ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Calabozo cuatro
(17-19 de abril, 2010)

Gerardo Villanueva

 

Quiero desfigurarlos. Doblarlos. Triturar el esternón asiático. La corona yanqui en mi cabeza. Al Swift, al Siberiano, al Monster Inoue.

 

Quiero hacer mi trabajo energúmeno.

 

Estoy tirando desde fondo, de todos los ángulos y con toda la fuerza posible, por eso no ha llegado al límite ni un solo rival. Avanzo al costado. Aporreo. Remate. Vuelvo a reventar caretas, partirlas en pústulas, desfiladeros. A me gusta boxear, a mí me gusta puño, a mí me gusta partirme la cara con un hombre que esté enfrente de mí. Por eso me aviento, rústica punción, aunque la realidad sea pago por evento con tres o cuatro espectadores.

 

***

 

¿Qué sería de Venezuela si aquí hubieran seguido gobernando aquellos gobiernos adecos y copeyanos? Bueno, estaría como el boxeador
—el que se atreva a enfrentarse a Edwin Valero—: noqueada-fulminada.

Hugo Rafael Chávez Frías

 

 

Soy soberano.

 

Desarmo crochets y pikabus,

arrebatos de Nevada en pergaminos,

rotativos y sus oprobios piel muerta.

 

Nada consiguen contra mi templanza conciliábulos de táctica extraordinaria.

 

No pierdo

vigencia.

 

Pronto conduciré el remolque nacional. Qué sería del ídolo sin anhelo laurel o propósito imperio. Qué sin descarga de caprichos. Desde rabia: pronunciar revancha y venga escarmiento, aspirar justicia y se erija venganza. Quiero en mi lengua la astringencia dominio. Nadie a izquierda, nadie a derecha.

 

Soy auténtico. Mis impactos se llaman Tokio, California, Monterrey. Donde pongo puños encuentro colapso.

 

Colecciono reyertas coreanas callejeras en videocintas que el contrabando provee en Carabobo y que tanto repito como castigo al maxilar diletante.

La lista de aprendices crece, como mi palmarés, pero nada qué heredarles. No soy ejemplo.

 

Mis detractores reiteran que en tiempo esta carrera no frisa ni media hora. Qué decirles de esta izquierda piedra. No me culpen si émulos lamen lona con urgencia.

 

Estoy hablando de estilo,

de potestas.

 

Ah,

bien retumba aquella ovación en concurrencia. La planta madera sintética. Mi mano alzada. El cinturón. Al tiempo que entre canturreos el comandante advierte:

 

No hay Tommy Hearns que valga,

no hay Mano de Piedra que valga,

no hay Cassius Clay que valga, el que vale

es El Inca Valero,

campeón mundial.

 

 

 

***

 

 

 

por sobrenombre,

por insistencia, añadidura y repetición,

por martilleo, por

sobretodaslascosas

me llaman El Inca y eso que

no vengo del Perú.

Y aunque aspiro ser

quebrantahuesos,

portar

por contraseña, por contraataque

dinamita por horrísono,

en ardid metralleta,

por veloz, en combinación:

Hammer, The Jackal, The Ripper,

cortos se quedan al nombrarme así.

 

Sépanlo adoquines: mi plusmarca:

18 nocauts consecutivos en primer asalto,

 

18 nocauts consecutivos en primer asalto,

 

18 superó al de Yung Otto y eso que

ninguno más lo hizo

desde 1905.



Nota

No soy profesional del boxeo y nunca Lo seré. Llegué tarde a este deporte —como a muchas otras cosas más en la vida—, cuando frisaba los veintinueve o treinta. De hecho, nunca fui bueno para las actividades físicas. En la escuela no quise practicar nada, y nada me llamó la atención. A lo mucho, en la secundaria y preparatoria jugué mediocremente al futbol porque había una materia denominada educación física y debía aprobarla si quería algún día salir de ahí. Pero hace algunos años, de vacaciones fuera de la ciudad, mientras mataba tiempo frente al televisor, en el canal ESPN tropecé con un maratón de peleas legendarias. Puedo decir que, sin quererlo, quedé enganchado a un combate entre Ray Mancini y Livingstone Bramble. Calculo que era 1983 o 1985. No era la mejor pelea de la historia, sin embargo, me atrapó la intensidad con que el “Boom Boom” Mancini conectaba golpes y al mismo tiempo se dejaba lastimar. A pesar del castigo, sus pasos iban hacia delante sin escrúpulos. Había algo de felicidad en su rostro. Parecía disfrutar lo que hacía. Me concentré en su velocidad, en sus movimientos y en la manera en que salía disparado en cada round con ganas de arrasar con su rival a costa de lo que fuera. No creo en epifanías, no obstante, desde aquel momento me dije: quiero hacer eso mismo y no me importa dónde lo tenga que hacer. Al terminar las vacaciones y volver a la Ciudad de México ya estaba inscrito en un gimnasio. Tuve que empezar aprendiendo lo más básico y por supuesto a correr muchos kilómetros para conseguir la condición física necesaria para soportar los entrenamientos. Desde entonces boxeo con regularidad sin afán de convertirme en experto. Algunas veces sostengo rachas de meses con suma disciplina que implican entrenamientos todos los días, cuidados en mi alimentación y la rigurosa exclusión del alcohol. Otras veces no lo consigo como quisiera, pero no desisto. También procuro ver en televisión cuanto combate sea posible o acudir a ellos. A lo largo de este tiempo he visto cientos de peleas en youtube, he conseguido cierta literatura, biografías de boxeadores, novelas, viejas películas, etcétera. Cuando uno enferma de boxeo y además lo practica, ya no importa si existe remedio; supongo que lo mismo suele ocurrir con la escritura. El ring terminó por convertirse en un patio de recreo personal y a la vez en un permanente combate contra mí mismo. Me he ganado algunos cortes en párpados y labios, también ciertas heridas de rápida curación, pero por suerte —aquí el azar juega el papel principal— no he sufrido más de eso. Cualquier golpe podría ser definitivo, de eso estoy seguro, pero de pronto recuerdo la felicidad de Mancini, esa pelea memorable —al menos para mí— contra Bramble y aquella detonación que me ha llevado a pisar tres gimnasios diferentes durante los últimos diez años, uno de ellos el legendario Nuevo Jordán.

He tenido la suerte de subir al cuadrilátero con toda clase de sujetos: diletantes, profesionales, boxeadores retirados, oficinistas, albañiles, entre otros. También he visto desfilar por la pantalla de mi televisor todo tipo de púgiles. Muchos han atrapado mi atención, ya sea por su estilo, por su velocidad o por su resistencia física. Uno de ellos lo consiguió desde la primera vez que vi uno de sus combates. La rabia que se ocultaba tras su rostro y que desorbitaba en cada golpe era incomparable. Cuando vi pelear al venezolano Edwin Valero supe que estaba atestiguando el boxeo de un prodigio latinoamericano. Su técnica no era propiamente ortodoxa. Era de estatura media, transitaba entre el peso pluma y el superligero, llevaba el pelo largo, un tatuaje de la bandera venezolana en el pecho y otro más de Hugo Chávez. Quiso la suerte que entre 2007 y 2010 viera unas cinco o seis peleas suyas en directo por televisión; todas las terminó por knockout en el primer round. Mi curiosidad me llevó a averiguar un poco más sobre él. ¿Quién era ese Demonio de Tasmania que en los mejores tiempos de Manny Paqcuiao, de Juan Manuel Márquez, de Ruslan Provodnikov o de Floyd Maywheather no brillaba con la misma fuerza mediática que éstos? Pronto supe que se trataba de una suerte de ídolo local, pero también de un sujeto con problemas de orden mental, un provocador de violencia intrafamiliar, un seguidor irredento del entonces presidente Hugo Chávez, un enganchado a las drogas y el alcohol. Su historia personal podría ser irrelevante para cualquiera, pero creo que parte de ella impactaba en su estilo de boxeo: despiadado, sangriento, cuasicallejero, siempre hacia delante. Si uno como escritor mete todos esos ingredientes en la licuadora no tardará en caer en cuenta de que “El Inca”, como solían llamarlo, resultaba un personaje idóneo para cualquier tipo de texto sin importar el género. Se trataba de una estrella del deporte en un pueblo cuyo sistema de gobierno —el chavismo en auge— arrasaba con la democracia y los derechos humanos, el poder en turno se había aferrado a su figura, al punto de llevarlo tatuado en el pecho; también era una promesa del boxeo moderno, un frenético por naturaleza, adicto y tantas otras cosas. Desde entonces me propuse escribir algo sobre ese personaje, pero ¿qué? Bueno, más pronto que tarde llegó la tragedia, el motivo por el que cualquier guionista se apresuraría a escribir la película en formato Hollywood. El 17 de abril de 2010, en medio de un road trip que supuestamente lo llevaría a un sitio de rehabilitación, acompañado de su esposa, la modelo Jennifer Carolina Viera, se presentó el desastre. En algún momento del viaje hicieron una escala en el Hotel Intercontinental de Valencia. Pidieron una habitación. Esa misma noche el boxeador asesinó a su mujer y bajó sin remordimientos al lobby a confesar el crimen. Una vez arrestado y encarcelado en los calabozos de la policía de Carabobo, apareció ahorcado un par de días después.

Calabozo cuatro (17-19 de abril, 2010) aspira a rearmar desde los acontecimientos, pero también desde una dosis de transfiguración, los dos últimos días del boxeador, intoxicado, confundido y recluido en una celda. Una recapitulación lisérgica de los hechos, previa a su suicidio.

No es novedad que siempre hubo personajes trágicos en el boxeo. La historia nos puede recordar nombres como Arturo Gatti, Carlos Monzón u Oscar “Ringo” Bonavena. Sin duda siempre existirán decenas de versiones sobre sus vidas y muertes. Valero se integra a la lista.

No es papel de Calabozo cuatro juzgar al personaje y mucho menos aplaudir sus acciones. Finalmente, si algo tengo claro es que este tipo de escritura debe limitarse a nombrar, a describir o, en otra posible opción, a perturbar la realidad, tanto como ella sabe hacerlo.

 

Gerardo Villanueva (Guadalajara, México, 1978). Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños, 2012. Es autor de los libros Calabozo cuatro (Periferia Escribidores Forasteros, 2019), Feu G Rare (Ínsula, UANL, 2016) y patrivium (Mantis editores, 2016); y editor de Luzzeta Editores.