Alias o el dilema de la identidad
Iris García Cuevas
Hace más de una década, a punto de llegar a los 30 y en medio de una crisis personal, me dio por preguntarme sobre mi ser auténtico. ¿Quién soy?, ¿un nombre, un cúmulo de actividades laborales, un puñado de experiencias y relaciones afectivas?, ¿me autodetermino o estoy siendo determinada por mi entorno familiar y social?, ¿quién sería yo despojada de la memoria que tengo de mí misma?
Recuerdo que caminaba por la Costera (vivía entonces en Acapulco), estaba parada en la esquina que hace la avenida con la calle Gabriel Avilés (a una cuadra del Parque Papagayo), esperando el cambio del semáforo para poder cruzar, cuando llegó esa pregunta: ¿quién sería yo despojada de la memoria que tengo de mí misma? Entonces imaginé a un hombre (siempre me ha sido más fácil fabular en masculino) que despierta en un cuarto de hospital, apenas cubierto con una bata blanca (o de un azul muy pálido), que no recuerda su nombre ni su historia. ¿Qué pasa entonces? Tal vez tendría que confiar en la memoria que los demás guardan de él, pero ¿y si le mienten o tienen una percepción distorsionada?
Ese fue el origen de una historia que, en aquel momento, creí que sería una obra de teatro, después un cuento largo y terminó siendo mi primera novela. Alias se llamó al principio, porque pensé en un personaje que iría usando diferentes seudónimos durante la búsqueda de su propio nombre. Sin embargo, canalla como soy con mis personajes, no me pareció bastante con despertarlo desmemoriado, así que, además de quitarle su pasado, le regalé una sentencia de muerte: “Saliendo de aquí van a matarte”. Eso le dice su centinela, y el hombre tiene que escapar del hospital para conservar la vida y recuperar la memoria.
Una de las cosas que supe desde el principio es que la narración debía hacerse en segunda persona: la conciencia del desmemoriado aferrándose a los detalles del presente para no perderlos, impulsando al hombre a encontrar las piezas del rompecabezas de su identidad e irlas colocando en su lugar hasta tener una imagen coherente de sí mismo. Los capítulos impares están contados con esta voz.
También supe que en el camino el hombre escucharía, en otras voces, versiones distintas de quién era o podría ser, porque la conciencia que tenemos de nosotros mismos también se construye a través de los ojos de los otros. Así que los capítulos pares recogen esas percepciones ajenas sobre la identidad del desmemoriado.
Al final la novela se llamó 36 toneladas, porque lo que está en juego, lo que pone en peligro la vida del personaje, es el dinero obtenido por la venta de 36 toneladas de cocaína, que el desmemoriado debería haber entregado al procurador de justicia de Guerrero y a un mayor del Ejército, quienes han convertido los decomisos de droga en el estado en un negocio personal. El asunto es que además de su nombre y su historia, el hombre también olvidó qué hizo con el dinero.
Entonces, por el contexto, la novela parece tratar sobre el tráfico de drogas, la corrupción de las instituciones encargadas de la seguridad y la justicia, y la violencia que generan; pero, en realidad, se trata de la identidad, de contestar ¿quién soy yo? en las circunstancias más adversas.
36 toneladas
(fragmento)
I
Hace más de dos meses te quedaste dormido. Al despertar no recordabas nada. El hombre de las gafas oscuras lo dijo: Te llamas Roberto. Te apellidas Santos. Fuiste judicial. Estás detenido porque mataste a un hombre.
Tenías miedo de volver a dormir. Estuviste en vigilia la primera semana. El hombre de las gafas oscuras te pasaba cigarros encendidos. Tú los apagabas en el dorso de tu mano. Ahuyentabas el sueño. Querías salvar lo poco que sabías de ti mismo. Pero una enfermera se dio cuenta. Empezaron a inyectarte sedantes por las noches. Al principio opusiste resistencia. Llamaron a dos guardias para sujetarte. El hombre de las gafas oscuras presenciaba tu lucha desde la ventanilla de la puerta. Sonreía.
La segunda semana te tuvieron drogado. La imagen es difusa pero persistente. Recuerdas al hombre de las gafas oscuras de pie frente a tu cama. Recuerdas sus palabras: Saliendo de aquí van a matarte. Ahora lo sabes: los recuerdos nuevos no se borran fácilmente.
El ruido de la puerta interrumpe tus cavilaciones. El intendente entra al cuarto con la cabeza baja. Te da los buenos días. Sacude los muebles con pereza. Se inquieta cuando siente que lo miras. Se esmera entonces. Entra al baño. Lo observas desde el quicio de la puerta. Te fijas en su baja estatura. Más disminuida por el peso del fastidio colgado de sus hombros. A pesar de la facha calculas que no tiene más de treinta.
—¿Llevas mucho tiempo en esto?
El temblor en la voz disipa tu intento de parecer casual.
—Más o menos.
El intendente abandona su afán por sacar brillo a los azulejos del piso. Retira el cubrebocas que ocultaba sus rasgos aniñados. Sus ojos inquieren la intención de la plática.
—Debe ser pesado.
Calculas la fuerza de sus brazos. Es delgado, sin embargo, sí sería capaz de derribarte.
—No mucho, es más bien aburrido.
Su tono suena un poco a confidencia.
—¿Por qué no te dedicas a otra cosa?
Sabes qué hacer, pero no te decides. El intendente se levanta. Hasta ahora te das cuenta de la afectación casi femenina de su voz, del trazo azul que delinea sus ojos.
—Apenas tengo primaria. No me dan trabajo en otro lado.
Está parado frente a ti. Este sería el momento, pero dudas.
—¿Tienes familia?
El intendente muerde el lado izquierdo de su labio inferior. Desliza su mirada por tu bata de enfermo. Te sientes indefenso.
—Como si no tuviera. Hace mucho no sé nada de ellos —se acerca con cautela observando tus gestos.
Te sudan las manos. Lo sabes cuando cierras el puño y derribas al hombre con un golpe en la cara. Demasiado ruido: no tuvo tiempo de gritar, pero su cabeza golpeó contra el retrete. Lo tomas del cabello y estrellas su cráneo contra el piso. Demasiado ruido. Lo desvistes con prisa. La camisa está manchada de sangre. La enjuagas lo mejor posible en el lavabo. El jabón se resbala de tus manos y va a dar a sus pies.
¡No grites! ¡No te pongas nervioso! ¿Qué tiene de difícil meterse a un uniforme de intendencia? Los pantalones te quedan algo cortos. Si bajas el resorte y te dejas la camisa por fuera no se nota. Te aprietan los zapatos. Mejor te quedas con las pantuflas puestas por si debes correr. Respira.
Tus manos tiemblan. Lo sabes cuando tomas la cubeta y los frascos de jabón tintinean. Calma. La enfermera regresa hasta las cuatro y el médico viene hasta la media noche. Nadie va a descubrir al muerto que has dejado desnudo bajo la regadera. El hombre de las gafas oscuras ignora lo que has hecho. Tómate tu tiempo. Haz las cosas con calma. Si quieres escapar debes estar tranquilo. Puedes darte un momento. Apaciguar tus nervios.
Te miras al espejo: las marcas violáceas alrededor de tus ojos atestiguan tu insomnio. Tocas tu rostro. Quieres asegurarte de que es el tuyo: boca grande y mejillas hundidas, tez morena y cabello rizado. ¿Cuántas veces has intentado gestos, sonrisas, para ver si tu cara puede decirte algo de ti mismo? Te duele: el rostro, la cabeza, la mano con la que diste el golpe, algo adentro del pecho: un hueco que se expande.
Roberto Santos. Comandante de la Policía Judicial del Estado de Guerrero, repites, para ver si ese nombre disipa el olvido que le encajó los dientes a tu seso. No te es más conocido que el Ignacio Soto. Intendente, escrito en el gafete que acabas de ponerte. Qué pendejada es esta de perder la memoria.
Sabes de ti sólo lo que el hombre de las gafas oscuras ha querido decirte: Ahora sí la cagaste, pinche Santos, ya te habías largado con la lana, ¿por qué tenías que regresarte a matar al pendejo de Gálvez? No sabes qué dinero, no recuerdas el rostro del hombre que mataste. El rostro. Si no tuviera el mío frente al espejo, tampoco sería capaz de recordarlo.
No te hagas güey. Te clavaste la lana de la venta de un decomiso grande de cocaína. Lo que le tocaba al procurador Mendiola y al mayor Domínguez. Ya casi te habías ido a la chingada sin que nadie te pusiera una mano encima, pero te regresaste. Gálvez traía pistola. Tuviste suerte de que fuera mal tirador. Te hirió, por eso te agarraron. El Mayor tenía ganas de dejarte morir. Mendiola lo convenció de mantenerte vivo para que les regreses el dinero. Ellos no son gente que deje así las cosas. Te van a matar, pinche Roberto.
Quieres llorar. Lo sabes por el brillo acumulado en tus pupilas. Enjuagas tu cara para lavar la angustia. Alisas tu cabello con el exceso de agua que ha quedado en tus manos. Haz las cosas con calma. El hombre de las gafas oscuras es el único brazo visible del monstruo que te acecha. Un brazo que no duerme, no come, no caga. Sólo fuma Marlboros y lee la policiaca de todos los periódicos apoltronado en el sillón que está frente a tu puerta y de vez en cuando delante de ti para recordarte los viejos tiempos. Siempre que te acercas al cristal te saluda llevándose a la frente los dedos de la diestra y te muestra sonriente la pistola encajada en la funda sobaquera debajo de su saco.
Ese brazo te iba a llevar mañana. Él mismo te lo dijo: Te va a cargar la chingada, pinche Santos. Te van a dar hasta por debajo de la lengua para que digas dónde quedó el dinero. Ahora no puedes escaparte, las gotas que te ponen en el suero y las pastillas que te dan por la noche te tienen lo bastante apendejado. Si no, sería bien fácil: hay tanta gente en este mugrero de hospital que nadie se da cuenta de quién llega o quién pasa. Bastaría con quitarle la ropa al intendente y salir disfrazado.
No lo sabe: anoche cerraste el cuentagotas. Tampoco tomaste las pastillas. Tienes uniforme de intendente. Cuando el pulpo estire su tentáculo tendrá que regresarlo y metérselo en el culo.
Abre la puerta. Respira. Controla unos instantes el temblor de tus manos. No te reconoce detrás del cubrebocas, debajo de la gorra de intendencia. Apenas y te ve.
Busca el elevador. Hace tres semanas te bajaron por él de terapia intensiva. ¿Dónde está? Tu recuerdo es más bien un desplome haciendo paradas discontinuas en el bajo vientre: unas manos frías sujetaron tus hombros; un rostro y una voz distorsionados te pidieron mantener la calma; una convulsión te hizo arquear el cuerpo y recubrió tu boca con un sabor a estiércol.
—¿A dónde vas?
El miedo se te escurre por la espalda y te aprieta los huevos. ¿Qué tan rápido puede ser un disparo? Tocas la cicatriz de tu costado izquierdo. Sabes que es el producto de un balazo. Tu mente no te presta una imagen de los hechos. Ni siquiera puedes evocar el dolor de la herida. La distancia entre la detonación y el calor de la sangre brotando por el surco abierto. ¿Qué hacer? Podrías tirarte al piso. O correr y cubrirte la espalda con una de las viejas que pululan en la sala de espera antes que el hombre de las gafas oscuras jale del gatillo. Podrías hacer muchas cosas si el fundillo no se te hubiera encogido y no estuvieran trabadas tus rodillas. Sientes cómo se acerca.
—¿Vas al pabellón de ancianos?
El hombre de las gafas oscuras no se ha movido de su sitio. Otro intendente avanza hacia ti. No espera tu respuesta. Continúa su camino. Tú lo sigues. El elevador está detrás de las escaleras de emergencia. El intendente oprime el botón. Los números se encienden en orden descendente hasta llegar al cuatro. La puerta se abre.
—Pensé que yo era el último. Me tardé mucho en terminar esta área. Los ricos son bien cerdos. Eres nuevo, ¿verdad?
¿Por eso estuviste a punto de cagarte? ¿Por un pinche intendente retrasado? Respondes monosílabos. Las puertas del ascensor se cierran y el hombre de las gafas oscuras se queda vigilando a un muerto recién hecho.
—¿Una fuga?
—¿Cómo?
—Que si arreglaste una fuga; vienes todo empapado...
El espejo del elevador te permite verte por primera vez de cuerpo entero. Ahora sientes la humedad y el frío.
—Sí, una fuga —quitas el cubrebocas y ves que en tu reflejo se asoma una sonrisa.
La puerta del ascensor se abre en la planta baja para demostrarte: el cuarto de hospital era tu único mundo conocido. Qué pendejada es esta de perder la memoria, te repites. La reflexión te amarga el paladar. Alguien quiere matarme. Ese recuerdo basta para atizar el deseo de huir. Pero no puedes salir del hospital ahora. Tienen vigilada toda el área. El hombre de las gafas oscuras te lo dijo. Debes esperar hasta la noche.
Sigues al intendente por salas y pasillos. Atraviesan un jardín y llegan a un edificio más pequeño. Él se despide para hacer su ruta. Tú le dices adiós sin saber adonde ir. Tu única certeza es que el miedo se anida en las incertidumbres.
Iris García Cuevas (Acapulco, Guerrero, 1977). Ha publicado el libro de relatos Ojos que no ven, corazón desierto (Tierra Adentro, 2009; La Moderna, 2017); la novela 36 toneladas (Ediciones B, 2011); y la obra de teatro “Basta Morir” (en Teatro de la Gruta VIII; Tierra Adentro, 2009). En 2008, obtuvo el Premio Nacional de Novela Ignacio Manuel Altamirano.