ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Abismo

Daniela Albarrán

 

Tengo una tía que vive sola en una casa a las afueras de la ciudad. La casa es muy vieja, hecha de adobe, de esas grandes y cuadradas. Por fuera tenía un aire de misterio que atraía la atención poderosamente. Por fortuna, mi tía nos invitaba a mi madre y a mí a pasar largas temporadas con ella. Nosotras aceptábamos gustosas porque era el lugar ideal para descansar de la vida citadina. 

En la casa había un tapanco, y aunque mi tía aseguraba que era imposible subir y arrancar la puerta que se asomaba del techo de madera, me daba mucha curiosidad. Ella decía que en el tapanco se encontraban cosas de su abuelo, que fue soldado en la guerra, cosas inútiles, y que por eso ya no había intentado abrirlo. 

Mi curiosidad pudo más que las razones de mi tía. Me empeñé en averiguar lo que había en ese tapanco. Al principio me costó trabajo abrir la puerta, porque, como bien lo dijo mi tía, estaba atorada. Tuve que utilizar algunas herramientas y dañar mucho el techo para que la puerta cediera. 

Cuando la abrí se filtró un rayo de luz, y de él emanaron unas motas de polvo que se metieron inmediatamente en mis ojos. Me los tallé y me dispuse a entrar. El lugar era espacioso, del mismo tamaño que la sala de la casa. Había muebles viejos, basura, ropa, y un olor a podredumbre que picaba mi nariz. Comencé a explorar los secretos que ahí se guardaban. Lo que hallé no fue de mi interés hasta que vi un baúl. Lo abrí, y encontré muchos documentos, libros, cartas y fotografías. Las fotografías eran del abuelo de mi tía y las cartas pertenecieron a varias generaciones atrás de la de mi familia. Saqué libros, muchos de ellos escritos en francés, portugués y alguna lengua de medio oriente. Claro, mi tía me contó que cuando su abuelo regresó de la guerra se pasó mucho tiempo viajando y aprendiendo distintas lenguas. 

Tomé uno de los libros entre mis manos; era muy grueso. Lo hojeé, pero parecía que estaba vacío; lo abrí por la mitad y seguía vacío; lo abrí por la primera página y vi que la hoja estaba llena de letras. Comencé a leerlo. El libro empezaba así: 

Tengo una tía que vive sola en una casa a las afueras de la ciudad. La casa es muy vieja, hecha de adobe, de esas grandes y cuadradas. Por fuera tenía un aire de misterio que atraía la atención poderosamente. Por fortuna, mi tía nos invitaba a mi madre y a mí a pasar largas temporadas con ella. Nosotras aceptábamos gustosas porque era el lugar ideal para descansar de la vida citadina. 

En la casa había un tapanco, y aunque mi tía aseguraba que era imposible subir y arrancar la puerta que se asomaba del techo de madera, me daba mucha curiosidad. Ella decía que en el tapanco se encontraban cosas de su abuelo, que fue soldado en la guerra, cosas inútiles, y que por eso ya no había intentado abrirlo. 

Mi curiosidad pudo más que las razones de mi tía. Me empeñé en averiguar lo que había en ese tapanco. Al principio me costó trabajo abrir la puerta porque, como bien lo dijo mi tía, estaba atorada. Tuve que utilizar algunas herramientas y dañar mucho el techo para que la puerta cediera. 

Cuando la abrí se filtró un rayo de luz, y de él emanaron unas motas de polvo que se metieron inmediatamente en mis ojos. Me los tallé y me dispuse a entrar. El lugar era espacioso, del mismo tamaño que la sala de la casa. Había muebles viejos, basura, ropa, y un olor a podredumbre que picaba mi nariz. Comencé a explorar los secretos que ahí se guardaban. Lo que hallé no fue de mi interés hasta que vi un baúl. Lo abrí, y encontré muchos documentos, libros, cartas y fotografías. Las fotografías eran del abuelo de mi tía y las cartas pertenecieron a varias generaciones atrás de la de mi familia. Saqué libros, muchos de ellos escritos en francés, portugués y alguna lengua de medio oriente. Claro, mi tía me contó que cuando su abuelo regresó de la guerra se pasó mucho tiempo viajando y aprendiendo distintas lenguas. 

Tomé uno de los libros entre mis manos; era muy grueso. Tenía la mala costumbre de leer la última oración de cada libro que llegaba a mí, así que comencé a leer: 

“El libro termina aquí, y con él la historia de quien lo empezó”.

Como no entendí qué significaba, regresé a las páginas anteriores, pero nada estaba escrito. Tomé el libro y bajé la escalera que conectaba el tapanco con la sala de estar. Cuando le pregunté a mi tía qué significaba ese libro, ella me gritó que lo soltara y que no se me ocurriera abrirlo. Le pregunté que por qué no podía abrirlo. Me dijo que ese libro estaba prohibido, que mi abuelo lo trajo de un lugar de oriente y que quien lo empieza a leer nunca lo puede terminar. Le dije a mi tía que el libro no tenía nada de malo, y le comencé a leer el principio: 

Tengo una tía que vive sola en una casa a las afueras de la ciudad. La casa es muy vieja, hecha de adobe, de esas grandes y cuadradas. Por fuera tenía un aire de misterio que atraía la atención poderosamente. Por fortuna, mi tía nos invitaba a mi madre y a mí a pasar largas temporadas con ella. Nosotras aceptábamos gustosas, porque era el lugar ideal para descansar de la vida citadina. 

En la casa de mi tía había un tapanco. Ella me contaba que en ese lugar se guardaban todos los tesoros del abuelo, que había estado en la guerra. Tenían libros de todas las lenguas, español, griego, ruso, y este libro, que está en manuscrito, muy difícil de leer. Cuando le pregunté a mi tía que por qué no podía leer este libro lo único que me contestó fue: el que lo empieza a leer nunca lo termina. 

Me empecé a reír y le dije: ay tía, cómo crees que nunca lo voy a poder terminar; mira, si está bien corto y aparte todas las páginas del centro están vacías; sólo tiene un comienzo. Se lo leí: 

Tengo una tía que vive sola en una casa a las afueras de la ciudad…

 

 

La sacralidad en la escritura

 


Ahora escúchame, he encontrado la palabra justa
Mejor prepárate, tiene algo que a todos asusta

Love of Lesbian

 

Tanto la lectura como la escritura responden a un acto íntimo y sagrado que se logra únicamente en la tranquilidad de la soledad. Por un lado, la lectura parte de un momento en el que el libro y tú como lector son uno mismo; se entra en trance porque leer es como recitar una oración. Leer es tenerle fe a quien estás leyendo porque presientes que en algún momento se te va a revelar como una hierofanía, una verdad sustancial que te va a cambiar la perspectiva de la vida y es que eso provoca la buena literatura, porque hay muchos libros que caen en las manos de un lector, pero no siempre van a tener la misma importancia. Yo los clasifico en libros que me hacen pasar el rato, que me entretienen, por ejemplo, un thriller o una novela histórica (mis placeres culposos); luego están los libros que, como diría García Madero, “son mi casita”, con los que experimentas un calorcito en el pecho, los que te reconfortan, te dan amor y te hacen sentir bien cuando los lees; pero los pocos son los que Vasconcelos leería de pie, que te hacen levantarte del asiento, se te hincha el pecho y palpita la consciencia, porque al fin pudiste encontrar en esas líneas algo que en el mundo real te es negado, he ahí la revelación sagrada. 

La escritura, por otro lado, está más relacionada con un acto involuntario pero necesario. Saber que algo se posesionó de tu mente, de tus manos y te quema la piel sólo para que salga la enunciación de la palabra sagrada: el logos. Porque cuando uno escribe es imposible pensar que el que está escribiendo es uno mismo; por el contrario, nuestro ser se transmuta, como los metales, en un proceso alquímico para crear una Opus Magna personal. Por eso es tan cierto lo que dice Huidobro: “el poeta es un pequeño Dios”, porque el momento de la enunciación es la creación de mundos (im)posibles, donde ese pequeño Dios construye un nuevo universo, un nuevo hombre y quizá, sólo quizá, cuando logra apoderarse de él, un nuevo lenguaje. 

Tanto la escritura como la lectura son actos sagrados y privilegiados que sólo unos cuantos, los elegidos por los dioses, pueden disfrutar.

 

Daniela Albarrán (Toluca, 1994). Es egresada de la licenciatura en Letras Latinoamericanas de la UAEM y forma parte del taller de narrativa de la revista grafógrafxs.