ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

El teólogo del abismo

Daniel Guebel

 

 

Su mujer se lo recordó antes de abandonarlo: con su talento, gracia e inventiva hubiese podido convertirse en un diseñador a la moda, pero su obstinación en reformar el gusto ajeno lo condenaba a ese destino de encierro y joroba, inclinado sobre la horma de zapatos en su localcito al fondo de la galería comercial de ese barrio perdido. Por supuesto, ella tenía razón, pero ¿qué iba a hacerle? Para la clientela femenina el calzado pertenece al arte de la elegancia, que lo subordina todo al efecto, pero él creía que la función hace al estilo y no a la inversa y entonces reparaba sandalias y chatitas y tacos aguja y puntas y botas imponiendo el criterio de la sencillez y la comodidad por sobre el lujo y así adelantaba su ruina. Entretanto, dispares lecturas de teólogos perdidos le mostraron que lo simple es una construcción trabajosa y que el verdadero pensamiento, la verdadera manera de obrar (al menos en el terreno de la fe), procede más por adición que por supresión. Sin embargo, él decidió que la arquitectura del cielo debía construirse de acuerdo con su propio criterio del despojamiento.

Su método simplificador sería de utilidad universal, pero aplicado en principio a la Iglesia católica, en cuya doctrina lo instruyeron sus mayores. Basándose en los dichos de los profetas del Antiguo Testamento, objetó primero el boato ceremonial de las elecciones de los papas y luego su misma necesidad. Hecho esto, se dedicó a repudiar las enseñanzas del catecismo y la conveniencia del bautismo de las criaturas. Sin saber que seguía paso a paso el proceso de secularización de las distintas herejías protestantes, la emprendió luego contra el dogma de la virginidad de María y la Inmaculada Concepción de Jesús, que recibió sus parrafadas más hirientes. Liquidado el tema, se ensañó con la Santísima Trinidad: aborreció su absurdo lógico-matemático, se burló de la idea de consustancialidad o dependencia de uno respecto de los otros dos (“Parece una mesa de borrachos, donde ninguno puede irse y nadie puede quedarse solo”), detestó la relación entre el Padre y el Hijo —a uno lo comparó con Odiseo ausente y al otro con una Penélope llorona—, continuó repudiando el dogma de la resurrección de Jesús y por último decidió emprenderla con el mismo Dios, entero o en partes. Según su análisis, y basándose en la teoría de que el universo es inmanente y no trascendente y que su diseño es de una simpleza tal que descarta la preexistencia de mente alguna, aseguró que Dios no existía y que de existir tenía que ser un idiota. Pero Yahvé, que había leído sus escritos y tiene gustos barrocos, de un golpe de su mano esponjosa lo arrojó al cielo para que observara las bellezas de la creación, estrella a estrella, galaxia a galaxia, forma a forma. Un espíritu vulgar y avaro intentaría en este punto calcular la medida de tiempo empleada, averiguar si fue una travesía instantánea o si nuestro teólogo de suburbios fundió la experiencia con el tiempo y recorrió la totalidad subido a la constante de la expansión cósmica —de haberse dado el segundo caso, todavía seguiría dando vueltas por allí—. Pero lo cierto es que su viaje tuvo medida y en su transcurso conoció estrellas habitadas por sociedades de pájaros, estrellas repletas de máquinas que se empeñan en chocar contra paredes, estrellas que son proyecciones holográficas de un ombligo mocho, planetas de barro donde una lluvia negra se precipita sin pausa sobre mantos blancos que cuelgan rígidos como piedras hacia la altura, galaxias abarrotadas de planetas espejados donde bañistas retozan día y noche a la orilla de lagos de concreto y van soltando chillidos de alarma mientras se muerden las extremidades.

Al finalizar la visita, Dios lo regresó de nuevo a la Tierra, pero a cambio de su don le arrancó la lengua. Privado de narrar lo visto, el zapatero comenzó a amasar plastilina, formando pequeñas esferas que pintaba de diversos colores y luego arrojaba a un arroyo de los márgenes. En el curso oscuro de esa corriente contaminada con efluvios cloacales y descargas clandestinas de desechos industriales, con esas bolitas que flotaban durante un instante y luego se hundían en la podredumbre, él recuperaba la experiencia y el sentido de lo vivido y anunciaba el nuevo orden de los mundos.

 

Daniel Guebel (Buenos Aires, Argentina, 1956). Escritor y periodista. Es autor de más de veinte libros; los más recientes son: La carne de Evita (Mondadori, 2012), El absoluto (Random House, 2017) y Un crimen japonés (Random House, 2022).