ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Su cuerpo dejarán
(fragmentos)

Alejandra Eme Vázquez

 

Un libro de cuidado(s)

 

Mi abuela materna (en adelante, Abuela) tiene casi 90 años. Es viuda desde hace un lustro. Vive con mi madre (en adelante, Madre) en una casa de dos pisos que le regaló mi tía la mayor (en adelante, Tía Empresaria), presuntamente con la idea de que estuviera más cómoda porque antes había vivido con mi ya fallecido abuelo (en adelante, Abuelo) en un pequeño departamento y después en la casa de una de sus hijas (en adelante, Tía Lejana), pero en calidad de eterna invitada. Abuela tiene seis hijos en total: la mayor es Tía Empresaria, la sigue Tío Jubilado, después Tío Ausente, Tía Lejana, Madre y la menor, Tía Migrada.

Cuando me ofrecieron trabajar como su cuidadora remunerada, yo estaba pasando por un mal momento laboral: el trabajo de profesora en el que me había desempeñado durante 12 años había llegado ya a un punto donde era imposible continuar por la precarización tangible e implacable a la que estaba sometida. Primero fue la pérdida de agencia en mi libertad de cátedra; después, la imposición de discursos y recursos; enseguida, la reducción de horas; y, finalmente, el replanteamiento del trato personal de los directivos hacia mí, que de enaltecedor y amable en exceso pasó a regañón, censor, minimizador: humillante. Necesitaba un cambio y hombros para llorar, por lo que antes de tomar la decisión definitiva estuve planteando la situación en varios frentes, incluida la casa materna.

La propuesta no se articuló enseguida porque, muy probablemente, ese fue el momento justo en que Madre pensó en el esquema de cuidados de su propia madre como un esquema laboral. Antes, mi hermana (en adelante, Hermana) era quien acompañaba a Abuela y lo hizo durante cuatro años. Cuando yo estaba reconfigurando el mundo desde mi ocupación y vocación docente, que hasta ese momento pensaba definitiva, Hermana ya no estaba en condiciones de continuar su labor de cuidadora. Fue algunas semanas más tarde cuando Madre me propuso sustituirla y me habló de remuneración económica, lo necesario para que yo pudiera arreglármelas en lo que acumulaba más trabajos, como era la idea. Lo pensé algunos días y fui adecuando el marco a mis propios horizontes porque de entrada me sonaba muy extraño: ¿cuidar, como trabajo? ¿A Abuela que me había cuidado tanto, tantas veces? Jamás lo había considerado ni imaginé todos los matices que ese enunciado podría tener. Y el universo comenzó a volverse un poco otro.

¿De qué hablamos cuando hablamos de cuidar? De defender. No: de vigilar. O quizá de preservar, de proteger, de resguardar, de asegurar, de observar, de verificar, de regular, de amar, sí, de amar, y de desconfiar también porque se cuida lo que está en riesgo de no permanecer. Se cuida lo frágil, lo débil o imperfecto: lo importante, lo valioso, aquello que no concebimos perder. Hay cuidadores de niños, de ancianos, de enfermos, de presos, de casas y de mascotas, porque el cuidado es una hidra de muchas cabezas y a cada cual corresponde una actitud distinta, oscilante entre la ternura y la crueldad, según el caso. El tema es cómo y desde dónde se cuida, si desde la angustia, desde la sospecha, desde el odio o desde la generosidad. Si se establece una jerarquía o una horizontalidad. Si se disfruta o se sufre.

También se habla de autocuidado, como si hubiera que triangular la visión para que Yo me deje a cargo de Mí y pueda verme como otra a la que hay que atender, custodiar, procurar. “Entre semana me cuido, pero el fin de semana me doy mis gustos”, se oye decir a muchas y muchos que han ido negociándose recompensas por privaciones para cumplir los estándares que se les instituyen desde afuera. Cuidas tu figura, tus palabras, tus relaciones, pero siempre con un componente de miedo que no sabes cómo evitar; miedo a que todo se venga abajo por una distracción, un punto ciego: un descuido. Y decir que esto puede modificarse parece síntoma de ingenuidad, pero es sólo porque, según las reglas actuales del juego, existir en esta realidad significa aceptar que si no cumples los estándares es culpa tuya, y si es culpa tuya, entonces, no se te permite ni chistar ante el fracaso, la pérdida y la opresión.

De pronto, cuidar era mi trabajo. Lo repetía incesantemente, con cierta distancia y cierta extrañeza, como si no se tratara de mí o no se tratara de un trabajo. De inicio necesitaba aclarar y aclararme que yo no siempre había tenido ese empleo (¿“empleo”?), que antes tenía “trabajos normales”, es decir, tan precarios como cualquiera en esta realidad en la que el trabajador promedio, sea asalariado o haga actividades por su cuenta, no alcanza a cubrir sus necesidades mínimas ni a generar certezas a partir de sus labores. Las primeras semanas, incluso meses, cuando ya no era profesora y seguía moviéndome en círculos en los que se sabía que me había dedicado a eso por mucho tiempo, no podía aún articular los cuidados como un trabajo y no porque no tuviera claras las dobles/triples jornadas, no porque no hubiera leído antes a Federici, no porque no hubiera comentado alguna vez algo acerca del espacio doméstico como soporte del sistema, no. La extrañeza venía de ser yo la sujeta de tal enunciado:

 

Yo trabajo cuidando a mi abuela.

Cuidando

A mi abuela 

Trabajo

Yo.

 

Acostumbrada como estaba a que mi fuente principal de ingresos proviniera de una actividad como la docencia, que está en el ojo público todo el tiempo (a veces para bien y otras para mal), tomar posesión de mi nuevo empleo fue todo un choque porque tuve que mudar mis energías a un espacio donde, por ejemplo, la noción de éxito no significa absolutamente nada. Una vez que entendí, porque tampoco eso lo tenía claro, que los cuidados implicaban necesariamente hacerme cargo del trabajo doméstico que Abuela ya no podía hacer, el primer asunto espinoso fue topar con la pared de mi propio afán de reconocimiento, largamente cultivado. Entender que aquí no hay felicitaciones ni diplomas en ningún momento del ciclo, porque tampoco hay ciclo. Ni medidas: no es posible hacer una rúbrica ni una lista de cotejo para evaluar qué tan bien trapeado está el piso o qué tanto se elevó el ánimo de mi cuidada, factores que por otro lado están siempre sobre una escala frágil. La idea del “mantenimiento”, pensada en estos términos, nunca había sido tan clara: se trata de jamás dejar que algo se caiga, pero tampoco levantarlo demasiado. En la comida, por ejemplo, no se pueden agotar las energías en platillos rebuscados porque mañana otra vez hay que cocinar y, a menos que una tenga tres horas diarias para destinar a ello, pronto las cuentas de tiempo/esfuerzo no salen; también se pone en evidencia que cualquier estándar alcanzado va a terminar en eso, un simple estándar que siempre podría elevarse. Lo invisible es justamente el objetivo buscado, lo distinto se normaliza casi enseguida.

No hay forma existente de medir el afecto entregado a un huerto casero, la calidad de una charla de hora y media durante el desayuno, las pequeñas actividades cuyo objetivo es crear un mejor ambiente, aunque tampoco tengamos un diagnóstico de cómo era antes ese ambiente. Lo perturbador es darme cuenta de que me hice un esquema de pensamiento en el que evaluar, medir y reconocer, en términos empresariales, es importante; y, sin embargo, admitir simultáneamente que no hay manera de que ese esquema funcione aquí, aun cuando muchas veces sí me sonríen o me dan las gracias o me felicitan (hay que decirlo). Entonces, prefiero regresar al punto en que la remuneración económica que recibo de parte de Madre, Tía Migrada y Abuela es mi puesta en perspectiva, además de las prestaciones específicas e imposibles de esquematizar que este trabajo trae consigo. Puedo salir a caminar descalza en el pasto en cualquier momento que lo desee, hay mucho silencio, tengo tiempo de hacer ejercicio todas las mañanas, puedo no gastar en comidas, puedo gestionar tiempo para escribir, pero, sobre todo, voy cambiando a cada paso. Y pienso. Y me pongo en problemas. No sé si eso cuenta como remuneración en términos contractuales, pero es mejor eso a que me digan que me pagan “con amor” o “con respeto”. ¿Qué diablos significa eso?

Si el trabajo doméstico y de cuidados se reconociera con sonrisas, felicitaciones o agradecimientos expresos, lo que sucedería sería que tendríamos que estar diciendo gracias todo el tiempo, a cada minuto y a cada segundo, en distintas intensidades, pero gracias, qué amable, justo lo que necesitaba, qué bien lo hiciste. Gracias yuxtapuestas unas con otras hasta que nadie supiera para qué era cada una. Y si por cualquier motivo no pudiéramos decir gracias en el momento necesario en que alguien está haciendo alguna cosa para que nuestra casa sea lo que tiene que ser y nuestros seres queridos estén como tienen que estar en sus momentos vulnerables, entonces habría que acondicionar una alacena en cuyos cajones depositáramos cada gracias que no se dijo a tiempo o que no pudo expresarse porque se estaba agradeciendo otra cosa en el mismo momento. Y cada vez que abriéramos los cajones se desbordarían las gracias, muchas gracias, hasta que no bastara ese espacio y tuviéramos que hacer un cuarto especial, una especie de Cava de Gracias. Y de todas maneras no sería suficiente; y de todas maneras, valiente moneda de remuneración: ¿a dónde se va una de vacaciones con ciento cincuenta millones de gracias?

 

 

Qué pasa con el cuerpo

 

Una de mis primas trabaja en una clínica de especialistas diversos y así fue como Abuela encontró en el Doctor S a su geriatra de cabecera. El Doctor S es sumamente parsimonioso y eso implica que a veces nos hace esperar hasta hora y media para entrar a consulta, pero también que garantiza una atención milimétrica no sólo en lo físico, sino en lo anímico y lo mental. Yo nunca había visto el proceder de un geriatra, para ser sincera, pero ahora que he incursionado en este mundo y sé de otros abordajes, sí creo que me gustaría tener un médico como el Doctor S para cuando se me manifieste alguna de las múltiples enfermedades que por genética me pueden corresponder, o simplemente para saber si hay algún remedio que me permita seguir siendo lo que yo creo que soy cuando mi cuerpo ya no esté tan convencido.

¿Cómo está su memoria?, pregunta Doctor S a Abuela, quien siempre procura un tono en el que parezca que todo está bajo control cuando le responde. Y no la culpo: las preguntas del Doctor S son incómodas hasta para quienes las oímos desde nuestros treinta y tantos, porque tienen que ver con el deterioro esperado en la vejez y con su medición en el cuerpo de Abuela.[1] La primera vez que lo escuché preguntarle cuánto era dos más dos y cuál era su dirección completa, me dieron ganas de gritarle que no fuera condescendiente, que Abuela leía muchísimo y que sus preguntas babosas ofendían a toda nuestra estirpe. Pero me calmé, para empezar porque estábamos en el consultorio y yo era la única con cara de querer matar al Doctor S, pero luego porque entendí que esa es la dinámica de un geriatra, que se tiene que asegurar. Ya luego nos ha contado historias en las que muchos ancianos se dan cuenta de que su memoria anda mal justamente cuando ya no pueden reproducir aquello que daban por hecho. Por eso no sólo ya soy más comprensiva ante el procedimiento interrogatorio, sino que hasta estimo al Doctor S y me río de sus chistes, que ya es mucho decir.

La verdad es que, a veces, también a mí me gustaría ponerme una buena bata y aplicar ese método interrogatorio.

Abuela, ¿quién sientes que te vigila cuando planchas hasta las carpetas que vas a poner debajo de adornos que nadie más que tú va a mirar? ¿Qué ojo implacable está sobre ti cada lunes que yo llego a las nueve de la mañana y te encuentro lavando ropa a mano aunque haga frío, aunque tengas tos, y tengo que decirte que no, Abuela, que te hace mal lavar, como si tuviera yo derecho a cuestionar tus costumbres en nombre de la prescripción de un médico que te conoció ya anciana? ¿Para quién te levantas del sillón en el que convaleces de una casi bronquitis y preparas cuatro líquidos distintos con los que tallas a conciencia dos veces a la semana un baño que sólo usas tú y que puede lavar alguien más, o no lavarse, o clausurarse porque esta es mucha casa y tú tan frágil pero tan fuerte de tan necia? Abuela, ¿sí sabes que lo que has hecho toda tu vida es trabajo, trabajo en serio, y que puedes exigir derechos, tanto como cualquiera, lo sabes?

Preguntarle como el Doctor S, entenderla como quizá la entiende él, di por qué.

—¿Llora usted? —le preguntó la vez que tuvo que ir a consulta a domicilio porque el sismo reciente en la ciudad había dejado severos daños en el edificio de la clínica. Esa ha sido la vez que más me ha sorprendido la respuesta de Abuela: sí. Sí llora, de pronto. ¿Por qué?

—Ah, pues porque me acuerdo.

—¿De qué se acuerda?

—De muchas cosas.

Esas muchas cosas son sus hermanas muertas, su esposo muerto, sus hijos ausentes y presentes, sus nietos, sus casas, sus manos llenas de artritis, sus ojos cansados, su máquina de coser que ya necesita aceite, el timbre que ya no escucha, las piernas que duelen, la mesa de todas las mañanas que la recibe con al menos dos pastillas que debe tomarse para funcionar “como se debe”. Yo también lloraría, pienso. Y enseguida corrijo: también lloraré, quiero decir.

 Con el Doctor S nos enteramos de que Abuela está en un gran estado de salud. Por supuesto, considerando que tiene una edad en la que muchas personas ya ni siquiera están en el mundo. Le dice que camine un poco más, que trabaje un poco menos (no lo nombra “trabajo”, por supuesto, pero está siempre a punto), que por qué no se va a visitar a su hija de España y que obligue a los nietos a ayudarle, pero nos tranquiliza siempre diciendo que todo es normal. El Doctor S nos dota de una perspectiva que casi nunca tenemos, la de alguien que ve muchas formas de envejecer y que puede dar un veredicto alentador cuando ve unos casi noventa años que la libran bastante bien, individualmente y en comparación con otros casos. Recuerdo que la primera vez que Abuela fue con el Doctor S, cuando ya estaba a mi cuidado, me puse muy nerviosa porque sentí que sólo ahí se podría saber si estaba haciendo bien mis labores. Y sé que no depende sólo de mí, pero me parece justo que tengamos esa retroalimentación en la que debemos rendir cuentas con el cuerpo de Abuela ahí, en el reflector, hablando por sí mismo.

A propósito del cuerpo, en los tiempos en los que el Doctor S todavía no hacía su aparición en nuestras vidas y Abuelo aún vivía, hubo un primer signo que me hizo ver la vejez de cerca sin que pudiera evitarla. Me refiero a la cuestión de los dientes ausentes, única expresión de vejez con la que no me siento cómoda, ya que estamos en confesiones. Nunca Abuela me parece tan anciana como cuando la veo y la escucho hablar sin dentadura; hasta entonces siento que todos los años son una realidad y se me vienen a la mente las representaciones caricaturizadas de los ancianos. Es un problema absolutamente mío, lo sé, y es absurdo que lo tenga porque en cuanto Abuela se pone sus dientes postizos me vuelve a parecer fabulosa, la de siempre. Qué vergüenza. Necesito que si para algo va a servir poner todo esto en palabras, sea para expulsar ese prejuicio venido de no sé dónde sobre las dentaduras postizas, que no son sino herramientas lógicas y legítimas en un mundo dedicado mayormente a la destrucción de nuestra osamenta, especialmente de la que enseñamos al sonreír.

Lo cierto es que no puedo imaginar qué significa estar en el cuerpo de Abuela y debo decir que ha habido muchos momentos en los que me sorprende. Me sorprende ella, su fortaleza física y su creatividad al resolver ciertas limitantes, pero me sorprende también mi prejuicio galopante de afirmar que no puede hacer tal cosa que sí puede. Quizá con trabajo, pero puede, y de pronto hasta sin tanto trabajo. La percepción que tenemos de la vejez resulta a veces una trampa terrible por la que se filtran un montón de ideas agresivas hacia los demás. Durante muchos años se afirma que las personas están incapacitadas para tal o cual cosa por su juventud, y no se les deja en paz los suficientes años hasta que se les comienza a decir que ahora la incapacidad viene de la senectud. Estamos hablando de personas con más vida inútil que “vida útil” y esas personas somos todos nosotros. Que comience el duelo de dentaduras.

Pero no todo está perdido cuando la belleza de la vejez está acechando a la vuelta de la esquina, lista para maravillarte. El día que operaron a Abuela de cataratas, por ejemplo, me quedé esperando en el lobby del pequeño hospital hasta que el Doctor J, su oftalmólogo, salió a decir que había sido una intervención difícil, pero que “dios había estado de su lado”. Eso no tiene nada que ver, pero necesito consignar en alguna parte tamaña declaración. Lo que seguía, continuó, era la recuperación; ya se sabía que era un periodo complicado, pero los integrantes de la red de cuidados nos habíamos preparado mentalmente. Una enfermera salió poco después a decirme que si podía ayudar a Abuela a prepararse para salir y eso implicaba que la ayudara a vestirse. Yo tenía muchos nervios, como supongo que también ella, porque el cuerpo de una abuela es un tabú, y no sé si por esos nervios fue que se las arregló para que cuando yo entrara ya tuviera puesto un fondo ligero pero fondo al fin, uno de color muy claro que hacía una imagen realmente preciosa en el cuerpo vitalísimo de Abuela.

A lo que me refiero es a que su piel, la piel de sus brazos, su cuello, su escote, era una piel realmente espléndida y hablo en términos tanto afectivos como de canon de belleza occidental, de anuncios de Dove, de porque yo lo valgo. Era una piel sorprendente y me da vergüenza decirlo así porque se entiende que yo me esperaba otra cosa, otra piel tan distinta a esta, que era tan tersa, tan cuidada, tan suave. No había en ella indicios de arrugas tan graves como los que ya me había imaginado, para los que ya me había preparado. Era una textura que parecía atemporal y que me conmovió. Me quedé absorta algunos segundos que quizá no se notaron o quizá sí, cómo saberlo, hasta que tuve que intervenir en lo que se me necesitaba. Pero desde entonces, no pienso más en la piel de Abuela como un cascarón frágil, ni siquiera viejo, sino como un cobijar hermoso. Abuela, ¿me dejas decirte lo bonita que eres?

 

Alejandra Eme Vázquez (CDMX, 1980). Estudió Lengua y Literatura en la UAA y en la UNAM. Coordina el proyecto Pensar lo doméstico y es parte del comité organizador del Encuentro de Escritoras y Cuidados. En 2008, publicó el poemario Esto pasaba lejos, con el apoyo del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Aguascalientes. En 2018, ganó el premio Dolores Castro de ensayo con Su cuerpo dejarán, publicado en 2019 por El Periódico de las Señoras, Enjambre Literario y Kaja Negra (en cuyo sitio puede descargarse gratuitamente). Es parte del proyecto ensayístico de escritura colectiva Lucrecia se dispone a la escritura (2020), junto con Alejandra Arévalo, Gabriela Damián Miravete, Diana Del Ángel y Brenda Navarro, en coordinación con la compañía teatral estable de la Universidad Veracruzana.

 

 

[1] Los manuales MSD (conocidos como Manuales Merck en Estados Unidos) por lo general representan la norma para establecer los procedimientos en diversas especialidades, incluida la geriatría. Es Richard W. Besdine quien desarrolla el método para llevar a cabo la evaluación del paciente anciano (disponible en: https://www.msdmanuals.com/es-mx/professional/geriatr%C3%ADa/abordaje-del-pacien-te-geri%C3%A1trico/evaluaci%C3%B3n-del-paciente-anciano): en este se inicia por una entrevista general donde se pueden comenzar a observar algunos aspectos, como la relación con la persona o las personas encargadas de cuidar al paciente. Si, por ejemplo, identifican hematomas en áreas que el propio paciente no puede alcanzar, quemaduras extrañas o miedo al cuidador o cuidadora, existe un código de alerta en el cual el geriatra puede dar parte a las autoridades. Si no aparecen estos elementos se continúa con la evaluación, que de inicio se plantea como un proceso que lleva su tiempo (es decir, que el Doctor S está completamente dentro de la norma) y que debe instaurar un entorno agradable en el que haya buena iluminación y se eviten los distractores, no sólo para que se genere un clima de escucha sino de confianza.

Las etapas de esta valoración están encaminadas en primer lugar a recopilar los datos generales del paciente (anamnesis), para enseguida recabar información sobre su historia con los fármacos, antecedentes de alcoholismo/tabaquismo/drogadicción, antecedentes nutricionales, antecedentes de salud mental, estado funcional y antecedentes sociales. Esto conlleva que, sobre todo las primeras citas, en caso de que estas sean con un médico de cabecera, estén dedicadas a profundizar y tener referentes para entender la valoración física de una forma más completa. Además, el procedimiento tiene muy claro que las vías para llegar a información valiosa pueden no ser las preguntas directas ni la aceptación como verdad absoluta de las respuestas de los pacientes, quienes suelen, por ejemplo, obviar algunos síntomas por considerarlos “normales”, por ser manifestaciones ya conocidas de padecimientos que antes sufrían o hasta por miedo de que su forma de responder implique perder la vida a la que están acostumbrados con un tratamiento más agresivo o con la hospitalización. 

Por eso es que el Doctor S no se conforma con preguntar cómo está la memoria y mejor pone a Abuela a recitar su número telefónico, el nombre del presidente y la primera estrofa del himno nacional. Punto para Doctor S. Añade esta fuente: “Los datos que pueda obtener el médico acerca de las preocupaciones cotidianas del paciente anciano, sus circunstancias sociales, su función mental, su estado emocional y su sentido del bienestar contribuyen a orientar y guiar la entrevista. La descripción de un día típico revela información acerca de la calidad de vida y la función mental y física. En particular, esta aproximación es útil durante la primera cita con el paciente. Se le debe brindar al paciente el tiempo necesario para comentar los temas que le resultan importantes. Los médicos también deben preguntar acerca de problemas específicos, como miedo a caer. La información obtenida puede ayudar al profesional a comunicarse mejor con los pacientes y los miembros de su familia. […] A menudo, ciertas claves verbales y no verbales (p. ej., la forma en que se relata la historia, la velocidad del habla, el tono de la voz, el contacto ocular) pueden ofrecer información”.

Existen dos índices importantes al evaluar a pacientes geriátricos: las actividades básicas de la vida cotidiana (ABVC) y las actividades instrumentales de la vida cotidiana (AIVC). El primero se mide con un instrumento denominado Escala de Katz, mientras que para el segundo existe la Escala de Lawton. No puedo evitar imaginarme a los médicos que dieron sus nombres a estas escalas midiendo su propio envejecimiento con los criterios en ellas planteados. ¿Podía Katz atarse los zapatos, levantarse de la cama, vestirse sin ayuda, cortar la carne y poner mantequilla al pan? ¿Era capaz Lawton en sus últimos años de hacer sus compras sin ayuda, realizar trabajos domésticos livianos, lavar la ropa sin ayuda, planificar y preparar comidas nutricionalmente adecuadas, usar el transporte público, viajar? Y me pasa un poco lo que me sucedió cuando establecí mis 30 principios del trabajo legitimado y satisfactorio (ver capítulo I, “¿Su trabajo existe?”): ni siquiera sé si yo puedo marcar en positivo todas las casillas de estas escalas con los años que tengo actualmente.

Quizá sea cierto que no es que vayamos a envejecer algún día, sino que vamos envejeciendo, sin parar, apenas nacemos.