6 poemas
Maria do Rosário Pedreira
retina
Yo, que nunca pensé dejar de ser
hija, hago ahora de madre de mi madre
los domingos: soy su muleta en los
largos corredores de la casa antigua y
le acerco mantas a las rodillas porque
los viejos tiemblan en la vida con el frío
de la muerte. Para huir de las cosas que la
entristecen, le pregunto por gente
del pasado, pues sé que lo que sucedió
ayer está ya demasiado lejos de su
memoria—y, en los días buenos, la respuesta
dura la tarde entera. Al principio,
mi madre censuraba la forma como yo
iba vestida, pero ya hace mucho tiempo que no
dice nada. Pensé que hubiera finalmente
acertado con su gusto o que ella,
derrotada, hubiera desistido de cambiarme.
Sólo después percibí que ya no me ve.
* * *
Madre, yo quiero irme —la vida no es nada
de eso que dijiste cuando mis senos comenzaron
a crecer. El amor fue tan parco, la soledad tan grande,
marchitaron tan deprisa las rosas que me dieron —
si es que me dieron flores, ya no tengo la certeza, pero tú
debes acordarte porque dijiste que eso iba a suceder.
Madre, yo quiero irme —mis sueños están
llenos de piedras y de tierra; y, cuando cierro los ojos,
sólo veo unos ojos fijos en mi rostro y nada más
que la oscuridad por encima. Aún por encima, maté todos
los sueños que tuviste para mí —tengo la casa vacía,
me acosté con más hombres que aquellos que amé
y lo que amé de verdad nunca concordó conmigo.
Madre, yo quiero irme —ninguna sonrisa abre
camino en mi rostro y los besos se agrian en mi boca.
Tú sabes que no me gusta dejarte sola, pero por esta vez
no me llames por mi nombre, no me pidas que me quede —
las lágrimas me impiden caminar y yo tengo que irme
aunque, tú sabes, la tinta con la que escribo es la sangre
de una herida que se fue quedando en mi pecho como
una cama se amolda a un cuerpo que va viendo crecer.
Madre, yo me voy —esperé la vida entera por quien
nunca me amó y perdí todo, hasta el miedo de morir. A esta
hora las calles están desiertas y las ventanas invitan al viaje.
Para estar, me bastaba una voz que me llamara, pero
esta voz, tú sabes, no es la tuya —la última canción sobre
mi cuerpo ya fue hace mucho tiempo y desde entonces los días
fueron siempre tan largos, y el amor tan parco, y la soledad
tan grande, y las rosas que dijiste que un día llegarían
vendrán ya mañana, pero esta vez, tú sabes, no las veré marchitar.
* * *
Mi amor no cabe en un poema —hay cosas así,
que no se rinden a la geometría de este mundo;
son como cuerpos perdidos de su arquitectura
o cuartos que los gestos no llenan.
Mi amor es más grande que las palabras; y por eso es inútil
la agitación de los dedos en la intimidad del texto—
la página no ilustra el celo del faro que arropa las bahías
ni el candor de la mano que protege la llama que estremece.
Mi amor no se deja decir —es un hormiguero
que acude a los labios como la urgencia de un beso
o la materia efervescente de los secretos; la combustión
laboriosa que evoca, a flor de piel, vestigios
de una explosión ejemplar: el cráter que un cuerpo,
al levantarse, deja para siempre en la cercanía de otro cuerpo.
Mi amor anda por dentro del silencio formulando locuras
con la desnudez de tu nombre —es un fantasma que se contorsiona
en el dédalo de las venas y sangra cuando lo encierran en metáforas.
Un verso que lo vistiera definiría bajo la ropa
como el esqueleto de una palabra muerta. Ningún poema
podía ser el suelo de su casa.
* * *
Me alegra
que no morí todas las veces que
quise morir —que no salté del puente,
ni llené las muñecas de sangre, ni
me acosté en los rieles, allá lejos. Me alegra
que no até la cuerda a la viga del techo, ni
compré en la farmacia, con receta falsa,
una dosis de sueño eterno. Me alegra
que tuve miedo: de los cuchillos, de las alturas, pero
sobre todo de no morir completamente
y quedar por ahí —aún más perdida que
antes—a mirar sin ver. Me alegra
que el techo fue siempre demasiado alto y
yo ridículamente pequeña para la muerte.
Si hubiera muerto alguna de esas veces,
no escucharía ahora tu voz llamándome,
mientras escribo este poema, que puede
no parecer —pero es— un poema de amor.
* * *
Levántate y maldice el tiempo—
la mañana tan rápida y casi nada
para quedarnos juntos hasta la oscuridad.
Tantas mañanas terriblemente lentas
antes de ti, tantas tardes de retratos
exhaustos sobre las mesas, noches que
nunca abrían grietas para el sueño; y de
repente los días huyeron como agua
desde adentro de una mano, la mañana tan
rápida. No te conformes: maldice
el tiempo. Si hace falta, grita con Dios—
a mí me escuchó mientras te esperaba.
* * *
Dime tu nombre —ahora, que perdí
casi todo, un nombre puede ser el principio
de alguna cosa. Escríbelo en mi mano
con tus dedos —como las polvaredas se
escriben, inquietas, en los caminos y los
lobos manchan la sábana de la nieve con las
señales de su hambre. Sopla en mi oído,
como llevas las palabras de un libro para
adentro de otro —así conquista el viento
el tímpano de las grutas y entra el vaho del verano
en la casa fría. Y, antes de partir, pósalo
en mis labios lentamente; es un poema
azucarado que se derrite en la boca y arde
como la primera menta de la infancia.
Nadie olvida un cuerpo que tuvo
en los brazos un segundo —un nombre sí.
Traducción de Sergio Ernesto Ríos
Maria do Rosário Pedreira (Lisboa, 1959). Escritora, editora y letrista. Es responsable del grupo editorial multinacional Leya. Publicó la novela Alguns homens, duas mulheres e eu (1993) y en poesía A casa e o Cheiro dos Livros (1996), con el cual ganó el Prémio Maria Amália Vaz de Carvalho. En 2012, apareció su Poesia Reunida.