Luis Alberto Arellano: no homenaje
Antonio Tamez
Estaba escribiendo la tesis. Eso recuerdo o eso prefiero recordar, y no que estaba procrastinando o buscando videos de Anunakis en YouTube o algo así. Entonces telefoneó Warpola y me dijo que el Gordo había muerto inesperadamente en Querétaro, que esa misma noche lo iban a velar. Yo estaba en Guanajuato y no podía ir, así que apagué todas las luces de la casa y encendí una veladora. Puse Requiem for my Friend, de Signew Preisner, un ritual que se ha vuelto necesario en cada nueva partida de un amigo. Precisamente, la última vez que lo había escuchado completo fue poco después de la muerte del Flaco, el otro gran escritor de esta mugrienta ciudad.
Al Gordo lo conocí una noche durante la fiesta de bienvenida de la SOGEM. Todos ya estábamos bastante bebidos. Cuando regresé del baño advertí que un mexicano inmenso estaba haciendo uso de la computadora del director para mirar porno sado. Por entonces yo no sabía ni siquiera quién había sido Salvador Elizondo, ni Thomas Bernhard, ni Haroldo de Campos, ni Ulises Carrión, ni, desde luego, nadie ni nada de lo que más tarde me enteraría en sus talleres. Al advertir mi presencia, mi futuro instructor cerró apresuradamente la página web en la que estaba.
Nomás por encajar, me recliné sobre su respaldo y le dije: “A ver, vuélvela a poner”.
La verdad es que en ese momento nunca se me ocurrió que fuera un profesor, más bien creí que era un senior de último semestre con el descaro suficiente para hacer lo que estaba haciendo.
—No —me dijo—, mejor vamos a ver esta colección de mugshots de estrellas de Hollywood de cuando las arrestaron por coger en la vía pública.
Clicó alguna liga y escroleó por una galería de fotos en blanco y negro de Wynona Ryder, John Cusack, Woody Allen y Nicholas Cage con una lectura de metros en el fondo.
Le dije que iba a servirme un trago y desaparecí.
Gracias al Gordo conocí la cantina de don Amado, cuando todavía estaba en la esquina de Gutiérrez Nájera con 5 de Mayo y la atendía el propio don Amado. Nos llevó a Warpola y a mí después de una de las primeras clases y nos dijo así, sin más: “Miren, ustedes tienen la arrogancia para atreverse a escribir, pero lo que les hace falta es disciplina y muchísimas lecturas”.
En alguna sesión me reveló el significado de la poesía cuando genuinamente se lo pregunté. Lanzó su redonda corpulencia de santo Tomás de Aquino y dibujó un círculo en el pizarrón con la palabra “dios” en su interior y dijo: “La poesía es todo: lo bueno y lo malo, lo feo y lo bonito, lo sublime y lo terrible y acerca de ello escribimos”.
Siempre he agradecido a los maestros exigentes, pero más que perfeccionista, Arellano era un preciosista. Alguna vez escribí que como tallerista era “rudo, implacable y enciclopédico” y que “hacía llorar a los espíritus débiles”. La realidad era más sencilla: simplemente pasaba de tu mierda. No creo que haga falta relatar cuántas veces me desvelaba para llegar hasta la mesa de su taller con cuentos brutalmente geniales que sin embargo eran destruidos sin piedad, evidenciando su pobreza de estilo y su ausencia de propuesta creativa.
Llegué a oírle decir: “De cien páginas que un autor pueda escribir, UNA es buena”.
Yo era joven y muy influenciable, así que durante un rato mantuve su sentencia como un dogma y me empeñaba por aislarme todo lo que podía y quedarme en casa fumando y tecleando a toda velocidad decenas de cuartillas que más tarde no valían nada.
Años después compartí este dogma con un colega y él simplemente preguntó: “¿Quién chingados te dijo eso?”.
Luis Alberto era rudo, sí, pero, a pesar de esto, creo que uno de los aspectos de su personalidad que más atesoramos quienes lo conocimos fue su generosidad. Gracias a una invitación suya publiqué algo por primera vez en mi vida, un cuento berlinauta en el número 0 de la nueva época de Crótalo, una revista que Arellano había logrado traer desde los muertos (otro más de sus milagros). Fue el primero en hablar sobre mi escritura y la de mis amigos en una nota titulada “Escenas de un sábado por la noche”, publicada en el Suplemento Cultural Barroco del Diario de Querétarocomo respuesta a la agresión de cierto escritor y en la cual presentaba a una generación de autores que en ese momento teníamos proyectos activos en la ciudad. Para “los neónidas”, Arellano fue nuestro mentor. Accedió a presentar nuestra plaquette en el bar Aleph de la calle Altamirano, en donde, más allá de halagarnos con sus comentarios, nos retó a cerrar de una vez por todas aquel jueguito y comenzar a buscar nuestra voz personal. También fue gracias a su intervención que me acerqué al trabajo de Athanasius Kircher a través de un libro de grabados que también le había prestado al Flaco y de donde había salido el logotipo de Herring Publishers México.
Además de su generosidad, otra virtud que destaco en el maestro Arellano es su ausencia de pelos en la lengua. Su capacidad para rozar los límites de la confrontación con otros autores, editores y funcionarios, y para utilizar esta tensión a su favor. Me consuela pensar en él cuando se me va la lengua o, mejor dicho, las teclas en las redes sociales; pero la verdad es que yo no tengo ni su arrojo, ni su generosidad, ni su energía para gestionar revoluciones, ni mucho menos su preciosismo como tallerista para pulir a los grupos. Él era un grande en el sentido renacentista, en el sentido jupiteriano de la palabra, quiero decir: el pensador monumental librando batallas intelectuales y lingüísticas contra sus enemigos, resguardado en la atalaya de la Casa del Faldón y redactando bulos en defensa suya y de la poesía.
¿Así era como el Gordo se veía a sí mismo?, ¿como un erudito ecuménico y transdisciplinario?, ¿como un asceta posmoderno y ateo?, ¿acaso hay una línea del tiempo de monjes visionarios que parte desde Francisco Xavier de Santa Gertrudis (el poeta que inventó la leyenda del apóstol Santiago en el cerro del Sangremal) y que eventualmente cruza en su camino por Arana y Arellano (videntes de otros signos en el cielo queretano)?
Mucho alboroto y ofensa causó en su época la nota de Leslie Dolejal en donde este se mofaba de la figura del Gordo y decía algo así como que lo único “glocal” en esta ciudad era la silueta de Arellano caminando por el Centro Histórico. En respuesta, Arellano redactó esa querella titulada “Escenas de un sábado por la noche”, en donde, tal vez por primera vez, un autor local tenía la humildad y la generosidad de reseñar a la generación que seguía.
Yo creo que Leslie Dolejal dijo entonces algo genial, pero ni él ni nadie más lo entendimos. Desde luego, él no supo cómo expresarlo entonces porque la imagen del Gordo Arellano simplemente lo rebasaba. Lo mismo le ocurrió a Galileo cuando descubrió las lunas de Júpiter y no supo cómo explicarlo: la Inquisición le obligó a abandonar sus investigaciones y a cerrar su biblioteca. Fue hasta más de cien años después cuando Newton comprobó que Galileo estaba en lo correcto y que las mentes más pequeñas orbitaban en torno a las más grandes.
Debido a las fuerzas internas y externas que operaban en aquel cuerpo que efectivamente se trasladaba por el centro de Querétaro haciendo ciudad, es decir haciendo literatura a través de una serie de encuentros, lecturas, caminatas, conversaciones y revoluciones, Luis Alberto Arellano constituía en sí mismo un sistema con varios mundos orbitando a su alrededor. Mundos florecientes y mentes sedientas. Algunas alineaciones con estos cuerpos satelitales solían ocurrir en don Amado, el bar Petras, la Colección, la Colección II, Las Escaleras, el Salón Covadonga, el Sacazonapan, Juárez, Monterrey, Ciudad de México, Lisboa, Buenos Aires, Hermes y Berlín.
La última vez que lo vi fue en el bar La Norteña, a un lado del Mercado Hidalgo. Le invité unas chelas como pago a que me hablara sobre Muerte sin fin, de José Gorostiza. Él no estaba tomando, pero me aceptó unas limonadas con agua mineral. Yo recién había entrado a la maestría y tenía que exponer el tema para una clase de poesía mexicana del Siglo XX. Puesto que Arellano había escrito su tesis de maestría sobre Gorostiza consideré fundamental acercarme a él. Me contó que Gorostiza había compuesto parte de Muerte sin fin mientras era diplomático en Italia. El autor empezaba su turno laboral a las 3.00 a.m. en caso de que Lázaro Cárdenas llamara desde Los Pinos para preguntar por las exportaciones de petróleo. De camino a la embajada, Gorostiza iba componiendo las estrofas de uno de los poemas más obscuros de la mística mexicana. Cada paso que daba por las callejuelas de Roma iba marcando la cadencia de los versos.
No me dijo mucho más. Me pasó la bibliografía de su tesis y me recomendó leerla. Me pidió que le hablara sobre la maestría que estaba estudiando en Guanajuato. Le dije que mi director de tesis era el famoso Dr. Kurz, quien había dado clases en la SOGEM. Arellano se sonrió recordando aquellos días y me contó que Kurz provenía de una tradición de magísteres vieneses a la que también había pertenecido el propio Thomas Bernhard. Me habló sobre Bernhard. Aprovechó para contarme sobre la prohibición legal que impide poner en escena sus obras en Austria, así como el uso de su nombre para cualquier tipo de homenaje; ningún evento cultural, ninguna calle, ningún certamen de poesía, nada. “Solamente para eso les importamos a estos cabrones”, me dijo refiriéndose a los gobiernos en general y a la idea de la cultura. “Les servimos más muertos que vivos, para que puedan hacer una pinche estatua en el parque o para nombrar algún concurso pedorro y darle tres pesos al ganador. Eso es la pinche cultura para estos hijos de la chingada, un adorno. Pero lo que nadie les ha explicado a estos pendejos es que los artistas no son estatuas, son gente de carne y hueso, trabajadores que necesitan cumplir sus necesidades básicas ¿qué pedo, no?”. Hizo una pausa y aprovechó para darle un trago a su limonada. Se refrescó la garganta y continuó: “Porque a huevo, ahí anda uno nomás viendo cómo chingados hacerle para juntar la renta; y el día que uno va a dar al hospital y necesita una cirugía, como Salvador Esquivel, estos cabrones ni se dan por enterados, porque claro, las estatuas no necesitan trasplantes. Por eso yo, como Thomas Bernhardt: a la chingada con sus pinches homenajes. Yo no quiero que le den mi nombre a uno de sus centros culturales para que vaya el secretario a cortar un puto listón azul y luego lo dejen ahí todo abandonado, sin presupuesto, pero eso sí, bien grandote, inversiones de millones de pesos en la cultura, que no mamen”.
Antonio Tamez (Ciudad de México, 1984). Es licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Querétaro y maestro en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Guanajuato. Es autor de Bengala (Herring Publishers, 2011), El templo de los animales disecados (Montea, 2017) y Todo eran historias: cuadernos de viaje (Universidad de Guanajuato, 2021). Está incluido en las antologías Neónidas [2006-2008] (Herring Publishers, 2009) y Viajes al país del silencio (Gris Tormenta, 2021). Ha colaborado en diversos medios impresos y digitales, como Punto de Partida, Tres Pies al Gato, Jardín Lac y Tierra Adentro.