ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

¡Ma!

Adriana Mondragón Collado

 

Me dolía Ramón, y me dolía más porque ya no lo soportaba. Llevábamos mucho tiempo juntos como para abandonarlo; me daba miedo que con mi ausencia el inútil destrozara de un berrinche toda la casa y, entonces, ¿qué sería de él sin mí? Yo podía pasar días sola, en completo silencio, pero Ramón no; el maldito no dejaba de pedir atención. Disfrutaba abrumarme con su ma, esto, ma, aquello, siempre acompañado de preguntas tontas, las que hace años comencé a contestar con monosílabos. El hecho de profundizar sobre algún tema con él me causaba hastío. 

En algún momento le tuve cariño, pero nunca me sentí enamorada. Debo reconocer que Ramón fue una parte importante de mi juventud, nuestras familias se conocían, básicamente crecimos juntos y eso me ayudó a decidir pasar el resto de mi vida con él. Además de que me daba temor ser una solterona. Pensé que pasar la vida con él sería cómodo y fácil, ya que veía cómo sufrían mis amigas por amores mal correspondidos, y a mí la verdad es que esas situaciones me daban flojera. 

Me casé con Ramón sin saber que me había matrimoniado con un desconocido. Después de varios años juntos concluí que no quería tener hijos, pues ya era suficiente con cuidar de él. Por mucho tiempo pensé que las exigencias de Ramón eran comunes en la dinámica de marido y mujer, para mí era normal elegir su ropa, secarlo después del baño y vestirlo, además de prepararle sus tres comidas en un horario exacto. De lunes a viernes esperaba a que llegara del trabajo para desvestirlo, ponerle la pijama y aguardar hasta que él se quedara profundamente dormido. 

Ramón tampoco insistió con el tema de los hijos, de hecho creo que nunca lo mencionó y tampoco lo intentó. Nuestra vida sexual era casi nula, pocas veces hicimos el amor (si es que así podemos llamarle), pero eso sí, todas las noches Ramón se acomodaba en mi pecho y comenzaba a succionar mis pezones. Generalmente yo lo disfrutaba, pero cuando buscaba que algo más sucediera, él ya se había quedado dormido.

Un día se me ocurrió comentarle a mi madre sobre la escasa actividad sexual que tenía con mi esposo. De mala gana, me contestó que así era la vida de casada, que no fuera promiscua y respetara las decisiones de mi marido. Claro, antes de eso me salía con la cantaleta de que me apurara a darle nietos. 

Ser ama de casa no era sencillo, disponía de muy poco tiempo para mí, el día se me iba en limpiar, en hacer las compras y básicamente en estar a merced de mi esposo. Incluso dejé de ver a mis amigas, y la única vez que salí, al llegar a mi hogar me encontré a Ramón llorando, nuestra habitación destrozada y, además de todo, él tenía lastimadas las manos. En ese momento entendí que no podía dejarlo solo. Lo abracé, ordené el cuarto y curé sus manos. Desde ese suceso Ramón dejó de llamarme por mi nombre, y comenzó a decirme ma. 

Que me dijera ma me parecía una novedad, un acto de ternura, algo que pocas veces llegué a percibir en nuestra relación. Hasta cierto punto me gustó, así que comencé a ser todavía más complaciente con él, y Ramón cada día era más demandante. Cuando estaba en casa no se despegaba de mí, me seguía a todos lados; con falsa inocencia me cuestionaba lo que hacía, y a veces charlábamos de cosas sin sentido que con los años empezaron a aburrirme.

Un día llegó del trabajo y, como era costumbre, ya le tenía la cena servida sobre la mesa. Con lágrimas, me ordenó que comenzara a prepararle su maleta, pues en dos días tendría que hacer un viaje de negocios. Me esmeré, y lo mandé con atuendos coordinados para cada día de la semana. Además, me encargué de bordar sus iniciales en la ropa interior, así como de ponerle nombre a todos sus artículos de higiene personal y de primeros auxilios. 

Llegó el día, le di la bendición, nos despedimos con un abrazo y un beso en la mejilla. Ramón me dijo: “Me vas a hacer falta, ma”. Cuando se fue, por un instante me sentí perdida, pues hacía mucho tiempo que no nos separábamos. ¿Ahora a quién iba a atender? No tenía hijos, no tenía amigas y no me animaba a visitar a mi madre. Estaba sola. Entonces volví a encontrarme con el silencio, a recordar las veces que mis padres se iban de viaje y yo me quedaba en casa, y deseé que Ramón no volviera, que se perdiera en la carretera o se encontrara con otra ma que lo atendiera.

El regreso de Ramón fue más que pesado, me agotaba física y mentalmente. Comencé a verlo como un niño pequeño de esos que sólo comen, cagan, duermen y lloran para que se les asista en cada una de esas actividades. Si no le prestaba atención al instante, él hacía berrinches, pataleaba, rompía cosas y no dejaba de gritar ¡ma!, ¡ma! Esa palabra que comencé viendo como un acto de ternura, terminó siendo mi sentencia. 

A pesar de que yo seguía atendiendo sus necesidades al pie de la letra, ya no podía hablarle con ternura, mirarlo me costaba trabajo y escuchar su voz me irritaba, más cuando se acercaba con su cara de idiota y me decía ma; sentía como si me dieran una patada en el estómago. Ramón sabía que yo estaba molesta, pero se esforzaba poco para averiguar cuál era el motivo. De manera mediocre intentó remediarlo un par de veces jugándole al “cariñoso”. A veces llegaba y me abrazaba con brusquedad y yo sentía cómo me hervía la sangre. Ya no quería que me tocara, ni siquiera para dormir, pero tenía que aguantarme y aguantarlo. 

El momento más feliz de mis días era cuando Ramón se iba a trabajar y no tenía que verlo hasta la hora de la comida. En ese tiempo aprovechaba para perderme en mis pensamientos y olvidarme del incesante ma. Generalmente fantaseaba sobre cómo sería la vida sin él. Otras veces ideaba planes para dejarlo. Pensar en eso me conflictuaba, no podía más que imaginarlo haciendo un escándalo y sentía lástima por él. Después de todo, Ramón no era una mala persona, únicamente era demandante, odioso, egoísta y desconsiderado.

Una noche, mientras Ramón succionaba mi pecho, me puse a pensar si él en algún punto de su vida me había amado o si únicamente me necesitaba (eso era evidente, el famoso ma era una muestra de supuesto cariño que cobraba intereses) o si me veía como su esposa, su amiga o su nana. También pensé en cómo sería nuestra vida si hubiéramos tenido hijos, en qué tipo de padre sería él. A mí no me pesaba el hecho de no haberlos tenido, pues finalmente yo era la ma de Ramoncito.

 

Confesionario

 

Nunca pensé que iba a escribir un texto como “¡Ma!”, el cual es muy distinto de lo que generalmente escribo. Ahora que lo reflexiono, en realidad nunca me imaginé escribiendo cuentos. Claro, siempre tuve la curiosidad, pero la falta de espacios, tiempo y seguridad me impedían adentrarme en este universo. Fue en mayo del año pasado cuando mi mejor amiga, Karen, quien sabía que yo tenía esa curiosidad reprimida, me comentó del taller de narrativa de grafógrafxs. Gracias a ella encontré ese espacio.  

Al principio creí que no iba a durar, pensé que sería algo pasajero, de dos o tres ocasiones (pues me cuesta trabajo ser constante), pero desde el primer momento me sentí cómoda. En aquella sesión Alonso Guzmán nos compartió el cuento “La niña del pelo raro”, de David Foster Wallace. Me encantó, nunca había leído algo parecido. Pero lo más emocionante de aquel día fue leer los cuentos de mis compañeros. Terminé enamorada del ambiente y del talento. Entonces ya no pude dejarlo. 

Para mí, escribir ha sido todo un reto, pues en este proceso he estado aprendiendo a soltarme y a ser más segura con lo que hago. También encontré una manera de expresar todo el desorden y una que otra inquietud que traigo en la cabeza. Por ejemplo, cuando estaba escribiendo “¡Ma!” pensé en las mujeres que me rodean. Pensé en mi madre, en sus hermanas, en sus amigas y en las mamás de mis amigas; en todas las historias que he escuchado de sus bocas, y en el peso que tiene la palabra madre. Estoy agradecida con el taller y la revista, con Alonso y con mis compañeros, por ayudarme a plasmar y ordenar todos esos pensamientos e inquietudes. 

 

Adriana Mondragón Collado (Toluca, México, 1991). Es licenciada en Sociología por la Universidad Autónoma del Estado de México, donde presentó como trabajo final el ensayo La construcción discursiva de la prostituta a partir del género musical bolero. Laboró en el departamento de Comunicación Educativa del Museo Nacional de las Culturas.