Gnosis
Tres epístolas de Sammuel C. Dayton a su juventud
José Anjos
Del poema nació el hombre
―harto de estar siempre
dentro de la misma carne
I
A lo largo de mi vida, incluso después de cumplidos todos los compromisos y tentativas de sumisión esperadas de un hombre de mi condición social y moral, no encontré cualquier tipo de fe en la adhesión intelectual a la religión. Ni tampoco encontré virtud en la transferencia de la consciencia a Dios. Encontré, sí, muchos años de sufrimiento más tarde y por vía de ciertas emociones ―unas mías, otras robadas en libros―, algo que hoy puedo llamar como puertas semánticas. Pesadas puertas semánticas.
Estas puertas vinieron a revelar fallas vulnerables y destructivas; vórtices negros que distorsionan el tiempo y el espacio, violando la sacralidad de la luz y del camino. Nunca supe al partir lo que estaba por detrás de cada una de ellas ―si deseo, si significado―, es mucho menos el quehacer para abrirlas o percibir sus límites. Muchas hubo ―y aún hay― casi imposibles de detectar. Otras desaparecieron al ser abiertas, lo que dificultó la repetición del paso (para no llamarle retroceso). Y en muchas quedé ―y continúo― irremediablemente preso. Pero hay una especial que me atormenta ―la gran puerta―, tan pesada como esquiva a todos los oficios de mi percepción, pero de cuya existencia aprendí a no dudar después de haber descubierto en la desnudez gris de aquella mañana del 15 de noviembre de 1837 mi insignificancia torpe y silenciosa; casi mecánica; repetida e incompetente, tanto en la tentativa feroz de adaptarme a la vida mundana y cuadrada de los afectos (y otras construcciones) como en la ventura de huir de ella con igual ―o peor― fuerza y desesperanza.
Tengo, pues, la sensación de haber vivido una sucesión de vergonzosas derrotas, al contrario de una sola, oblicua y ciega, en caída determinada, como se quiere de un hombre vertical. Se tornó difícil y penoso continuar así; un progreso lento y equivocado: íntimo; violento; no siempre existente; confuso, encima de todo. A cada paso, dos puertas. Multipliquen.
Ahora que casi ningún camino me resta y la polvareda agónica de la memoria me cubre la frente, hay un viento leve y fresco que se enciende en mi cabeza ya húmeda de sueño; como si volase arriba de las más altas montañas, todas cubiertas de nieve y secretos; y mientras vuelo, mi respiración abierta es una de esas puertas que procuro; yo soy la puerta.
Despierto embrutecido de este delirio por la voz de mi mujer. Ha llegado la hora del almuerzo cotidiano. Me siento a la mesa con mi familia y los observo a todos, uno por uno: mis tres hijos, mi mujer, mi hermano redondo y calvo, su esposa, floral, como si hubiese brotado de un jardín y madurado según leyes contrarias a las que se aplican a los hombres hechos de carne. Recuerdo los rasgos del rostro tristón de mi madre, como si ahí estuviese, como si fuese aquel uno de los antiguos almuerzos de familia que se extendían en las dulces pendientes de los domingos, sobre el mar.
Me doy cuenta de que esos almuerzos obedecían a un orden natural de las cosas, que antecede el nacimiento del propio sol. Tomo la cuchara ―la misma cuchara de mi mocedad― y percibo entonces. La clave está ―sólo puede estar― en la infancia. ¡Ojalá que hubiese forma de regresar!
II
Quedarías sorprendido si llegases a saber que hoy vivimos tiempos de honestidad ―interior, claro―. Jamás conseguiría ser enteramente honesto con los otros. No soy dado al trabajo en equipo en despachos, y mucho menos soy uno de esos nudistas sentimentales que pululan en las playas de la literatura de verano y de su verso excesivamente claro. Tal vez sea por eso que te escribo. La realidad exterior, la que los otros habitan ―y me habitan, a decir verdad― es como agua hasta mi cuello hermético: no entra, pero no me deja mover bien. No os censuro, sin embargo, ahora ya no.
Dicen que la única censura del hombre es el tiempo y que de él nace su verdadera perversidad y castigo: la juventud, la nuestra y la de los otros y, al mismo tiempo, donde ella no está ―un oxímoron del cuerpo en sí mismo o la sincronía de un siglo hecho de carne, casi entero, que inevitablemente acabará en breve (mas no sin que antes sus placeres debidos hayan sido liquidados y cumplidos con todo el agasajo)―.
Quiero que sepas que la culpa fue siempre mía. No abrigué falsas esperanzas, únicamente dudas y el fracaso de algunas certezas que acabaron por convertirse en terroristas blancos infiltrados en mis cabellos ralos debido a la edad, al exceso de tiempo (“vulgo” tedio) y a la falta de él, a las preocupaciones y otras tantas presiones: el contrato de la empresa, su cumplimiento, el incumplimiento impugnado, la cesta llena de dudas para aprobar, el aroma fétido del vino de ayer empapado en las ropas pidiendo perdón al cuerpo y a la cama inexorable; además, palpitando por el perdón de alguien que le importe.
Por ese perdón, por el tenebroso miedo de la desesperación de la soledad y de la culpa, me arriesgué a caer por la vereda irreversible de los mecanismos de las relaciones que morían al nacer, víctimas de la proyección ―esa peligrosa arma de muda de afectos putativos―. Me arriesgué y erré ejemplarmente.
Y de fracaso en fracaso, como un funcionario, fui conquistando sin querer (mas con mérito) las ganas de desistir ―si es que pueden llamarse ganas al cansancio y sordera del alma―. Paz a sí mismo (dijo el cuerpo).
III
Querido,
no está prohibido morir. Mas tu desaparición, ten presente, sólo puede ser la más cruel analogía viva de la muerte. Yo sé que la vida imita la muerte en sus procesos y que desaparecer es, en primer lugar, una forma de andar, una reacción del camino a un paso específico, que crece en arrastre y profundidad por cumplir. Mas a partir de cierto momento la vida y las cosas dejaron de servirme, de ser suficientes; mi rostro en la ventana dejó de conseguir sentir la fiebre del viento cerrado por el mar como una gaita, horas después de haber caído el sol a pique, cual flor, del tope de su arco. Se tornó un rostro inmune, inútil, hasta que volvió al recogimiento.
Cuando miré profundamente a mí mismo lo suficiente me di cuenta del espacio ―ínfimo, al inicio― rellenado por la ausencia de otros o de algo. Era un espacio de angustia aparentemente redimible, incluso defectuoso, creí por mucho tiempo, mientras insistí en llenarlo de placer como a un balde con sopa caliente.
Mas en verdad era ―y es― un espacio necesario e ineluctable, una especie de servidumbre al vacío por donde el aire pasa sin intención ni perfume y en cuya cauda vemos reflejado nuestro propio abandono. Somos rehenes de ese abandono como un lirio de agua. Pero el desaparecer es un proceso pérfido. Y es así porque sucede siempre relativo a algo o alguien, frente a algo o alguien, que sobrevive al objeto o sujeto desaparecido ―id est, todo se ofrece a la plenitud para después desaparecer con un golpe de granada lenta asestado en el pecho del interlocutor―. Todo desaparece. Sea el amor, las personas, el pastel de pera y jengibre de tu madre, tu rostro en el espejo, hasta los días desaparecen delante de la vida, que a su vez desaparece delante de sí misma. Y frente a mí ―es una obra de arte condenada a su propia pérdida, construida por sus pérdidas―. En lo mejor, todos los poemas abordan la desaparición. Yo mismo soy porque desaparezco. ¿Cuál es entonces mi interlocutor en la desaparición? Vine de ―y voy para― ningún lugar posible, el lugar que no se ve, la Muerte absoluta: lo que nunca estuvo allá. Todo muere, sólo la nada es para siempre ―y desde siempre―. A la mitad hay apenas un pedazo de tierra imaginada en toda la vuelta por un precipicio, que la va devorando como una flor. Saltamos para su vacío cuando él quiere. Caemos vivos aún con los otros en el pensamiento. Caemos en el pensamiento de los otros. La inevitabilidad de la caída escapa a nuestra percepción, la mayoría de las veces: sólo sabemos que existe porque otros nos dijeron, desapareciendo, o cuando aceptamos la ilusión de que podemos escoger antes de que la bala nos atine.
Conocí hombres en la guerra que aceptaron la muerte mucho antes de que ella los quisiera besar. Era asimismo una forma de pasión, de amor ciego, que los movía. Ni siquiera vi en ellos especial coraje, apenas certeza y resignación, con el consuelo de amar y ser ―o haber sido― amados por alguien. Se lanzaban en los brazos de la muerte con la determinación de un adolescente, sin la menor noción del sufrimiento atroz que ella les causaría, declarando su amor, sin ninguna duda, hasta el fin de sus cortas pero inmensas vidas. Algunos de esos hombres llegaron a morir estúpida e innecesariamente en el campo de batalla. Y nadie contará su historia.
Percibí entonces la fuerza destructora que representa el amor: algo que prende a un hombre en la muerte debería necesariamente tener el poder de destruirlo en vida. Intenté huir de eso lo más que pude cuando le descubrí tal maña. Aun así fui destruido por sus tretas en más de una ocasión. Mejor eso, con todo que se hubiese visto en él la saeta de salvación que condujo a aquellos hombres a tan absoluta muerte: ya nadie los recuerda (ni nombres ni rostros) y nadie siquiera los vio morir; es como si nunca hubiesen estado allá. Esa muerte tan definitiva y lúgubre es, sin embargo y en todo, diferente de la desaparición.
La desaparición es un estado consciente, relativo a los otros y a lugares ―siempre alcanzables en deseo o por yerro―, mas que existe como la faz imposible de la muerte.
Es además uno de los procesos determinantes de la sincronía de la carne (perecedera) y la eternidad a su mudanza de verso. El pasaje de un estado a otro es como un lago en un día de tempestad. Las olas nacen y cubren su propio rastro de agua después de pasar. Aun así consigo darme cuenta de su desaparición integral al describir el proceso que las hace mover y morir, a falta de otro objetivo. Ora, mi percepción es la misma y mi pensamiento, también líquido, permite que su rompiente llegue hasta aquí, donde no puede estar ―pero estoy yo, dentro de ella y ella dentro de mí, alternativamente― en el movimiento repetido y perpetuo de la recepción. Desde temprano quise registrar estos procesos por dentro y por fuera. Y en la ventura de entenderlos no resistí contenerlos para abrazarlos de todas las perspectivas posibles, hasta que alguna cosa hiciese sentido. Como si cualquier cosa pudiese hacer sentido. Eso tampoco probó ser suficiente. Percibí que es necesario el alejamiento, más es necesaria la invención del espacio; del espacio entre el hombre y sus paredes internas ―el espacio interior, donde nació el lago y la tempestad―. La creación de ese espacio es conveniente a toda y cualquier percepción. Si no nada hace eco, nada se mueve, nada se percibe, nada se distancia. En suma, querido, es de ese espacio que se construye la distancia que sólo puede suceder cuando apenas tan parco te consigues mover, de tan apretados los grilletes y convenciones impuestas por el tiempo y por la rigidez de las expectativas que se levantan todos los días de mañana mucho antes que tú.
Pero no me juzgues ya. La verdad es que jamás renegué de esas restricciones y no me arrepiento de las que conseguí cumplir (ni las odio), por más hercúlea que haya sido la tarea de encontrar su medida cierta; es más difícil aún la de percibir su verdadera y mágica utilidad. Es que sin restricciones no existe un espacio, y donde no existe un espacio nada puede suceder. Confía que eso puede ser mucho más mortal que la infelicidad tan eficaz como pudenda que emana de la lánguida resignación al otro infernal.
Porque el único otro que me interesa verdaderamente ―y eso lo descubrí empíricamente, luego de poner en práctica durante años los procesos que ahora te revelo― eres tú.
Existe una distancia entre nosotros que torna todo más nítido e inequívoco, al destacar la forma como existes en el pasado y en el presente, venido de un lugar que se inventó a sí mismo y donde influenciaste todo lo que escribo, por dentro de la propia vida, para hacerme llegar de nuevo aquí. De él recuerdo, por encima de todo, la tranquilidad de un espacio que ahora nos separa, como una distancia consciente de sí misma. Esa distancia es el lenguaje del propio gesto que la atraviesa, escribiendo. Esa distancia vibra como una orquesta tocando su primera sinfonía directamente al final de la pieza, cuando el público ya hace mucho liberó el teatro de su yugo acostado. Vibra toda como si viviese ―vidas enteras de una sola vez― en repetición cósmica hasta el infinito, como las olas que caen en la estera de la playa durante la noche. Esta distancia vibra como si nos tocara una vez más.
Aunque no basta saber que esa distancia existe como una puerta (o un puente de fe, diría incluso yo, que no soy un hombre religioso). Para ganar verdadera ciencia de los procesos que crearan no basta flanquearlos, observarlos. Hace falta ser también creador y destructor de estos: escoltarlos (como la lenta granada depositada en el pecho al nacer), atestiguarlos, registrar sus caprichos incomprensibles, incorpóreos; y describirlos pese a todo, donde ni siquiera los vemos, apenas los efectos de sus vientos devastadores. Son estos vientos que escribimos cuando dibujamos el árbol recostado inútilmente en el suelo ―primero escribes el árbol y describes el suelo―. Después recuestas el árbol otra vez y escribes el suelo como si bastase hasta que el árbol desaparezca en tus manos como la carne de los inocentes. Escribimos para entender la muerte y su manifestación más visible: la ausencia.
Por eso te escribo de esta juventud distante: para hablarte de la ausencia. De tu ausencia en mí. Tal como yo estoy ausente de ti. Para decirte que esta disonancia nuestra, tan temporalmente obvia como maldita, no es necesariamente una asincronía, sino una sincronía, el rastro de un cuerpo por nacer, eco que regresa a la casa antes de desaparecer. Por eso sé que me escuchas en mi contemplación y yo a ti. Lo sé por virtud de las horas que pasé atónito a las sutilezas del silencio y del espacio que separa los nombres de los muertos entre sí en los pasajes de un cementerio, y entre el nuestro ―el mismo, aunque urdido por un foso atroz―, aún por consignar. La desolación es aparente. Que supieran las personas el efecto de la toponimia sepulcral de los cementerios, habría bares y tiendas en los espacios de tierra que los cruzan, aún por rellenar, y nadie necesitaría hablar.
Además, las mejores parrandas que tuve en la vida fueron dos, ambas en cementerios: una en el cementerio de Cornerstone, a la salida de Amityville, y la otra en este momento en que te escribo, cargando conmigo el silencio de tu cuerpo por recostar. Es un silencio que hace caer la noche sobre mí como una pared, una penumbra húmeda e irreal que desmaya bajo el peso abrumador de tu mitología. Caras y rostros antiguos escurren por las paredes como frescos. Por ejemplo, el de tu madre. Fue ella quien sembró mis días en tu rostro que ahora cultivo en el espejo sin reconocer. La recuerdo como si cargase un caballo a la espalda a lo largo de los días. Tenía que hacer todo lo que él no quería para que los dos sobreviviesen. De noche ella dormía y sólo ahí él corría, hasta acabar cansado y silencioso por la mañana que caía pesadamente sobre ella.
Siempre fue así, tu silencio: ambiguo e inestable; equívoco incluso, en su dirección y sentido. Percibo eso ahora, que lo cargo en mí, sentado sobre la piedra fría de tu nombre obsoleto. Primero, se vuelve un instrumento de contemplación y, después, en diálogo o monólogo contemplativo, como prefieras (y como este texto demuestra). Esa fue la primera prueba que tuve de tu ausencia y, necesariamente, de la mía también. Porque nuestras ausencias, siendo diferentes, están apegadas al mismo silencio, en reverso simbiótico, como traspasadas por una grieta común (sin duda el mismo vientre). Ese silencio compartido vino a diluir la irreversibilidad de los días; y como Penélope deshace el manto, nosotros deshacemos los días, repitiendo sus nombres útiles, como decía el filósofo, pues mientras contamos historias al tiempo sobre el tiempo huimos a nuestra muerte: esa es la construcción del ser humano y de su narrativa en la vida. Ahí la muerte es apenas un interlocutor silencioso ―que ya no consigo ignorar―. Parece que son domingo todos los días: siempre el mismo día atorado y desafinado en la demanda maquinal del tiempo reducido a la semana inevitable y a los pequeños beakers que componen su inevitabilidad sucesiva y tan eficaz en el amordazar de la muerte.
Quise llegar más cerca de ella para escucharla: el silbo de la tierra negra, el viento colgado en las paredes de la sala donde nací, recordando la realidad mortal del territorio inhóspito que se extendía del lado de afuera por millares de quilómetros de noche. No había otro sitio para ir; y yo escribía con las manos grises oscuras como si corriese y sólo paraba cuando el silencio se volvía un lugar, lejos y a salvo de todas mis tribulaciones. Y de las tuyas también. Ya entonces te contemplaba aunque sin saberlo aún ―en este resto de carne y hueso―, materia suficiente para tocarle a través de la distancia que nos mantiene vivos a los dos. Porque tú eres el punto donde el gong tocó para sonar y vibrar todo hasta aquí donde estoy, el dolor a la vuelta del cual todo está construido. El gong que le pegó hace mucho se perdió.
Aprendí así a vibrar solo. El corazón, una puerta de vapor que abre para el frente y para atrás, por sí sola, sin cuidar de las estipulaciones de quien entra o sale, apenas de los que se quedan mucho después de haber salido, como marcadores biológicos de la ausencia. Esa ausencia me permitió la eficacia de este gesto de contemplación, a veces devastado y demasiado prolongado. Por eso traigo hoy una mañana inyectable en el bolso para el cansancio postergado y hago de la muerte una hermana duradera.
¿Mas si yo te contemplo, no me contemplarás tú también? Tú, tan necesariamente muerto, y yo, tan inútilmente viejo. O no será más bien así: de los dos eres el único que vive todavía, como el caballo que corre libre. Me llevas contigo en el borde del dorso por los campos que muerden el río durante la noche y en mi demencia ebria. Y ―súbitamente― todo anda enfrente, un único eje de movimiento genera las constelaciones de las cosas y del viento. Sólo existe el presente, sólo un campo corre por el río como un fósil de la imaginación. Sus márgenes son dos largas manos por asediar el agua como una serpiente, para matar la sed que sirve de ruta al navío de un hombre solo, único entre los otros, pero el doble de sí mismo. Su sombra es bífida, extensa y líquida, un lirio de agua cantando a la luz de la luna, y los ojos ―como olas del cuerpo―, son la propia faz del mar, llevada al rostro que finalmente se reinventa, esculpido por manos tan líquidas y estoicas como él.
Sé que a donde me llevas no podremos distinguir más, pero ahí donde no seremos no podemos estar. Te busco entonces antes de que llegue ese momento, corro en tu dirección para conseguir escucharte y muero lentamente para dejarte vivir un poco más cerca, cada vez más cerca, hasta acabarnos por fin al mismo tiempo. Tienes que estar allá, cerca en el camino y antes de la llegada. Tal vez ahí no necesite escribirte, toda vez que seremos casi el mismo, coincidiendo en los lados opuestos de la saeta y del río que se estrecha. Una última vez. ¿Pero no seré yo mismo que me estaré contemplando cuando ese momento llegue? Yo, de nuevo tú, viéndome en el reflejo sin la manía del espejo. Imposible. No puedo desaparecer antes de eso.
Quiero que sepas que ya no tengo miedo de morir. Ahora soy yo el que te carga, como un lugar difícil de pasar incluso delante de los ojos, en la esperanza que todavía corras después del anochecer. Nada más me queda sino la certeza de tu existencia y del mundo que se abrió a la eternidad de esos días calientes y largos, cristalizados en la levedad de tus sentidos desprevenidos. Ahora sé que quiero morir en un día de verano.
*
un hombre llora en mi pensamiento
para cumplir el rostro
esculpido en sus manos
llora como si naciese
de un deseo
del mismo barco que lo lleva
al otro lado del río
llora el puente y los campos encendidos
bajo la mirada cálida de las madres
y de toda la interpretación de los animales
un hombre llora
su rostro nuevo en el río
ya sin manos para sostenerlo
el hombre llora lágrimas
de mar
Traducción de Sergio Ernesto Ríos
José Anjos (Lisboa, 1978). Graduado en Derecho. Es autor de los libros Manual de Instruções Para Desaparecer (Abysmo, 2015) y Somos Contemporâneos do Impossível (Abysmo, 2017).
Sergio Ernesto Ríos (Toluca, 1981). Es director de Grafógrafxs, revista de literatura de la Universidad Autónoma del Estado de México, y secretario del Centro Toluqueño de Escritores. Publicó Larga oda a la salvación de Osvaldo (UANL, 2019), en coautoría con Minerva Reynosa; El ganador del primer premio del centro de estudios interplanetarios (Periferia de escribidores forasteros, 2019); máquina portadora de cabezas (edición digital, 2018); Quienquiera que seas (FOEM, 2015); Brazuca (Palacio de la fatalidad, 2015); Obras cumbres (Bongobooks, 2014); La czarigüeya escribe (Editorial Analfabeta, 2014), en coautoría con Diana Garza Islas; Muerte del dandysmo a quemarropa (UANL, 2012), y Mi nombre de guerra es Albión(Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010). Tradujo del portugués copia_de_seguridad_3.1 (Grafógrafxs,2021), de Érica Zíngano; Una confesión en la boca de la noche, de Danilo Bueno (Grafógrafxs, 2021); Boa sorte, 7 poetas brasileñas(Grafógrafxs, 2020); Bruno Brum a ritmo de aventura, de Bruno Brum (Palacio de la fatalidad, 2017); Droguería de éter y de sombra, de Luís Aranha (Palacio de la Fatalidad, 2014); Oda a Fernando Pessoa (Palacio de la Fatalidad, 2017), Paranoia(Palacio de la Fatalidad, 2013) y Voy a moler tu cerebro (Red de los poetas salvajes, 2010), de Roberto Piva; y la antología de poetas brasileños nacidos en los ochentas Escuela Brasileña de Antropofagia (Kodama Cartonera, 2011). Tradujo del inglés, con Diana Garza Islas, Una noche, senté a Donald J. Trump en mis rodillas/Y otras teorías estéticas del siglo XXI (Oficina Perambulante y Palacio de la Fatalidad, 2017), a partir de un ejercicio de Chris Rodley.