ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Hotel Hastings comentado

Eduardo Padilla

 

1.

 

Dejé la escuela y me fui a vivir a East Hastings con los demás fantasmas.

Aquel hotel mausoleo

me abrió sus puertas

como a un hijo que vuelve de la guerra perturbado 

pero lleno de gratitud.

Tres pisos de gris angostura

montada encima de una carnicería

donde las moscas bailaban en líneas 

la danza que junta a los vaqueros

bajo el hospicio

de la cabeza de cerdo

que flotaba, divina,

en el cielo del escaparate.

Cabeza de neón rosa

¿sólo a mí me cerraste el ojo? 

¿sólo yo soñé

que tú intercedías por nosotros,

los niños muertos

de East Hastings?

 

En cine o en libros, me gusta cuando el relato comienza con una imagen o escena que contiene una versión supercomprimida del resto de la obra. Esta imagen anuncia los temas centrales o exhibe los símbolos gobernantes a manera de acertijo. Una imagen o escena que comprime la esencia de la obra. Eso era lo que yo quería. Fuera de eso, no tenía planeado una estructura. Sólo había tres reglas: 1) Escribir un poema-novela o una mini novela versificada. 2) Escribir un texto autobiográfico a partir de algo sucedido hace 20 años, lo cual aseguraría un cierto grado de deterioro en mi recolección de los hechos y me obligaría a ser imaginativo. 3) Empezar con un estilo relativamente “difícil” y sintético, para que luego este fuera haciéndose más sencillo y directo hasta llegar a un tipo de realismo modesto y casi “transparente”, aunque en el fondo igual de alienado que al inicio, lleno de grietas por donde salen insectos, sombras, errores.   

 

 

2.

 

Mis vecinos eran hombres y mujeres estoicos

que llevaban la cruz de Cristo

colgando del cuello y del alma.

La jeringa, 

la pipa de crack 

y el cuchillo improvisado

son también la cruz de Cristo.

Todos ellos se dirigían

a su propio montecillo

donde un romano diligente

y bien organizado

los ayudaría a clavarse

a una cruz que para entonces

ya sería un vago adormecimiento.

 

La mayoría de mis textos tienen un tono que encuentro natural: ironía, sarcasmo, humor negro. La mistificación y el misterio son otras dos cosas que casi siempre busco y no siempre consigo. Pero mi inclinación es hacia la burla. Con Hotel Hastings, sin embargo, no podía usar ya el mismo tono de antes. La razón de esto… debía serle fiel al recuerdo de las personas que en él describo, esa colección accidentada de parias, perdedores e insomnes del sueño americano. Sentía (aún siento) profunda simpatía y afinidad por ellos. Al mismo tiempo, soy incapaz de tomarme las cosas demasiado en serio y bromeo en automático. No sé vivir sin el efecto distanciador que da la ironía. 

La parte más difícil de escribir este libro fue encontrar y balancear su tono. Y luego sostenerlo de un extremo a otro. Lo cálido y lo sardónico rara vez se mezclan.    

 

 

3. 

 

En mi piso vive

el aprendiz de padrote.

Más allá vive el vendedor de polvos

y al final del pasillo

vive y muere

su único cliente.

 

Aprendo a ser sociable,

soy felizmente sociable

por primera vez en mi vida.

Conozco a todos y todos

me piden prestado.

Todos menos el carterista.

Su reputación ilumina el corredor por las noches.

El carterista es una leyenda, un artista de otro mundo.

Un iluminado que habla con las manos.

Y sus manos son más bellas

que las de un santo manierista.

 

Bruno Schulz es uno de mis autores favoritos y una de las influencias conscientes en Hotel Hastings. En Schulz, la transición de un realismo meticuloso y plausible hacia la fantasía más elevada —la que desemboca en la mitologización de lo mundano y en la creación de una mitología personal y privada— es perfecta. Y es perfecta porque no tiene costuras o separaciones: todo es un solo flujo.

En todo caso, desde niño pienso que la realidad trastocada, insólita… de Kafka, Poe, Schulz, et al., es mucho más convincente que la nuestra.

 

 

7.

 

Cómo puedo describir Vancouver 

si apenas sé describir una silla. 

 

Hay un océano enfrente

y una isla que separa

a los monstruos.

¿Qué pasaría si no hubiera una isla? 

¿Se comería el mar a Vancouver? 

¿La dormiría en su pecho?

 Aquí todo es limpio y estéril,

toneladas de aburrimiento vertical

en el distrito financiero.

Los nuevos tótems no tienen la gracia

de los antiguos—

¿qué es un tótem sin sus animales?

Es la ciudad de Vancouver.

 

Mejor no vengas.

 

 

Este texto viene de dos lugares. Uno, de las (pocas) cartas que le escribí a mi madre (con pluma y papel) en aquella época. El otro, de mi recuerdo imperfecto de una entrevista en blanco y negro al escultor Giacometti. Giacometti hablaba sobre su creciente dificultad para entender el mundo, en puros términos visuales. Decía que después de haber tenido una extraña experiencia en un cine su ojo analítico se había descompuesto. Ahora todas las personas le parecían la misma… el mismo ruido de líneas en cada rostro. Sea lo que sea que él haya dicho, lo importante es que el pintor-escultor ya no podía describir nada bien con su arte. Todo era un problema insuperable. “Ya ni siquiera puedo dibujar bien una silla”. Esto lo decía con un aire peculiar… una mezcla de desesperación y estoicismo irónico. El entrevistador le decía entonces que la suya era una posición envidiable, pues el mundo entero podía entenderse como un continente nuevo, listo para explorar y ser conquistado. Giacometti lo veía con incredulidad. “¿Le parece a usted… envidiable… mi problema?” La cara del entrevistador nunca aparecía dentro de cuadro, pero estoy seguro de que, en ese momento, su rostro era el rostro de un imbécil.

 

9.

 

Hay color en Vancouver,

hay grises y blancos. 

Mucho gris, sobre todo. 

 

Un azul deprimido. 

 

Hay también mucho verde, sabes, 

a los canadienses les salen árboles 

de todas partes. 

Pero sólo en verano el verde sale a pregonar. 

 

El resto del año el cielo es un glaucoma 

 

un velo mortuorio hecho de asbestos 

 

un burócrata que te va aplastando lento, 

sin que te duela.

 

 

Aquí hay un juego que me gusta y que aprendí a jugar cuando escribí Blitz, o tal vez desde antes: escribe un poema que no parezca un poema. Piensa que es cualquier otra cosa, un cuento, un ensayo. Tal vez ni siquiera es literatura. Tal vez es algo que piensas de manera interrumpida mientras lavas la ropa. Tal vez es una voz que comienza a hablar en tu cabeza mientras el dentista te saca una muela. Como sea, lo importante es que no es un poema. Y, sin embargo, la poesía, sea lo que eso sea, se asoma, justo al filo de tu visión. En cada pequeña frase resuena, apenas, el humilde espectro de lo poético. El juego exige que el poema que no parece poema se mantenga oculto, que pase desapercibido y que se vaya tensando. Al final, la tensión y la energía acumulada harán su trabajo. Saltará el muñeco grotesco desde el interior de la caja. Sin anuncios, sin costuras, el texto dará el volantazo, y el vehículo se desplomará por la barranca de la imaginación poética.  

 

 

Eduardo Padilla (Vancouver, 1976). Es autor de Zimbabwe (El Billar de Lucrecia, 2007), Minoica (escrito en colaboración con Ángel Ortuño, Bonobos, 2008), Mausoleo y áreas colindantes (La Rana, 2012), Blitz (Filodecaballos, 2013), Un gran accidente (Bongo/3pies, 2017) y la antología Paladines de la Auto-Asfixia Erótica (Bongo Books). Su libro más reciente es Hotel Hastings (Cinosargo, 2018).