Enrique nació luego de que otros vinieran con más día y más tela para observar las concavidades de la sierra en que derramaría quizá los años siguientes una gota amarilla de alcatraz, pero no de gladiola, como las que su madre vendía en la plaza El Carpintero, y que por momentos le recordaba al pintar algo similar a formaciones estelares. Fue a la escuela con otras intenciones preso de los motores de los autos que pasaban por la carretera federal. No se quedó mucho tiempo y a una edad temprana se fue para la costa, postergando así sus inquietudes pictóricas. Trabajó duro en un taller de mantenimiento de la cervecería Superior. Más tarde, él mismo declararía que aquellos años resolvieron parte de sus motivos plasmados: el mar se volvió tela y el cielo una navaja de afeitar. Fotos de aquellos días dan cuenta del semblante amable pero dubitativo. 

Presentó su obra ante un comité que lo incluyó en una exposición colectiva cuando cumplía 25 años. Existe registro, por un suplemento cultural de entonces, de un papel de baño arrojado a un costado antes de tomar la palabra: perdido entre el dicho, el mensaje para un chalino pictorama. Aquella primera piedra de escalera, la gladiola de olor a iglesia y a plaza de mercado; cortando las nubes en cortinas de tela lisa, pequeños puntos verdes de esperarte sentado; ahí, cercano a una esquina, un detalle que disimula un cuarto blanco de cocina, y, avanzando poco a poco, un personaje que no conoció el mar. Rígido e inerte, inerte y esperando el aire sobre el agua: un fenómeno de nombre exasperante. 

No hay mayor información luego de su exposición en Casacultura. Aquella vez pudimos irnos antes de que otras personas vinieran con su día y su tela para observar los cerrajes erosionados donde las gladiolas rojas crecen. Ahí vivimos tranquilos, mirando pasar los autos en la carretera federal sobre una línea amarilla. 

 

Arturo M. Olivares (Puebla, 1993). Estudió Lingüística y Literatura Hispánica en la BUAP. Es integrante del taller de poesía de la revista Grafógrafxs.