ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Aldo Rosales Velázquez (Ciudad de México, 1986). Es autor de Linde faz (FETA, Premio Nacional de Crónica Ricardo Garibay 2018), Foley (FOEM, mención honorífica en el Certamen “Laura Méndez de Cuenca” 2018,) y Tiempo arrasado (Revarena, 2019). Coordina el taller de creación literaria del FARO Indios Verdes. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.

 

INFIERNO NÚMERO DOS

 

Nájera mira el cuadro una vez más; no lo entiende y tampoco se esfuerza en hacerlo. Deja resbalar la vista por el fondo gris plomizo y las figuras a ambos lados, mujeres con los ojos cerrados, desnudas, con una mano sobre el sexo y la otra sobre los senos. El fondo, pintado de gris, es la única parte de la obra que parece no haber sido recortada de una revista. 

—Es bella, ¿no es cierto? —pregunta un hombre a sus espaldas.   

Nájera mueve la cabeza en gesto ambiguo. 

—¿Le interesa? —continúa el hombre, y esta vez Nájera dice que sí. 

Están en una pequeña galería dentro de una plaza comercial que se inauguró apenas un par de meses atrás. El letrero en la entrada recalca que las obras expuestas fueron hechas por las internas de una penitenciaría femenil. Nájera entró para hacer tiempo antes de su siguiente cita, y ahora se pregunta por qué no escogió otro sitio.

—Infierno número dos —murmura Nájera con la vista en la pequeña placa de metal donde se anuncia el título de la obra, la autora y la técnica.

El hombre detrás de él, quien se ha presentado como el maestro de las internas, repite el título de la obra, dos veces, la segunda como si explicara algo que la primera no alcanzó a decir. Nájera pregunta el precio, piensa en regatear cuando lo escucha, pero no lo hace. Después se dirige a la entrada a realizar el pago. Le entregan la obra envuelta en papel amarillo y sale rumbo al restaurante de cortes argentinos donde se encontrará con un cliente al que, en alguna fiesta que ya no recuerda bien (a pesar de jactarse de tener una memoria prodigiosa) entregó una de las mil tarjetas que imprime cada bimestre y cuyo diseño nunca ha cambiado: “Eleazar Nájera Cabrera, vendedor de seguros”, en letras marrones sobre un fondo hueso.

Al llegar a casa, Nájera coloca el cuadro en la mesa al lado de la puerta, se dirige a la habitación y desmonta el marco donde alguna vez estuvo la foto de su boda. Limpia el área con una franela seca y regresa por el cuadro. Lo coloca cautelosamente. Retrocede un par de pasos y mira el collage una vez más. Sigue sin entenderlo, pero le gusta más que la primera vez. Recuerda el precio y lo dice en voz alta, saboreando las sílabas, luego lo mismo con el título de la obra. Trata de imaginar a la mujer que lo elaboró; trata de imaginar las revistas de donde las imágenes han salido; no logra ni lo uno ni lo otro y abandona la tarea cuando se da cuenta de que es a su mujer y a las revistas que ella leía lo que está imaginando. Nájera duerme profundamente por primera vez en más de tres meses. Al despertar de un sueño abigarrado, lleno de imágenes que no acababan ni empezaban del todo, sabe que eran ellas quienes, de pie, estaban en medio de una luz grisácea que no tenía principio ni fin.

Nájera vuelve a la galería al día siguiente. Tarda un par de minutos en identificar al hombre con el que habló la tarde anterior, el maestro de las internas. Al localizarlo, le pregunta si tiene alguna otra obra de la autora. El hombre lo mira intrigado, parece no entender de lo que habla, luego lo reconoce y sonríe.  

—Sí, ya sé de quién habla —contesta. 

Después de agregar que era la única pieza de la mujer en cuestión, lo invita a revisar la obra de las demás. Nájera accede y caminan por la galería que, a diferencia de ayer, luce despoblada y un poco triste. Ninguna obra le convence, sólo ve en ellas una especie de hacinamiento, como si dentro de cada marco se hubiera derrumbado una ciudad. El hombre le comenta que, si así lo desea, puede conseguirle otra obra de la mujer, pero que tendrá que esperar un par de días más. Nájera asiente, luego recula y pide, en lugar de ello, que le haga llegar un mensaje a la autora. El maestro, quien ahora insiste en ser llamado Emmanuel Benítez, saca de su bolsillo un pequeño cuaderno y lápiz, luego se coloca en actitud de escribano, atento. Nájera piensa qué decir y no atina a pronunciar palabra, aunque en su cabeza, como en la obra colgada en su habitación, las cosas se superponen en un orden no del todo comprensible.  

—Hagamos esto —propone Emmanuel mientras anota algo en el papel—, dígaselo usted mismo. Ella ya salió, ayer estuvo aquí.

Arranca la hoja del cuadernillo, la extiende y por un segundo parece arrepentirse. Toma el papel y sale de la galería. 

 

Después de llegar a casa, y subir a su recámara a descansar, Nájera tarda más de cinco minutos en enviar el primer mensaje, que ha borrado y redactado más de diez veces. Al final, se limita a un simple “Hola, buenas noches”, que es contestado casi al instante. La mujer, después de un par de mensajes, asegura no llamarse Olivia (nombre con el que firma sus obras y que tomó de su hermana) y acepta la propuesta de comer al día siguiente. Nájera se asegura de usar la palabra comer, la cual, piensa, no lleva ninguna carga emocional, a diferencia de cenar. Conciertan la cita en una plaza comercial antes de despedirse.  

Al día siguiente, justo a la hora acordada, Nájera está sentado en una de las mesas que rodean el kiosco de helados en la plaza, con un refresco de lata frente a sí. Han pasado veinte minutos y comienza a sentir desesperación de no ver llegar a la autora del collage. Mientras espera, revisa la conversación de la noche anterior, luego busca en internet algo relacionado a la técnica de collage, mas nada de lo que encuentra le parece interesante. Al verla llegar, intenta ponerse de pie, pero ella le dice que no es necesario.    

—Me llamo Eleazar, pero en realidad no me gusta tanto el nombre. Prefiero que me llamen sólo por mi apellido. 

La mujer asiente y se reacomoda el cabello detrás de la oreja izquierda. Han hablado por más de media hora y ninguno de los dos sabe bien a bien qué hace ahí, aunque no sienten deseos de irse. Ambos intentan abrir nuevas conversaciones que luego de un par de frases desechan: clima, política, comida. Después de unos momentos, la plática recae sobre el collage. La mujer asegura que aún no entiende del todo el proceso, pero que disfruta inmensamente recortar y pegar. Nájera pregunta de dónde salieron los recortes con los que fue elaborado Infierno número dos. La mujer confiesa no recordarlo. Hablan, o mejor dicho, ella habla sobre Emmanuel y el rol que desempeña en la vida de las internas. Flora (su nombre real) dice que si hay un amor que se sitúe entre el amor a un padre y el amor a un amigo, ese sería el que siente por Emmanuel. Nájera no logra entender del todo, pero asiente.  

Se levantan luego de terminar el último refresco. Bebieron dos cada uno, donde ahogaron más conversaciones tontas antes de que nacieran. Caminan por la plaza y sin darse cuenta lo hacen en círculos, siempre descendiendo, desde el séptimo nivel, donde se concertó la cita, hasta el basamento, donde Nájera estacionó. Durante el camino hablaron de la hija de Nájera y de la hija de Flora, a la que ella lleva tres años sin ver y él sólo dos semanas, que ha sentido como tres años. Estuvo tentado a decir algo sobre su exesposa, pero no le pareció conveniente: hablar de una sola de las mujeres de su vida, en lugar de ambas, se le hizo sumamente necesario.  

—Dejaron de visitarme a los pocos meses y mi marido volvió a su país. Claro, se llevó a la niña —en sus palabras había nostalgia, duda, coraje, todo ello superpuesto. 

Nájera se sintió tentado a preguntar más detalles sobre su matrimonio, pero se detuvo a tiempo. Luego, a su vez, él habló sobre el divorcio en un par de frases, después guardó silencio: las palabras parecieron extinguirse de pronto en su pecho; se confundieron con algo más que no cabía en ningún idioma. Suben al auto y Nájera arranca. 

Permanecen en silencio mientras las calles se alejan siempre un paso más en los espejos retrovisores. Nájera piensa que Flora le pedirá descender cerca de alguna estación del metro, pero pasan veinte minutos y ninguno de los dos dice cosa alguna. 

—Me hizo falta la ciudad mientras estuve allá adentro —dice de pronto Flora, luego se acomoda el cabello detrás de la oreja izquierda—. Mucho.  

Nájera entiende, o cree entender, lo que eso quiere decir. Se detiene en una gasolinera a llenar el tanque.  

Ha pasado una hora desde que salieron de la gasolinera. Nájera y Flora hablan esporádicamente, se limitan a mirar la ciudad o, mejor dicho, Nájera se limita a conducir y ocasionalmente observa a Flora mirar la ciudad. 

—¿Tienes hambre? —pregunta después de unos minutos. Flora asiente. 

Se detienen en un restaurante de comida china. Ella llena su plato hasta los bordes. Nájera mira que hay un orden en el acomodo de los guisos, a diferencia del suyo, donde todo es una masa informe. Se sientan a comer y conversan sobre los platillos. Flora usa constantemente los términos “adentro” y “afuera”; las palabras que emplea sobre uno y otro son opuestas. Al terminar la comida, Flora insiste en pagar. Él la detiene y dice que ya después le tocará a ella. Se miran, parece que la palabra “después” marca también un adentro y un afuera: no les importa. Salen y vuelven al auto.  

Está a punto de anochecer cuando Flora le pide a Nájera detenerse. Chispas de electricidad salpican los cerros cubiertos de casas, allá a lo lejos, pasando los últimos edificios de la ciudad. Bajan del auto. Caminan hasta una banca en el camellón de la avenida sobre la que estacionaron. Flora le pregunta a Nájera por qué la invitó a comer —se recarga en la palabra comer— y él responde, con sinceridad, que no sabe. Vuelven al silencio, sobre el que a veces colocan, una encima de otra, frases inconexas. Nájera le pregunta, de repente, si aún no ha vendido Infierno número uno, porque desea adquirirlo. Flora parece no entender la pregunta. Momentos después respinga, como si la verdad fuera un hielo en la nuca. 

—Sólo hice Infierno número dos —responde de forma tímida. Parece temer que Nájera, al enterarse de que no existe la pieza, se aleje de repente. Él está a punto de preguntar algo más, pero vuelve a guardar el aire. 

Flora comienza a arrancar pedacitos de una servilleta que guardó del restaurante chino. 

―¿Y por qué Infierno número dos? —pregunta Nájera—. ¿Por qué no Infierno número uno desde el principio? 

Flora suelta los trocitos de la servilleta, que caen con suavidad. La ciudad se incendia. A lo lejos, tras la oscuridad que tiende su telaraña entre los edificios, sopla el aire. Las miradas de Flora y Nájera caen, ruedan por el aglomerado gris frente a ellos mientras los trozos de papel se arrastran por el suelo en todas direcciones. Desde donde se encuentran, cada cosa en la ciudad, los edificios, los árboles, la noche, parece superpuesta; nada en realidad tiene un fin o un inicio definido. Aunque no lo dicen, saben que observan lo mismo, el mismo trozo de vida. Nada de esto va a repetirse y nunca van a olvidarlo, y lo que es peor, un día comenzarán a recordarlo de otra forma, a añadir o quitar cosas, trozos de otros recuerdos se encimarán a este, sin orden ni sentido. Nájera parece entender algo y no repite la pregunta.    

Después de unos minutos en silencio, Nájera se ofrece a llevar a Flora hasta su casa. Ella acepta y durante el trayecto guardan silencio, como si allá atrás se hubieran dicho algo vergonzoso o importante. Flora lleva su bolso de mano sobre el regazo, apretado con firmeza contra el cuerpo. El cuello se le tensa visiblemente al tragar saliva. Si Nájera fuera observador, notaría que llora; se daría cuenta, además, de que las mujeres, cuando están presas, aprenden a llorar hacia adentro. Flora desciende en un semáforo donde una avenida con nombre de platillo y otra con nombre de prócer se juntan. 

Al llegar a casa, Nájera bebe un vaso de agua y sube a su recámara. Se lava los dientes y luego de ponerse el pijama sale al balcón (siente que el balcón es la única parte de la casa donde está a salvo. ¿A salvo de qué?). Mira la ciudad, sobre la que una capa de contaminación es visible aun a través de la noche. Le recuerda Infierno número dos y sabe que no es casualidad: ese cielo es el mismo que hay en el fondo del collage, como si Flora hubiera amontonado, uno sobre otro, los días que estuvo encerrada, para subirse y mojar su brocha en el cielo de la noche, como en un gran charco de agua sucia flotando sobre la ciudad.

Nájera toma el teléfono y marca el número de Olivia (no de Flora), quien contesta casi al instante. Antes de decir algo, mira el cuadro colgado sobre su cama. Siente que ahora entiende algo que la primera vez no, pero no puede estar seguro. 

―¿Recuerdas de dónde sacaste esas imágenes? ―ella se toma un momento para pensar, pero al final no dice nada― Por un instante, pensé que ya las había visto.

―Tal vez así fue.

Vuelven a guardar silencio, pero ninguno de los dos corta la llamada. 

—¿Estás viendo el cielo? —pregunta, y de no ser suya, la frase le parecería estúpida. 

—Sí —responde, aunque Nájera la escucha abrir una puerta y salir a la lluvia de sonidos citadinos. 

—No vayas a colgar —suplica, como si los ojos de ella, sobre la oscuridad, fueran la columna que sostuviera las cosas—. No vayas a colgar —repite. 

Le cuesta trabajo reconocer su propia voz, que se quiebra en imágenes absurdas, pedazos de tiempo deslavado que se superponen.

 

 

Este cuento aparecerá en una antología temática dedicada a los monstruos, escrita por los integrantes del taller de narrativa de Grafógrafxs, la cual será parte de la colección Invitación al Incendio.

 

 

SIMULAR EL FUEGO

 

Gonzaga puso un chocolate encima de mi teclado y se siguió de largo. Al llegar a su escritorio, volteó a verme y se puso la mano junto al rostro, simulando un teléfono. Miré la envoltura: tenía apuntados un nombre y un número. Doctor Felisberto. Le pregunté, con un movimiento de cabeza, de qué se trataba, pero se limitó a repetir el gesto. No quise saber más, apenas había dormido y averiguar qué se trae entre manos Gonzaga puede tardar. Su comportamiento suele ser casi tan enredado como sus reportes. Además, me esperaba todo el trabajo que se me acumuló durante mi semana de ausencia.        

Pasé las primeras horas del día tomando café tras café y parándome cada diez minutos al baño para mojarme la cara. No tenía hambre, pero necesitaba comer algo para despertar. Cuando salí a almorzar, Gonzaga tomó un fólder, se puso de pie, subió al elevador conmigo y presionó el botón de planta baja. Yo te lo recomiendo, dijo sin voltear a verme (como en las películas de espías), y agregó, antes de salir, que él era capaz de reconocer cuando alguien lo necesitaba. No le presté demasiada atención. La última vez que cruzamos más de dos palabras ocurrió en la fiesta de Navidad de la oficina, dos años atrás; fuimos los últimos en irse. Ya no recuerdo muy bien lo que hablamos, pero sí sé que fue algo muy parecido a hablar entre viejos amigos. O sólo una cosa de ebrios, algo de una sola vez. Jamás lo comentamos de nuevo.      

Ya en la fonda, me senté en la mesa junto a la entrada, de espaldas a la calle. Después de limpiar el mantel y ponerme servilletas, Dolores me preguntó cómo seguía mi mamá. Su nombre real es Mayra, pero yo la llamo así porque es idéntica a Dolores del Río en El fugitivo. Es quien siempre me atiende. Le dije que bien, aunque las pastillas no le estaban haciendo efecto, ya no digamos los tés que nos habían recomendado. Lo malo es que tampoco me dejaba dormir: todas las noches, sin excepción, se paseaba en su recámara, arrastrando los pies y murmurando algo que a mí me llegaba distorsionado, apenas, escandaloso por discreto: como si alguien te susurrara en el oído. Parecía como si no se hubiera enterado de que papá ya no estaba y que no era necesario seguir despierta toda la noche para cuidarlo. Después de anotar mi orden, me dio el pésame nuevamente y dijo que me pasaría el nombre de una hierba para ayudar a dormir.  

Sólo a ella le había contado lo que estaba pasando, a nadie más, mucho menos en la oficina. Me pregunté si Gonzaga se refería al duelo por la muerte de mi papá con eso de “reconocer cuando alguien lo necesitaba”. En caso de ser así, ¿quién se lo había dicho? ¿Dolores? Imposible, no. Me sentí mal por desconfiar de ella. Además, Gonzaga casi nunca almorzaba ahí y Dolores se refería a él como “ese raro del saco de pana”; imposible que cruzaran más de dos palabras y que ella le revelara algo que, si bien no califiqué como secreto, se podía entender así. Mientras colocaba los platos en la mesa, me preguntó si quería que le subieran a la película: sabe que me gusta ver la tele mientras como. Estaban pasando Esquina bajan, pero sin volumen. Creo que siempre tienen puesto el canal 9 por mí. Le expliqué que ya la había visto muchas veces: era de las favoritas de mi papá, le recordaba a sus días de estudiante en la facultad de ingeniería. No me dijo nada, pero con una ligerísima mirada comprendí su sincero entendimiento, su discreto gesto de solidaridad. Fue como ver a Dolores misma en Joanna, la muñequita millonaria: diciendo sin decir.            

Evité a Gonzaga el resto del día, pero sentí su mirada todo el tiempo. Aproveché una de sus innumerables salidas a la terraza de fumadores para escabullirme sin que me preguntara algo más. Ya en el metro, logré agarrar un asiento. Ni siquiera sentí cuando cerré los ojos, pero desperté en Revolución, en el sentido contrario; mi cuerpo aprovechaba la mínima comodidad para reponer el sueño. Dejé pasar dos estaciones para bajarme y tomar un taxi. Cuando llegué a la casa, mi mamá estaba en la sala comiendo chocolates y ordenando fotos; la pantalla de la televisión, en negro profundo. Aún no me acostumbraba al silencio de la casa. Recordé el regalo de Gonzaga. ¿Qué creía? No pude ni imaginar lo que estaba pasando por su cabeza ni de qué se trataban aquel nombre y el número. Quizá Gonzaga era de esa gente que, cuando por fin encuentran un doctor que puede curar sus padecimientos o por lo menos darles un placebo, se vuelven fanáticos y reclutan a más personas para su secta. Quizá hasta se llevaba una comisión por cada incauto atrapado; viniendo de él, no me sorprendería.  

Mamá me dijo que en la cocina había sopa y mole de olla. Le contesté que no tenía hambre y, aunque la vi desilusionarse, no me dijo nada. Tampoco me contestó cuando le sugerí que viéramos algo en la tele. Me arrepentí casi al instante: sentí que traicionaba a mi papá, como quitarle la pausa a una película antes de que él volviera del baño o de contestar una llamada. No dijimos más. Como de costumbre, subió a su habitación a las diez en punto. En la sala quedó un montón de fotos. La de hasta arriba era una de papá cargándome mientras mamá lo miraba con embeleso. Yo tendría, quizá, dos años. Comencé a escuchar sus pasos ir y venir, como un péndulo en un enorme reloj de tres habitaciones y dos baños. Prendí la tele con el volumen muy bajo: estaban pasando Las abandonadas en el nueve. Me pregunté si Mayra también tenía un hijo y un hombre que la había dejado sola a su suerte en la ciudad. Sin darme cuenta, me quedé dormido. No soñé nada. Tampoco descansé.    

Al día siguiente, llegué temprano a trabajar, aún no había nadie. Me pregunté si Gonzaga sospechaba algo de lo de mi papá, si reconocía esos gestos porque ya los había experimentado. ¿De eso me habló en aquella fiesta de fin de año? No recordaba. Aunque tampoco era un misterio que algo me estaba pasando: había faltado una semana completa, me estaban saliendo ojeras y apenas podía mantenerme despierto en la oficina. Miré el chocolate: no parecía tener nada extraño, aunque tampoco era el tipo de publicidad que yo usaría. Decidí comérmelo, no estaba mal: era de almendras. Al aplastar la envoltura para tirarla, recordé la historia que mamá contaba siempre, de cómo se conocieron ella y mi papá: comenzaron a platicar en un festival de cine a donde la invitaron para hablar de la trayectoria de su madre, que trabajó toda su vida en el departamento de sonido de los estudios Churubusco. Mi papá la abordó al salir: le había interesado el asunto completo, sobre todo la anécdota de cómo doña Miriam, mi abuela, una vez usó la envoltura de un chocolate para recrear el sonido del fuego, no recuerdo para qué película. Se fueron a tomar un café y hablaron de cine durante horas.       

Llamé al número de la envoltura antes de que llegaran los demás. Contestó una mujer, me dijo que el doctor Felisberto no estaba, pero que ella podía agendar una cita. Bueno, por lo menos parecía ser un doctor de verdad. Pero, ¿una cita para qué, con quién? Antes de que pudiera pensar nada más, ya la mujer me estaba pidiendo los datos de la persona interesada. Titubeé. 68 años. Hipertensa. Viuda. ¿Último llanto que tuvo?, preguntó. Me tomó por sorpresa. Quizá en el funeral, no estaba seguro: yo me encontraba atendiendo a los que llegaban y ella se la pasó en la cocina. Podía ser. Pero, ¿antes de eso? No sabía. Un año, dije sólo por decir, pero después recordé que era cierto: fue cuando murió Emilio, el perro que papá le regaló en su aniversario 40. Escuché el tecleo de una máquina de escribir del otro lado de la línea. ¿Quién usaba máquinas de escribir todavía? Después de un momento, me dijo que el doctor podría verla ese mismo día a las 6. Me sorprendió la prontitud, pero quizá el caso se podía considerar una emergencia. Me dio la dirección y colgamos. 

No me pude concentrar el resto del día. ¿Qué clase de doctor podría recomendar alguien como Gonzaga? Y más aún, ¿por qué le estaba haciendo caso? Cualquier cosa que ayudara con el insomnio de mamá era bienvenida. Gonzaga no se apareció en el trabajo, aunque tampoco le hubiera preguntado nada. Salí temprano, dije que iría al médico. Al llegar a la casa, me encontré a mamá en la cocina preparando arroz y almendrado. La tele estaba prendida, sin volumen, en el noticiero. Le pedí que me acompañara al doctor, pero no le dije que era para ella: temí que se negara. Me preguntó si me sentía bien y le dije que era sólo algo de rutina. Mientras subió a cambiarse, me puse a pasear por los canales, pero no encontré nada interesante. El sillón seguía lleno de fotos, como si hubiera estallado una película: cientos de pedacitos de quietud, de gestos congelados para siempre. 

Tomamos un taxi y no hablamos nada en todo el camino. Al pasar por Ciudad de los Deportes recordé algunas escenas de A toda máquina, pero no le comenté nada a mi mamá: quizá removerle los recuerdos la llevaría a un lugar que no iba a gustarnos a ninguno de los dos. Llegamos mucho más rápido de lo que había calculado, algo ideal para no tener que iniciar una conversación. La casa, aunque bonita, no parecía un consultorio. Toqué el timbre y pasamos. 

La sala de espera estaba vacía; al centro había una mesa con un tazón lleno de esos chocolates publicitarios, junto a una pila de diarios viejos y una Sección Amarilla. La recepcionista nos dijo que el doctor Felisberto estaba a punto de terminar su sesión. Mamá me miró extrañada, yo me puse a ver las fotografías que colgaban de las paredes: había rostros famosos, deportistas y actores de televisión, siempre acompañados de un hombre que, supuse, era el doctor Felisberto. Me pareció la decoración de una tortería en el Zócalo, no de un consultorio, pero no dije nada. La verdad, por unos instantes busqué a Gonzaga en alguna de las fotos, pero no estaba. Minutos después, vimos salir a una mujer: tenía el rostro congestionado y las aletas de la nariz rojas, aunque se veía tranquila. El doctor la acompañó a la puerta y después nos invitó a pasar. Usaba pantalón caqui y unos zapatos de piel de cocodrilo; era más alto de lo que parecía en las fotos y su edad era incalculable.        

Entramos a un cuarto con dos sillones frente a frente y una mesa entre ellos. En una de las paredes había un diagrama del rostro y sus músculos. El doctor Felisberto nos invitó a tomar asiento. Se sentó frente a nosotros y preguntó cuál era el problema. Bueno, me adelanté, mamá no ha podido dormir estas últimas semanas. Ella me miró sorprendida. Y yo tampoco, agregué para suavizar. El doctor preguntó si había pasado algo recientemente. ¿Algo como qué?, dijo mi mamá, enojada. Bueno, algún suceso extraño, poco cotidiano, digamos... ¿Fantasmas?, se burló mamá. El doctor sonreía. De alguna forma sí, respondió. Nos quedamos esperando sin saber qué decir, como si a media escena se nos hubieran olvidado los diálogos. Papá murió hace poco, confesé. Mamá pareció molestarse. Y usted no ha llorado, le dijo el doctor. No, no se apure: después de ver muchos casos, se distingue a la primera, aclaró antes de que preguntáramos cómo lo había sabido. Otra vez llegó el silencio. El doctor se levantó a cerrar la ventana, que cayó con un sonido como de claqueta. No es que no haya tratado, dijo mi mamá, el doctor regresó a sentarse, de verdad, y no es que no me duela o finja que no está pasando nada. Sentí que me reclamaba porque yo tampoco había llorado. Me pongo a ver fotos todas las noches, continuó, pero no lloro. Simple y sencillamente no lloro. No sabría decir por qué. Ahorita vamos a arreglar eso, respondió el doctor con tono confiado. 

Tomó una pequeña grabadora y la puso en la mesa. Quiero que piensen en él. Rodrigo, aclaró mi mamá. Sí, que piensen en Rodrigo. Cierren los ojos, respiren. Obedecimos. De la bocina comenzaron a salir sonidos ambientales, algunas voces por ahí, en segundo plano. Hice un poco de trampa y entreabrí los ojos: el doctor me estaba viendo y sonrió, quizá acostumbrado a que eso pasara. Los volví a cerrar de inmediato y me enderecé en el asiento, como un niño regañado. La grabación continuó sin sonar a nada preciso, pero después vino algo: era una mujer llorando. Lo hizo por un minuto aproximadamente. El volumen bajó y un segundo después volvió a subir: esta vez era un hombre el que lloraba. Así pasamos diez minutos, quizá más: de un llanto a otro, de hombres, niños y mujeres. Había algunos desesperados, otros eran escandalosos y hasta escuchamos algunos suaves, como con pena de hacerlo. Sentía la mirada del doctor sobre nosotros, pero no escuché a mamá llorar ni lo hice yo. Más bien tenía sueño. De pronto me di cuenta: eran fragmentos de películas, casi todas viejas; antiguas escenas de llanto unidas unas con otras, como presas todas de una pena interminable, difícil de sopesar. Identifiqué algunos fragmentos, como el de Fernando Luján en Viento negro, y no estoy seguro, pero creo que también escuché a Patricia Reyes Espíndola llorar como si fuera Luz. Temí que llegara el llanto desconsolado de Pedro Infante en Nosotros los pobres, pero no; quizá ese era el último recurso y nosotros no habíamos llegado a eso. Me dio curiosidad saber cuánto duraba el audio y cuánto tiempo le llevó al doctor recuperar todos esos llantos, recortarlos para hacerlos casi uno solo, limpiarles la voz y que no quedara palabra alguna, sólo el llanto puro, concentrado. ¿De dónde había sacado su método? Sólo Gonzaga recomendaría a alguien con esas ideas.      

Así estuvimos no sé cuánto tiempo. El doctor apagó el audio y nos dijo que abriéramos los ojos: estaban secos. Nos preguntó cómo nos sentíamos. Contestamos con vaguedades. Nos pidió concentrarnos en el recuerdo más antiguo que tuviéramos de papá y volvió a poner el audio. El resultado fue el mismo. Bueno, comentó confundido, no tiene que pasar a la primera. Es algo a tomarse con calma, un proceso. No agregamos nada. Apuntó su número personal en una tarjeta y nos encaminó a la recepción. Me quedé esperando algunas pastillas para dormir, algo, pero sólo nos dijo que regresáramos la semana entrante y volvió a su consultorio. Le pagué a la recepcionista y salimos sin decir nada más. Ya en casa, ni mamá ni yo comentamos nada: nos daba vergüenza, como si hubiéramos descubierto un secreto imperdonable uno del otro o hubiéramos presenciado un crimen. Me fui a mi cuarto, los pasos empezaron a la misma hora. 

El lunes, Gonzaga quiso saber sí había seguido su consejo. Le dije que sí y no más. ¿Verdad que es milagroso?, cerró. El resto de la mañana luché para no quedarme dormido, pero era difícil. A la hora del almuerzo, le pregunté a Dolores cómo estaba. Mal, dijo, vinieron a tirarnos unos perritos en la puerta de la entrada. Llegamos a abrir y vimos una caja. Cuando la moví con el pie, los escuché chillando. Más que molesta, estaba triste: la sentí a punto de llorar y no pude evitar preguntarme cómo lo haría ella, si de un modo escandaloso o más bien discreto, si era de las que se limpian los ojos con la punta del delantal o las que se secan las lágrimas echándose aire con una revista. Pedí sólo el guisado y una jarra de agua, no tenía hambre. La tele estaba apagada.   

Comía, sin muchas ganas, cuando escuché unos chillidos al fondo, como venidos de otro tiempo, de una película gastada. Se me apretó la garganta, fue imposible seguir comiendo. ¿Y ya tienen quién los adopte?, le pregunté a Dolores, con la voz cortada, cuando me trajo la cuenta. Me dijo que no. Respondí que yo lo haría. Creyó que bromeaba, pero le mostré que iba en serio: llamé para reportarme enfermo y le pedí verlos. Me llevó a la bodega. Eran cuatro, parecían tener apenas unos días de nacidos. Me acompañó a la calle y nos quedamos en silencio mientras le hacía la parada a un taxi tras otro, pero ninguno se detuvo. Después de tres intentos, uno accedió a llevarme con todo y caja. Antes de subir, me despedí de Dolores con un abrazo: noté que se sorprendió, pero no dijo nada. El chofer, al escuchar los ruidos en la caja, me preguntó sobre los cachorros y le inventé cualquier cosa. Si ensucian, le voy a tener que cargar la lavada, reclamó. Le dije que estaba bien. 

Mamá se sorprendió al verme llegar temprano; hacía años que no nos veíamos de día: su cara era distinta con esa luz característica de una tarde que empieza a morir. Se levantó al ver la caja en mis manos. ¿Y eso?, preguntó. Se oyeron golpes en el interior, la puse en el suelo con delicadeza. Me llevé el índice a los labios. Un ligerísimo quejido se escapó de entre los pliegues del cartón. No, no, llévatelos, aquí no los quiero. Le pedí que cerrara los ojos un momento y lo hizo, aunque con renuencia. Abrí la caja despacio y los oímos chillar: tenían hambre, frío, sus cuerpecitos se sacudían. Estaban vivos. Vi fijamente a mi mamá: los labios le empezaron a temblar y su respiración comenzó a cortarse. Distinguí un nudo tejerse en su garganta. Los ojos se le humedecieron. Fui a la cocina a servirle agua y a poner un poco de leche en un plato, que coloqué dentro de la caja. Subí a mi cuarto. 

No sé cuánto tiempo dormí, pero al abrir los ojos ya había un sol bien pulido en la ventana. Bajé despacio por la escalera: no había ruido en la planta baja. Encontré a mamá dormida en el sillón, encogida sobre sí: en la mano derecha tenía una foto de mi padre, esa que le tomamos cuando llegó a casa con Emilio en una caja. Los cachorros dormían en la alfombra. 

 

Nota

Tener la oportunidad de participar en el taller de narrativa de Grafógrafxs me ha permitido, entre otras cosas, reconsiderar mis procesos de escritura y edición. De igual manera, el espacio representa un área de convivencia y compartición de ideas, elementos vitales para la escritura. Y para la vida.