ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Poemas

Juan L. Delaygue

 

Los textos que presento a continuación (a duras penas pueden llamarse poemas, pero tampoco puede decirse que no lo sean) son parte de una serie larga y aún inconclusa que comencé a escribir hace un buen tiempo y que espero que en algún momento se transforme en un libro, porque todavía sigo sosteniendo la ilusión de ver mis textos convertidos en libros. Quizás sea un empecinamiento un poco infantil, pero ese es uno de los motivos por los cuales empecé a escribir en primer lugar: el libro como objeto siempre me ha despertado una atracción un tanto contradictoria, como un elemento visualmente simple y a la vez complejo que durante mi infancia osciló para mí entre el rechazo y la fascinación. Es que no siempre me gustó leer. O quizás aún no me había dado cuenta de que me gustaba. O no había encontrado la puerta de acceso que estaba destinada para mí, como la del cuento de Kafka. Y cuando por fin la encontré, me condujo a la escritura. 

Para mí, leer y escribir son acciones vinculadas a la amistad. Cuando cumplí cinco años, uno de mis mejores amigos (aún hoy, 22 años más tarde, sigue siéndolo) me regaló una antología de poemas sobre la amistad. Algunos eran francamente cursis, pero recuerdo ciertos pasajes con un cariño especial. Fue quizás mi primer contacto con la poesía. Pero no empecé a escribir sino hasta mucho más tarde, en mi adolescencia, y también lo hice rodeado de amigos: influenciados por Poe, escribíamos cuentos de terror que luego compartíamos cuando nos encontrábamos en la escuela. Tendríamos 16 o 17 años. Nos desafiábamos a escribir relatos extensos de un día para el otro. La escritura de poesía llegó unos años después, en la universidad, cuando conocí a una gran amiga con la que ahora vivo en Copenhague. Ella fue la que me propuso escribir poesía, o más bien me desafió a hacerlo, y creo que eso fue lo que nos permitió comunicarnos. Pasar de la prosa al verso fue como aprender a caminar de nuevo. Sólo que, en este caso, nunca se aprende por completo. Creo que para escribir poesía hay que abandonar toda certeza. Un poema que sabe demasiado bien de qué va la cosa está fallando en algo. Por eso, cuando me di cuenta de que no sabía cuándo cortar el verso, dejé de hacerlo. El resultado son estos ¿poemas?:

 

 

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El cerebro de la abuela es un zorro entre pastizales que se incendian, virando cada vez que se encuentra frente a una pared de llamas. Los pastizales son su cuerpo. Pero no quiero hablar del fuego, sino de algo que se extingue y lo que queda después: los restos que el incendio dejó por la noche y que la mañana descubre. No lo que arde.  También la disonancia entre las hectáreas de cenizas y el sonido de los pájaros, como la música incidental de un film de la mafia en que un auto explota mientras suena ópera. La amonestación de los padres dice que estos días no pueden desperdiciarse quedándonos adentro a mirar películas repetidas. Es una orden que habla de una familia como una demolición controlada. ¿Cómo tenemos que entender lo que ocurre en estos días? Cada momento con su marco. Cada cosa una instantánea. Lo cierto es que no hay nadie cuando llegamos hasta los escombros del espigón. La gente está en la feria. Antes, acá, había una forma de avanzar sobre el mar, que siempre funciona como un límite. Ahora quedan estos palos, como las costillas de un cetáceo que se acostó a morir. Cinco o seis columnas que sobresalen del agua. La marea está bajando, y con el viento del oeste es tan lisa como puede serlo. Aquí entran los pescadores, que ahora salen con sus lanchas cargadas, ha sido una buena jornada. Eso escuchamos desde la arena. Es que todo es mejor con el viento del oeste, y la fibra de vidrio amarilla de las embarcaciones brilla con las últimas luces de la tarde, mientras los perros que jugaban entre las ruinas del espigón se acercan a conseguir trozos de pescado que se llevan arrastrando por la playa. Justo un momento antes de la noche, el mar es blanco. Ahora nos movemos hacia la laguna donde vi al zorro. 

 

 

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Soy un hombre débil, un enfermo, apenas un hombre. Si pienso en la delgadez del hueso tiemblo como la luz en las hojas esta mañana. Pero es el viento lo que se mueve. La última vez que subí al faro fue la última vez que dejaron ingresar a un civil. Desde entonces está cerrado a las visitas, como clausura de una tradición anual que venía a probarme algo de la fortaleza o el empecinamiento: mirar la gran área desde arriba. Desde esa perspectiva, el cerebro del ojo percibe el mar como una pantalla, un telón, una seda fina que cuelga. Esta es la postal que te envío. Al faro también lo mueve el viento, pero es una oscilación calculada que evita el derrumbe. Esos cálculos se aplican a los tirantes de metal de la estructura y al ajuste en las junturas: grandes piezas de hierro hueco, por donde trepan las hormigas desde los cimientos y se alojan en el corazón invisible de la parte más visible de la playa. ¿La vibración que producen los insectos estará calculada en la elasticidad de los materiales? Por la noche, cuando la lámpara entibia el metal de la estructura, ¿las hormigas descansan a gusto? Hay algo que quiero decir sobre la altura, pero sigue apareciendo la parte subterránea.

 

 

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Si fuera poeta debería reconocer que no he sabido aprovechar la ausencia de mi padre. Lo pienso mientras almuerzo un plato de arroz con garbanzos, y pienso también que no he aprendido a asar la carne. ¿Qué padre habría inventado? Uno que fumara mucho, cigarrillos negros que huelen mal. Un padre hipotético que me mandara a hacer cosas y luego se decepcionara porque las hice todas mal. La carne es blanca o es roja, y esto es un modo de la honestidad. Si el padre me llevara al bosque, cruzando el lago, entre el humo pálido y el silencio; si me instruyera en las artes de la cacería porque siente que en ese ritual una voz le habla desde el  fondo del tiempo; si me enseñara a seguir un rastro entre las agujas de los pinos, y en el momento en que el zorro estuviera en la mira él viera con desilusión cómo la orden de fuego se hace humo entre los árboles y sólo se oyeran los pájaros arriba nuestro como una burla, ¿qué cenaríamos esa noche? Me pregunto qué escribiría, mientras el padre fuma en un silencio que se prolonga desde el momento en que escapó el zorro.

 

 

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Los que forman una columna comienzan a dispersarse. El maratonista ya no alcanza a ver al que va delante suyo y sabe que está lejos de la punta. Pero no demasiado lejos. El circuito entra en la zona donde acaban las casas y corre por entre los tamariscos sin saber que debajo se extiende el hormiguero. Arriba, por los costados y adelante, el relieve peludo de los médanos es el del lomo de un animal que duerme frente al mar, y el viento del oeste indica que duerme tranquilo, mientras las hormigas trabajan por debajo y hacen silencio. Ellas no duermen. Cuando el viento es calmo, olfatean el cambio climático y se abastecen. El maratonista sube y baja por el monte al trote, a un ritmo constante que almacena la energía para después. Piensa que el trabajo de las hormigas persigue el mismo objetivo, y cuando se detiene a recoger unos duraznos todavía no sabe que se ha rendido. ¿Las hormigas dosifican los esfuerzos? ¿Arrojan tierra al aire para saber cuándo cambia la dirección del viento? El maratonista entra en la fronda. Se saca la vincha cubierta de sudor y come los duraznos detrás de las plantas, mientras ve pasar la columna. El viento cambia cuando pasa el último de la fila. Entonces el maratonista se levanta. Camina en dirección contraria y siente un hormigueo en las piernas.

 

 

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Llueve liviano. Sobre el río, un círculo se expande por cada gota que cae. Como flores, de pronto se abren las ondas en el agua. Primero distantes, aleatorias. Se expanden las ondas, sus contornos se vuelven débiles a medida que se alejan de su centro. En un punto se tocan con otras ondas y se desarman. El mundo es azul, y no me habías dicho que esta mañana llovería sobre el estanque. Estamos perdiendo la comunicación: en medio de lo real, el lenguaje pierde terreno. El mundo es blanco, y todo lo que está adentro está bien. En el momento en que encuentres esta nota seremos más orientales, hablando así del clima. Cuando se quiere hablar de algo más, se habla de la lluvia. Al fondo del aguacero, una mujer, sola, mira por la ventana. Detrás de ella, sobre la mesa de pino, están los restos del almuerzo: migas de pan y un poco de pulpa de pollo, seca y fría (no te apures a pensar en la frugalidad). Entonces cambia el viento: es la hora en que el zorro de aguas sale a cazar su presa de media tarde. Sobre el pelaje del lomo, las gotas se depositan sin mojarlo. El zorro huele el ave y se sacude. Sobre la mesa, la mujer recibe mi nota.

 

Juan L. Delaygue (Concordia, Entre Ríos, Argentina, 1985). Es docente, escritora, gestora cultural y coordina proyectos de educación. Ha publicado los libros Amanecí en Tailandia (independiente, 2010), Humo (Mitomante, 2011) y Una cinta roja es el ojo de la isla (Borde Perdido Editora).