ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Temible criatura imbécil

Álvaro Martínez Dzul

 

Prepara las cosas antes de salir. Mete a una cazuela honda los pocos trastes que considera necesarios; también un poco de arroz, lentejas, papas, tomates, cebollas, hierbabuena. Los niños comen los huevos pasados por manteca que preparó a prisa. Hace una pausa abrupta porque se acuerda de los plátanos que dejó friendo. Entonces corre a apagar la estufa; quedaron chamuscados.

Intentan prender la tele y no los dejan. Que para qué, ya tienen suficiente presión encima. De no salir a tiempo pueden olvidarse de la vida tal como la conocen. No lo asientan con esas palabras, claro.

“Ya dije que no. Hay que apurarnos”, reclama su esposo, que, junto a la mesa, llena bolsas de plástico con ropa para el camino. “Pero puede llegar cuando sea, lo escucharon de la radio”, responde en lo que hace su parte. “Porque dejaste que cruzaran al patio del pendejo ese, seguro la pone para fastidiar”, escupe, como soltando aire después de aguantarlo. Parece molesto. “Nos ayuda cuando no estás, vieras cómo les enseñó a poner la bomba cuando no estabas”, añade mecánicamente; tiene que cortar unos limones. “Presta atención. ¿No escuchas nada de lo que dicen? Mándalo al carajo”, agrega cuando empuja con fuerza la última camiseta que guarda, e insiste: “Date cuenta de cómo se porta conmigo y de las miradas que te echa. No hay que confiarle nada”. Sale de la casa con el pretexto de ajustar el carro destartalado que a veces anda. 

Les pide que se apuren a buscar sus cosas apenas terminen de comer, pero antes logran encender la televisión y su papá pone mala cara. “¿Qué se les dijo? Me la apagan”. Antes de que vuelva a hablar, lo interrumpe: “Déjalos un rato, no tiene caso tenerlos así”.

El aparato está puesto en las noticias, como lo dejaron la última vez. Miran atentos a un reportero que transmite desde el área afectada. “Así es, hace ocho días, aquí podemos ver que no se mueve, los expertos dicen que se recupera por el último esfuerzo”. Le hacen preguntas que responde a medias hasta que concluye explicando: “sí, se alimenta de material y no para de comer hasta que no hay nada”.

No pronuncian una sola palabra; tiemblan. Entonces los calma diciendo: “¿Ven por qué hay que apurarse?”. Les sirve limonada en vasos desechables; lo que sobra se va a un termo. “Métanle, métanle”, añade enseguida. Les explica que nada más vayan por sus mochilas, que lo demás debe quedarse para no ir cargados, pues en los refugios no aceptan a la gente con tantas pertenencias.

Marchan al cuarto una vez terminada la limonada. Corren entre bolsas en dirección a la otra pieza que forma la casa. Afuera su papá revisa la batería del carro. 

Parada frente a la tele, baja el volumen, mira con atención lo que muestran ese reportero y su camarógrafo, quien no logra estabilizar la toma por lo irregular del terreno. El reportero continúa informando: “salió del suelo de la frontera sur con intención de ir a la ciudad, como si supiera dónde encontrarla”. Lo mira cansado cuando agrega: “advertimos que lo que están por ver pueden ser imágenes fuertes. Desecha residuos espesos, ahora está como sedimentado. Encontramos partes de cuerpos que parece que no fueron digeridos, todo lo que traga se vuelve esto”.

Apaga el aparato una vez que termina el reportaje. Mira hacia la puerta, descubre a sus hijos agarrados del marco, las mochilas, los cuadernos regados entre sus pies. Reconoce el sonido de otro aparato encendido. “Ya se puso malo”, escucha decir a uno. Cuando se acerca a la puerta, nota que ambos se fijan en el desarmador que su esposo trae en la mano. Toma a los niños por el hombro cuando lo ve rompiendo la radio del carro a chingadazos.

Jala a sus hijos adentro cuando escucha al vecino preguntarle a gritos que si está pendejo, decirle que pone nerviosos a los demás, que ojalá se muera con su familia, por irresponsable. No hay concordancia entre lo que había mostrado y su comportamiento actual. Escucha a su esposo responder que quién chingados se cree para andar hablando así frente a su casa.

Sienta otra vez a los niños en la mesa y enciende la tele. Sube el volumen para que no escuchen lo que pasa afuera. La toma es menos precisa que antes, parece que el reportero huye entre el escombro y el polvo que comienza a levantarse. La gente que encuentra en el camino se empuja. Segundos después, enfocan a la criatura levantándose y removiendo los desechos. Empieza a devorar concreto. De las mandíbulas expulsa algo más espeso que su mierda; se retuerce con cada engullida, utilizando lo que parecen ser músculos, y cambia de color a tonalidades que nadie reconoce a lo lejos.

Los mira desde la única ventana de la pieza. No logra escuchar nada. Su esposo cae después de forcejear con el vecino, que camina rumbo a la casa mientras sus hijos gritan frente a la televisión. Les pide, sin éxito, que se escondan bajo la mesa en lo que asegura la puerta. “¡Abre!”, ordena con voz distinta. 

 

Nota

 

Reflexionar acerca de mis interacciones con los demás me ha llevado a concluir algo que se ha dicho: aprendemos a narrar antes que a escribir. Lo confirmé al recordar las realidades que logré sostener en pláticas con un abuelo, entre otras anécdotas de la infancia. Escribo con intención de prolongar ese efecto, de representar la familiaridad de diferentes entornos, aunque sean imágenes reflejadas en un espejo roto. Lo hago también considerando a la escritura una exploración, un aprendizaje; es posible ampliar horizontes durante y después del proceso creativo. En este caso, la manifestación de impulsos y emociones dañinas tan intensas que nos vuelven irreconocibles, como una criatura que no sólo incomoda por su presencia, también por su proceder. ¿La escritura puede ser autoconocimiento?

 

Álvaro Martínez Dzul (Campeche, 1990). Es maestro de bachillerato comunitario, escritor e integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.