solución escondida.

—No —dijo—. No podemos permitir que sepan. Pensá en la catástrofe si llegaran a saber.

—¿Qué catástrofe? Si lo decís por lo de Lito, tarde o temprano van a enterarse.

—Me refiero a los deseos, a esa fuente que los hace realidad. Los tiranos, los codiciosos, los grupos de poder. Hay que impedir que esa gente llegue, que lo arruinen todo. Y cuando digo todo estoy hablando del mundo.

—Acá el único problema es el de mi amigo muerto, y no hay solución —noté que las burbujas en el centro volvieron a surgir—. O sí. ¡Puedo resucitarlo!

—No seas estúpido, no malgastes tu deseo para revivir a un muerto. Pensá en el futuro, en el desastre que nos espera si llegaran a saber —me apretó el brazo—. Pedí que la magia se anule para siempre, que la fuente no funcione más.

—Es mi deseo y voy a usarlo como se me antoje —quité su mano de mi brazo, desvié la vista hacia los reflejos en la superficie del agua y me detuve a pensar—. Estoy cansado, Molina, estoy podrido de todo. Quiero un mundo distinto.

—No lo hagas —dijo, como si me hubiera leído el pensamiento—. El caos es el estado natural del mundo, es un error tratar de arreglarlo.

—Pero yo...

—Hay que anular los poderes, impedir que este lugar sea descubierto.

Pensé en voz alta, los ojos llorosos:

—Nunca debimos haber entrado en esta maldita fábrica.

—Hacé lo que te digo, mañana será demasiado tarde. Yo te acompaño, y prometo que después vamos a la policía.

Vacilé, mis ojos buscaron la salida. Pero después caminé hacia el centro, hacia la fuente. Molina me seguía. A medida que yo avanzaba, el agua se tornaba más y más cálida.

Tensos remolinos me abrazaban los tobillos. Me pesaban las piernas. Los rayos del sol alcanzaban ahora rincones que antes habían permanecido en la penumbra. La fábrica parecía más grande, menos siniestra. Ya estaba cerca del sitio donde Lito se había plantado. Bajo mis pies, como una esperanza, latía una luz anaranjada y difusa. Molina se detuvo unos pasos detrás de mí.

—Hasta ahí está bien —dijo.

—Quiero —empecé a decir, la voz palpitante—, quiero que ya nadie más pueda acceder a esta fuente de prodigios.

Molina quedó pensativo, como si le costara asimilar cada palabra. Se apartaba lentamente, noté el temor en sus ojos. Buscaba salir del agua, pero algo lo detuvo. Sin que nos diéramos cuenta, había surgido una pompa inmensa que nos envolvía.

—¿Qué es esto? —dijo Molina, tanteando la pared de la semiesfera transparente.

Comprendí enseguida. El deseo, el deseo nos había encerrado. Ya nadie más podía acceder a la fuente. Ni salir de ella. Entonces pedí que se anulara la protección, que desapareciera. Pero nada de eso se hizo realidad.

Al igual que Molina, recorrí con los dedos la concavidad brillante y perfecta. En vano busqué una falla, una grieta, una salida.

Allá afuera, contra la pared, Lito nos miraba con sus ojos de ciénaga y en su cara entreví una mueca que era casi de burla.

—¡Estúpido! —me gritó Molina—. ¡Estúpido!

Nuestro infierno recién empezaba.

 

Tebori

 

El tatuaje es para siempre. Pero, ¿qué tan perdurable puede ser algo grabado en la fragilidad del cuerpo? Es para siempre mientras estemos vivos. Y así, según dure nuestra vida, nadie nos quitará aquello que el tatuaje encierra, dice o pretende decir. Lo que mi amigo Lalo no sabía —quién iba a sospecharlo— es que el tatuaje puede alterar su sentido, invertir el significado, aunque su forma permanezca inalterable.

“El nombre de una mujer me delata”, reza el penúltimo verso de un poema de Borges, y concluye: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”. También a mi amigo lo delataba el nombre de una mujer, un nombre que llevaba marcado en el pecho y que, como una maldición, le dolía en el cuerpo y en el alma. Él quería olvidar lo que se había propuesto no olvidar jamás, pero esas letras en su piel no hacían más que remitirlo a una zona de su memoria, donde una verdad hiriente seguía latiendo entre los escombros.

Averiguó que el tatuaje podía quitarse mediante una técnica moderna, la de aplicaciones de láser. No obstante debía someterse a muchas sesiones y de todos modos le quedarían rastros. Eso lo desanimó a tal punto que había decidido desfigurar el tatuaje con un hierro candente. Le hablé entonces de un anciano, un japonés que podría sepultar el nombre infame bajo un tatuaje nuevo. Yo había visto trabajos de este hombre: perseguía una delicada perfección. “Eso, eso es lo que quiero”, me dijo Lalo con la cara iluminada.

Hashimoto era dueño de una tintorería en el barrio de Flores. En realidad el negocio estaba a cargo de la mujer —también oriental—, y él ejercía su arte en la trastienda. Cuando no estaba tatuando, colaboraba con ella.

Entramos en la tintorería. El anciano descolgaba de las perchas unos vestidos que había pasado a buscar una señora. En tanto, su mujer le extendía la cuenta a un muchacho al otro extremo del mostrador. No bien los dos clientes se retiraron, le comenté a Hashimoto que mi amigo buscaba hacerse un tatuaje.

—¿Con qué propósito? —preguntó, mirándonos por encima de sus lentes de carey.

Nos desconcertó la pregunta, pero Lalo supo reaccionar.

—Tengo que tapar… esto —dijo y se desabrochó un par de botones de la camisa.

La japonesa permanecía cerca de nosotros, aunque desligada de la conversación. Hacía cuarenta años que el matrimonio vivía en Buenos Aires. A diferencia de Hashimoto, acriollado y conversador, ella era un tanto cerrada. El anciano levantó la puertita trampa del mostrador y nos hizo pasar. Vestía una casaca, un pantalón holgado y sandalias. En el cuello, unos centímetros por debajo del lóbulo de la oreja, le noté un tatuaje borroso, opacado por el tiempo.

La trastienda era un recinto espacioso donde se respiraba un aroma a té perfumado. Dos faroles de papel esparcían una luz abundante y cremosa.

—¿Puede tatuarme algo encima? —preguntó Lalo.

Hashimoto fue hacia una gaveta, abrió uno de los cajones. Volvió con una lupa y le examinó la piel.

—No sé —dijo—, no es fácil. Las letras son muy grandes, groseras. Aparte me tiemblan las manos, aunque casi no se me nota. Este oficio requiere mucha precisión.

—Igual sigue trabajando —indiqué yo.

—Es cierto, sigo trabajando. Claro que ya no hago muchos tatuajes, uno cada tanto. A mi edad y en estas condiciones, tardo más que antes. Hay diseños que me llevan dos o tres meses.

—No importa lo que tarde —dijo Lalo—. A menos que no me quiera atender.

Hashimoto se quitó los anteojos, se frotó un párpado y volvió a ponérselos.

— Es un trabajo difícil, pero lo voy a hacer —miró a Lalo y luego se dirigió a mí—. Por usted, porque lo aprecio a usted. Es un cliente de años, siempre nos ha traído sus trajes.

—¿Sólo por eso? —Lalo arrugó la frente—. ¡Me traicionó una mujer!

—No es el primero —dijo el anciano—. Pero digamos que no lo haré sólo porque aprecio a su amigo. Digamos que el suyo es un motivo… razonable. Si a cada muchacho arrepentido debo taparle un tatuaje para grabarle otro, otro del que probablemente también se arrepentirá, no tendría ni tiempo de ir al baño. No es el caso de usted, por supuesto, que es un hombre grande y sabe lo que quiere.

Por los rincones se consumían unas velas enanas encerradas en vasos hexagonales. Supuse que de ahí provenía el perfume. Una mesa ratona se destacaba en el centro del taller. El anciano se perdió detrás de un biombo que al parecer cubría el acceso a otra habitación. Volvió con una caja de madera. Se había puesto guantes de látex.

—Muchos no pasan del mostrador —siguió diciendo, y apoyó la caja sobre la mesita—. Es que no puedo entregarme a esos muchachos que vienen sintiéndose incompletos. Con un tatuaje no se hace uno. Inútil hacérselos entender —hizo una pausa, miró a Lalo a los ojos—. ¿Qué le gustaría tatuarse?

—Cualquier cosa que disimule este nombre.

No disponía Hashimoto de catálogos, era cuestión de entregarse y confiar. El anciano empezó a describir una figura posible —un pez en medio de flores, o algo por el estilo—, cuando Lalo lo interrumpió:

—Un dragón. ¿Qué tal un dragón?

—Un dragón —repitió Hashimoto con cierto aplomo, desencantado por esa decisión poco premeditada, como si estuviera frente a un chico—. Es lo que más me piden. Igual no se preocupe, nunca hago el mismo dibujo. Cada dragón es distinto.

Lalo se acostó en una colchoneta extendida sobre la alfombra. Con una gasa empapada en alcohol, Hashimoto limpió la zona por tatuar. Su fibra indeleble trazó en la piel un bosquejo del dragón. Pasamos la media hora siguiente hablando de los realities de tatuajes, del bastardeo del oficio.

Ahora Hashimoto empuñaba un bastoncillo de bambú cuyos cuarenta centímetros terminaban en una aguja. Mojó la punta en uno de los frascos de tinta y volvió a inclinarse por encima de Lalo. Yo me había sentado en un rincón, un puf con forma de cubo.

El anciano dijo:

—No sé si le advertí que este método puede llegar a doler bastante.

—Empiece cuando quiera —respondió Lalo—, más duelen otras cosas.

Hashimoto perforaba suavemente la piel, empujando a mano alzada la lanceta de bambú, mientras que con la otra mano mantenía la zona firme y estirada. No había dudas: era un maestro en su arte. Según la explicación, no carente de modestia, el Tebori —tal como lo llamó el anciano— es una técnica milenaria que pocos practican.

—Nunca acaba por aprenderse —dijo, admirado.

Por más delicado que fuese el anciano, podía oírse el crujido de las agujas sobre el pecho de mi amigo. Lalo aseguró que el dolor no era más intenso que cuando se hizo tatuar el nombre amado y odiado que él ya no pronunciaba, pero su crispada expresión lo contradecía. Aquel nombre grabado con pretensiones de posteridad se rehusaba a ser desterrado, como si a través del sufrimiento destilara su venganza.

No sólo la eficiencia de Hashimoto, sino también una reminiscencia de la mística de Oriente quedarían plasmadas como una síntesis en la piel de Lalo. La inspiración parecía llegarle al maestro de territorios invisibles, donde intervendrían el equilibrio y la serenidad, si es que no le era instilada directamente de los dioses.

Cada diez o quince minutos, dejaba a un lado sus elementos para masajearse las falanges.

Al cabo de una hora, apoyó el bastoncillo sobre la mesa y protegió con un apósito el racimo de escamas que devoraba parcialmente el tatuaje anterior.

―Por hoy es suficiente ―dijo, y se quitó los guantes.

 

 

Una tarde, salí temprano de la oficina y pasé por la casa de Lalo. Me lo crucé cuando se iba a lo del japonés. Sólo le faltaba someterse a una sesión, los retoques definitivos.

—Vamos, acompañame —dijo.

Lalo se acostó con el torso desnudo en la colchoneta. Vi el dragón, estaba casi terminado. Apenas se adivinaban un par de letras bajo la nueva figura. Me aflojé la corbata y me senté en el mismo rincón que la primera vez. Qué sosiego me daba ese refugio, modesto oasis del Japón enclavado en Buenos Aires, sentí que ahí adentro el tiempo nos pertenecía.

Como siempre, las agujas del anciano trabajaban con paciente destreza. En un momento dado me levanté para mirar. Era notable la voluptuosidad y el color que había adquirido el dibujo. La piel enrojecida en los contornos lo hacía resaltar igual que un tallado. De pronto mi amigo soltó un rugido exánime: el maestro lo había punzado más de la cuenta.

―Le ruego me perdone. Mis manos…

―No es nada ―aclaró Lalo.

―Más duelen otras cosas ―dije, burlón, recordando la sentencia de mi amigo.

Hashimoto alzó la mirada fijándola en uno de los afiches de la pared. Como hablándose a sí mismo, murmuró:

―Más duelen el desamor y la soledad no merecida, no buscada.

—Usted sí que me entiende ―dijo Lalo.

Los ojos del anciano se habían humedecido detrás de los lentes, o eso me pareció. Se me ocurrió preguntarle cuándo había decidido dedicarse al arte del tatuaje.

—¿Ven esta marca, aquí? ―dijo, y con el índice señaló el garabato en su cuello, un ideograma difuso―. Mi padre me la hizo. Fue un castigo, por robar frutas en el mercado.

―Por una travesura ―dijo Lalo, incorporado sobre sus codos.

―Sí, una travesura que me quedó grabada para siempre. No sólo en la piel, no sólo en la superficie me quedó grabada.

—¿Por qué se lo dejó? —quise saber―. Podía haberlo tapado, ¿no?

—Decidí aceptar el estigma. Hacerme cargo, como dicen los jóvenes. Incluso había pensado tatuarme todo el cuerpo. Para enfurecer a mi padre nomás, como un acto de rebeldía. Menos mal que me arrepentí. Me di cuenta de que el cuerpo era mi templo y que debía respetarlo. Lo curioso es que me atrajo este oficio. Me tomé un tiempo para aprenderlo y cuando creí dominarlo me fui de casa ―Hashimoto mostró una sonrisa de amarga dureza―. Perdonen que les haya venido con esta historia, a cierta edad uno tiende a la confesión.

―No hay nada que perdonar ―dije, con la ilusión de seguir escuchándolo. Pero el anciano volvió a encorvarse y a arremeter sobre la carne con su diminuta lanza cargada de tinta.

Al rato se enderezó y dijo que había terminado. Lo dijo como si no hubiera quedado del todo convencido con la obra, una obra sublime por donde la mirase. Cubrió el tatuaje, guardó sus cosas en la caja. Tomándolo del brazo, una rama nudosa bajo la tela, lo ayudé a levantarse.

―Gracias ―murmuró.

―A usted, maestro ―dijo Lalo, satisfecho, como si acabara de purificarse.

Le pagó y salimos.

Según nos había explicado el anciano, el dragón simboliza poder, fuerza y protección. Y así lo creía Lalo en un principio. Pero al despertarse una mañana después de un sueño que no quiso o no se atrevió a revelarme, se convenció de que su significado era otro. Me aseguraba que los atributos del dragón se habían vuelto en su contra.

El japonés había sepultado aquel tatuaje inicial, pero no había logrado borrarlo de la mente de mi amigo. Y menos de su corazón, donde el nombre que ya no quería nombrar permanecía encendido, ahora con un sentido más atroz. El dragón —o cualquier otra criatura que Lalo o el anciano hubieran elegido— no era otra cosa que la representación auténtica de esa mujer que le había jugado sucio. En cada escama del fabuloso reptil, Lalo la veía a ella. La veía en cada una de sus garras. Y no sólo la veía, sino que hasta podía sentirla escarbándole la carne desde adentro.

Una llama ardiendo para siempre en el pecho de mi amigo, transmutada en la textura de la piel. La nueva geografía del dolor.

 

Algo sobre mi relación con la escritura

Buenos Aires. Argentina

 

En alguna parte leí que un escritor es aquel que tiene mucho para decir. Me quedé preocupado. Escribo menos de lo que quisiera y me cuesta llenar cada página. Con el tiempo me di cuenta de que esa cita es falaz y que sólo justifica la verborragia. El que tiene mucho para decir, que lo diga, que se plante en medio de una plaza, con un altoparlante, y suelte sus verdades. En cuanto a mí, me considero escritor aun cuando no escribo. Me mantengo con los sentidos alerta. Siempre. No al acecho, más bien atento, ya que cualquier cosa ―una conversación, un rengo que cruza la calle, una nota periodística― puede resultarme provechosa en términos literarios. A veces pasan semanas sin que escriba una línea. No importa: sé que en algún momento pasaré a la pantalla esa idea que he estado rumiando durante días.

Soy de esos tipos que echan raíces en un lugar y se quedan ahí, como un anzuelo clavado en el tiempo. Vivo en el mismo barrio en que nací, en la provincia de Buenos Aires. Desde hace veinticinco años me dedico a la fabricación de calcomanías y carteles. No reniego de mi trabajo. Después de todo, el comerciante le da de comer al escritor. Hay un goce en la escritura, pero es un goce escurridizo que, al menos en mi caso, se da en ciertas etapas de la corrección. Escribir, lo tengo bien asumido, es construir castillos de arena. Toda obra literaria es deleznable, decía Borges, pero su ejecución no lo es.

Descubrí mi vocación literaria en 1994. En aquel entonces, estudiaba Ingeniería en Sistemas. Antes de mis veinte años, la literatura no existía para mí, no me interesaba. Literatura, botánica, artes marciales. ¿A quién le interesan esas cosas? Hasta que un día, en la facultad, nos dieron para leer —no me acuerdo con qué fin— “Ajedrez”, de Borges. Se libra una batalla en el tablero, pero en un nivel superior también se está librando otra, donde la pieza es el jugador, prisionero de las noches y los días. Y ahí no termina la cosa, porque Borges la extiende hasta lo infinito: Dios mueve al jugador, pero “¿qué dios detrás de Dios la trama empieza, de polvo y tiempo y sueño y agonía?”. Una vez que entré en uno de los juegos de este autor, en uno de sus laberintos, nunca más pude salir.

Hace unos años, después de publicar mi segundo libro de cuentos, sufrí una especie de atasco creativo. La imaginación se me apagó como una vela. Quería escribir, pero no sabía qué, ni cómo. Me faltaba la chispa. Poco a poco fui sacando agua de las piedras, volví a usar una libreta para anotar algunas líneas, sin ambiciones: anécdotas, sueños, cositas, sobre todo recuerdos. Un escritor necesita de lo cotidiano, de lo eventual, de los problemas y placeres de cada día para conseguir estímulos que le permitan fantasear y crear; aparte de leer muchísimo, desde luego. Alguien dijo que la infancia es un país al que jamás se vuelve, un país extranjero. No comparto esa idea. Remontarme a los años de la niñez, recuperar ciertas aventuras a través de los recuerdos, también me permitió atravesar o sobrellevar esa etapa de bloqueo literario que duró un par de años largos. Los agujeros negros de la memoria fueron rellenados por la imaginación. En rigor, los recuerdos ya vienen con una cuota de ficción, distorsionados por el tiempo y los caprichos de nuestra mente. ¿Dónde termina la ficción y empieza lo verdadero? No lo sé. Tampoco importa demasiado. Lo que sí puedo asegurar es que, cuando escribo, mis amigos me aplauden las mentiras.

 

Daniel De Leo (Buenos Aires, Argentina, 1973). Es autor de los libros de cuentos Después de la tormenta (2010, Editorial Victoria Ocampo) y Barro nocturno (2013, Editorial Santiago Arcos). Entre otros premios y estímulos, en 2003, obtuvo el primer lugar en el Concurso Internacional de Cuento Breve “Casa Tomada”, auspiciado por la UNEAC; en 2008, el premio “Jiménez Campaña” del Concurso Internacional Artífice, de relato corto (Ayuntamiento de Loja, Granada. España); y en 2011, el Estímulo a la Industria Editorial, FNA, género cuento.