ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Escribir la escritura

Claudia L. Gutiérrez Piña

 

Una prosa como la línea del dibujo que avanza sobre la página se enrolla en una espiral, se desenvuelve, camina sinuosa y, como si reflexionase, se detiene Escritura que se dibuja.

octavio paz

 

En 1971, el escritor mexicano Salvador Elizondo (1932-2006) compuso el texto titulado “El grafógrafo”, hoy considerado una de las piezas clave de su obra literaria y también de la literatura mexicana del siglo XX.[1] “El grafógrafo” es un texto pequeño si atendemos a su extensión, pero sus alcances son enormes. Algunos lo consideran una minificción, otros una prosa que tilda con la poesía, o bien, como el mismo autor lo denominaría, una “fantasía en prosa”. Si lo pensamos en su cualidad de ficción, hay en él una historia que se cuenta: la de un hombre que escribe. ¿Y qué escribe? La respuesta sería sencilla: escribe que escribe. Esta es su historia. Su enigma se encuentra, sin embargo, más allá de esta aparente simpleza. “El grafógrafo” encarna, en efecto, una historia: la del escritor y la escritura. Así las cosas, ¿qué hay más allá en la imagen de un escritor que escribe? El propio texto lo ilustra:

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.[2] 

A simple vista, es obvio el juego al que invita el texto: seguir un movimiento circular que revierte sobre sí, cual serpiente que se muerde la cola; sin embargo, lo extraordinario es la gama de movimientos que se desatan en el camino de esta circularidad. A partir de la frase inicial (“Escribo que escribo”), la voz de quien denominaremos “el escriba” se mueve en un juego de espejos que oscila entre las proyecciones de su propia imagen filtrada por tres posibilidades: la percepción (“me veo escribir”), la memoria (“Me recuerdo escribiendo”) y la imaginación (“puedo imaginarme escribiendo”). Dentro de cada una de ellas se despliega, a su vez, otro juego de imágenes desdobladas. El efecto deriva en una escena caleidoscópica, como si el escriba estuviera colocado en el centro de una caja de espejos que refracta su imagen y la multiplica en una suerte de “espiral mareante”.[3]

Este texto fascinante crea un universo donde el escriba se crea y se recrea en una serie de desdoblamientos continuos que lo transforman en un personaje infinito, ensimismado en las posibilidades infinitas también de una escritura infinita. Un juego muy al modo de otro escritor de laberintos, el emblemático Borges. La pretensión de “El grafógrafo” es abismar el gesto del escriba para, como en el efecto que crea una espiral en movimiento, fijar sólo su centro: la escritura misma.

He dicho antes que “El grafógrafo” cuenta la historia de su escritor y así es. Esa espiral mareante es el punto de llegada de un largo camino de búsqueda y de reflexión que Elizondo emprendió desde muy temprano por vía de la escritura. Así lo demuestra su diario, el cual está conformado por al menos 83 cuadernos; el primero de ellos data de 1945, cuando tenía apenas 12 años, y su última nota corresponde a 2006, unos días antes de su muerte. Es decir, de los 73 años que vivió el autor, dedicó a su diario 61 años de escritura en los que dejó constancia de su trayectoria de vida y de su personalidad. Entre sus páginas podemos conocer las ambiciosas aspiraciones de Salvador Elizondo, quien desde muy joven indagó en lecturas de física y matemáticas, arquitectura y astronomía, filosofía y ciencias, además de incontables libros de poesía y narrativa que construirían una de las mentes más brillantes en las letras mexicanas. De igual forma, el diario con sus miles de páginas nos da una idea de la relación casi obsesiva que el autor forjó con la pluma y el papel.

Esta condición de escritura incansable dio origen a una obra que algunos consideran “excéntrica”, “singular”, “rara”, también “difícil”, dicen otros, porque en sus textos se mezclan continuamente alusiones a universos tan diversos y al parecer tan disímiles como la poesía y la arquitectura, la fotografía y la medicina, o la zoología y la alquimia. Una imagen, convocada en varias ocasiones por el mismo Elizondo, ilustra y otorga un sentido a esta característica de su obra. En una entrevista, el autor describe uno de sus grabados favoritos, realizado por el pintor renacentista Durero:

Es un ángel que está pensando en algo mucho más interesante que todo lo que lo rodea en el cuadro, las ciencias, las artes y las matemáticas. Él ha encontrado algo más interesante, que lo divierte muchísimo aunque le produzca una cierta melancolía. Por eso el grabado se llama La melancolía, que yo veo como una contemplación plácida del mundo, no agresiva. Es algo fantástico.[4]

Este grabado de Durero aparece en varios momentos de las reflexiones de Elizondo, como lo fue su célebre autobiografía, escrita cuando contaba con apenas 33 años, en la que también utilizó el sentir melancólico para definir la rejilla desde la que su mirada se posa sobre el mundo:

Muchos años después de que esta fuerza terrible se apoderara de mis emociones, leí en uno de los libros más bellos que se han escrito que la melancolía es una tristeza inexplicable y sorda que, como el amor, o más que éste, es capaz de hacer girar los mundos, y cuando miro hacia atrás, hacia lo que yo he sido, compruebo la verdad que encierra esta definición. Compruebo […] ese estado de ánimo que transcurre en la luz más mortecina del alma y dentro del que es posible explicarse el mundo sin que por ello esa explicación tenga un significado. Yo creo que el grabado de Durero refleja justamente eso: la sensación de conocer la realidad, pero no su significado.[5]

Las palabras de Elizondo son por demás significativas, si hacemos interactuar sus dos declaraciones. El grabado de Durero, sumamente conocido, conjuga la imagen de ese ángel, rodeado de instrumentos propios de las ciencias y las artes generadoras de hipótesis de conocimiento de la realidad. Pero su mirada, en un franco gesto introspectivo, está dirigida a algo que está más allá, ajeno a los alcances que esos recursos le presentan. Si seguimos la interpretación de Elizondo sobre el grabado, resumida como “la sensación de conocer la realidad, pero no su significado”, encontramos también la clave de los alcances de su escritura. Frente a la conciencia de lo insuficientes que son los recursos con los que contamos para construir no el conocimiento del mundo, sino su sentido, el único espacio posible es el del más allá de la escritura literaria, como lugar privilegiado porque sólo en ella el lenguaje se convierte realmente en “un instrumento del espíritu”.[6] 

De lo que llamamos realidad, Elizondo privilegia la de tipo espiritual, si atendemos a su acepción más estricta, la que remite a lo que es sustancia de nuestra vida interior, la que habita en el pensamiento, en la memoria, en el sueño, en la imaginación. Pero este repliegue a la interioridad no es por una simple actitud intimista —como algunos cre­en— sino por considerar que en ella se encuentra la realidad auténtica, ya que “lo único que es capaz de teñir el mundo exterior es el color de nuestras propias emociones”.[7] Ahora bien, para que esa realidad sea aprehendida es necesario filtrarla por el lenguaje, y este, a su vez, para hacerse algo objetivo, es decir, algo concreto y visible, necesita pasar por el único recurso con el que contamos: la escritura. Ella es, dice Elizondo, “su única forma sensible”.[8]

La apuesta del escritor radica, entonces, en afrontar las condiciones que se le imponen para tratar de salvar la distancia entre el mundo interior y su realización en la palabra. Y en la trascendencia de esta relación es donde descansa la amorosa búsqueda del escritor en la escritura. Por esto, no es extraño que ella sea el centro de las reflexiones de la obra de Elizondo y que por eso también “El grafógrafo” sea el texto que ilustra y condensa la historia de su autor, como en algún momento declaró el mismo Elizondo: “El grafógrafo soy yo”.[9]

 “El grafógrafo” y su escriba, ese que se mira, se sueña y se recuerda escribiendo son un homenaje a la escritura literaria, a su poder multiforme, proteico y caleidoscópico, en la que el hombre se refracta. En suma, es la escena de los afanes del espíritu que, como diría el poeta Octavio Paz, “se enrolla en una espiral, se desenvuelve, camina sinuosa y, como si reflexionase, se detiene Escritura que se dibuja”.[10]

 

Claudia L. Gutiérrez Piña (Toluca, México, 1980). Es Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México, autora de Las variaciones de la escritura. Una lectura crítica de El grafógrafo y de la obra de Salvador Elizondo (2016) y coordinadora de los libros Salvador Elizondo: ida y vuelta. Estudios críticos (2016) y Mujeres mexicanas en la escritura (2017). En 2013, obtuvo el premio a la mejor tesis de doctorado en el área de Humanidades otorgado por la Academia Mexicana de Ciencias. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 2015. Es profesora-investigadora del Departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato.

 

 

[1]    Un año después, en 1972, “El grafógrafo” dio título a uno de los libros más importantes del autor. En él se incluyen textos como “Diálogo en el puente”, “Aviso”, “Mnemothreptos”, “Ambystoma trigrinum”, “Tractatus rethorico-pctoricus”, “Sistema de Babel” y “Futuro imperfecto”.

[2]    Salvador Elizondo, “El grafógrafo”, en El grafógrafo, Joaquín Mortiz, México, 1972, p. 9.

[3]    Así calificó el escritor cubano Severo Sarduy al afecto de lectura del texto de Elizondo en un ensayo titulado “Los instrumentos del corte”, Plural, 1973, núm. 19, p. 20.

[4]    Entrevista con Magali Tercero, “La tragedia real de México es la falta de sentido del humor”, Milenio, 2 de abril de 2011.

[5]    Salvador Elizondo, Salvador Elizondo, pról. Emmanuel Carballo, Empresas Editoriales, México, 1966 (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos), p. 18.

[6]    Salvador Elizondo, Diarios 1945-1985, prólogo, selección y notas Paulina Lavista, Fondo de Cultura Económica, México, 2015, p. 173.

[7]    Salvador Elizondo, Salvador Elizondo, p. 19.

[8]    Salvador Elizondo, Diarios…, p. 249.

[9]    Ana María Longi, “Entrevista con Salvador Elizondo”, Hispania, 1977, núm. 2, p. 374.

[10] Octavio Paz, “Salvador Elizondo en la Academia”, Proceso, 1980, núm. 209, p. 51.