ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Caída del búfalo sin nombre
(fragmentos)

Alejandro Tarrab

 

El suicidio es un acto de acentuación, una búsqueda en el abismo que otorga la caída.

 

El suicidio es un movimiento extremo que se pronuncia desde la ira, desde la savia y la aflicción. A esta voz profunda corresponde un contramovimiento, una respuesta desde la oposición: el balbuceo oscurantista de los dolientes, enfermos, convalecientes. Aunque, también, la fuerza de admiración, la repetición del acto “insensato” de disponer de la vida.

El suicidio y los contramovimientos que suceden al acto del suicidio son una imprecación: maldigo esto, a ese, este o aquel, maldigo con mi acto lo que desconozco, a quienes no llegaré a conocer, maldigo la muerte suprema que habita en el cielo, lo bajo y fondo, lo maldigo de veras (maldigo muerto por muerto y al vivo de rey a paje, al ave con su plumaje, yo la maldigo a porfía, las aulas, las sacristías porque me aflige un dolor, maldigo el vocablo amor con toda su porquería); o maldito tú, trastocado por tu propia mano, familiar suicida, maldita tu ira, tu movimiento desde la rabia extensa que se graba, no como la muerte, sino como un me da la gana la muerte, un veo, veo que los veo y me miran y, con todo, me arrojo.

 

Violeta Parra jugaba a hacerse la muerta: Me voy a morir, me voy a morir, decía. Y para sus hijos, Ángel e Isabel, era su manera de anunciar que algún día se abriría paso, por su propia cuenta, entre los muertos —tal como lo había hecho entre los vivos—. En 1965 montó una carpa en la comuna La Reina, al oriente del Gran Santiago; quería convertirla en un referente para la cultura folclórica de Chile. La acompañaron, entre otros, Víctor Jara y Patricio Manns. Un año más tarde grabó Las últimas composiciones (RCA Víctor, 1966), disco que incluye las canciones “Gracias a la vida”, “Maldigo del alto cielo” y “Run run se fue pa’l norte”: “… yo me quedé en el sur, al medio hay un abismo sin música ni luz, ay ay ay de mí”, que hace referencia al final de su relación con el antropólogo suizo Gilbert Favre.

En su carpa La Reina, Violeta Parra cogió un revólver como se coge un ramo de cuchillos, el mango de artillería para entonar la guerra. Había visto el caudal incipiente, la oscuridad del Mapocho, había rezado el Guillatún junto a los indios para devolverles la cosecha, había bailado y hecho bailar la cueca, cueca valseada —Cueca de la Batalla de Maipú, Cueca del Hundimiento del Angamos, Cueca del Terremoto de Chillán, Todas las cosas—, había recorrido la comarca desenterrando cántaros de greda y liberando a los pájaros cautivos entre las ramas,[1] había tocado el cultrún, un tambor ceremonial que representa la mitad del mundo y en cuyo anverso de cuero de cordero están inscritos los cuatro puntos cardinales —comenzando por el Este—, se había sobrepuesto a todo. Era el 5 de febrero de 1967. Violeta Parra jugó a hacerse la muerta: “Me voy a morir, me voy a morir”, decía “hasta caer al suelo. Era su manera sencilla de contarnos que algún día se iría. Lo que no supimos interpretar fue el título de su último disco”.[2]

 

Hay animales, perros, gatos e incluso roedores y delfines, que juegan a hacerse los muertos (playing possum): sus dueños los señalan, los amenazan lúdicamente con una pistola que forman con los dedos —el luengo cañón creado por el índice, el pulgar levantado y luego contraído—. Al sonido de la voz, percusión, el animal se tira boca arriba y permanece así, inmóvil, hasta recibir su recompensa. Este simulacro, este juego con la muerte, es un mecanismo de estímulo-respuesta, una representación: lo que es en el juego, podría muy bien ser en lo profundo. La dinámica es graciosa porque el animal entiende; vincula un instinto de supervivencia, el instinto de echarse sumisamente para no ser lastimado por otros animales de mayor peso y fuerza, con una descarga de alegría, con el festejo absoluto de los hombres ante la simulación. Ambos, el animal-hombre y el animal-vivíparo-mamífero-o-cetáceo, parecen decir: mejor así.

Más allá de esta comedia, hay animales que se hacen los muertos para no ser devorados o para atacar infaliblemente a su presa. En ambos casos estamos ante actos de supervivencia e ilusionismo: aquí donde yo estoy, vivo y a la espera, verás sólo la muerte. En inglés playing possum significa literalmente jugar a la zarigüeya, jugar al tlacuache, pero la maniobra podría llamarse jugar al lagarto, jugar a la serpiente —haciendo honor a uno de sus ejecutantes más avezados, la serpiente parda o Storeria dekayi—, jugar al búfalo o jugar al hombre. Todos estos animales se hacen los muertos para sobrevivir. Algunos cíclidos (cichlidae) emulan con sus escamas carne en descomposición. Cuando otros peces se acercan para comer la carroña, los cíclidos los toman desprevenidos. El ataque es extraordinario y letal porque está asistido por el engaño.

En 1645 Athanasius Kircher estudió el magnetismo y la fascinación en los animales. En su tratado Experimentum Mirabile de Imaginatione Gallinae describió la manera en que debe fascinarse una gallina: se le atan las patas y se le tira al suelo, de costado, con la cabeza al ras de la tierra; ahí, frente a su mirada, se traza una línea recta; el animal caerá en un trance inminente: hipnotismo, inmovilidad tónica.

 

En 1967 Violeta del Carmen Parra, con un revólver en la mano, jugó a hacerse la muerta.

En 1977 Carmen Fernández Marroquín, con un arma de semejante peso y calibre, jugó el mismo juego impostergable.

Yo le llamo a este juego La caída, Jugar al búfalo, Jugar al hombre.

 

El suicidio es un acto de esplendor. A este movimiento, pronunciado desde la ira o el desamparo, corresponden una serie de murmullos, el cotilleo de la ignorancia, reprobaciones oscurantistas a media voz:

—De este borde a aquel extremo corre el camposanto. El cuerpo del suicida irá de cara contra el suelo, una roca —grande, pero no desmesurada, para que se confunda así con la tierra y el camino— deberá hundirle la cara.

Igual que la gallina de Kircher, el suicida jugará o será puesto a jugar el juego de los muertos. Con la convicción de que no ha fallecido, los dolientes lo atarán de pies y manos, lo tumbarán boca abajo, ligeramente de costado, de tal manera que el rostro toque el suelo pero pueda mirar el horizonte. Ahí, el suicida, violento contra sí, olerá el humus despiadado de la tierra y observará la horizontal que indica que el planeta es redondo, que no hay línea recta que pueda sostenerse, que todo, en algún punto imperioso, se fuerza y se sacude, se hunde y extravía. Para cuando sienta que aquella línea lo llama —todo está torcido antes de nacer, antes de perderse—, el suicida ya habrá caído en trance, habrá vuelto a morir o jugará a morir como las zarigüeyas: el muerto nuevamente sofocado, extinto de una vez por todas. Aquel juego podrá llamarse Gallina ciega.

—¿Qué se te ha perdido en el pajar? —cantarán los dolientes.

Cuando la gallina ciega te atrape, habrá que darle pistas para que intente adivinarte:

—Gallina ciega, gallina ciega, ¿quién soy?

Es mi turno para taparme los ojos…

 

El suicidio es un grito de ira contra lo sagrado. Quien se impone la muerte pronuncia una maldición contra sí mismo, contra los cuerpos y las almas vinculados a él. Las maldiciones son inamovibles, las palabras son insobornables. No hay retiro, no hay punto de retorno para una maldición.

 

La maldición no es estrictamente una amenaza, un repruebo con posibles consecuencias; no es una línea débil que vincula al maldecido con un futuro adverso. Es el presente catastrófico, un envite, el traslado inmediato e inminente: estar y permanecer maldecido, sin posibilidad de salvación. La maldición es el lenguaje cargado, sobrecargado, que se arroja sobre el impertinente, sobre el adversario. El impertinente, el adversario, es el ser imantado para el infortunio.

 

Hay un paréntesis, algo acortado y cercenado —más opresivo y sofocante— en el lamento de los cercanos al suicida. Como si el arrebato de la vida antes de tiempo arrasara también con la idea, con la posibilidad de pensar en ese alguien-muerto. Y es que el suicida, violento contra sí, parece llevarse consigo su propia imagen para el duelo. Los dolientes se ven entonces despojados, desarmados de los mecanismos para la lamentación y el llanto “apropiados” —piensan—. Es el duelo en espera de una “muerte real” —piensan—. El duelo en desamparo, privado de la figura y de la imagen del que parte: no un cuerpo en descanso eterno, un cadáver borrado a la intemperie.

El lamento por el muerto-suicida se vuelve un conjuro: un ruego para que el muerto no regrese, un ruego para que esa persona osada no descanse entre los vivos o los muertos; la negación para alejar el daño; la negación de esa existencia, de su imagen y semejanza. El lamento por el muerto-suicida es entonces un paréntesis. Dentro de los muros de esa fortaleza, ( ), puede leerse una palabra o el rugido de una palabra: no —dice— no.

La mano izquierda es la mano de la maldición. El álamo de follaje frágil que se estremece ante el viento más delicado es el símbolo de las lamentaciones.

A veces, en el paréntesis del llanto se dibuja un árbol, álamo agitado por la tempestad en las tinieblas. Un viento entero, un árbol desatado en el paréntesis del cuerpo.

 

Maldecimos para llenar con sonidos viciados y furiosos el vacío de nuestro pobre entendimiento.

 

1977. Con un ahogado en los riñones, la cabeza. Toda mi fuerza consiste en alejarme maquinalmente de este ser anegado hasta las rodillas y rebasado, intempestivamente, por unas aguas feroces, fuera de cauce.

 

Ese ahogado son ustedes, todos ustedes, los presento y me los saco del cuerpo, de los riñones de la testa.

 

1977. Conocer el sonido de los órganos, la estática de mi línea media, el anego visceral, el bisbiseo, para despedirme, iba a decir, en su propia lengua orgánica, aunque realmente lo que quisiera decir sea:

 

Para dejarlos atrás, uno a uno, abandonarlos en su lengua descomunal, invertebrada

 

para echarlos con palabras de mi cuerpo para dejarlos atrás.

 

[En glosa, en el original tachado]

 

 

A mis hijos en la dispersión.

 

A mis hijos hijos maniatados, ahogados

en el alcohol negro de mi leche.

 

Venid a mis pechos de mujer,

cambiad este cuajo blanco por azul petróleo.

Venid a mí en la más ciega crueldad, a mis hijos

 

hijos por lo vocativo.

 

A ustedes que ya he arrancado de mis restos.

 

 

1977. Cúlpenme a mí por las atrocidades de mi cuerpo por la grupa montada en el lomo de una ahogada cúlpenme a mí por el espejo sin límites donde verán sus propias cabezas separadas de su centro y sus otras mitades dando saltos pequeños por los campos de la hambruna y la apetencia cúlpenme a mí por desear ustedes la soga y el llamado de la soga y no tenerla por dirigirse irremediablemente a la causa externa al accidente a lo externo lejos de ustedes por su propia indecisión cúlpenme a mí por la deformidad con que invoco mi propio nombre sagrado que no es mi nombre de pila ni el número azaroso y consonante cúlpenme a mí por violar la posición juiciosa de los santos por violar a Cristo a San Agustín quien condenó a Judas no por traición sino de infamia ante la vida por amarse por colgarse del cuello y de las piernas por ver el tiesto de la vida boca abajo cúlpenme a mí por regar la tierra con las entrañas sin cuidado por sembrar este mundo que por ahora es suyo con las callosidades de mis manos nodulosas mano por mano que los sostuviera hijos algún día cúlpenme a mí por su propia mano por dejarlos solos en la escena del crimen iluminados siquiera por ustedes mismos y la sombra desvanecida de un solo hombre en la tierra.

 

Alejandro Tarrab (México, Distrito Federal, 1972). Es poeta, ensayista, licenciado en Ciencias de la Comunicación por el ITESM y realizó estudios de Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM. Fue becario del FONCA en la categoría de Jóvenes Creadores en los periodos 2004-2005 y 2006-2007. Es miembro del SNCA desde 2010. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2009 en poesía, por Degenerativa. Sus libros más recientes son Caída del búfalo sin nombre : ensayos sobre el suicidio (Edición de autor, 2015), Ensayos malogrados: resabios sobre la muerte voluntaria (Cuadrivio, 2016) y Maremágnum (Stomias Boa, 2019). Parte de su obra se ha traducido al checo, francés, inglés, portugués y serbio.

 

 

 

[1] Nicanor Parra, “Defensa de Violeta Parra”, en Obra Gruesa, Edit. Universitaria, Santiago de Chile, 1969.

[2] Las palabras son de Ángel Parra —hijo de Violeta y autor de la novela Violeta se fue a los cielos— y fueron tomadas de Elsa Fernández-Santos, “Última revancha de la folclorista revolucionaria” (El País, 4 de febrero de 2012): “No hay rencor hacia ella. Mi madre fue una mujer revolucionaria, una mujer con mucho carácter. Alguien único que emprendió, junto con su hermano Nicanor, una cruzada que ha determinado el destino de la poesía y del canto popular chileno […]. No era una madre común, qué duda cabe. Cuando estaba de gira, faltaba, pero luego llegaba siempre con bebida y comida para todos. Y no era sumisa, imponía su palabra frente a cualquier macho. Lo cierto es que siempre se hizo cargo de sus hijos y lo hizo sin ayuda de nadie. Nos decía: ‘Me voy a morir, me voy a morir’... hasta caer al suelo. Era su manera sencilla de contarnos que algún día se iría. Lo que no supimos interpretar fue el título de su último disco, Las últimas composiciones”.