ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Andrade

Flavia Pantanelli

 

Si hay algo que Andrade teme es que le pidan que lo lleve. No le gusta sacarlo a la calle, prefiere tenerlo guardado. Pero hoy no hay caso. Para sacar el turno, Andrade lleva todo lo que tiene, todos los papeles, fotocopias, credenciales. Pero nada. La mujer del mostrador lo mira con paciencia y vuelve a decirle que no, que tiene que llevarlo. Que de otra manera no se puede. Andrade se queda un minuto en silencio. Después alza la mano y abre la boca. Parece que va a decir algo, pero no dice nada. Como si se arrepintiera. Carraspea. Una fila larga de gente se empieza a formar detrás de él. Cuchichean. Rezongan. La empleada llama a una jefa del área que lo hace pasar a su despacho y se pone a hablarle muy lento, con tono de maestra jardinera. Le explica todo el asunto de nuevo, como si fuera sordo. Andrade carraspea nuevamente. Carraspea dos, tres veces, a intervalos regulares. Viendo que no queda otra, o por no seguir soportando más a esa inútil, agarra todos los papeles, se da media vuelta y se manda a mudar. 

En la esquina se toma el 168, que lo deja a media cuadra de su oficina. Mira su reloj. Son casi las once de la mañana, tiene que apurarse si quiere llegar a tiempo. Baja del cordón y mira a lo lejos, ve acercarse el colectivo. Vuelve a mirar el reloj. 

Una parada después de Pueyrredón baja del 168, el sol ya está alto, Andrade tiene la camisa pegada a la espalda, por el sudor. En ese barrio de chalets y casas bajas, el edificio de departamentos donde funciona su oficina se ve desde lejos. Camina hasta mitad de cuadra y entra al edificio. Sube los tres pisos por la escalera, al llegar al palier se detiene un segundo a recuperar el aliento. Andrade piensa que unos años atrás y a pesar de que todavía fumaba, podía subir estos tres pisos, e incluso los siete hasta la terraza, de un tirón y sin cansarse. Abre la puerta de su oficina. La luz se filtra entre las tablas de la persiana, dibuja círculos en las paredes agrisadas y en la estantería llena de libros. Como cada vez que entra a la oficina cerrada lo golpea el olor del desodorante de ambientes que usa la gente de limpieza por las noches. Andrade no soporta ese olor, respira por la boca, como una forma de defensa, y va derecho hasta la caja fuerte. Marca los dieciséis números de la clave, da vueltas a la manija dos veces a la derecha y media a la izquierda. Tiene que hacer bastante fuerza, pero al fin la puerta se abre, mete la mano, busca de memoria, saca un sobre, y se lo guarda en el bolsillo del pantalón. Cierra la puerta. Gira la palanca. Sobre el escritorio hay una carpeta. Le parece que está un poco torcida. La acomoda mejor para que quede en escuadra con el borde, la aplasta con el pisapapeles. Sale. Mira el sol justo sobre su cabeza y piensa que perdió toda la mañana. 

Camina hasta la estación. A esa hora el andén está vacío; la boletería, cerrada. Mira su reloj. Marca las doce menos cuarto. Se sienta en el banco a esperar. Cada tanto se palpa el bolsillo para comprobar que el sobre siga allí. Pone los dos pies juntos y pasa un rato largo mirando que un zapato no esté más adelantado que el otro. Cada tanto mira las vías. El sol recalienta las chapas del techo, y también el olor a orina cerca de las columnas y contra la pared. El piso está cubierto de un polvo indefinido, de cosas desintegradas. Acá y allá una colilla de cigarrillo, un chicle aplastado en el suelo. En el andén de enfrente está, como todos los días, la mujer. Sentada en el mismo banco de siempre, tan cerca de él pero a la vez tan lejos, separada por el foso de las vías. Andrade la vio ahí sentada casi todos los días en estos años. A toda hora. Desde su lado del andén, lo mira en plena cara con ojos que parecen de agua. En la punta del andén suena una campanilla. La barrera, roja y blanca, empieza a bajar. Pasan varios minutos. Los autos se van amontonando en el paso a nivel de forma desordenada y se sigue escuchando el tin tin tin de la campanilla de la barrera. Andrade se inclina en el banco para ver la formación, sin embargo, lo sorprende la bocina del tren que llega del otro lado. El tren frena, abre las puertas, pero nadie sube ni baja en esa estación, cierra las puertas, vuelve a arrancar. Andrade mira de nuevo hacia el andén de enfrente. La mujer ya no está. Se queda viendo el banco vacío. Andrade estira los brazos, pone las manos juntas y verifica que los puños de la camisa estén a la misma altura. Otro tren se acerca en sentido contrario. Andrade se para, se toca el bolsillo del pantalón, comprueba que la llave sigue en su lugar. Sube al tren.

Llega a Retiro cerca de la una. En Plaza de los Ingleses para un taxi. A Diagonal Norte y Florida, dice.

La puerta principal del Banco permanece cerrada. Se puede ver con claridad, en el bronce del portón, las huellas de las mazas, cacerolas con las que fueron golpeadas hasta la resignación hace más de diez años. Camina media cuadra por la calle lateral y entra por una puerta chica, de vidrio. Baja por la escalera. No le gustan los ascensores. El mármol cubre los peldaños, las paredes, el pasamanos. A medida que baja por la escalera cuenta los escalones. Sabe que son ocho, descanso, y doce. Sin embargo, los cuenta. Llega al primer subsuelo. Camina por el pasillo. Después baja otro piso. Sigue contando escalones. A medida que baja, el aire se va haciendo más quieto, más frío. Todo es silencio. Mete la mano en el bolsillo del saco. Saca el teléfono. La pantalla marca: sin señal. Llega al segundo subsuelo. En la salita de espera, un hombre gordo de camisa a rayas, detrás de una ventanilla de vidrio, le da a firmar unos papeles y lo hace pasar. Andrade saca de su bolsillo el sobre de cartón. Deja caer en su palma una llave. Es larga, plateada. Cuarenta doce, dice, y pregunta por Ibarra. Ibarra murió el mes pasado, responde el gordo mientras camina por los pasillos, buscando el número en las paredes, cubiertas de piso a techo de puertitas metálicas. En el tercer pasillo, al centro y a la izquierda el gordo se detiene. Se agacha y pasa el dedo por las puertitas mientras va diciendo cuarenta catorce, cuarenta trece, cuarenta doce. ¿Ibarra murió? Quiere confirmar Andrade. El gordo hace que sí con la cabeza. El mes pasado, dice. Toma la llave larga y plateada de la mano de Andrade y la introduce en la cerradura. ¿Cáncer? pregunta Andrade. El gordo introduce su llave maestra. Alza los ojos, niega con la cabeza, y se da en el pecho dos golpecitos secos, rápidos. Abre la gaveta y saca un cofre de hierro largo y pesado. Andrade lo agarra, se encierra en un compartimiento y saca un estuche cuadrado de terciopelo azul. Lo hace girar entre los dedos y lo guarda en el bolsillo interno de su saco. Cierra el cofre, sale. El gordo lo mete en la gaveta. Andrade se acerca y verifica que la puertita diga cuarenta doce. Sube por la escalera. En la calle mira la hora, son las dos menos veinte. Para otro taxi. Al Hospital Británico, dice. 

La sala de espera está casi vacía. Solo hay tres personas antes que él. Andrade se sienta en los sillones azules. Aprieta el estuche en la mano, comprueba que tiene la llave en el bolsillo. Se reclina en el asiento. Carraspea y hace un ruido como de motor con la garganta. La persona frente a él lo mira a los ojos. Alguien dice Morano. Un hombre, a su derecha, se levanta y se dirige a los consultorios. Andrade siente un poco de calor, el pulso se le acelera. Pasa la mirada por la sala, cuenta la cantidad de baldosas que hay a lo largo del pasillo. Después, las que hay a lo ancho. Las multiplica. Cuenta el número de sillones. Se para. Pasa la mano por el bolsillo del pantalón: la llave sigue ahí. Se sienta. Alguien dice Fanega. Se levanta la señora que está enfrente suyo. Al pasar, lo vuelve a mirar a los ojos. Camina hacia los consultorios. Vuelve a sentir calor en las orejas y el pulso acelerado. Aprieta el estuche, lo gira. Lo entreabre. Mira adentro. Lo vuelve a cerrar. Divide el número de baldosas por la cantidad de asientos. Cuenta las dicroicas embutidas en el cielo raso. Al próximo que van a llamar es a él. El número de dicroicas es múltiplo del de asientos, menos dos. El número de peldaños más uno es la raíz del número total de baldosas. Alguien dice Andrade. Se levanta. Se palpa el bolsillo. Entreabre el estuche. Mira en su interior. Camina por el pasillo y vuelve a sentir ese calor que es como si le saliera por las orejas. Entra al consultorio, el técnico está mirando algo en la pantalla de su celular. Le pide que se saque la ropa y se acomode en la camilla. Le coloca los electrodos en las piernas, en el pecho. Cuando termina, enciende el aparato. Lo apaga. El técnico tiene el ceño fruncido, suspira. O protesta. En voz baja. Desenchufa el aparato, lo vuelve a enchufar. Le da un golpecito suave, al costado. Andrade no dice nada. Carraspea. Agarra el estuche de terciopelo azul, lo abre y se lo alcanza. El técnico dice, con mal modo, que haga el favor y se lo coloque como corresponde. Que con razón. Que así no se puede. Andrade agarra el órgano y con un movimiento diestro lo acomoda en su lugar. El técnico enciende otra vez el equipo y dice que cree que no quedó bien ajustado, que parece que está haciendo falso contacto, que pruebe de nuevo, si le hace el favor y mira el reloj de la pared mientras saca del bolsillo de su ambo la lista de pacientes citados y tacha uno, dos nombres. Andrade repite el movimiento como a las cansadas y entonces, sí, las agujas del aparato empiezan a trazar rayas azules, ordenadas, en la cinta de papel.

De inmediato a Andrade lo invaden las nauseas de siempre. Se siente mareado y se agarra con fuerza del borde de la camilla. En su cabeza se mueven sin sentido toda suerte de memorias que lo envuelven, poco a poco, con una fuerza centrípeta. Una pelota. Es una pelota de goma. Azul. Sale de entre los autos estacionados sobre la vereda derecha. La pelota cruza la calle despacio, en el empedrado. El sudor le moja las axilas, le empapa la frente. Aprieta los puños y pregunta, ronco, si falta mucho. Es una tarde de sol. Hay unos autos, estacionados a la derecha. El técnico dice que no falta mucho, solo un poco. Andrade tiene ganas de decirle que le duele el estómago, que siente que algo se le retuerce. La pelota sale de entre dos autos estacionados en la vereda. A la derecha. Calor. En la camilla, Andrade empieza a sentir la garganta seca, dura. Las manos le tiemblan, le sudan las palmas. Andrade se retuerce en la camilla, pregunta en voz más alta si falta mucho. No hay respuesta. Ahora en su cabeza se forma la imagen de una mujer. Está muy cerca de él y habla, habla. Repite siempre las mismas cosas. Siente a la mujer tan cerca que le parece que puede oler su perfume, percibir el roce de su pelo. Las agujas dibujan en la cinta de papel arcos irregulares, rayas desordenadas. La voz de la mujer le llega junto a las otras imágenes, a los otros recuerdos, que aparecen siempre en el mismo orden, sin equivocarse ni una sola vez. Vuelve a preguntar, casi en un grito, si falta mucho. El técnico acerca la boca a la oreja de Andrade y le dice que se quede quieto por favor, si no va a haber que empezar todo de nuevo.

Una tarde de sol. El auto de Andrade que rebota en el empedrado. Andrade suda en la camilla. Las piernas le tiemblan. La voz de la mujer le retumba en el pecho, la imagen de los ojos de ella clavados en su cara. En el aparato, las agujas se mueven sobre la cinta de papel como patas de una araña. Parece que fueran a enredarse unas con otras. Dibujan formas incomprensibles. La pelota azul que cruza la calle. Sale de entre los autos estacionados a la derecha. Una zapatilla blanca. Una zapatilla blanca sale de entre los autos. Una zapatillita blanca que apenas roza la pelota. Dos manitas que quieren agarrarla. Andrade se sobresalta en la camilla. Abre los ojos. Quiere arrancarse los electrodos. El técnico lo agarra por los hombros, le dice que mantenga los ojos cerrados, que se quede quieto. El auto en el empedrado. Las manitas, que casi agarran la pelota, pero se les escapa. Una tarde de sol. La pelota, la zapatillita. Andrade aprieta los dientes. Dos manos. El sol de frente. Andrade se lleva una mano al pecho, toca los electrodos, quiere arrancárselos, una lágrima le corre por la mejilla hasta su oreja, entra en la oreja, siente el oído tapado por ese líquido tibio. El auto de Andrade, el sol de frente, la pelota de goma, azul, una cabecita llena de rulos negros. Brillantes, los rulos negros, al sol de la tarde. El sol de frente, el auto, las manitas, la pelota. Andrade siente en la garganta el gusto salado del llanto. Aprieta los dientes. Traga con dureza. La pelota azul que cruza la calle. Andrade siente escalofríos. Dice, terminemos. Terminemos acá mismo. Las agujas se mueven desesperadas, borronean rayas quebradas, mezcladas, que se anudan en la cinta de papel. Sáqueme todo esto, grita. Sáqueme todo. La mujer que corre, que lo mira a los ojos, que tiene ojos de agua. El auto de Andrade, subido a la vereda. La cabecita, los rulos contra el empedrado.

Andrade siente un sacudón en el hombro. Listo, dice el técnico y tira del cable de los electrodos. Andrade abre los ojos, aterrorizado. No sabe dónde está. El reloj de pared. La pelota azul. El técnico que habla. La señora que habla. Las dicroicas en el techo, el sol de frente. Tiene mucho frío, le castañetean los dientes. Hace calor. Una tarde de sol. Ya puede vestirse, escucha que le dice el técnico y oye la voz de la señora que grita: hablame, Mateo. Hablale a mamá. Mateo, mirame. Y le pasa la mano por el pelo. Mateo, mirala a mamá. El técnico mira el celular mientras enrolla los cables. ¿Terminamos? Pregunta Andrade. El técnico asiente con la cabeza. La señora con ojos de agua sigue en cuclillas en el empedrado, acunando al nene y diciendo, hablame Mateo, hablame. Andrade no espera, lleva la mano entumecida al pecho, agarra con fuerza el corazón, respira hondo y se lo arranca. Siente un dolor agudo, por un momento no puede respirar, ve todo negro, pero aguanta. Sabe que el dolor dura apenas un minuto y que después todo va a ser calma. Coloca el corazón en el estuche. Lo cierra. Se sienta en la camilla, las piernas colgando. Se queda así, cuenta las dicroicas, las baldosas: D es igual a B sobre siete. Ocho por seis cuarenta y ocho, ocho por siete cincuenta y seis. Entre Ríos, Paraná; Corrientes, Corrientes; Chaco, Resistencia; Misiones, Posadas. En el reloj de la pared son casi las tres. Se viste con dificultad, no puede hacer pasar el botón de la camisa por el ojal. Carraspea, hace el rumor con la garganta, carraspea otra vez. La Pampa, Santa Rosa. Siente los dedos torpes, tiene las yemas un poco azuladas. Una gota de sangre le mancha la camisa, a la altura del bolsillo izquierdo. Buenos Aires, La Plata. Termina de vestirse. Sale del consultorio. Alguien dice Castro, y una mujer en la sala de espera se levanta de su silla y camina por el pasillo con un chico en brazos. 

Al salir del hospital, Andrade camina despacio por la vereda. Es una tarde de sol. Aprieta el estuche entre las manos. Se palpa el bolsillo. Ahí sigue el sobre con la llave. Respira hondo. Guarda el estuche en el bolsillo interno del saco. Camina. Cada tanto se para. Pone un pie al lado del otro. Mide el taco, la punta, el arco interno de los pies.

Controla que los cordones estén del mismo, exacto largo. 

 

Arrollado

 

Ella extiende la carne sobre la mesada, y en su cara se dibuja una mueca de disgusto: la carne está llena de grasa y eso la va a retrasar. Menos mal que el carnicero le aseguró que la había limpiado bien; le dijo, vaya tranquila, que la prepara en dos patadas y le sale una manteca, pero ahora la mira, pasa la mano por esa superficie que le resulta repugnante y piensa que va a tener que sacar toda esa grasa si quiere que el matambre le salga como todos esperan. Mira el reloj y se pregunta si lo hará a tiempo; camina hasta el pie de la escalera, se queda en silencio, escuchando, pero no se oye nada, todo está tranquilo; se limpia las manos en el delantal, abre el cajón de los cubiertos y agarra la cuchilla afilada; sale al patio y camina hasta el borde de la veredita, ahí donde una franja de cemento deja lugar a un cantero de alegrías del hogar, se agacha y pasa varias veces el filo de la cuchilla por el borde rugoso; el acero contra el cemento hace un ruido agudo. Cada vez que realiza este trabajo se acuerda de su madre afilando el cuchillo que el tiempo había ido comiendo casi hasta la empuñadura. Su madre raspaba el cuchillo contra el piso con una energía que se le transmitía a todo el cuerpo. La recuerda así, como si no hubiera hecho en toda su vida otra cosa que esa, estar en cuclillas, afilando la cuchilla. Ella no es como su madre, pasa muy lentamente la hoja para un lado y para el otro y el metal hace un ruido seco, como una vara cuando cimbra el aire; trabaja la cuchilla de una manera pausada y cuando la siente lista vuelve a la cocina, agarra un bizcochito del paquete, se lo lleva a la boca y toma un mate. Empieza, con prolijidad, a despegar el colchón de grasa de la carne. A medida que trabaja queda sobre la mesada una película muy fina, del color del vino, quizás más oscuro todavía. Trabaja en silencio. A sus pies, el tacho de basura, limpio y con bolsa nueva, recibe los jirones de grasa. Cada tanto vigila con un ojo la cacerola donde hierven los huevos, pasa el trapo rejilla y emprolija la mesa de trabajo. Alza la cabeza, presta atención: le parece que escuchó un ruido, como un quejido, pero por ahí se equivoca, tal vez sea la perra que se estira en la canasta, algo en la casa del vecino. De todos modos, siente que el cuerpo se le pone tenso, se queda muy quieta, la cuchilla en el aire. No respira siquiera, sólo escucha. Todo es silencio. Ceba otro mate y come más bizcochitos, que le hacen acordar a cuando era chica, no sabe por qué. Cuando termina de trabajar la carne, saca los huevos de la cacerola y los deja un rato bajo el chorro de agua fría; después los hace rolar sobre la mesada, apretándolos un poco y los pela. Tira las cáscaras a la basura, vuelve a pasar el trapo. Pero no está del todo tranquila, un escalofrío le recorre la espalda, hay algo que la pone tensa, no llega a ser una sensación. Se vuelve a quedar quieta y entonces sí, lo escucha: el quejido. Pero es sólo una vez y después otra vez el silencio. Vuelve al trabajo, pero ahora sus movimientos empiezan a ser un poco más acelerados. Pone una capa de zanahoria y perejil bien distribuida; tira el bol en la pileta, junto con las otras cosas sucias, y pone los huevos duros en fila, uno al lado de otro, a dos centímetros del borde más corto. Una vez escuchó decir, no recuerda dónde, que sería mejor ponerlos en mitades, para que no se resbalen. Para ella quedan mucho mejor enteros, cuando se cortan las rebanadas se ve bien el centro amarillo, rodeado de la clara. Agarra la punta de la carne con cuidado y la enrolla sobre la fila de huevos duros. A medida que enrolla va apretando la carne con toda la fuerza de las dos manos. Ahora sí, está segura, llega del piso de arriba, además del quejido, que es fuerte, el laleo suave de Nachito, que juega en la cuna, cada tanto tose o estornuda. Termina de arrollar y presiona otra vez la carne para que quede bien compacta, cierra con fuerza las manos y aplasta con todo su peso, porque todo tiene que quedar bien apretado. Uno de los huevos está a punto de escapar por la punta; ella le cierra el paso, doblando el extremo del arrollado para arriba. Gira la carne en la mesada y lo vuelve a apretar, sabe que no hay nada peor para el matambre que, cuando se cortan las rebanadas, se desarme y, en lugar de rebanadas, queden tiras de colores en la bandeja. Sostiene el rollo con la mano izquierda, y se estira todo lo que puede para agarrar el carretel de hilo que le quedó en la otra punta de la mesada. No quiere interrumpir el trabajo, tiene que terminarlo lo más rápido que pueda, porque el nene ya está despierto hace rato y la paz no va a durar mucho. Cambia la yerba, golpea varias veces el mate contra el borde del tacho de basura. Oye al nene jugar en la cuna, todavía medio dormido, la vocecita la la lo alala, mechada cada tanto con algún lloriqueo y sabe que le queda poco tiempo, que poco a poco el lloriqueo va a ser más insistente, más imperioso. Quiere terminar antes de que, arriba, Nachito se despierte por completo. Pasa lista, mentalmente, a todo, no quiere que falte nada. La torta le quedó perfecta, le va a poner arriba un tren de mazapán. Agarra la punta del hilo con la izquierda y con la derecha envuelve muchas veces el matambre, lo piala, tira cada dos o tres vueltas para que quede firme. Suena el teléfono; agarra el tubo con las manos sucias y corta la comunicación. Gente que llama porque está aburrida, porque quiere vender algo o está al cuete, nomás, porque llamados importantes, por ejemplo del padre del chico, ninguno. Escucha al nene llamar más fuerte y se siente una tonta, cómo es que no se avivó de desconectarlo, un día como hoy que no quiere que la interrumpan. Todavía le queda hacer el repulgue de las empanadas, que el relleno le salió medio chirle. Vuelve a atar muy bien el matambre, pasando el hilo muchas veces para un lado y para el otro: quiere que le salga perfecto. Hace un nudo y tira fuerte.

Desde que sonó el teléfono el nene no deja de llamarla, escucha la vocecita diciendo am, am, y también ma, pero ella no puede ir, ahora no, que espere un minuto que termina y entonces sí, se sienta con él. Un minuto y ya termina. Pensar que no hace tanto, el nene no estaba. No estaba en la casa, no estaba en su vida. A veces le cuesta mucho recordar qué hacía, cómo vivía sin ese chico; pero el chico está llorando cada vez más fuerte, porque es su hora de la teta. Ella tiene la camisa empapada desde el primer berreo, y eso que ahora el nene toma menos, casi nada, porque el doctor ya le empezó a dar comida, pero una compañera le dijo que mejor no le corte de golpe, que de a poco, y la verdad es que ella no tiene ganas de cortarle, le da pena. Pero ahora que Nachito ya come papilla ella se siente siempre mal, todo el día con las tetas hinchadas y si se llega a sacar la leche es peor, porque al rato le sale más. Cuando está en el supermercado, basta con que oiga algún chico llorar, ahí nomás se le escapa un chorro de leche y tiene que dejar la caja para ir a cambiarse el uniforme. Ahora tiene el pecho hinchado, siente la leche que le cae por la panza. Escucha al nene que la llama desde la cuna a los gritos, pero antes quiere poner a hervir la olla, así ya va marchando; piensa que el mantel fino está casi seco, sólo le falta una pasadita de plancha mañana a último momento y poner las servilletas de colores, de varios colores, mezcladas para dar más alegría. Y vasos de colores también va a poner, que en las fotos salen lindos, los vasos, las servilletas rojas, verdes, con flores y globos, muchos globos en las ventanas, en la puerta, en la lámpara. Y al nene, el conjunto nuevo, azul, que compró la semana pasada, tan canchero que parece un hombrecito. Ella todavía no sabe qué ponerse, le da igual. El pantalón negro, seguro, aunque no sabe si le va a entrar. Se pregunta cómo es que pesa más que durante el embarazo; nació el chico, salió la placenta, todo y ella sigue pesando lo mismo, más, pesa más, el pantalón negro por ahí le entra, pero cree que no. Nachito llora. Ya va mi cielo, ya va mamá, dice en voz alta y se apura a terminar. Abre el bajo mesada y busca la olla. Se acomoda el pelo detrás de la oreja, dura sólo un instante que le vuelve a caer sobre la cara. Tiene calor, aunque está en bombacha; cuando llega del trabajo se saca toda esa ropa que le molesta, que le aprieta. A veces extraña la ropa de embarazada, el botón del pantalón del uniforme se le clava en la cintura, el corpiño se le corre, la camisa no le cierra. El nene sigue llamando. Ya va, amor, ya va mamá, dice, pero tiene la cabeza adentro del bajo mesada, lo más seguro es que el nene no la escuche, la leche le cae en un chorro por la piel de la panza, tiene que correr todas las cacerolas, sartenes, que están delante de la olla, la pone en la bacha y abre la canilla, mientras se carga de agua, tira todas las cosas otra vez adentro, pasa un trapo por la mesada, agarra el último bizcochito, lo mastica dos, tres veces y traga apurada. Ya va Nachito, ahora sube mamá, dice con la boca llena. Vuelve a pasar el trapo por la mesada. Al nene le va a poner el conjuntito nuevo y ella, por ahí, si le entra, el pantalón negro. Ahí, bien enrollado y atado, descansa el matambre sobre la tabla de picar; ella lo mira y piensa que visto así parece un chico; un chico que espera que lo vengan a alzar de la cuna, a cambiar los pañales; un niño en un altar de sacrificio. Estás re loca, se dice y se estremece de pensar que en un ratito va a tirar el matambre a la olla hirviendo. Sube corriendo las escaleras, y entra a la pieza de Nachito, toda azul, con la guarda naranja de jirafas que le pegó ella misma hace poco. Entra a la pieza, agitada, respirando fuerte, por haber subido las escaleras. El nene, agarrado de la baranda de la cuna, llora, calza un pie, otro, como si quisiera escapar, tiene la cara roja por el esfuerzo, ve a la madre, y le tira los bracitos, llora más fuerte y se ríe, en medio del llanto, en una emoción descontrolada. Ella lo alza, le pasa una mano por el pelo, se lo despega de la cara, le limpia los mocos con el borde de la remera, le seca las lágrimas. Ya está, amor, ya está, acá está mamá, le dice y lo besa en la cabeza, en el cuello. El chico se calma, pero de a ratos es como si se acordara y empieza otra vez a llorar. Puede sentir la respiración fuerte del chico. El nene hipa, la cara empapada de lágrimas y moco, busca la teta con las manos, las mete por el escote de la remera, busca con la boca. Ella siente que la leche vuelve a salir, pero dice no, ahora no, esperá un cachito que mamá todavía no terminó; comprueba que el pañal esté seco y se calza el nene en la cintura y baja con cuidado las escaleras. Con una mano sostiene al hijo y con la otra agarra la olla y la pone al fuego, mira al chico, se balancea y le canta, Estaba la paloma blanca… tira adentro las cebollas, zanahorias …Con el pico cortaba la rama… hojas de laurel, un buen puñado de sal y el matambre, cuidando de que quede bien cubierto por el agua. Tapa la olla …Con la rama cortaba la flor… y sabe que quedan cuatro, cinco horas de fuego todavía, o sea que hasta las doce, doce y media no se va a poder ir a dormir …Cuando vendrá mi amor… termina la canción y dice bravo, bravo, de modo muy exagerado. 

Se sienta en una silla, se levanta la remera. El nene muerde la teta, clava los dientes con avidez y con bronca. Ella grita, y está por darle un chirlo. Quiere tirarle del pelo, tirarlo lejos, al piso. Unas lágrimas calientes le salen por los ojos. Lo separa de su pecho y dice despacio, Nachito, despacio, que a mamá le duele. Y lo vuelve a dejar que se prenda a la teta. El bebé, más tranquilo, mama. Ella puede escuchar los suspiros, el ruido de la leche pasando por la garganta. Sacude la cabeza y trata de pensar en otra cosa, le da miedo lo que piensa, con la suerte que tuvo, con ese hijo tan sanito, tan lindo, cuando hay otras que... El nene toma la leche y es como si empleara todo el cuerpo para tomarla, absolutamente concentrado en esa teta que en este momento es todo su mundo. Diez minutos después, como dice el doctor, lo saca de la teta y lo pasa a la otra. El nene vuelve a tomar la leche, esta vez con los ojos abiertos, cada tanto interrumpe, mira a la madre en plena cara y sonríe. Lalea. Se mete una mano en la boca, junto con la teta, estira la otra mano a la cara de la madre. La mamá atrapa esa mano con la boca, le da mordisquitos, mientras le dice ¡ma-má! ¡Ma-má! El nene mira la boca de la madre, serio, fijo, después, como si se acordara en qué estaba, sonríe y vuelve a buscar el pezón y a mamar y a mirarla y ella vuelve a sentir, tal cual, como le dijo alguna vez alguien, no se acuerda quién, hace mucho, que nunca, nunca en una vida, ni en diez vidas, nunca, ningún hombre, jamás, va a mirarla con esos ojos. Por un rato se quedan los dos en silencio, pero después los ojos de ella se clavan en el reloj que cuelga de la pared, en la sartén con el relleno de las empanadas, los paquetes de discos para hacer el repulgue, el bollo de tela blanca que es el mantel fino, para planchar; el piso de la cocina lleno de grasa, de migas, de cáscaras de zanahoria, de cebollas. Para cuando vengan todos la cocina tiene que estar limpia, hay que darle una trapeada al piso de la sala, inflar los globos, terminar de decorar la torta. El nene, con la boca llena de teta, canta, lalea y toca la cara de la madre, pero ella ahora está ensimismada en la lista de cosas que tiene que hacer, mueve la cara con brusquedad, como espantándose esa mano, como si esa mano fuera una mosca o una araña y también se mira las uñas con el esmalte saltado. Se levanta y todavía con el nene al pecho va hasta la sala, vuelve arrastrando el corralito y lo instala en medio de la cocina. Saca al nene del pecho, que protesta, le da dos o tres palmaditas hasta que eructa, le da un beso y lo sienta ahí dentro. Se acomoda un poco el pelo, tiene la espalda hecha un nudo, se masajea la nuca y empieza de nuevo a trabajar. El nene se para en el corralito, agarrándose del borde, llama. La madre saca de la alacena un pan un poco duro, de ayer o de antes de ayer, muerde un pedazo y el resto se lo da al chico. El agua de la olla ya empieza a moverse, calcula que en unos veinte, veinticinco minutos va a soltar el hervor. Abre el paquete de tapas, empieza, con cuidado, a despegar la primera. Prueba el relleno. Se lleva a la boca una cucharada grande, llena. Después otra y está tentada de comer otra más, pero se arrepiente y empieza a rellenar la primer empanada y a hacer el repulgue. Sabe, aunque está de espaldas, que Nachito está molesto. El nene golpea con el sonajero y hace una especie de puchero. ¿De quién es el cumple de mañana?, pregunta con voz zalamera y sigue con la segunda, con la tercer empanada, yendo una y otra vez de la mesada al corralito, pero trabaja sin paz, bajo la supervisión y el control del hijo. Siente que el chico le exige que termine pronto, que sea eficiente para que quede disponible para él, toda para él. El nene lloriquea, muerde el pan, se atraganta, tose. Llora. La madre se asusta, después suspira con enojo, debe de ser que lo está malcriando, como le dijo alguien, hace poco, porque no es posible que este chico pida, pida, pida, sin límites. Este chico no tiene límites, como le dijo otra, el mismo día. Así se empieza, también le dijeron en otro lado, cree que en el jardín. Agarra un sonajero y lo mueve. Canta que los cumplas feliz, que los cumplas, Nachito, pero canta rápido y mal y sin ganas y no mueve el juguete el tiempo suficiente que ya lo suelta y vuelve a lo suyo y el nene de nuevo a llorar. Cierra seis, siete empanadas más, soportando el llanto. Afuera se hizo de noche y es la hora de las brujas. El nene se pone llorón y caprichoso, y ella reza todo el día para que esa hora no llegue nunca porque no soporta todo ese llanto, no sabe lo que le pasa, lo alimenta, lo cambia, lo alza y el nene llora, llora. Nachito berrea, revolea los juguetes por la cocina, llora más fuerte, y la madre come más relleno y canta el elefante trompita casi a los gritos –si tan solo se callara un minuto, por dios– y también tortita de manteca. Y ahora es ella la que está empacada y no quiere interrumpir por nada del mundo lo que está haciendo porque, al final, hace meses y meses que ella vive así, presa de este chico, como le dijeron. Quiere terminar de una buena vez. Por una vez hacer lo que se le canta. Y lo que se le canta es terminar de preparar todo para la fiesta. Ahora termino y te hago upa, le dice. Tenés que esperar; tenés que aprender a esperar, todos tenemos que saber esperar. 

El agua hierve, una espuma acre levanta la tapa de la olla y se derrama por el costado; ella se apura a retirar la tapa para que baje la espuma, pero se quema la mano con el vapor, suelta la tapa, se chupa la mano quemada, la tapa se cae sobre el pie, le duele; el nene llora a grito pelado, ahora espantado por el ruido de la olla. Ella se da vuelta enfurecida y tira al piso la sartén con el relleno de las empanadas.

Mira el estropicio en el suelo mientras se chupa la mano.

Callate de una vez, dice.

Callate.

Pisa el relleno caído en el piso, se resbala en la grasa, se tuerce un pie. Agarra al nene de un brazo, lo zamarrea y le grita ¿te vas a callar sí o no? Y después, como él no se calla, lo alza por encima de la baranda, tirándolo del brazo y se lo calza en la cadera. Tiene el piyama enchastrado de vómito. Perdió una media. El chico por un momento se queda mudo, con los ojos muy abiertos. Después ella ve cómo la expresión le va cambiando, hasta mirarla con susto. La madre respira hondo, pasa una mano por la frente, por los hombros del hijo, pero de pronto él le da una palmada en la cara y después otra y otra más y empieza a patalear y a llorar de nuevo. Callate, grita, callate de una vez, te digo. Dejá de gritar así. El teléfono vuelve a sonar. Agarra el tubo y lo tira contra el piso. Vuelve a resbalar en la grasa. Así que no te querés callar, dice. No te pasa nada. Se limpia unas lágrimas que le empañan la vista. No te pasa nada de nada. Capricho. Puro capricho. Yo te voy a enseñar, le dice. Vos a mí me tomaste el tiempo. Lo agarra por los hombros, fuerte; el nene grita, tiene la cara completamente roja, hipa, tose, toma aire y vuelve a gritar. Te digo que te vas a callar, grita, pero ahora su voz es aguda, estridente, como si hiciera un enorme esfuerzo por salir de esa garganta tan apretada. Le pone la mano sobre la boca, y el llanto de él, sofocado, la altera más, le pega en la cola; terminala, dice, y después otro y otro más hasta que le duele la mano. Con cada golpe ve la cabecita del nene que se sacude. El nene abre la boca y vomita la leche, que cae, espesa, sobre la mesada. Ella se queda de una pieza, mira esa mancha viscosa, mezcla de leche, de mocos, sobre la mesada, sobre las cosas que está preparando para la fiesta de mañana y de pronto su voz se oscurece. Es una voz negra y hueca, como si saliera de un pozo, como si saliera de un cuarto cerrado. Lo mira fijo. Quieta. Abre la boca apenas y dice muy despacio, en el límite de lo audible, ahora vas a ver. Habla con la mandíbula apretada, los labios rígidos. Agarra fuerte los bracitos del nene. Se inclina un poco hacia la hornalla. Mira al chico fijo, no parpadea. Se inclina un poco más hacia la hornalla, las manos sobre los hombros del nene, cerradas, como garfios; las uñas se clavan en la carne blanda de los bracitos. En la olla, el agua hierve, explotan las burbujas al llegar a la superficie y es como si ametrallaran al arrollado que se mueve, como enloquecido. El nene pega un grito que es un alarido. Ella gira la cara, con rechazo, y empieza decir vas a ver, con esa voz oscura, pero no llega a terminar la frase porque un calor intenso le quema la mano; grita, da un salto hacia atrás, aleja la mano del borde de la olla hirviendo. Se siente confundida, hay algo que le cuesta entender hasta que de pronto, como si hubieran encendido todas las luces del mundo, como si se viera a sí misma desde la punta de un árbol, la lámpara de techo, otra vida, algo vuelve a ponerse en funcionamiento, aparecen los sonidos, los olores, los colores y entiende que está ahí, contra la cocina, los dedos crispados sobre los hombros de Nachito, sosteniéndolo sobre la olla que hierve. Gira en redondo, queda de espaldas a la hornalla. Aprieta al nene contra su cuerpo. No puede respirar, tiembla. El corazón le golpea en las sienes, en la panza. Las piernas se le doblan. Cae de a poco, así, con la espalda apoyada en la pared, el nene agarrado fuerte, contra su pecho, como si en cualquier momento se le fuera a caer. Resbala muy despacio, el nene contra ella como si escondiera entre las ropas un objeto robado, hasta que al fin llega al piso y entonces una sacudida le quita el aire, en seguida otra y otra más. Le saltan las lágrimas. Sentada en el piso de la cocina, llora. Se balancea hacia atrás y hacia adelante mientras tararea algo y llora.

 

Inicios de invierno

 

¡Paso, paso! grita don Pablo y avanza por el corredor del primer piso. Al viejo, las piernas no parecen salirle de abajo del tronco sino de los costados, arqueadas hacia afuera, como quebradas en las rodillas. Camina oscilando el peso del cuerpo entre uno y otro pie, acompañado del tintinear de las mil llaves que le cuelgan del cinturón. Los alumnos, al verlo venir, se aplastan contra las paredes y de ser posible se harían humo. En la mano lleva la cinta de acero, terminada en un gancho, que usa cada vez más seguido para destapar las cañerías. Dos pasos más atrás lo sigue Gerardo, que se raspa, cada tanto, el costado de la pierna contra el balde de aserrín que lleva en su única mano, tiene el escobillón encastrado en el muñón de su otro brazo, cortado a la altura del codo. El escobillón golpea los talones de don Pablo a cada paso: Managgia l’anima, Gerardo, dice el viejo, y sigue caminando. Desde la punta del corredor dan la imagen del Séptimo de caballería o los Jinetes del Apocalipsis. Paso, paso, vuelve a gritar el viejo metiendo la lengua entre los labios para separar los maxilares desdentados. Los chicos, al verlos venir, huyen; el corredor queda por un momento hueco salvo por los papeles de alfajor, las hojas dobladas, que se amontonan en algunas partes. Huyen hacia donde pueden y sólo de a poco vuelven a llenarlo con sus cuerpos, con sus voces.

En el micro los chicos saltan en los asientos, escupen por las ventanillas y gritan malas palabras con la energía contenida de veintitrés reos, liberados después de ocho horas sin recreo en el patio por la lluvia. Cuatro veces toca el chofer la bocina frente a la casa de dos plantas, con todas las ventanas cerradas, sin que nadie se asome a la puerta. Al bajar del colectivo los pies de Viviana se hunden en el agua hasta los tobillos, los canadienses se ponen pesadísimos y se le salen a cada paso. El micro hace sonar la bocina una vez más antes de que una Boni cansada o indiferente abra la puerta. La casa está casi a oscuras, sólo encendida la lámpara del recibidor, en un silencio de bóveda. Se saca el blazer de paño que, mojado, tiene olor a perro muerto y, como si un rayo le cortara la mano, suelta la valija de cuero que no tiene otra opción que caer así, vertical. Pasa el hall de entrada y llega a la cocina donde la madre está cosiendo los botones de un piyama. Tiene todavía puestos los ruleros, sostenidos por una redecilla negra. Aunque recién es la hora de la leche, ya hierve una olla hace largo rato: los vidrios están empañados y los azulejos chorrean. Boni volvió a su puesto, detrás de la montaña de ropa para planchar que espera su turno sobre la mesa. Por el olor, la nena sabe que en la olla se está hirviendo acelga, y ese vapor reconcentrado le llena la boca de una saliva amarga. 

En el baño, el agua inunda el piso, avanza por el corredor y cae en cascada por la escalera. Don Pablo camina con cuidado, hundiendo los borceguíes en ese charco, busca con la mirada el origen del desastre; no tarda en encontrarlo: el primer inodoro de la fila de la derecha del baño para señoritas rebalsa generosamente toda su porquería; un flotante roto que pierde agua hace el resto. Quiere cerrar la llave de paso, pero la manija gira en falso. Mannaggia la miseria, maldice en voz baja. Gerardo, pasame la cinta, dice, y Gerardo le acerca el rollo de acero que termina en un gancho. Don Pablo pone un pie a un lado del inodoro, y pasa una, dos, tres veces la cinta por el sifón, pero no consigue arreglarlo y hace lo único que puede: anula el flotante del baño, tapia la puerta del box y se dispone a secar un poco el piso. Mientras don Pablo pasa el secador, Gerardo saca el aserrín del balde y lo tira sobre los charcos. Después lo rocía con kerosene y se dedica sin ganas a barrer el aserrín. Con eso se da por terminado el aseo del baño de señoritas del primer piso. Esa noche, cuando vea al Padre Jorge, don Pablo le va a informar que hay que despegar el inodoro, que lo más probable es que se rompa y que entonces no va a quedar otra que dejarlo anulado. El problema es, justamente, que en ese piso, por un motivo u otro, ya están anulados otros cinco. 

Sacáte esos zapatos, me hacés el favor, le dice la madre sin mirarla. ¿No ves que estás enchastrando todo? Justo hoy que Boni rasqueteó y pasó la cera. Poneles papel adentro para que no se deformen y la punta del palo de escobillón. Y esas medias mojadas; te vas a agarrar una pulmonía. Me fue bien en la prueba, ma, empieza a decir Viviana, la de ciencias me puso un ocho y... Porque no estudiaste nada, interrumpe la madre, si hubieras estudiado algo te hubieras sacado un diez. Mientras habla, termina de coser, hace un círculo con la aguja enhebrada, después un nudo y con los dientes corta el hilo. Se saca un trozo de hebra de la boca, alza los ojos y ahora sí la mira. Así, con los anteojos, la madre parece una lechuza o un búho. Boni llega con la taza de leche hirviendo, la nena se corre contra la pared, como si pasara Don Pablo. Después subí a tu pieza, dice la madre mientras Viviana ve formarse lentamente la nata en la superficie de la leche. Dejé sobre la cama el corpiño que te compré; todavía no te lo pusiste, es la última vez que te lo digo: Ojito con irte mañana a la escuela sin el corpiño.

Porca miseria. 

Don Pablo grita, la cara metida en la taza del inodoro. Los golpes de la maza contra el formón no logran despegarlo del piso. En cuclillas, maneja las herramientas como puede en lo reducido de aquel espacio. Managgia, vuelve decir, y a golpear. Golpea y vuelve a preguntarse, como todos los días, por qué el padre Jorge no les pide a esas familias tan finas que todos los meses donan reclinatorios, confesionarios y bancos para la iglesia, por qué, se pregunta, no les pide que donen, en cambio, una canilla, un depósito, algún inodoro de vez en cuando. Que alguna de esas familias done un inodoro y él le pondría una plaquita de bronce, bien brillante, que diga, por ejemplo: 

A la memoria de Nené

Mancuso de Ayerza.

O si no

Teresita Iparaguirre de Campos,

QEPD.

Sí. Él mismo las atornillaría sobre los depósitos de agua, o a las puertas de los baños. Se encargaría de sacarles lustre cada semana.

Los muebles severos, el olor a cera en todo el cuarto, las paredes blancas. Un crucifijo. Una rama de olivo seca colgando del crucifijo. Sobre la mesa de luz, un libro amarillento: Cuentos para Verónica. La silla, el escritorio inglés, el lapicero, el cartapacio. Y sobre la cama, como una orden de captura, como una admonición, el corpiño blanco que la espera en silencio. Viviana tiene, de pronto, ganas de vomitar: la náusea le sube desde el estómago, las arcadas le impiden respirar; un revoltijo en la panza como cuando tiene que pasar al frente, pero estas son mucho, muchísimo más fuertes. Se acerca a la cama, agarra el corpiño. El nylon es rústico, raspa. Tiene unos breteles de un elástico brillante. Se abrocha atrás, con unos ganchos enormes. Se saca el pulóver azul, desliza el nudo de la corbata, la sostiene en su mano un rato, como una horca. Después se desabotona la camisa. Se mira las tetas. Dos bultos que a veces arden como prendidos fuego, apenas más prominentes que la cintura que ese año se le empezó a marcar. Una cintura redondeada y esponjosa, una esponja que también le creció en las caderas, en la cola, en las piernas. Viviana se mira de a una cosa por vez y después todo junto. En su aula las chicas todavía no usan corpiño, todas son esqueléticas, chatas. Chatas de adelante, de atrás, de los costados. Ella, en cambio, ahora tiene cintura, tiene cola y tiene esas tetas que a veces le arden como prendidas fuego. Con resignación, empieza a ponerse el corpiño. Es difícil, se le tuercen los brazos de tratar de engancharlo en la espalda. Le aprieta los hombros. El nylon le raspa. Se viste y se queda así, quieta, tratando de soportar eso que le cierra el pecho, que le tironea de los hombros. Trata de aguantar. Enciende la tele y se queda mirando la pantalla sin saber bien qué mira. Se le caen unas lágrimas. Si la madre la viera le diría, de qué estás llorando. No porque le interese el motivo, sino más bien como retándola por ser una tarada, como siempre, que se queja de lleno, nomás, con tanta gente en el mundo que pasa necesidades, los tullidos, los enfermos y los chicos desnutridos del África. 

El padre Jorge ni lo escucha y mientras tanto la escuela se viene, lentamente, abajo. Día a día se derrumba un poco más. Don Pablo mete la punta del cincel debajo del pie del inodoro y hace palanca. Toda esta gente, piensa, siempre preocupada de misas y de santos. Y la escuela que se viene abajo. Y el padre Jorge, que no le hace caso, meta misa, confesión y bautismo, sigue pensando don Pablo arrodillado frente al inodoro, no le hace caso que la escuela se viene abajo. Mete el cincel más profundo y vuelve a hacer palanca, pero el inodoro no se despega. Así, en esa posición, de rodillas al lado del inodoro, en el poco espacio que le dejan las paredes del box, tiene la cara casi adentro del agujero. Una gota de sudor hace rato que le baila en la punta de la nariz. Puta Eva, dice, y se pasa el brazo por la frente, para secarse. La gota de sudor cae en el inodoro seco. Corre entre las líneas de sarro amarillento hacia el sifón. Deja el cincel y agarra el formón. Lo mete y hace palanca. No mucha, para no romper nada. Putana, dice. Va a hablar él mismo con alguna de las señoras, las va a agarrar en el atrio, antes de misa. 

La luz del baño le lastima los ojos, pegados de sueño a esa hora de la mañana. Viviana se lava sin ganas y se pone el corpiño, y después, como todos los días, la camisa limpia, la corbata, el jumper. Se ata el pelo. Se sube las medias hasta la rodilla, se lustra los zapatos. Tampoco ese día toma la leche porque, como todas las mañanas, una Boni soñolienta y desaprensiva la pone sobre la mesa, hirviendo, medio minuto antes de que llegue el micro. Ella ve el humo que sale de esa taza, la nata que se forma y siente que algo adentro suyo, a la altura del estómago, se le dobla. Boni lava en la pileta las tazas, la lechera, y Viviana ve cómo se sacude su espalda gorda, atravesada por las correas de un corpiño negro, que separa las carnes en canelones anchos, y se trasluce a través del celeste claro del uniforme. Piensa en las tetas de su mamá, que vio una vez de refilón en el baño, como dos bolsas de agua caliente, vacías. Y después, las tetas puntiagudas, como fusiles, que tiene cuando sale con el corpiño marrón puesto. El micro insiste con la bocina, la nena sale, tiene el estómago revuelto, la garganta cerrada. Llovizna. En el micro saca la cabeza por la ventanilla, respira todo el hollín del escape. 

Cada vez que Gerardo exhala, el humo del cigarrillo se mete en la oreja de Don Pablo, que tiene la cabeza metida casi detrás del inodoro. Mira de cerca cómo el viejo da el último golpe a la maza y termina de despegar el inodoro. Lo mueve un poco, lo levanta, lo inspecciona. Una línea negra lo recorre en diagonal. Maldice otra vez el viejo y pone el inodoro a un costado y apenas lo apoya contra el piso, se parte en dos, de forma limpia, casi equitativa y queda así como una almeja abierta al medio. Don Pablo, en cuatro patas, mete la cabeza por el agujero del piso, trata de desentrañar el mapa de las cañerías mientras palpa a ciegas, buscando la cinta de acero que dejó tirada. Gerardo enciende un cigarrillo y la acerca con su borceguí. El viejo mete la cinta en el agujero y la hace avanzar, despacio. Empuja, empuja, pero a los pocos centímetros, diez, quince, la cinta hace un giro brusco y se dobla dentro de la cañería. Tutti ignoranti, estos criollos, le dice a Gerardo. Non si puede ponere un codo así in una cloaca. Repite dos o tres veces el procedimiento: la cinta choca contra el codo, empuja con más fuerza, pero el acero se dobla sobre sí mismo y la cosa no avanza. Per questo pasano las cosas que pasano, en esta escuela. Puta Eva, dice mientras piensa cómo va a decirle al padre Jorge, esa noche, que hace falta levantar el piso, picar la pared.

Las paredes de la escuela condensan la humedad y en las aulas se agolpa un olor aceitoso, que puede ser la mezcla de lana mojada, con fritura y perro, o papeles viejos y medias usadas; un tufo aceitoso y singular que sólo puede nombrarse así, olor a escuela con lluvia. Viviana llega hasta la última aula del primer piso, el tufo le golpea en la cara, aumentándole las náuseas, tira la valija al costado del pupitre, se sienta en su banco, y con los pulgares intenta tres o cuatro veces acomodarse los breteles del corpiño. En el recreo las chicas desalojan a los varones de los pasillos y despliegan los elásticos y las cuerdas, pero ella pierde en seguida las ganas de jugar: cada vez que alza el brazo para darle vuelta a la cuerda, el corpiño se le corre y es un esfuerzo tremendo volver a poner todo en su lugar. 

Respira con dificultad. Deja el formón y la maza al costado del pozo y se agarra de la manija de la puerta que, sacada de las bisagras, descansa inclinada contra la pared. Tutti ignoranti questi criollo, dice y se levanta agitado. Se masajea las rodillas doloridas, y se acomoda la cintura del pantalón. El inodoro descansa, partido como una manzana, sobre la mesada de las piletas que hace años no andan. Don Pablo, parado sobre la montaña de escombros, mira el pozo largo que acaba de cavar, una especie de trinchera que picó en el contrapiso, buscando la cañería, que atraviesa todo el baño en dos, y cuando llega hasta la pared sube unos cuarenta centímetros hasta la cámara de desagüe donde confluyen todos los caños de las piletas, de los inodoros y algún que otro pluvial, en el troncal de la cloaca. Desde ahí puede ver el laberinto de caños provenientes de todas direcciones que vienen a morir a este caño grueso, definitivo, y dice, resignado: Gerardo, dame la cinta. Gerardo, resignado también, se la alcanza una vez más, mira el reloj y bufa. Está aburrido, mojado, lleno de polvo y con hambre. Hace veinte minutos, sabe, en el comedor sirvieron la comida, y no quiere perdérsela aunque hoy no haya más que sánguches de fiambre: otra cosa no pudo prepararse, si este bendito hombre hizo cerrar la llave maestra y hace horas que tiene a toda la escuela sin agua.

Viviana ve caer la lluvia en los charcos del patio sentada en el piso de la galería. Tiene sueño y bronca; tiene ganas de vomitar y de que nadie la moleste. Volcó el agua de las acuarelas arriba del registro de inasistencias tratando de arreglarse el bretel que se le cae, y a la vuelta del recreo los chicos habían dibujado un corpiño en el pizarrón y escrito VIVIANA. Cada tanto levanta un hombro para acomodar el bretel del corpiño, o tira con fuerza del elástico para volver a poner en su lugar todo eso. Así se queda un buen rato, mirando caer la lluvia. Cada tanto, el bretel vuelve a resbalarse por el hombro y ella lo tira para arriba. Don Pablo empieza a pasar la cinta por el agujero de la pared. El gancho grande, pesado, de la punta empieza a bajar por el caño troncal. Viviana lleva dos amonestaciones en la libreta por lo del registro de inasistencias y seguro que la van a poner en penitencia. Una lágrima está a punto de caerle por la mejilla, pero se la saca de un manotazo y por ese mínimo movimiento, el corpiño se le corre para el costado. La cinta baja sin dificultad unos treinta, cuarenta centímetros, después se detiene, don Pablo empuja con fuerza, la gira y la cinta encuentra un paso y sigue avanzando. El viento embolsa el agua, empapa las paredes de la galería donde Viviana está sentada, le moja la cara, el pelo. Escucha los ruidos, los gritos de los chicos en el comedor. A esta hora, piensa, habrá iniciado la guerra de mandarinas. Se levanta y empieza a cruzar el patio debajo de toda esa lluvia. Elige los charcos más grandes y hunde a fondo los zapatos. La cinta desciende por la cloaca, avanza, avanza hasta el final sin encontrar ningún escollo. Porca Ostia, dice don Pablo. Nadie lo escucha, Gerardo hace rato que lo plantó y se fue a comer. Mira a su alrededor, el box sin puerta, el inodoro partido, la montaña de escombros y ese agujero que parte el baño al medio. Recoge la cinta con rabia, tira, tira del acero que se va enrollando a sus pies sobre toda esa montaña de azulejos rotos, de pedazos de cemento, la cinta viene ágil, liviana, vacía. Recoge la cinta, con decepción, cuando de pronto, algo ahí adentro ofrece una resistencia. La cinta se pone tensa, se rebela, no sale. El viejo sonríe, bravo, se dice, bravo, y no hay nadie que vea brillar esas encías sin dientes. Tironea del acero, lo manipula, le da línea y después recoge; afirma la bota entre los escombros del piso y tira con cuidado, como un pescador que no quiere que se le corte la línea, que arrastra su trofeo. Viviana se entretiene un rato haciendo canoas con los zapatos, viendo las burbujas de agua que salen después, cuando pisa con fuerza. La lluvia le pega el pelo a la cara, la pollera se le mete entre las piernas, hay mucho viento y hace frío, pero ella no lo siente, sigue caminando por el patio, eligiendo y aplastando charcos con sus zapatos deformados. Cruza en diagonal todo el patio bajo la lluvia, hacia el rincón donde están las escaleras del fondo. Bravo, se dice don Pablo, bravo, cuando termina de sacar la cinta. Eccolo qui. Sonríe mientras observa lo que cuelga del gancho. Eccolo qui. Ya casi no llueve y parece que quisiera salir el sol cuando Viviana termina de cruzar ese patio inmenso, pasa por la ventana del comedor y ve las mandarinas volar de una punta a la otra de las mesas en una guerra de todos contra todos; llega hasta las escaleras que van a los baños y empieza a subir, de a dos peldaños por vez.

Esa noche, en el despacho del Padre Jorge, don Pablo apoya sobre el escritorio un paquete de papel de diario. El Padre Jorge levanta la cabeza de su biblia y lo mira por encima de los anteojos. El viejo le sonríe y sin decir una palabra, agarra el paquete, lo abre y saca de adentro un corpiño blanco, hecho un nudo, casi una pelota; pialado y chorreante que, enganchado en el codo de la bajada de la cloaca, estaba obstruyendo el primer inodoro, a la derecha, del baño de señoritas del primer piso. 

 

Ahora que casi no pueden moverse

 

Sentado en su poltrona, Dardo toma la decisión. Se lo propone también a Maia, que de dos meses a esta parte no hace más que mirarlo con ese gesto, mezcla de reproche y hartazgo, desde la otra poltrona, a pocos centímetros de la suya, donde también ella se encuentra encajada. Maia acepta casi sin pensarlo, se esfuerza para que la voz le salga natural, que no se le noten ni el miedo ni la desconfianza. Sin embargo, después de tanto tiempo de no hablar, la voz le sale tan débil y cascada que Dardo, a duras penas, llega a escuchar el sí.

El primer paso lo da él, después de todo es quien propuso el juego. Y decide empezar por el birrete. Desde que la idea empezó a darle vueltas por la cabeza, un par de semanas atrás, se imaginó que el juego tendría que empezar por el birrete que le dieron en Harvard. Tiene que hacer bastante fuerza para desencajárselo, está pegado al pelo, a la piel detrás de las orejas. Lo retuerce despacio para un lado y para el otro y de a poco va saliendo. Ahora lo tiene delante de él, le da vueltas entre las manos y sacude el penacho de flecos que le cae de costado. Alguna vez ese penacho fue suave, sedoso, muy negro, y a él le gustaba acariciarlo como al descuido, sentado en su estudio o mientras leía algún libro, pero ahora parece una rata muerta que cuelga suspendida de la cola. Con el birrete en la mano, mira a Maia. Ella, después de un rato en silencio, hace una mueca casi como si se riera y, un poco inhibida, apunta el índice a su propia cabeza. Dardo comprende. Trata de hundir los dedos en la melena, para usarlos como peine, pero no puede hacerlos avanzar entre los nudos y las mechas duras, así que termina por llevar toda la masa de pelo con la palma de la mano para un costado. Ahora, sin el birrete, como si de pronto tuviera la cabeza desnuda, tiene plena conciencia de su pelo ralo y desprolijo y se siente avergonzado. Sin embargo, no deja de sentirse más fresco, liviano. Puede moverse para cualquier lado sin que el fleco que le bailaba constantemente sobre la cara le golpee el ojo. Así, con la cabeza libre, mira a su mujer de frente; sostiene la mirada, espera.

Ella no dice nada. Baja la cara. Con dos dedos mantiene el ojo derecho muy abierto y con un pellizco rápido de la otra mano se saca la lente de contacto azul que le cubre el iris. Lo mira a Dardo de lleno. A él lo toma por sorpresa esa cara con un ojo marrón y el otro azul cobalto, esa mirada desigual, de ojo de vidrio, o de muñeca. Maia vuelve a bajar la cabeza como para mirarse algún detalle en el vestido y se saca la lente izquierda. Cuando vuelve a mirarlo de frente, Dardo se emociona por volver a ver esos ojos que alguna vez le gustaron tanto.

Es el turno de Dardo nuevamente. Se pasa una mano por la barbilla una o dos veces. Empieza a decir algo, pero se interrumpe. Maia espera. Dardo se acaricia el bíceps izquierdo, donde tiene ese tatuaje rojo y negro que se hizo hacer para los cincuenta. Le ocupa todo el brazo desde el inicio del hombro hasta el codo. Recorre con el dedo índice las líneas tribales del dibujo, cada detalle, mientras junta valor. Por la ventana abierta entran los ruidos de la tarde, una cumbia lejana, bocinazos. Cuando se siente más o menos listo, respira hondo, pellizca la piel cerca del codo y tira varias veces con fuerza hasta arrancar, limpio, todo el tatuaje. Lo sostiene un buen rato entre las manos, traga con fuerza, sacude, apenas, la cabeza, y lo revolea lejos. Dardo suspira, se pasa una mano por los ojos húmedos y mira a su mujer con gesto de satisfacción.

Maia cruza una pierna sobre otra y mueve un pie como si marcara un ritmo. Dardo recuerda ese gesto, es el mismo que hacía cuando jugaban al buraco y ella dudaba de la próxima movida. Un momento después su mujer sonríe, y él sabe que si su mujer sonríe es porque va a bajar el pie, lo va a poner al lado del otro, las rodillas muy juntas, y va a hacer la próxima movida. Maia baja el pie, lo pone al lado del otro, las rodillas muy juntas y agarra el florero de la mesita de arrime, saca las dos flores que tiene y se tira, de a poco, el agua en la cabeza. Deja el florero otra vez en la mesita y se refriega el pelo con fuerza, usando las dos manos. Repite varias veces los mismos movimientos, empieza por masajear el cuero cabelludo con las yemas de los dedos, rasca un poco con las uñas, después sigue por el largo hasta terminar con las puntas en un movimiento más suave. A medida que masajea, que frota, la cabeza se va cubriendo de una espuma amarilla. Alza el pelo sobre la nuca, como haciendo una cola de caballo, después lo estruja y mira con atención las puntas, como si controlara algo de ese procedimiento, frunce un poco la boca y vuelve a comenzar, con las dos manos en el cuero cabelludo. Dardo la ve repetir una y otra vez toda esa sucesión de cosas, todo ese procedimiento, hasta que, no se sabe por qué, la repetición se interrumpe: ella se mira la punta del pelo igual que las veces anteriores, pero no frunce la boca sino que sonríe, vuelve a agarrar el florero y se tira el resto del agua en la cabeza. El agua le cae por la cara, los hombros, por el pecho, arrastrando esa espuma amarilla, de un amarillo rabioso, furibundo. Se tira de a poco el agua del florero y cuando se acaba, usa también el agua de la pecera chica, con cuidado de no usarla toda, porque adora esos Neones, le encanta verlos entrar y salir del barquito hundido, del cofre del tesoro o remover las piedras del fondo, buscando comida. Y a medida que ella se tira agua, el pelo va volviendo a su color natural, casi negro, muy brillante. El pelo se relaja, pierde también el planchado y le aparecen unas ondas suaves que bajan por los hombros hasta la cintura.

Dardo está impaciente por que llegue su turno, ya tiene decidido el próximo movimiento y, en cuanto Maia le hace una seña, se inclina con esfuerzo, todo lo que le permite su estado, hacia adelante, y se saca la camisa. Queda desnudo de la cintura para arriba. Con la mano derecha se agarra la panza. Con más facilidad de lo que pensaba, se desenrolla la capa de grasa que la envuelve y la deja caer al descuido, a un costado de la poltrona. Sigue con los pectorales, primero el izquierdo y después el derecho. Liberar el cuello de la grasa le resulta sencillo, es casi como sacarse una bufanda, sin embargo, la gordura parece estar más adherida en algunos puntos que en otros y a veces tiene que tirar con fuerza o ayudarse con la otra mano. Lo que le resulta más difícil, es tirar de los costados de la espalda y detrás de los hombros, a la altura de los omóplatos, porque no le da el largo del brazo y la posición es muy incómoda. Los dedos, los desenrolla uno por uno, con mucho cuidado, después las muñecas. Cuando termina de sacarles toda la grasa, cierra y abre las manos, separa y junta los dedos, gira las palmas hacia arriba y hacia abajo, haciendo rotar las muñecas, como haría un pianista, antes de empezar a interpretar. Maia observa atenta toda la transformación, pasea los ojos por esos pectorales, ahora suaves, por los brazos torneados, por el cuello largo donde se marca una nuez afilada que sube, que baja cada vez que Dardo traga, que Dardo habla. Él se siente un poco raro, hace mucho que Maia no lo mira así, con aquellos ojos que alguna vez le gustaron tanto, pero también con eso otro en la mirada, que no sabe bien qué nombre ponerle. Maia se muerde el labio inferior, parece que fuera a decir algo, pero se calla. Dardo se saca la alianza y juega con ella, la hace girar entre los dedos y se la vuelve a poner.

 

Maia cierra los ojos y coloca las manos sobre las piernas, con las palmas hacia arriba en actitud de meditar. Se queda así un buen rato, inspira, lleva el aire al abdomen, espira. Cuando se siente lista, mete una mano debajo de la blusa, a la altura del pecho izquierdo y extrae, con mucho cuidado, de adentro del corpiño, un hijo. El hijo se aferra con los dientes al pezón, y grita cuando ella le introduce un dedo en la boca para liberar la teta de esa mordida. A pesar de la barba, del bigote, tupidos, que le cubren la boca, Dardo puede ver que su hijo tiene una dentadura perfecta, muy blanca. Maia deposita al hijo en la alfombra, le pasa la mano por la cabeza, le arregla la ropa, le ata los cordones de las zapatillas. El hijo patalea, hace pucheros, intenta recuperar la teta de la madre. A Maia, un gesto amargo le tuerce la cara, tiene los ojos llenos de lágrimas, pero mantiene la distancia con firmeza. El hijo se seca el llanto, se sopla los mocos en la manga de la remera y camina hacia la cocina, insultando a los gritos. Desde la sala, escuchan al hijo moverse por la cocina, abrir y cerrar la puerta de la heladera, destapar una cerveza, arrugar el celofán de un paquete de papas fritas; después, por uno o dos minutos, no oyen nada más que los ruidos de la tarde que entran por la ventana abierta: el fútbol en una radio vecina, los chicos de la cuadra, unos petardos, hasta que les llega, desde el cuarto, los acordes en la guitarra eléctrica, la voz del hijo que improvisa la letra de una canción nueva y la termina con un riff y un eructo prolongados. Dardo y Maia escuchan ese eructo potente, rotundo y sonríen, cada uno para sí, satisfechos. Las tetas de Maia pierden en el acto aquella forma de bolsas que tenían el último tiempo y toman, de pronto, la de dos peras suaves. Ella se pasa las manos por la remera, recorriendo una cintura que antes no tenía, se agarra aquel par de tetas que recién descubre, y lo mira a Dardo, sin soltarlas. Dardo se siente, de pronto, un poco excitado y le parece increíble que Maia pueda excitarlo, aunque sea un poco, después de todos estos años.

De nuevo le toca a él. Baja, despacio, el cierre del pantalón y mete la mano en la bragueta. Mueve la mano en la bragueta una y otra vez, en silencio, con un gesto perdido en la mirada. Maia carraspea, molesta, y tamborilea los dedos sobre la mesita del florero. Dardo, como si se despertara, empieza a sacar de su pantalón el cuerpo largo y bien torneado de una mujer. Deja a la mujer arrodillada en el piso. Maia, aunque no la vio nunca antes, reconoce de inmediato a Corina en su pelo rojizo, en las pestañas interminables, en el tintinear de las pulseras que cuelgan de su muñeca. Corina da un grito agudo, de sorpresa o de susto, y mira para todos lados. Los labios pintados de rojo forman una pequeña O. Siempre con los ojos muy abiertos y la boquita en O, se plancha la ropa con las manos, se acomoda el pelo y mete con decisión la mano en la bragueta todavía abierta de Dardo. Agarra la cartera, se la cuelga del hombro y sale del departamento dando un portazo, con cara de ofendida, moviendo mucho el culo, la melena rebota sobre sus hombros a cada paso que da con sus taquitos dorados. Su perfume permanece largo rato en el aire.

Maia se queda inmóvil, la mandíbula apretada. Dardo no se atreve a hablar. El reloj suena varias veces antes de que ella haga la siguiente jugada. Están por dar las seis cuando ella se inclina un poco hacia el costado y saca, de debajo de su asiento, a su madre. Acerca, como puede, la banqueta baja y la ayuda a acomodarse. Alza una mano para acariciarle la mejilla, el pelo. La madre rechaza la caricia con gesto severo, pasa un dedo por la mesa de apoyo y mira el polvo que le quedó adherido a la yema. Levanta el florero, mira la base, lee made in china y lo vuelve a apoyar, con una mueca de disgusto que le tuerce la boca hacia la izquierda. Maia la deja hacer, en silencio. Conoce todo el ritual de la madre, sabe que va a tocar las hojas de la palmera para comprobar, como cada vez, que son de plástico, a comentar sobre la escasa luz natural de la sala y a rechazar cualquier bebida, cualquier comida que se le ofrezca. Siente algo que se remueve debajo de su asiento, vuelve a meter la mano y saca, medio asfixiada, a la perrita blanca. La madre estira los brazos y recibe a la perrita con una alegría exagerada, le acomoda su capa de terciopelo bordó y el pretil de cuero adornado con cristales. La perrita ladra, gime, mueve la cola en todas direcciones y le pasa la lengua una y otra vez por la cara. La vieja ríe divertida y dice algunas palabras en un tono casi tierno, pero cuando nota la presencia de Dardo, tan quieto en su poltrona que le había pasado inadvertido, se queda tiesa, y los gestos de alegría o de ternura se evaporan de su cara. Permanece largo rato en silencio, el rictus duro, los ojos clavados en su yerno. Dardo le sostiene esa mirada con aparente tranquilidad, sin pestañear, sin embargo, Maia puede notar la respiración desacompasada, ruidosa, de su marido, y el rubor muy intenso que empieza a subirle a la cara desde la base del cuello. Los músculos de la mandíbula se le marcan como dos nudos; tiene los ojos inyectados de sangre. La suegra pasea la mirada por la sala, por los muebles, por Dardo, encajado en aquel sillón, sin camisa, sin birrete y con el pelo desprolijo, y frunce la nariz como si de pronto por la ventana hubiera entrado un olor pestilente, después mira nuevamente a su hija, que ahora vuelve a tener sus ojos marrones, su pelo oscuro y la expresión en su cara cambia: ya no es dura, sino que se vuelve amarga. Maia prefiere no sostener esa mirada de su madre y clava los ojos en algún punto lejano. La perra salta al piso, gruñe y muerde el tobillo de Dardo, tironea de la botamanga de su pantalón. Él la aleja de un manotazo, pero ella vuelve a la carga una y otra vez hasta que Dardo se la saca de encima con una patada. La perra golpea contra la pata de la silla, aúlla pero, exacerbada, consigue arrancarle la pantufla y corre a esconderse debajo de la mesa, donde se dedica, entre gruñidos, a destrozarla. Dardo agarra un pisapapeles y se lo arroja, con tan buena puntería que le pega a la perra en medio del lomo. La perra aúlla y gime y se lame y vuelve a aullar. La vieja, los ojos muy abiertos, mira a Maia escandalizada, mientras apunta con su índice, acusador, al yerno. Animal, dice. Y repite, animal. Después, dirigiéndose a su hija, dice una o dos frases en otro idioma. Y a pesar de su voz rota, el idioma es duro, como hecho de golpes, y el tono es admonitorio. Maia alza los ojos hasta la madre y como única respuesta niega con la cabeza. La madre insiste, repite las mismas frases en ese idioma incomprensible para Dardo. Maia vuelve a negar con la cabeza y después baja la vista y no dice más. La madre se lleva una mano al pecho, la otra a la frente y se desploma sobre la banqueta, con la suavidad y la inercia de un foulard. Maia permanece quieta, los ojos bajos. Dardo sigue callado, con la cara teñida por el rubor intenso, respira con dificultad. La madre abre los ojos, mira a uno y otra, espera unos instantes, y como nadie en la sala se mueve, endereza la espalda, alza la cabeza y controla que su peinado esté en orden. Después apoya el bastón en el piso y se levanta, se acomoda la pollera de tweed, la chaqueta, la cartera channel. Vuelve a clavar sus ojos, casi transparentes, en Dardo. Por un momento parece que alguna palabra fuera a separar aquellos labios que, de tan apretados, aparentan ser uno solo, pero no. No dice nada. En cambio, aleja el bastón medio metro, da un paso con el pie derecho, luego otro con el izquierdo, vuelve a alejar el bastón y a dar pasos, y así, siempre en silencio y con la cabeza en alto, se dirige a la puerta. Al pasar cerca de la perra chasquea los dedos y ese sonido, casi vítreo, alcanza para que la perra se alce y camine detrás de su ama, la cabeza gacha, la cola entre las patas, siempre con la pantufla entre los dientes. La anciana sale sin mirar atrás. Dardo y Maia oyen la puerta del ascensor que se abre, un golpe seco, el aullido de la perra, y la puerta del ascensor que se cierra. Después el motor del ascensor, que vuelve a ponerse en movimiento. Recién entonces Maia levanta la cabeza y mira de frente a su marido.

Dardo asiente con la cabeza, en señal de agradecimiento. Estira la mano, que le tiembla un poco, y agarra la palmeta de espantar moscas, la apoya en su pecho, a la altura del corazón y hace palanca. La maniobra es difícil y requiere toda su fuerza, pero está decidido a hacerlo. Siente que no hay vuelta atrás, que está jugado, que hace tiempo que está jugado. Intenta varias veces, cambia de posición la mano, gira el borde de la palmeta, la pone de plano, de canto. Hace palanca. Tanta fuerza hace que el mango se dobla hasta el límite, por momentos parece que se va a quebrar: una línea blanca se empieza a insinuar en el lugar más exigido, pero Dardo no abandona, prueba y prueba, una y otra vez hasta que logra sacar, con jockey y todo, a Compadrito, el pura sangre al que le apuesta cada domingo en el hipódromo de Palermo. Compadrito relincha. Tiene los ojos desorbitados, como si fueran a salírsele del cráneo, la boca muy abierta, una espuma verdosa se acumula en la comisura de los labios, muerde el freno, nervioso; la columna de aire entra, sale de su pecho con fuerza; resuella, y un vaho caliente le da a Maia en plena cara. De a poco, Compadrito se aquieta, baja la cabeza y empieza a mordisquear el sombrero de paja que cuelga del perchero. El jockey sigue en posición de largada, las riendas en la mano izquierda, el cuerpo inclinado, la fusta bajo el brazo, atento a que abran las gateras. Cuando ya no puede soportar el calambre en las piernas, se sienta en la montura, se saca el casco y se limpia el sudor de la frente. Mira para un lado, para otro. Desensilla. Compadrito camina un paso y husmea los muebles de rattan. Fustiga unas moscas con la cola. El jockey le da varias palmadas, le pasa la mano a lo largo del cuello. Saca un terrón de azúcar del bolsillo de su Brich, se lo ofrece. Mientras el caballo tritura el azúcar, el jockey le acaricia una oreja, dice: bravo Compadrito, bravo. Enciende un cigarrillo, tira al caballo de la hociquera y salen despacio. Cada dos o tres pasos golpea la caña de su bota con la fusta y vuelve a decir: bravo, Compadrito, bravo. Maia los sigue con la mirada hasta que desaparecen de su vista. Siente un poco de pena por las lágrimas que ve brillar en los ojos de Dardo. 

Maia hace el intento de meterse dos dedos en la boca, pero se arrepiente, baja la mano y se queda un momento quieta, la cabeza gacha, con gesto de preocupación. Vuelve a intentarlo, pero tampoco esta vez termina la maniobra y la mano cae, como muerta sobre el regazo. Dardo ve que los hombros de Maia se sacuden. Llora en silencio. Dardo no sabe por qué llora Maia, pero prefiere no preguntar, espera alguna decisión de la mujer. Ella llora. Llora tapándose la cara con las dos manos, pero en algún momento deja de llorar. Se seca la cara, se acomoda el pelo detrás de la oreja y de nuevo se lleva los dedos a la boca, los mete hasta el fondo y se produce una arcada. Después, se produce otra y otra más. A la tercera, Maia vomita una caja amarilla y negra. Dardo conoce esa caja, es la del complejo vitamínico que ella toma todas las mañanas. Maia respira una, dos veces y vuelve a provocarse otra arcada: esta vez vomita las pastillas de magnesio. Expulsa el tubo con tanta fuerza que va a caer a los pies de Dardo. Con la próxima arcada, saca el frasco de píldoras para la memoria y, a su turno, anfetaminas, centella asiática, anticonceptivos; crema hemorroidal, flores de bach, laxantes. Las arcadas son tantas y tan fuertes que en la cara de Maia se van marcando derrames, pequeños hematomas. Spray nasal, ansiolíticos, antiácidos, antiheméticos, colirio. Tiene los ojos llenos de lágrimas, por el esfuerzo. Parches de nicotina, calcio, cortisona; crema para los hongos, diuréticos. Maia vomita, vomita, vomita. Glóbulos de homeopatía; antiespasmódicos, propóleo, antibióticos, supositorios, crema antiarrugas, óvulos, gel vaginal, inductores del sueño. No puede parar. 

Ya es casi de noche cuando cesa el vómito y se queda quieta. Quieta como una estatua. Tan quieta que Dardo se preocupa. Se acerca todo lo posible, haciendo dar saltos a su poltrona hasta quedar al lado de Maia. Se inclina, pone la oreja en su pecho; siente que respira. Eso lo tranquiliza un poco aunque es una respiración débil, exhausta. Dardo acerca la mano, y le limpia las lágrimas, los mocos. Le acomoda el pelo detrás de la oreja y ve su cara amoratada, los labios partidos. Acaricia la melena ondulada, suave de Maia. La acaricia una vez y otra, y se queda así, acariciándola. No recuerda la última vez que repitió ese gesto. Afuera oscurece, se escuchan portones de garaje que se abren, que se cierran, autos que estacionan en las veredas. Maia sigue quieta, los ojos cerrados, respira muy débilmente. Pasada la media noche, abre los ojos. La casa está en silencio. Mira a Dardo, que duerme en su poltrona, respira con suavidad, cada tanto sonríe, balbucea alguna cosa. Su mano agarra la de ella con fuerza, tienen los dedos entrelazados. Maia se siente muy cansada, vacía; sin embargo, se prepara para terminar el último movimiento: abre la boca una vez más y, con una arcada feroz, expulsa de su cuerpo miles y miles y miles de cajas de antidepresivos.

 

Nota Inicios de invierno

 

Me llamo Flavia Pantanelli; tengo 52 años. Vivo en Buenos Aires, soy fonoaudióloga, y hace ocho años que empecé a escribir -de una manera de lo más fortuita pero también afortunada- a través de los talleres gratuitos de lectura que daban en mi ciudad. Por aquel entonces mi madre acababa de morir y yo me encontraba sin trabajo y en pleno duelo. Todo el día en casa, mano sobre mano, sin hacer nada, así que un día decidí darme una vuelta por este taller gratuito, a ver si podía al menos alejarme unos metros de la tele y del refrigerador.

Fue una experiencia sin retorno aquel taller. Primero porque leí a los grandes de la latinoamericana contemporánea y después porque un día cualquiera empecé a escribir. Así, como sin darme cuenta, sin decir hoy voy a escribir algo importante, sino como jugando con las palabras, con las letras. Lo que sentí fue un fogonazo, una quemazón que duele y gusta y alivia; un fuego que viene de adentro, que sube y que se abre paso como cortándonos la carne, pero por cada tajo nos permite respirar. Escribir me da la posibilidad de hacer algo con todo mi barro, el peor que tengo, ese que me cierra el pecho y me ahoga. No hay nada más liberador que escribir con maldad, con odio, con melancolía; nada más liberador que escribir con furia. No estoy hablando de escribir sobre lo que me da furia. No de escribir sobre nosotros (sobre nosotros, mejor no escribir), pero sí usar la melancolía, el odio, el horror, la furia como combustible para escribir. Usarlos para atravesar todos los límites, para decir eso que no creí nunca que podría ser dicho sin morir, sin que me maten. Escribirlo, hacerlo letra, y no morir gracias, justamente, a que escribo. Y leer. Leer mucho, y leer mejor, para escribir mejor lo que me hace bien, porque la lectura abre puertas. No solo abre puertas a la imaginación, al alma: la lectura abre puertas a mi escritura. Cada escritor que leo, cuando es un escritor magnífico, es un maestro, me muestra un camino nuevo. A mí me pasó con Lamborghini, por ejemplo. Su modo de contar la crueldad. Después de leer a Osvaldo Lamborghini, esa lectura que duele en los ojos, que digo, no, no lo va a decir, no se va a animar a escribirlo, y se anima, y lo escribe, de la manera más cruel que puede, porque no hay otra manera de escribir la crueldad que no sea crueldad pura. Después de leer a Lamborghini sentí que podía, que tenía permiso de escribir absolutamente lo que quisiera, que había camino. Y después de leer a Clarice Lispector se me abrieron sentidos nuevos, me crecieron unas antenas hipersensibles y el mundo entero me hablaba: los cuentos parecían colgar de las ramas de los árboles, de las celosías de las ventanas, y solo bastaba con estirar las manos y recogerlos y plantarlos en la pantalla de la computadora, porque Lispector me había enseñado otras formas de mirar, de percibir allí donde antes yo no veía nada. Con Rulfo entendí lo que es la suspensión del estado de incredulidad y que el lector agradece que le mienta. Con Hebe Uhart entendí que una voz es un personaje y que la mejor manera de hablar de algo es no nombrarlo nunca. Leer a Calvino fue saber que cada libro puede ser una aventura distinta. Calvino es el hombre de los mil disfraces, cada libro es absolutamente diferente a los otros; es el experimentador, el joker, el juerguista. Y así con tantos otros. Y cada uno de ellos, al leerlos, abría una puerta a mi escritura, me decía pasá, si yo pude, vos también. Dale. Sé cruel hasta el dolor. Subile el fuego al erotismo. Dale, hasta que todo se incendie. Dale, abrí el sensorio del mundo. Escuchá la voz de las paredes, de las piedras, de los muertos, pintá los colores de lo negro, porque todo lo que en el mundo es, en el mundo habla. Dale, buscá otra forma. No te repitas, repetirse es traicionarse y es morir. Dale. Mentí. Porque entre escribir y mentir, ¿qué diferencia hay? Mentí con ganas. Hace literatura. Y así escribí de todo, erótico, negro, fantástico, infantil, experimental, realismo sucio, lo que fuera, lo que viera, lo que me pintara. Hace ocho años que yo decidí que escribir era lo que quería hacer en la vida, y acá sigo, intentando aprender.

 

Flavia Pantanelli (Belo Horizonte, Brasil, 1981). Es poeta y diseñador. Ganador del Premio Gobierno de Minas Gerais de Literatura, en la categoría Poesía, en 2010. Ha publicado los libros Tudo pronto para o fin do mundo (Editora 34, 2019), Bruno Brum a ritmo de aventura y otros poemas (Palacio de la fatalidad, 2017) y Mastodontes na sala de espera (2011). Coordina el sello editorial Pedra Papel Tesoura desde 2017.