ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Sergio Pitol: El juego de las
máscaras

Ernesto Reséndiz Oikión

 

Los recuerdos ahora transformados y un texto que escribí de aquel encuentro para el periódico Guía, de Zamora, Michoacán, me permiten recrear a la distancia aquel momento único. Fue la tarde del 22 de septiembre de 2006, cuando subía las escaleras de la librería del Fondo de Cultura Económica en la avenida Miguel Ángel de Quevedo, y me topé con Sergio Pitol. Una década después, esa librería fue remodelada y su modificación es signo del imparable transcurso del tiempo. Otros días aquellos, que me vienen a la memoria ahora que se conmemoró el primer aniversario luctuoso de la muerte de Sergio Pitol, ocurrida el 12 de abril de 2018, en Xalapa, Veracruz.

En aquel texto escribí mi primera impresión: “volteé hacia atrás y le dije atropelladamente a mi mamá que Sergio Pitol estaba ahí. Nos acercamos entusiasmados a saludarlo, lo felicitamos por su premio (el Cervantes 2005) considerado ‘el premio Nobel de la literatura española’, le dije que estoy estudiando letras hispánicas en la UNAM, por lo que me preguntó si ya había leído algún libro suyo”.

En aquel momento, no recuerdo haber leído algo de Pitol, quizá sólo había leído alguna entrevista que le hizo un periodista. En mi condición de lector: Sergio Pitol era para mí un famoso desconocido. La respuesta incómoda que le di a Pitol fue que no lo había leído, después, el escritor con “un ademán de los hombros exclamó un ‘¡vaya!’. Se despidió alegremente y regresó a la estantería de la librería”.

Mi mamá se encontró a un amigo y se puso a platicar con él. Yo “continuaba estupefacto y contentísimo. Como un mago de Viena, don Sergio apareció nuevamente en el lugar donde lo encontramos y me avisó con un gesto de la mano que me acercara. Intrigado, sin imaginarme lo que pasaría y sin dudarlo un solo instante, lo seguí hasta una mesa con libros”. Y el acto de magia sucedió. Sergio Pitol tomó un ejemplar de El desfile del amor, rompió el celofán que lo cubría, abrió el libro y me lo dedicó. Acto seguido, lo acompañé a la caja, sacó de su cartera una American Express dorada y pagó un libro de la editorial Castalia y El desfile del amor, que me regaló. Esa generosidad no se me olvida. También recuerdo que en ese breve encuentro Pitol me dijo que de los libros que había escrito su favorito era el Vals de Mefisto.

Disfruté la lectura de El desfile del amor, con aquella trama de parodia detectivesca, emprendida por el historiador Miguel del Solar en los laberintos de la Ciudad de México. Cuando en 1973 Miguel del Solar se adentra en esta comedia de enredos con la intención de resolver el asesinato del joven Erich María Pistauer, ocurrido treinta años antes en el edificio Minerva, descubre una galería de personajes odiosos, ridículos y frívolos.

La presencia de las mujeres es significativa, como personas que ponen en duda el relato oficial: nos topamos con la tía Eduviges Briones, una dama de una familia rica venida a menos; la diva Delfina Uribe, la nueva rica surgida de la revolución que aparenta ser culta; ambas mantienen absurdas viejas rencillas. Otra pareja curiosa es la de la desbocada filóloga Ida Werfel y su hija Emma, “esa ratita mínima” obsesionada con preservar la memoria de su madre, personajes que me recordaron a Mariana Frenk y a la filóloga Margit Frenk.

Lo común a estas parejas de contrarios es la exacerbada teatralidad de ellas. Tienen poses y gesticulaciones, y su sobreactuación las convierte en caricaturas de sí mismas. No por nada se insiste en La huerta de Juan Fernández, la comedia de Tirso de Molina, “donde nadie era quien decía ser”, que da nombre a uno de los capítulos de la novela. Por eso, todos los testigos del asesinato en realidad ocultan datos y difieren en sus versiones; es decir, transforman el pasado al grado que es imposible para Miguel del Solar dar una solución —encontrar la “verdad histórica”— y descubrir al asesino y sus motivaciones.

Pitol nos da la clave de la intriga en su diario: “la historia transcurrirá en el nivel de las máscaras. Los rostros jamás llegarán a descubrirse. El enigma mayor estriba en la identidad de los protagonistas”. No existe una sola verdad. Al final, siempre nos quedará La verdad sospechosa, como el título de la comedia de Juan Ruiz de Alarcón, también mencionada en la novela.

Recuerdo que lo que más me intrigó en la novela fue el relato del castrato mexicano, un aborrecido ruiseñor caído en desgracia. La historia de un varón sin genitales con una voz esplendorosa provocó una secreta fascinación en mi imaginación.

En la clase de mi maestra Eugenia Revueltas leímos El desfile del amor, y nos apoyamos en la lectura de Pasión por la trama, un ensayo de Pitol donde reflexiona sobre la escritura de novelas. Ya por entonces yo tenía pasión por Pitol.

Y gracias a Pitol supe de la existencia de Witold Gombrowicz. Un día, en los puestos de libros de la facultad, me encontré un ejemplar de Cosmos, de Gombrowicz, ese autor polaco que vivió en Argentina y que tradujo Sergio Pitol.

Recuerdo que lo que me atrajo en un primer impulso fue la portada de Cosmos, que tiene un gorrión ahorcado y de fondo una especie de arcoíris. Compré el libro por el arcoíris deforme, porque intuía algo gay en la historia o en su autor, pero después de la lectura no saqué nada en claro. Tardé en enterarme de que Gombrowicz solía ligar marineros en la noche porteña de Buenos Aires. El polaco escribió aquellos encuentros fugaces en algunas páginas vibrantes de su diario. Y mi sorpresa mayor fue un chisme que me contó un amigo: Sergio Pitol era homosexual. Y fue así que ciertos guiños en la obra de Pitol tuvieron un nuevo significado para mí.

Hay un texto de Sergio Pitol que me fascina: “Con Monsiváis, el joven”, una crónica incluida en El arte de la fuga. Lo he leído varias veces y siempre que lo releo descubro o entiendo nuevas cosas sobre su amistad con Monsiváis. Esa posibilidad de un texto para compartirte nuevos asombros es la capacidad que tienen los clásicos de renovarse con cada lectura. Me emociona aquella amistad que inició en 1954, cuando Carlos y Sergio se conocieron participando en un Comité Universitario de Solidaridad con Guatemala. La amistad de Sergio Pitol, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco fue una familia por elección. El trío fantástico. El narrador, el cronista y el poeta. Pitol lo dice con claridad: “La amistad en esos días se volvía casi hermandad”. Un recuerdo en la Zona Rosa me hace sonreír: “nosotros tres, José Emilio, Carlos y yo, caminamos por el Paseo de la Reforma, doblamos a la derecha en Niza hasta llegar a una taquería, al lado del cine Insurgentes, adonde pasamos con frecuencia por la noche a tomar caldos y a probar la más deliciosa variedad de tacos que pueda uno imaginar”.

Aunque en esa trinidad cómplice hay un cuarto amigo secreto: el historiador Luis Prieto, quien todavía vive. Felices los cuatro amigos. Luis Prieto aparece en los libros de Carlos Monsiváis y de Sergio Pitol como un fantasma. Una de las personas a quienes está dedicado El desfile del amor es a Luis Prieto y es él, según los comentarios de Antonio Saborit, en quien está basado el personaje de Pedro Balmorán, el bastonero frenético del desfile. En la crónica “Con Monsiváis, el joven”, Pitol recrea una anécdota inventada por Prieto que tiene lugar en el club de banqueros:

Don Arturo María estaba desatado, irreconocible. En un momento se dirigió a su cuñado, Rafael de Aguirre, le tendió la mano y le dijo: “Mira, Fallo, ahora a ti te toca ser por un momento Ginger y yo me convertiré en Fred”. Don Rafael se quedó petrificado. “¿Cómo, tú vas a ser Fred?”, tartamudeó. “Eso mismo, y tú Ginger; me entendiste muy bien.” Parecía que don Rafael caería muerto de una embolia, pero su cuñado lo tranquilizó: “Recuerda, Fallo, que en este tipo de bailes uno apenas se toca con la punta de los dedos; ¿no te diste cuenta? ¿Viste la película o te quedaste dormido? En estas danzas cada quien gira como le da la gana”. “Pero, ¿y la barba, gordo? ¿No se verá mal que sea yo Ginger con barba?” “Todos haremos de cuenta que no la tienes, o que no la vemos, Fallo”, dijo contundente don Graciano de Aguirre, su primo, el decano de la Asociación.

Las palabras del primo don Graciano de Aguirre muestran la invisibilidad de la homosexualidad: “Todos haremos de cuenta que no la tienes, o que no la vemos”. También es significativo que este chisme inventado por Luis Prieto es similar al hecho histórico del baile de los 41 maricones. Los hombres barbones bailan en parejas una danza que al ser descubierta provoca el escarnio público.

Es un milagro que Luis Prieto, quien fue secretario particular del expresidente Lázaro Cárdenas del Río, todavía vive, aunque su salud es delicada. Me aterra pensar en la futura muerte de ese hombre gay formidable. Cuando eso ocurra será el fin de una amistad, de una ciudad, de un país que ya no existe.

Recuerdo a Pitol, en 2010, el año de la muerte de Monsiváis. Y el pasado 12 de abril se conmemoró un año de la muerte de Pitol. Don Sergio ya no podía hablar y no pudo leer una nota sobre Monsiváis. En esa nota agradeció a Carlos, su amigo a quien reconocía como su “maestro” a lo largo de su vida. Me dolió ver que Sergio Pitol no pudo leer ese párrafo.

Los lectores también nos peleamos con nuestros escritores. Una vez me enojé mucho con Sergio Pitol por su prólogo a un catálogo del pintor Julio Galán. En el texto, Pitol usa sólo una vez las palabras “travestido” y “porno shop” y me molestó que no mencionara la ostensible jotería en la pintura de Julio Galán. Seguramente don Sergio tuvo razón en no referir lo obvio. Lo que se ve no se pregunta. Luego se me pasó el coraje.

Cada vez los rostros de los deseos diversos pueden mostrarse sin máscaras por doquier, tal cual son. Hay pocos textos que mencionan la homosexualidad de Sergio Pitol. Quizá no sea importante para entender su literatura, pero a mí me importa. En la novela Otros días, otros años, Luis González de Alba narra su atracción por un novio polaco de Sergio Pitol:

Me sobró tiempo y hacia el mediodía pasé a saludar a Sergio Pitol, agregado cultural entonces, cuando Carlos Fuentes era el embajador de México en Francia. Tenía un hermoso departamento, Sergio, con la intensa luz de julio filtrándose por entre el follaje pesado de enormes castaños que velaban los balcones sin cortinas y subían casi tan altos como el edificio. Vacío, el departamento, apenas un sillón de dos plazas, blanco, de piel, y algunas sillas, pilas de libros en el suelo, diarios. Allí conocí a Piótrek, un polaquito blanco talco, blanco mate, muy joven y muy guapo. Olvidé por completo e irresponsablemente mi cita con Michel.

Luis González de Alba cuenta que:

Volvió de la embajada el agregado cultural y se puso en bata. Fue una noche larga: llegó una escritora mexicana, residente en París y conocida mía de tiempo atrás, vestida como Peter Pan. Le había ofrecido a Piótrek matrimonio, según supe allí mismo. Llegó más gente y se fue. Comimos pan y galletas, algún paté, no gran cosa, pues, y bebimos. En eso Sergio, derrumbado en una silla de aspecto frágil, dijo a propósito de nada:

—Llévatelo a México, Lábaro. Llévatelo.

Vi a Piótrek, ya sin camisa, como yo, que no hablaba sino polaco, y le sonreí pasándole el brazo por los hombros, mi brazo húmedo, brillante, sus hombros también. El sudor me pegaba los vellos de las axilas. Sergio insistió:

—Llévatelo, Lábaro, ¿no has notado cómo te mira? Está enamorado de ti… Puedes ayudarle mucho, allá, en México.

Con ironía, González de Alba cuenta cómo le bajó ese muchacho de Varsovia en aquel año de 1975. Ese episodio de la memoria amorosa de Pitol lo ha vuelto a contar Vilma Fuentes en la crónica “Cuando Sergio Pitol pidió mi mano”, publicada el 27 de febrero de 2018 en La Jornada. Quizá la magia vuelva a suceder algún día y pueda ver una foto de ese muchacho de nombre tan recio con la luz de julio filtrándose en la memoria. Pitol y Piótrek. Pitote.

 

Ernesto Reséndiz Oikión (Michoacán, México, 1988). Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Es autor de la crónica “Polvo enamorado” en el libro coordinado por Braulio Peralta Juan Gabriel. Lo que se ve no se pregunta (2016), publicado por Ediciones B; y del capítulo “La jotería es puro cuento”, del libro México se escribe con J. Una historia de la cultura gay (2018), coordinado por Michael K. Schuessler y Miguel Capistrán y publicado por editorial De Bolsillo. Su artículo “César Moro, flor de invernadero” aparece en la bibliografía de la Obra poética completa de César Moro (2015), publicada por la colección Archivos.