ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Ahpotzotzil

Antonio Rojas Silverio

 

 

Aquel otoño fue perverso para Gloria, quien había dejado la comodidad de la gran casa de sus padres, allá en la ciudad, para mudarse con Emiliano, su marido. Lo amaba muchísimo, por eso lo había seguido ciegamente hasta aquella salvaje tierra. «Vivir en Zinacantán será increíble, tendremos grandes tierras, pues seremos de los primeros en llegar. Además, no te sentirás sola, una pequeña comunidad de gente civilizada como nosotros ya se ha establecido ahí». Emiliano trataba de apaciguar su miedo a lo desconocido y, para Gloria, había funcionado. Sin embargo, su miedo a los nativos prevalecía. No eran cristianos: ellos adoraban a dioses paganos, según le habían contado y, además, no eran amables con la gente como ellos.

—¿Cuál era el nombre de su tribu? —La voz de Gloria tembló en el viento. La carreta se encaminaba por un camino accidentado.

—¿Todavía te asustan? —replicó Emiliano burlándose—. Tzotziles, creo. No me preguntes qué significa, no sé nada del idioma indio. ¡Eh, chofer, apresúrate! —ordenó de manera cortante.

La mansión era enorme, una de las más espaciosas de aquel pequeño conjunto de haciendas y casas que se apilaban como una mancha a orillas de la sierra de Zinacantán. Las baldosas de piedra y las casas con tejas, establos y otras construcciones contrastaban con los grandes árboles, los arroyos y las enormes piedras. También la flora y fauna del territorio tzotzil resultaban discordantes con las nuevas construcciones que poco a poco invadieron la naturaleza. Aunque Emiliano y los demás hacendados habían reclamado esas tierras como suyas, no lo eran para nada y no eran bienvenidos ahí. No pocas veces los nativos, al verlos pasar, auguraban que algún día «la bestia iba a cobrar justicia por ellos».

En aquella silenciosa mansión, Gloria pasó el verano atendiendo a su marido y platicando con las vecinas, mujeres adineradas que, como ella, solían escuchar a hurtadillas a los sirvientes porque no había nada mejor que hacer ahí. En una de esas ocasiones, Gloria los oyó hablar de la creciente hostilidad de los nativos contra ellos: unos cuantos indios habían sido tomados por algunos habitantes de las residencias y eso ponía en alerta a Gloria; tenía miedo de que un día, al despertar, de pronto se viera atrapada por manos extrañas de indios que la tomarían para arrancarle el corazón y, como algunas de las vecinas habían ya rumorado, «ofrecérselo al diablo». Además de eso, lo único en lo que Gloria gastaba todo el tiempo libre que tenía era en pintar, una actividad que la ayudaba a relajar sus cada vez más alterados nervios.

Una noche, como de costumbre, Emiliano salió de la mansión con otros hombres de la colonia; llevaba su rifle y bayoneta. «Ya tengo las cabezas de un caimán, ocelote y un mono, pero me hace falta la de un jaguar, y a ese ando buscando», comentó para impresionar a sus amigos. A Gloria le disgustaba ver aquellos trofeos en la sala. Sentía que la observaban, como si lo salvaje estuviera acechándola en su propia casa; sin embargo, no le decía nada a su marido, quien era un hombre muy severo, pero de vez en cuando le pasaba una caricia por su rostro, y eso le bastaba.

Esa noche Gloria se encontraba pintando en su habitación. Había tenido pesadillas relacionadas con murciélagos que devoraban sangre al oscurecer. Emiliano le había contado que abundaban en las cuevas ocultas en la sierra. Estaba concentrada, intentando pintar uno, cuando escuchó los rápidos cascos de los caballos al regresar. «Emiliano ya volvió. ¿Qué horrible criatura traerá para poner en la sala?». Dio un suspiro y escuchó unos rápidos pasos que subían hasta ella. Llamaron enérgicamente a su puerta. Al abrirla, el rostro pálido de una de sus criadas se asomó.

—Ay, patrona —la mujer estaba temblando—, el señor Emiliano está bien grave.

—¿Qué? —Gloria bajó de prisa las escaleras—. Ve por el doctor, ¡rápido!

La mujer se alejó justo cuando varios hombres terminaban de cruzar la puerta. Dos de ellos tenían a Emiliano apoyado en los hombros; los demás curiosos observaban fuera.

–¡Dios mío! —exclamó la mujer, quien corrió hasta la puerta para recibirlos.

Las sombras envolvían con silencio a los maltrechos hombres. Gloria observó sus abatidos rostros, llenos de pólvora, tierra y suciedad. En el brazo derecho de su marido resaltaba un tono carmesí que manaba en forma siniestra. La extremidad le colgaba como un hilo a punto de desprenderse. Se llevó las manos a la boca. Los hombres transportaron con dificultad a Emiliano hasta su cama para que lo examinara el médico, quien, con dificultad, suturó la gran herida en forma de media luna en el hombro derecho. «La mordida de la bestia», dijeron los compañeros de caza al verlo. Gloria pidió que le contaran cómo había sucedido todo.

—Por la mañana despertamos. No había rastro del señor Emiliano. Pensamos que se había levantado temprano a seguirle el paso a un jaguar que andábamos cazando; pero cuando tardó en aparecer, comenzamos a buscarlo.

El doctor pidió que salieran de la habitación para dejar descansar al paciente, y así lo hicieron, en silencio.

—Estuvimos todo el día rastreándolo, nos internamos profundo en la sierra, allá en tierra tzotzil. Cuando el atardecer asomó en los cerros, en un barranco profundo, lo hallamos, lejos de nuestro campamento, así como lo ve usted. Enseguida lo tomamos y pusimos rumbo para acá. En el camino despertaba por momentos, gritando y desvariando.

Según las suposiciones de los hombres, Emiliano había escuchado al jaguar y, al querer el premio para él solo, comenzó a darle caza; sin embargo, el felino lo habría descubierto y lo atacó lejos del campamento. A Gloria no le quedó más que aceptar esas conjeturas y resignarse a cuidar a su marido hasta que se repusiera. Cuando preguntó sobre qué era aquello que Emiliano gritaba, los hacendados fingieron no escucharla y después negaron saberlo. Ella se ofreció a acompañarlos hasta la salida, donde uno a uno se despidieron. Cuando iba a cerrar la puerta, uno de ellos volvió hasta donde estaba Gloria.

—Antes de perder el conocimiento total, Emiliano gritó algo acerca de una criatura ciega y con alas —Gloria sintió miedo—. También balbuceaba por momentos una palabra que parecía indígena, pero no sabría describirla.

—¿Cuál es?

—Ahpotzotzil.

Fue todo lo que dijo y partió sin despedirse.

Cada día que pasaba, Emiliano amanecía peor. Muchas veces el médico acudía, pero no podía hacer mucho. «Es una anemia extrema e inexplicable», se limitaba a comentar. También mencionó que Emiliano estaba comenzando a perder la vista. Durante una semana, Emiliano sólo despertaba de vez en cuando y se encontraba con los ojos irritados de Gloria por tanto llorar. Ella se pasaba todos los días ahí, inamovible, velando por él. Con esperanza, le preguntaba acerca del accidente: «¿Qué te ha pasado? ¿Cómo te ayudo?». Pero Emiliano no podía recordar nada. «Tengo mucho calor», murmuraba exhausto, para después perder el conocimiento nuevamente. La luz en sus ojos vacilaba amenazando con extinguirse. Gloria escuchaba los aullidos de su marido por la noche y despertaba temiendo lo peor. Estaba tan cansada que unas oscuras ojeras mancharon sus ojos azules, la piel se le irritó y las pesadillas la asediaron: pesadillas de jaguares, de hombres que se los llevaban a lo más profundo del territorio y, sobre todo, pesadillas donde murciélagos diabólicos conducían a Emiliano al interior de una cueva de la que era imposible salir.

Un día, una de sus amigas pasó a visitarla. Después de ver el estado de Emiliano (quien debido a la fiebre se despertaba gritando cosas inentendibles sobre alas en la noche y monstruos ciegos) y la desesperación de Gloria, así como la decadencia de la casa, le habló sobre una posible solución.

—Tengo una criada —comentó como si estuviera diciendo un secreto—. Es india, conoce a una mujer, una sacerdotisa de su pueblo que cura cualquier enfermedad.

—¿Cómo sabes? —Gloria ya no era capaz de sentir confianza.

—Mi esposo se enfermó de…–—la mujer bajó más la voz y se acercó a Gloria— herpes, muy grave, sangraba al orinar. La mujer fue a mi casa, le dio unas hierbas y él se curó. Me han contado que ella ha salvado a muchos indios de cosas más graves.

Después de pensarlo por un rato, y a pesar de su miedo a los nativos, Gloria aceptó recibir a la mujer la noche del siguiente día, pues, según su amiga, ella sólo trabajaba en esas horas y pedía que las casas estuvieran vacías, sin servidumbre.

Aquella noche, la última de otoño, Gloria miraba con ansiedad por la ventana, esperando ver la figura de una mujer acercándose a su puerta, cuando de pronto llamaron. Ella misma fue a abrir, pues había despedido temprano a las criadas. En el umbral de su puerta se encontraba una anciana vestida de negro, encorvada, tan vieja que la piel se le pegaba al hueso. Para su sorpresa, hablaba español.

—¿Puedo pasar? —Su voz ocultaba un tono cruel.

—Sí, claro.

La anciana se dirigió al cuarto de Emiliano, como si ya hubiese estado ahí. Apenas entró, miró al hombre, que se retorcía intranquilo entre las sábanas.

—Al enfermo… a este lo mordió el Ahpotzotzil. —La anciana no miraba a Gloria—. Salga de aquí, déjeme con él. No importa lo que escuche, no se acerqué.

Gloria recordó que ya había escuchado esa palabra, pero no deseaba alejarse de Emiliano. «¿Cómo voy a dejar a esta anciana sola con mi esposo? ¿Qué es el Ahpotzotzil?». Las manos le temblaron. Miró a Emiliano, derrotado y famélico. Iba a romper en llanto, pero dirigió la vista a la anciana y asintió. Al escuchar las puertas de la habitación cerrarse a sus espaldas, el terror la invadió. Volvió la mirada, pero al recordar a su esposo, la desesperación ganó y se encerró en su habitación.

Hubo un prolongado silencio. Gloria se preguntó qué estaba pasando, aunque la anciana le había pedido no acercarse. Estaba tan cansada que el sueño comenzó a ganarle, pero entonces la voz de la anciana se alzó irrumpiendo en la penumbra, acompañada de los alaridos de su esposo, cuya garganta parecía desgarrarse con cada grito que profería. Gloria apretó las piernas, el sudor comenzó a resbalar por su frente y su corazón se le apretujó en el pecho. «Detente, por favor», gritaba Emiliano de vez en cuando, pero Gloria sabía que era necesario quedarse ahí si deseaba verlo recuperado. Sin embargo, ya no pudo resistirse al escuchar las carcajadas y las palabras en el idioma nativo de la bruja. Entonces corrió hacia la habitación.

—¡Ajen, Ahpotzotzil! —gritó la anciana cuando Gloria abrió con violencia la puerta. Emiliano convulsionaba en la cama. Cada uno de sus huesos de la espalda, luego de resquebrajarse, se estiraba hasta formar otro. La piel se le desgarraba y se extendía hasta formar una membrana desde sus axilas hasta sus dedos, que también se habían alargado inhumanamente.

—¿Qué le hiciste? —chilló Gloria horrorizada— ¿Quién eres?

—Ustedes invaden nuestras tierras, cazan a nuestros dioses, humillan a nuestra gente: tienen que pagar.

La criatura que antes fue Emiliano dejó escapar un agudo chillido. Sus grandes orejas se movieron en muchas direcciones, batió las alas y salió por la ventana en busca de sangre.

—¡Ajen, Ahpotzotzil! —La risa siniestra de la anciana flotó en la noche.

 

Antonio Rojas Silverio (Ciudad de México, 2000). Estudia la licenciatura en Diseño y Comunicación Visual en la FES Cuautitlán. Es miembro del taller de creación literaria del FARO Indios Verdes.