Vicente Leñero y el virus
de la fobia ingenieril
Elsa López Arriaga
Dos senderos paralelos definieron la trayectoria vital del escritor mexicano Vicente Leñero (1933-2013): la ingeniería y la literatura. La exactitud de los números y la precisión de las letras, que al principio le parecieron dos universos contradictorios, se trenzaron en sus años de juventud hasta encontrar un cauce único, una manera de fundirse en la más grande de sus pasiones: la palabra escrita. Como Dostoievski, Carlos Emilio Gadda, Max Frisch, Alain Robbe-Grillet, Juan Benet o Enrique Krauze, Leñero quiso, en algún momento, ser ingeniero, y como Jorge Ibargüengoitia, por quien sintió siempre admiración y respeto, pasó por las aulas de la Facultad de Ingeniería de la UNAM. Vicente Leñero se formó en Ingeniería Civil más por responder al deseo de su padre que por verdadera vocación. Con las dificultades naturales de quien se debe a un compromiso poco satisfactorio, el joven Vicente terminó, a trompicones, la carrera de ingeniería en 1957. Entonces tenía un rezago de dos años, tres asignaturas y el cumplimiento del servicio social. A los percances casi tragicómicos de este último, realizado en Incomex, pequeña empresa de instalaciones sanitarias de su antiguo amigo Enrique González Hernández, Leñero dedica algunos pasajes de La gota de agua (2002). En este trabajo narrativo, el autor propone una autocrítica a su preparación de ingeniero. Con un ácido sentido del humor, Leñero revela sus malas experiencias en la práctica de la ingeniería: presupuestos que perdían licitaciones, mala medición en los planos, errores en el tamaño de los muebles sanitarios, falta de supervisión que derivó en la explosión de un cubículo en la Facultad de Ciencias Químicas y una inundación en la zona de la biblioteca de Medicina, entre otros incidentes. De su cercanía con los afanes de la construcción, quizá lo relacionado con las instalaciones sanitarias lo marcó más profundamente, como deja claro con el guiño mordaz que le es característico: “Inoculado desde 1957-1958 por el virus de la fobia ingenieril, los síntomas alérgicos —sudoraciones, dolores en el pecho, torzones en el cuello, inflamación de las encías— se me han presentado a lo largo de los años, como las fiebres de los palúdicos, cada vez que oigo hablar de cisternas, tinacos, tuberías de cobre, tuercas unión, bushings, llaves de paso, desagües, tarrajas, codos, tés, céspodes de bote…”.[1] Frente a la frustración que le causó su desempeño ingenieril, Leñero recuerda la ironía en su formación: “Ese sí fue el último desastre. El último, pocos meses antes de presentar mi examen profesional en la excapilla del Palacio de Minería y salir aprobado una vez que demostré a los sinodales, según rezaba el acta correspondiente: ‘tener amplios conocimientos para ejercer la profesión de ingeniero civil”.[2]
Mucha de su breve práctica de la ingeniería encontró su voz en la ficción por medio del mundo narrado en su laureada novela Los albañiles (1964), que él mismo y algunos críticos han leído como una suerte de venganza hacia ese entorno en el que no sólo se sentía incompetente, sino infeliz. Uno de los personajes de la novela, el conocido entre los albañiles como “El Nene”, parece un sarcástico alter ego del escritor. El Nene, hijo del experto ingeniero Federico Zamora, queda a cargo de una obra, digamos menor respecto al universo laboral de su padre, con el fin de adquirir pericia, pero por su candidez, desinterés e insuficiencia resulta burlado por los más amañados miembros de la construcción.
Mientras se formaba como ingeniero, Leñero tomó la determinación más importante de su carrera y que varias décadas después enunció de una manera sencilla pero llena de implicaciones: “Yo decidí ser escritor, convertirme en escritor”.[3] Y lo hizo. Fiel a su pasión, Leñero resolvió su conflicto vocacional decantándose por la escritura, incluso si le suponía la resistencia de sus colegas: entre escritores era ingeniero, entre ingenieros, escritor. Por supuesto, tal decisión parece muy poco azarosa, pues desde su infancia la literatura fue una presencia constante que derivó en el enamoramiento por el lenguaje. Según confiesa en su temprana autobiografía de 1966 y en Vivir del teatro, la influencia contundente para adentrarse en la literatura fue su padre, cuyos hábitos de lectura impactaron tanto en los juegos infantiles de Leñero como en sus ávidas lecturas juveniles. Aun con sus iniciales trazos sobre el papel, el ejercicio de escritura no dejó de ser para él una vaga aspiración o un pasatiempo hasta que estudió periodismo, de manera simultánea a la ingeniería, en la Escuela Carlos Septién. A partir de ahí se planteó la profesionalización de la escritura, más como la práctica de un oficio que como la actividad propia del artista.
Leñero pone sobre la mesa el tema oficioso de la escritura cuando rescata el tópico, socorrido en distintas épocas literarias, de la confrontación técnica/genio. En este modo de concebir su propia actividad, la influencia de la ingeniería recala en el más notorio interés de su producción literaria: la forma. Su mente matemática, de la mano de un completo arsenal de conocimientos sobre las reglas de configuración literaria, hicieron de él un autor de técnica, un artífice consumado, en tanto tiene la conciencia de armar, preparar y ajustar con exactitud cada elemento formal de sus textos, y porque compone mecanismos literarios precisos, con operaciones y estrategias perfectamente moduladas. La apuesta del autor consiste, pues, en dominar el aparato formal literario, según dice: “Luchar con el lenguaje, manipular las formas, emplear las palabras a mi antojo”.[4] Más allá de cualquier tipo de anécdota, interesa a Leñero la manera en que cada texto se resuelve formalmente, es decir, ya no el qué, sino el cómo de la escritura.
De tal manera, el arrojo de convertir a las palabras en su instrumento para comunicarse y expresarse literariamente supuso siempre una opción definitiva para la configuración estética de su obra, porque con su pluma activó un dispositivo poético, un modo de pensar su escritura y de tomar decisiones formales. Por esto, la afirmación activa de decidir ser escritor comporta una dinámica que articula las correspondencias entre el genio y el oficio. Ese detalle enmarca el manejo calculado de su disciplina, por el cual se le juzgó severamente al inicio de su carrera. Huberto Batis, por ejemplo, subrayó: “Nunca tendrás de qué hablar, no se dice, si sólo pretendes dominar todas las técnicas. Leñero cree que la literatura es un oficio y niega que sea una vocación”.[5] De acuerdo con sus propias reflexiones, la habilidad desarrollada por la rigidez formal que exigía escribir radionovelas, “una disciplina de hierro”,[6] y la influencia de ser ingeniero “justifican o explican que mi literatura sea fría y calculada, severa y rígida. Tanto José Donoso como Emmanuel Carballo me acusarían de esas características cuando la publicación de Los albañiles”.[7] Además de acortar la distancia entre ingeniería y literatura, los adjetivos enumerados por el autor ponen en escena el afán de realización formal desde donde se mira siendo escritor: realizar una literatura que no roza lo convencional, redefinir los géneros de su escritura, la tendencia a la experimentación, la búsqueda y la ruptura.
En su vida personal y en su trabajo, Leñero fue un continuo defensor de las libertades, de ahí que también en su literatura prevalezca la voluntad de originalidad. Él, artífice de la palabra, armador de historias, reconoce su necesidad de nutrir las estructuras existentes a través de ensayar con el lenguaje, de pensar el acto de escritura como téchnē. En una de las estampas del que podríamos llamar su segundo texto autobiográfico, publicado bajo el abrigo de la colección De cuerpo entero, Leñero define su visión de la escritura:
Desde Los albañiles he considerado mi máquina como el matraz de un laboratorio, como el instrumento de una exploración. No entiendo de otro modo la tarea del novelista. Escribir, empezarse en el oficio de escribir, no consiste esencialmente en transcribir una realidad, en contar una historia, en dar fe de un acontecimiento real o imaginario. Escribir es ante todo hallar una forma singular, exclusiva, para que esa realidad cualquiera alcance una fascinación hipnótica y los lectores se enreden en el juego.[8]
Queda claro en estas palabras que para Leñero la escritura tiene su finalidad en el acto mismo (según confirmó en algunas entrevistas: “Yo opté por escribir y en el escribir caben todos los géneros y tod os los medios”)[9] y converge en la apertura de un amplio espectro de procedimientos formales. El oficio de la palabra que practicó el escritor tapatío fue uno de los más versátiles en las letras mexicanas, porque atravesó con suficiencia distintos géneros, registros y tonos discursivos.
En la transición de quien busca la forma precisa, Leñero, calculador del lenguaje, ajedrecista, ingeniero, reflexiona sobre la naturaleza de sus propios mecanismos creativos y potencia el efecto artificioso de su literatura, movilizada por tales mecanismos de enigmas que hacen de cada una de sus obras complejas y fascinantes arquitecturas. El ingeniero supo trazar planos, encontrar maneras diferentes de resolver problemas prácticos, emplear con rigor los materiales, medir cuidadosamente y calcular con exactitud; las mismas habilidades que el escritor aprendió a refractar para construir con palabras y habitar varios mundos literarios, encontrar la forma exacta, conformar estructuras minuciosas, renovar la disposición anecdótica y, en general, explorar los secretos del lenguaje.
Elsa López Arriaga (Ciudad de México, 1985). Es Doctora en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Veracruzana. Entre sus últimas publicaciones se encuentra el artículo “Embates del humor en Grey de Alberto Chimal”, así como el capítulo de libro “La impotencia muestra el ingenio: imagen del autor desde la imposibilidad creativa en Vicente Leñero” en Inflexiones de la autobiografía. Un proyecto editorial y una generación de escritores mexicanos.
[1] Vicente Leñero, La gota de agua, Plaza & Janes, México, 1983, p. 57.
[2] Ibid., p. 55.
[3] Vicente Leñero, Confrontaciones. El creador frente al público, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, México, 1985, p. 8.
[4] Danubio Torres Fierro, “Vicente Leñero: venturas y desventuras de un escritor”, Revista de Bellas Artes, 1974, núm. 14, p. 18.
[5] Huberto Batis, “Autobiografía”, en Crítica bajo presión, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2004, p. 344. En su reseña sobre El garabato, el crítico plantea una pregunta en el mismo tenor: “¿A dónde va Leñero en su estéril ejercicio técnico, escribiendo por oficio?” (Batis, “El garabato”, Ibid., pp. 336-337).
[6] Torres Fierro, “Vicente Leñero: venturas y desventuras de un escritor”, p, 20.
[7] Idem.
[8] Vicente Leñero, “Sobre los albañiles”, en De cuerpo entero, Universidad Nacional Autónoma de México/ Ediciones Corunda, México, 1992, pp. 29-30.
[9] Margarita García Flores, “Vicente Leñero: Mi lucha con los demonios”, en La mudanza; La visita del ángel; Alicia, tal vez; La carpa: teatro doméstico, Editores Mexicanos Unidos, México, 1985, p. 20.