ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Eliminar las semillas

Demian Marín

 

Muchas y muy variadas son las maneras, manías y ritos que uno lleva a cabo en sus labores cotidianas. Lo escalofriante llega a suceder en el momento en el que, sin razón aparente, mientras realizamos ese acto tan cotidiano, nos preguntamos por qué lo hacemos.

Ahora, que escribo en la mesa de una taquería mientras espero la primera orden de tacos que me pienso cenar esta noche, llegó a mí ese momento.

Como el de muchos mexicanos, mi paladar está acostumbrado a un taco bien servido, rebosante de grasa, con dos tortillas, cebolla y cilantro finamente picados, salsa verde o roja, y el jugo de un cuarto y a veces hasta medio limón, todos ellos magistralmente repartidos en cada milímetro del platillo.

El tema del limón, muy delicado en este asunto, fue el detonante para mi angustiosa anagnórisis. ¿Cuál es el motivo de quitarle las semillas antes de exprimirlo? He visto a las mejores mentes de mi generación exprimir el limón sin la mesura necesaria que este rito de la preparación del taco requiere.

Llamarlos descuidados era para mí un lugar común. Los que exprimían el limón con todo y semillas para luego espulgar la carne y extirparlas del taco o, peor aún, los que sacaban las semillas de su boca después de dos o tres masticadas y las exhibían como un trofeo me parecían un hato de trogloditas.

¿Pero realmente lo son? ¿No es, más bien, petulancia de mi parte el hecho de querer evitar el contacto de las semillas del limón con la sagrada carne del taco? ¿Y cuántas veces, por más que haya eliminado, uno por uno, los amargos enemigos de un taco bien preparado, no llega a colarse uno que otro, dejando un mal sabor de boca durante el resto de la velada? ¿Y entonces, para qué tanta parafernalia en la vigilancia?

Frente a estas dudas, y ahora que veo resquebrajarse uno de los pilares que sostienen mi tránsito por este mundo, me encuentro ante el vértigo del vacío sartreano. ¿Por qué debo quitar las semillas del limón antes de exprimirlo?, que es lo mismo que decir: ¿por qué no actuar del modo opuesto?

Trato de razonar al respecto. Busco un punto, un asidero que me sostenga en este naufragio existencial. Me parece una idea plausible comenzar por el propósito del acto. Un razonamiento teleológico, que discurra sobre la finalidad de quitar las semillas antes o después de exprimir el limón en el taco, parece ser lo más apropiado en este caso.

¿Cuál es el propósito de quitar las semillas del limón en la extracción del jugo para aderezar los tacos? Me parece que, independientemente de que las semillas sean extraídas del limón o del taco, o de la boca misma, el propósito es el mismo: eliminar el incómodo sabor amargo que se encuentra encapsulado en cada semilla y, por consiguiente, fomentar la agradable experiencia del pleno disfrute gastronómico.

Es necesario, antes de continuar, recalcar el espíritu traicionero del limón y las miles de artimañas que este cítrico guarda para ocultar a los ojos del hombre la presencia de semillas.

Ahora bien, como el fin es uno y los caminos diversos, vale la pena reflexionar sobre la vía ideal. Esto tiene que ver con la manipulación genética y está, por el momento, fuera de nuestro   alcance, ya que, si bien los avances de la tecnología nos han regalado el cítrico ideal, que carece de semillas para disfrute del comensal, la triste realidad indica que un elevado porcentaje de taquerías, no ya de la ciudad, del país entero, no cuentan con esa oferta que solventaría el problema aquí descrito.

Otros métodos igualmente exóticos en las taquerías (no así en los hogares mexicanos) son el uso del exprimidor y de la coladera, ambos excelentes filtros de las molestas semillas.

Una vez desechadas estas opciones, por demás impensables en el enfrentamiento con el cítrico de las taquerías, puedo seguir con las opciones que ya he mencionado. Para ello, llevaré a cabo una rígida investigación de campo que, dividida en tres tiempos, pues tres órdenes de tacos acostumbro comer, me conduzca a la develación final del mejor método para eliminar las semillas.

 

1. Extirpar las semillas del limón

 

Esta opción, ya ha quedado claro, hasta antes de esta filosófica inquietud era mi preferida, la más coherente, higiénica y cortés. Sin embargo, como también ya he mencionado aquí, con este método no se logra salvar del todo el peligro de que al momento de exprimir el jugo se cuelen una o dos semillas en los recovecos del taco. Mi experiencia reciente con la primera orden lo confirma: dos semillas en cinco tacos. A esto es necesario añadir que de todos los métodos es el que más tiempo toma, y en ambientes frescos, como el de ahora, genera el grave problema de que el taco se enfría y la tortilla se remoja, en detrimento del sabor. El tiempo, hasta ahora, era un elemento que había pasado desapercibido y que parece ser determinante para la degustación óptima del taco.

 

2. Recoger las semillas desperdigadas en el taco

 

Después de terminar con la segunda orden usando este método, el factor del ahorro de tiempo es altamente positivo. Sin embargo, la posibilidad de que una semilla se pierda entre la pomposa orografía de la carne o en las selváticas regiones del cilantro y la cebolla crece hasta en 80%. Y si a esto añadimos el hecho de que para lograr cosechar todas las semillas es necesario no sólo mancharse las manos de grasa, sino profanar el espacio sagrado que ocupan los ingredientes en la superficie de la tortilla, ocasionando severos estragos estéticos y prácticos, esta se vuelve una opción inviable.

 

3. Reconocer al vuelo las semillas en el bocado y, mediante acto disimulado y sincronizado, eliminarlas

 

De más está anunciar mi punto de vista otra vez ante esta opción retrógrada y digna de los más altos índices de vulgaridad. El hecho de sacar con la mano un pedazo del bolo alimenticio, aunque sea con tiento y disimulo, es muestra de una falta de educación irrefutable. No obstante, como método para llegar al propósito que he establecido (no debemos olvidar el propósito), ahora que he terminado de comer la tercera orden parece haber demostrado ser uno de los más efectivos. Los tiempos se optimizan al máximo y el porcentaje de activar la mina que representa el amargo sabor guardado en la semilla se reduce considerablemente. Esto, por supuesto, requiere una capacidad especial para diferenciar con la lengua el infierno seminal del paraíso taquero; capacidad que, supongo, se desarrolla con la práctica. Seguramente muchos de los más grandes maestros en el arte del reconocimiento de la semilla de limón en el bocado han pasado por innumerables chascos.

He sabido, por diversos amigos que no se conocen entre sí, que el desarrollo de tal habilidad no es cosa de casualidad, que incluso existe una secta de “illuminati”, y que sólo una persona en un millón posee todos los atributos requeridos para formar parte de esta élite. Otra persona, más versada en estos asuntos esotéricos, me aseguró que no se trata de ningún illuminati, sino de un acto de barbomancia, y que los adeptos de esta Orden son reconocidos fácilmente por el modo en el que se llevan la servilleta a la boca para depositar allí las semillas desechadas.

Ante esta perspectiva, aventuro una conclusión que, al menos para mí, me parece satisfactoria: en tanto esperamos que las taquerías democraticen el uso de limones sin semilla, el método más efectivo para tener un momento gastronómico libre del molesto sabor de las semillas en una taquería es sin duda el más asqueroso y retrógrada. Se ahorra tiempo, y la efectividad de la cacería de semillas se eleva casi hasta 100%, pero se requiere tener capacidades especiales o ser barbomago para lograrlo con algo de decencia. Yo estoy lejos de tener dichas capacidades, y más todavía de llegar a formar parte de la Gran Orden de la Barbomancia.

Por lo tanto, en un afán por encontrar el equilibrio entre efectividad y elegancia, prefiero seguir eliminando las semillas directamente del limón o, incluso, si quiero pecar de radical, cargar a partir de ahora con un exprimidor de limones de bolsillo.

 

Nota de último minuto

 

En un complejo acto de vanidad, mostré al mesero parte de este escrito.  Él, en un momento, dejó de leer y, con un cambio completo en su expresión, me dijo estas enigmáticas palabras: “La barbomancia es una circunstancia; si no la salvamos, no nos salvamos a nosotros”.

 

 

El estreñimiento literario

 

C

oncibo la escritura como un acto cercano a la escatología: tener una idea, madurarla, es como el proceso de digestión, y hasta ahí vamos bien. El verdadero problema comienza cuando tomo asiento y decido que esa idea se convertirá en un cuento. Me concentro, sudo, aprieto los ojos. Poco a poco va saliendo, a cuentagotas. Y la sensación es la misma que la de un estreñido. Después, cuando ha salido, cuando he puesto fin a ese cuento, el alivio total.

Así es como he escrito la mayoría de mis cuentos. Existen, claro, sus excepciones: historias que se escriben solas. En general me cuesta trabajo, cada palabra es un logro, y al finalizar quedo exhausto; exhausto y feliz.

Los libros que he publicado se han agrupado en proyectos generales o en etapas específicas de mi escritura. El texto que aparece en esta revista, por ejemplo, forma parte de una etapa. La temática es pueril, aparentemente, pero llevada a sus últimas consecuencias se convierte en un gran absurdo, una ópera de tres centavos. Pienso en mi escritura como una oda a la banalidad, y el vacío que esto deja. A estas alturas, pienso yo, después de las grandes obras de la literatura universal que se han escrito sólo nos queda recoger las astillas y tallar en ellas nuestra voz, nuestro arte.

Mis inicios como escritor se cocinaron en los talleres nocturnos que se organizaban en las casas de mis amigos. Juntos hicimos nuestros pininos, juntos crecimos como escritores. Por ese entonces estudiaba Letras Latinoamericanas. El camino común era el de la academia: conocer teorías literarias y aplicarlas, por medio de la crítica, a las grandes obras de la literatura de nuestro continente. Los talleres nocturnos abrieron mis horizontes; fue allí, mientras leía y opinaba sobre lo que escribían mis amigos, mientras escribía y escuchaba opiniones sobre mi escritura, que decidí tomar la ruta de la escritura creativa, más que la académica.

Estos talleres nocturnos se complementaron con los diurnos y, digamos, más institucionales. Mis amigos y yo decidimos aventurarnos primero en el taller que se impartía en la Casa de la Cultura de Toluca, y después en la Biblioteca Urawa, donde se conformó un grupo entrañable, que lleva el nombre de la misma biblioteca. Allí, con el Grupo Urawa, se decidió que publicaríamos nuestros trabajos tallereados; se decidió que el primero en publicar sería yo, y fue así como surgió mi primer libro, que fue más de consumo interno entre los compañeros talleristas, pero que me impulsó a seguir en el camino de la escritura.

Y mis amigos allí estuvieron también, con sus propuestas literarias personales, cada quien con su propio empuje. La juventud y sus locuras permitieron que con esos amigos conformáramos una editorial artesanal y que siguiéramos publicándonos y publicando a los autores que admirábamos. El nombre de la editorial cambió, poco, pero cambió. Al final, por consenso, decidimos que se llamara Mirabilis.

Los avatares de la vida nos llevaron por caminos distintos, pero siempre manteniendo el contacto y ese lazo de amistad, de complicidad, que nos unió en aquel entonces. Yo salí de Toluca y tuve la fortuna de ganar las becas más importantes del país para jóvenes escritores. Eso me ayudó a perfeccionar mi técnica: el proceso es el mismo, igual de doloroso, igual de estreñido que como al inicio, pero al menos con un producto final de mayor calidad, lo que valió uno que otro premio, incluyendo el XXIII Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández, en 2014.

El trabajo literario lo fui conjugando con mi vida de muchacho tímido, después joven amigable, pero aún tímido, y ahora hombre de mediana edad, con la timidez siempre a cuestas. Aprendí otros idiomas, viajé al extranjero, vi muchas películas, jugué ajedrez competitivo; en todo esto, no hice tanto como yo hubiera querido, pero fue suficiente. Lo ideal habría sido conocer más idiomas, viajar más, ver más cine, asistir a más torneos del juego-ciencia. Uno no tiene el tiempo ni el dinero suficiente para lograrlo.

Además, me casé y me convertí en padre de familia, una práctica común en personas de mi edad. Desde el nacimiento de mis hijas, la escritura ha quedado un poco relegada, pues no es nada fácil educar a dos niñas aún pequeñas y mantener la vocación de escritor con la cual vivía 24 horas a diario cuando no tenía esa responsabilidad de progenitor.

Trabajé, por supuesto, porque la vida de escritor no te da para comer por sí sola. Un tiempo edité libros escritos en lenguas que yo no conocía; un reto muy interesante, que me dejó muchas enseñanzas. Luego, trabajé como asesor en la Secretaría de Salud federal, en donde tuve que aprender sobre la marcha a desdoblarme como escritor: mis cuentos debían convivir con el discurso político. 

Diariamente escribía, pero mi escritura estaba lejos de aquella propuesta que yo buscaba plasmar en mis cuentos. Las palabras que usaba formaban parte de un aparato utilitario: eran palabras de uso informativo, con mucha retórica, que tenían el objetivo de convencer al oyente sobre los beneficios de programas sociales de salud, sobre el trabajo realizado por médicos, enfermeras y trabajadores de la salud de todo el país.

Mis trabajos literarios se nutrieron en parte del rigor de la escritura diaria del discurso político. Lloviera, tronara o relampagueara, diariamente debía escribir sobre los temas que se me encomendaran, y el discurso siempre debía sonar fresco, debía reinventarse, para que no pareciera que se repetía.

Aun con el trabajo alejado de la literatura y la subestimada labor de la paternidad, sigo luchando por encontrar los espacios que me permitan leer y, posteriormente, escribir. La lectura para mí ha sido el alimento principal de mi escritura. Quiero seguir alimentando esta vocación, ahora un tanto famélica, porque esa ha sido mi decisión: escribir, desde hace casi 20 años, aunque me cueste, como a un estreñido.

Durante la entrevista que me hicieron los directivos de la Fundación para las Letras Mexicanas a fin de tomar la decisión de otorgarme o no la beca de jóvenes escritores, la última pregunta que me formularon fue: “¿Y qué piensas hacer después de la beca, si te la diéramos?”; yo respondí de forma rotunda: “no sé”, y después de reflexionar un poco más, agregué: “sólo sé que no podría dejar de escribir”.

 

Demian Marín (Toluca, 1979). Licenciado en Letras Latinoamericanas por la Facultad de Humanidades de la UAEM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, en narrativa (2009-2011), y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en cuento (2013-2014). Sus libros más recientes son: Tierra Central (Editorial La Rana, 2015), Cuentos cangrejos (Diablura Ediciones, 2015) y Sueños de humo (Ediciones de Autor, 2019). En 2014, obtuvo el XXIII Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández.