ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Alejandra Gotóo (Ciudad de México, 1991). Estudió Lengua y Literatura Inglesa en la UNAM. Es autora de Ruptura (Ediciones Oblicuas, 2011) e integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.

 

HUELLAS SOBRE LA ARENA

 

Algunas noches camino por la playa buscándolas. No me consideraba para nada ducha en la tarea, pero intentaba hacerlo bien. Mis compañeros eran biólogos marinos, expertos en biodiversidad o por lo menos veterinarios. Caminar sobre la arena o las rocas de la playa requería más atención de lo que originalmente pensé. Era cansado, un poco por no dormir, un poco porque mis pies descalzos tenían un contacto particular con la tierra madre. Había hecho caminatas antes, más largas, pero nunca sin zapatos.

Ayer fue diferente. Había luna llena y yo buscaba entre las huellas las que se parecieran a las suyas. Éramos un grupo pequeño: una bióloga, una editora y yo. Me sentí tranquila y libre. Caminar junto al mar me hace querer entrar en sus oscuras aguas. La primera tortuga que vimos nos asustó a las tres, pero Sara fue quien gritó. Vimos las huellas y al seguir el rastro nos encontramos con un animal grande y ocupado. Nos echamos y nos colocamos detrás de ella. El objetivo era garantizar que pudiera anidar segura y revisar si tenía marcaje para determinar qué tortuga era. Nos sentamos tras ella a esperar, estaba comenzando a cavar el nido. La locación era desafortunada, sabíamos que no podría cavar allí. Justo debajo de ella había un camino de madera para que las personas pudieran caminar con comodidad junto al mar. Esperamos. Dejó de cavar y caminó un poco para buscar otro lugar. Comenzó a acercarse demasiado a un restaurante, otra locación desafortunada. Dejó de caminar y giró. Regresó al mar. Registramos un intento de nido y una caminata por la playa.     

La segunda tortuga carecía de un trozo de aleta. Parecía haber sido atacada en el mar. Fue difícil para ella cavar. Esta vez fue Estella quien dejó escapar un pequeño grito. Registramos sus tags: WX1568 en la aleta derecha y WX1567 en la izquierda. Un nido que parecía sería exitoso. Escribir la información y borrar las huellas. Dejamos muchas huellas humanas y borramos todas las del reptil. Algunas personas todavía comen sus huevos y saben exactamente dónde cavar.

La tercera tortuga de la noche había salido del mar y caminado sobre la playa para encontrar que esta se acababa a menos de cinco metros. Eso no la hizo detenerse y avanzó hacia la calle. Escuchar sus bufidos agitados me hizo estremecer. Estaba bastante lejos de la entrada a la playa, había caminado hasta encontrar otra textura debajo de sí. Y continuó. Me pregunté qué estaría pensando. Los coches estaban detenidos, pero tenían sus luces directo hacia ella. Estella les pidió apagar las luces y de ser posible esperar o buscar otro camino. No sería una tarea fácil cargar la tortuga para colocarla de nuevo en su playa. Primero medirla y escribir sus tags: WX2894 y WX2893. Parecía una hembra joven, pero tendríamos que esperar hasta revisar el registro en la base de datos para saber más de ella.

Me acerqué para cargarla. No estaba convencida de poder hacerlo, pero alguien debía intentarlo y esa noche nosotras éramos las voluntarias para la conservación de tortugas de carey. Era nuestra labor asegurarnos de que no la atropellaran y de que regresara  a salvo al mar. El tráfico ya se había detenido y una hilera de autos esperaba con las luces apagadas. Algunas personas bajaron y comenzaron a tomar fotos. “Por favor, no uses flash”, “colócate detrás de ella”, “si te ve, puede asustarse aún más”, eran las frases que brotaban de Sara y Estella. Yo parecía estar muda. Veía a la tortuga y me preguntaba en qué momento pensé que sería una buena idea. Nunca había escuchado una respiración como esa. Era algo profundo y a la vez sublime.

Con todas nuestras fuerzas, la levantamos apenas unos centímetros. Caminamos con pasos cortos hacia la playa. Entre las tres parecía ser una tarea humanamente posible. Un grupo de hombres dijeron querer ayudar, pero nosotras no confiamos en ellos y no soltamos a la tortuga. Sentí el sudor recorrer nuestros cuerpos. La colocamos a la entrada de la playa y ella volvió a avanzar hacia la calle. Las luces la atraían y sentí muchas ganas de lanzar una piedra para romper los focos. Algunos autos comenzaron a prender sus luces y a complicar la situación aún más. Volvimos a cargarla y esta vez, cuando mis manos tocaron su caparazón, sentí energía recorrer mis huesos y músculos. Por unos instantes pensé en soltarla. Estella me dijo: “No”. Creo que lo vio en mis ojos. Volvimos a ponerla en la playa, esta vez un poco más cerca del agua. Nos colocamos detrás de ella para bloquear con nuestros cuerpos la luz. Los autos se habían ido. Por lo menos sólo nos quedaba la luz de los faroles y la luna.

La vi caminar hacia el mar y pensé en lo agradable que sería volver al hogar. Justo antes de tocar el agua, volvió a girar y a caminar hacia la calle. Pareció correr, puesto que alcanzó el asfalto antes de que nosotras pudiéramos bloquear su camino. Me sentí ansiosa y frustrada. Ahora no había autos detenidos y si no nos apresurábamos, podría ser aplastada. Sara la alcanzó primero y la tocó sobre la cabeza, eso pareció calmarla. Estella y yo la tocamos para cargarla. Ella dijo: “No la sueltes”. Supe que no estaba sola. La dejamos casi en el agua, pero no parecía avanzar.

Caminé un poco más. Ellas estaban a nuestra espalda, bloqueando el camino y la luz. Yo puse mi mano sobre su cabeza como vi que Sara lo había hecho. La respiración seguía siendo agitada y fuerte. Comencé a respirar como ella, quería que la conexión fuera más fuerte. Parpadeó con sus ojos fríos. “Vamos”, le dije. No se movió. “Vamos”, le ordené. “Camina”. Comenzó a moverse, y para evitar que volviera al camino decidí avanzar con ella. El agua era cálida, el mar del Caribe es agradable de noche. La luna iluminaba el agua y esta reflejaba la luz. Dejé de sentir la arena bajo mis pies descalzos. Nadé un poco más junto a ella. Cuando pensé que estaba suficientemente lejos, la solté.

Miré hacia atrás. No pude ver a Sara. Busqué con la mirada a Estella. Tampoco podía verla. Recorrí con mi mirada la playa: no veía a nadie. Mi respiración seguía siendo su respiración, agitada con bufidos. Cerré los ojos. “No la sueltes”, me había dicho Estella. Necesitaba dormir. Traté de respirar más profundo y calmada. Volví a buscarlas y seguí sin verlas.

 

 

AL SUR DE LA FRONTERA

 

¿Por qué no pude simplemente tirar tu cuerpo? Sabía que estabas muerto. ¿Por qué no te dejé? Estoy cansada de cargar tu cadáver. ¿Por qué no hice algo cuando aún estabas vivo? Tu respiración era débil. Era mucho mejor que lo que ha quedado ahora: el silencio y el viento. No hice nada para salvarte. Extraño tu respiración, las veces que no podía escuchar mis pensamientos porque tú te la pasabas tosiendo. Entonces yo pensaba que no estabas bien. Algo sonaba mal dentro de ti. Otras veces gritabas, debió de doler mucho. ¿Por qué no hice nada? Ahora no tengo quien me escuche. Has muerto y lo que me preocupa no tiene nombre. Quisiera dejarte a un lado y continuar caminando. ¿Hacia dónde? Teníamos un destino, eso lo recuerdo de forma vaga. No puedo saber a dónde íbamos; ahora sólo me queda caminar esperando encontrar el lugar. Quizá me acuerde en algún momento. Quizá me decida a un nuevo lugar. Tu cuerpo pesa mucho y yo no puedo dejarlo. ¿Puedo? ¿Puedo? 

No me contestas. 

Tu silencio me hiere las venas. Cuando yo estaba enferma me cargaste. Creo, no estoy segura. Pensé que iba a morir. De alguna forma me puse bien, ahora estoy curada, pero tú... ¿Hubiera sido mejor morir? Me duele la espalda. Me duelen los pies de tanto caminar. Me duelen las manos que temblaron tanto para mantenerte caliente. No debimos hacer este viaje. A ti te ha costado la vida, y a mí ¿qué me ha costado? No, no... no pudimos no haber hecho este viaje. Era necesario. Donde estábamos no nos quedaba nada. Lo único que podíamos hacer era buscar eso, una mejor vida. Nuestra ambición nos hizo correr. Quizá si hubiésemos ido más lento aún estarías vivo. Quizá debimos aceptar el trato de don José. Dicen que ya ha hecho estos viajes con otras familias, que los deja a salvo del otro lado. Quiero recostarme un rato. Me da miedo. ¿Acostarme junto a un cadáver? No, acostarme junto a mi padre. Es diferente, tu cuerpo sigue siendo tuyo. 

Me cuesta trabajo respirar. Antes pensaba que no podría llevarte, que eras muy pesado, por eso me negué cuando estabas enfermo, cuando me lo pediste. Te fuiste quedando atrás. Regresé y apenas me dio tiempo de verte morir. Te dije que iba a adelantarme para ver si encontraba el camino. Habíamos estado días en el desierto, pensé que nos acercábamos cada vez más. Mis dedos duelen. Mis músculos están cansados. A lo lejos veo el sol. Quiero recostarme. Puedo dejarte, pero no quiero. Estoy tan cansada de esta caminata. Quisiera que alguien me escuchase. ¿Quién? No veo a nadie cerca. Sólo veo un paisaje sin personas, desierto hasta donde alcanza la vista. En el sur el sol no nos quemaba así y con La Bestia era más rápido avanzar. Tampoco veo aves. Hay un río y creo que debo mojarme los pies, quizá así dejen de doler un poco. Siento que ya pasé por aquí, los sonidos me parecen familiares. Este es un silencio particular.

Tus zapatos me quedan. Podría quitártelos y ponérmelos. No sé qué le pasaron a los míos. Me cargabas y ahí no ocupaba zapatos. Nunca me preocupé por ellos. Ahora que tengo que caminar tanto y contigo encima me he puesto a pensar dónde pudieron haber quedado. Me duelen las ideas y nuestros sueños. ¿En qué momento fue en el que yo me puse bien y tú te pusiste mal? ¿Absorbiste mi enfermedad? No logro entender qué fue lo que nos pasó. Íbamos bien. Caminábamos los suficientes kilómetros diarios y me sentía cada vez más cerca de nuestro destino. ¿Cuál era? Sí, creo que ya habíamos pasado este río. ¿Tú lo recuerdas? Quisiera que estuvieses vivo y pudieras cargarme un rato. 

Me duele la lengua de no usarla. Estoy sintiéndome cada vez más mareada. Espero no desmayarme. La caída dolería. Y no quiero que le pase nada a tu cuerpo. Quiero tenerlo así, como ahora, como el día en que moriste. Quiero conservarlo para no pensar que ya no te tengo. Puede que no haya sido tu culpa. Teníamos muy poca comida. Ahora yo llevo el despojo que me has dejado y siento tu cabello rozando mi rostro. Te siento liviano. Dejaste de comer hace tanto. Tengo que gritar. Quizá alguien así me escuche. Quizá así despiertes. 

Pronto será de noche. No quiero que la luna llegue. Me hará recordar todo. En los días platico contigo y creo que lo hicimos diferente. Si me escuchas no puedes estar muerto. ¿Verdad? ¿Verdad? ¿Verdad? No contestas. 

Incluso cuando vivías me hablabas poco. A mí me gustaba mucho estar cerca de ti. En las noches siempre estoy segura de que tú te moriste. La oscuridad hace que el silencio sea tan frío como el viento. No hay señal más terrible que esa. Mi cuerpo te llora con la piel. ¿Dónde te moriste? ¿No podrías haberme llevado? A lo lejos veo personas acercarse a mí. Las escucho. Me están gritando. No entiendo qué me dicen.

 

Este cuento aparecerá en una antología temática dedicada a los monstruos, escrita por los integrantes del taller de narrativa de Grafógrafxs, la cual será parte de la colección Invitación al Incendio.

 

Nota

 

Como el personaje de este cuento, a veces no podemos más que gritar esperando que alguien nos encuentre. Pero hay muchas maneras de hacerlo. Algunas veces se puede gritar sólo con ideas. La necesidad de expresarse es la que impulsa ambas acciones y aquí, en el taller de narrativa de Grafógrafxs, la he encontrado. Cada uno de lxs participantxs tiene algo dentro de sí que no tiene nombre y ese algo nos impulsa a escribir. Los invito a leer estos gritos, gemidos y susurros. 

 

 

SABÍA QUE TENIAMOS QUE MATARLO

 

Primero pensé que podía ayudarlo, sacarlo del camino para que no fuera a sufrir ningún accidente. Manuel se quedó a la orilla. Yo me acerqué a él. Habíamos estado caminando para llegar al siguiente poblado. Nos encontrábamos en una carretera, de esas entre los pueblos, comunes en México, de las que no están bien pavimentadas y son muy estrechas. Había muchos árboles; el calor nos hacía sudar y mojar copiosamente nuestra ropa. Al estar suficientemente cerca pude apreciar su pelaje café en una maraña de sangre y polvo; sus ojos  parecían estar bien. Su cuerpo era muy delgado, su cola llena de pelo y su crin larga y deslumbrante, pero su pata izquierda estaba lastimada. Colgaba apenas sostenida por algunos trozos de tejido.  La sangre, que  ya no brotaba, se había quedado allí pegada para que la herida completara su cuadro de  de   polvo y moscas. Fue cuando los dos lo pensamos, pero yo no lo dije. Creo que él tampoco. Podía escuchar su respiración agitada, sus bufidos entrecortados. Se me acercó y me ayudó a sacarlo del camino. Fue un proceso lento porque no podía pisar con esa pata. Saltaba solo usando las otras tres. Lo empujamos lo mejor que pudimos. Tratábamos de guiarlo a la orilla. Podía notar en sus ojos que no estaba bien. Noté el mal olor cuando me le acerqué, pero traté de sacarlo de mi mente. Nos tomó más de algunos minutos sacarlo de la carretera y pensar qué hacer con él. Vi el corral del que se había escapado, era amplio y con un pastizal de un verde brillante, a lo lejos se podía ver otro caballo, uno más grande, quizá sería su madre. 

El corral tenía una puerta de metal cerrada con un candado viejo y oxidado, imposible pensar en abrirlo, pero a las orillas de la puerta había unas columnas de cemento gris, mal hechas, ni siquiera terminadas. Entre la puerta, con sus orillas y columnas desproporcionadas y el resto de la cerca había un espacio, no muy ancho, su madre no hubiera podido pasar por allí, pero el potro sí pudo. En mi mente recreé lo que había sucedido. Salió por esa delgada abertura para descubrir que había más allá de la cerca y del pastizal verde. Encontró muchas otras hojas, árboles y sombras distintas. También encontró a ese auto que le había pegado. Así fue que rompió su pata. Escuché la voz de Manuel, “tenemos que matarlo, es imposible meterlo allí dentro por la abertura; es una suerte que haya logrado salir en primer lugar”. 

El potro estaba ya destinado a la muerte. Sabía que era mucho más difícil curarlo que simplemente matarlo. Sabía que si lo lográbamos meter de nuevo al corral, su dueño lo sacrificaría o peor aún, lo dejaría morir lentamente. Sentí las gotas de sudor resbalando por mi piel. Pensé que sería más caro para el dueño pensar en una curación que solo usar su carne y piel para cualquier otra cosa. Traté de concentrarme. En esos pueblos entre las carreteras de México los caballos son animales de carga. El calor me hacía sentir mareada. Yo  no quería matarlo, o que aunque quisiera no hubiera encontrado el modo. Manuel miró detenidamente hasta hacerme ver esa gran piedra a la orilla del camino. Yo solo podía sentir la humedad de mi cuerpo. Con eso hubiera sido suficiente; solo una roca, solo salir de allí y dejar de sentir todo eso. Le miré a los ojos que parecían estar bien. Me explicó que si golpeábamos al potro con esa piedra en el cráneo se lo romperemos y entonces moriría en minutos. Sentí frío en mi interior y solo pude enjugar el sudor en mi ropa una vez más. 

—No podemos levantar esa piedra, parece muy pesada.

—No tenemos que levantarla tanto, solo un poco.

—Tendríamos por lo menos que levantarla un poco más de su altura.

—No.

Quería preguntarle cuál era el plan, pero mi mente podía completar la idea. Manuel quería golpear al caballo para hacerle perder el equilibrio y que cayera. Entonces, cuando estuviera recostado, entre los dos tirar la piedra sobre su cabeza y ayudarlo así a  alcanzar  su destino. La única forma que teníamos de tumbar al caballo era pegarle en la pata que se había lastimado. Así perdería el equilibrio. ¿Qué clase de personas hubiéramos sido para alejarnos y dejarlo en su sufrimiento? Teníamos que matarlo, era lo más piadoso.

Cuando solté esa piedra escuché un crac. A veces cuando todo se queda en silencio lo escucho.. Sus huesos se rompieron pero ese sonido no estaba afuera de mis sentidos sino adentro. No pude verlo después. Nunca más pude volver a verlo. Manuel regresó al pueblo, caminó sobre nuestros pasos y supongo sigue habitando la pequeña habitación donde dormíamos. Yo seguí caminando hasta llegar al siguiente pueblo y llegué a otra carretera. Después, hasta encontrar otro pueblo, y de nuevo otra carretera.

 

DE ESPEJOS Y REFLEJOS

 

No sé quién la vio primero, no estoy segura de quién tuvo la visión clara y la mente suficientemente fría. Escuché a Sofía gritar. Yo estaba en la cocina sirviéndome agua fría en un vaso. No era algo que me preocupara, así que esperé hasta que mi vaso se llenó por completo, lo tomé y caminé a la habitación. Vi la cuna fuera de su lugar, las sábanas y ropaje de cama en el suelo y no vi a Sofía. Allí comencé a sentirme mal. Había rasguños en las paredes y el cuarto parecía haber sufrido un ataque. Entonces grité yo. Eduardo, mi hermano, fue a la habitación y me vio llorando. No pude explicarle lo que había pasado. Escuchamos a Romeo, nuestro padre, gritarnos: “Rápido, busquen a Sofi”. Su voz resonó en la casa y por unos instantes Lalo y yo no nos movimos.

Entonces papá volvió a gritar: “Ándale, Narcisa, Eduardo, su hermana, búsquenla”. Ese grito nos hizo movernos. Lalo y yo nos miramos unos segundos y decidimos que teníamos que buscar en lo profundo de la casa. Me levanté y corrí fuera de la recámara. Las letras que colgaban en la puerta con su nombre estaban ahora en el suelo. Lalo no me siguió. Corrió hacia otra profundidad de lo que llamábamos hogar. 

Mis pasos, en comparación con los suyos, no resonaban, yo había elegido el camino con alfombra. La casa tenía largos y estrechos pasillos y un cambio de temperatura que podía sentirse en la habitación de nuestros padres. Cuando era niña evitaba entrar en ese cuarto tanto como podía, sin embargo, algunas veces papá me pedía sus cigarrillos y yo entraba corriendo, los tomaba de la silla que fungía como su mesa de cama y corría tan rápido como podía para salir. En más de una ocasión derramé la jarra con agua que papá tenía sobre esa silla. Él solía decirme que debía ser más cuidadosa, pero yo no soportaba el cambio de temperatura. Siempre me pregunté por qué ese cuarto era tan frío y por qué los pasillos eran tan abrumadores. Mamá tampoco pasaba mucho tiempo allí. Siempre la veía afuera. Era la última en irse a la cama y cuando despertaba, ella ya estaba en la cocina. 

Me tomó mucho tiempo llegar al baño. Teníamos un sanitario para hombres y uno para mujeres. No sé por qué pensé que Sofía podría estar allí. Noté que todavía tenía el vaso en mis manos, el líquido se había derramado. Lo puse en el suelo. Me mojé la cara y me miré al espejo. Mis ojos me dejaban ver un semblante cansado. Pensé que en realidad yo sólo estaba imaginando. Cerré los ojos. Volví a abrirlos lentamente. Busqué otro reflejo. Escuché el grito de papá: “Narcisa, estamos en la sala, encontramos a Sofi”. Entonces es cierto, pensé desanimada. Papá sonaba un poco más calmado, quizá no estuvimos en peligro, pensé con un poco mejor ánimo. 

En la sala papá estaba con una silla intentando alejarnos lo más posible de los dientes afilados y las garras de mamá. Sofi estaba envuelta en una toalla en los brazos de Lalo y papá usaba todo su cuerpo para intentar crear distancia. Papá volvió a gritar: “Salgan por la puerta de la cocina, después suban las escaleras de espiral”. Lalo se movió primero y me gritó: “Narcisa, muévete, ven”. 

Me costaba trabajo entender qué estaba pasando. Del otro lado de la mesa estaba mamá con garras largas, dientes afilados y pupilas negras alargadas sobre su brillante ámbar cotidiano. Pensé solamente unos segundos, luego hablé: “Mamá, ¿eres tú?”

Lalo regresó por mí. Me tropecé en las escaleras, pero papá me ayudó a ponerme de pie. La silla ya estaba tan mordida que pronto sería sólo varas, necesitábamos poner más distancia entre nosotros. Sofi nos esperaba en la azotea viendo el cielo. Lalo subió a dejarla antes de volver por mí. Nos sentamos en el piso y noté que papá sangraba. Escuché nuestra respiración apresurada y sentí el viento en mi piel. Me puse de pie y me asomé hacia abajo. Mamá seguía al pie de la escalera. Escuchaba un extraño sonido provenir de ella; pensé que me estaba llamando y apreté los puños. 

Papá me pidió mi celular. No me había dado cuenta, pero yo tenía en la mano derecha fuertemente apretado mi celular. Se lo di. Limpió la pantalla con su playera. Marcó 911. Al cortar la llamada, papá nos dijo: “¡Tenemos que decir la verdad!”.

Mamá se convirtió en dinosaurio. No fue gradual, así que en la familia estamos tranquilos porque sabemos que no podíamos hacer más. Quizá si hubiera sido poco a poco nos hubiera dado tiempo de realizar algunos cambios en la casa. Pienso que podríamos haber adaptado la covacha para que viviera con nosotros. No es que no quisiéramos estar con ella. Hacía mucho tiempo que nadie ocupaba esas cosas. Podríamos haber sacado esa basura que guardábamos allí y dedicar el espacio para mamá, pero no lo hicimos. Yo creo que todavía nos hablaba, pero es cada vez más difícil visitarla donde la encerraron. Nos queda muy lejos y como no está, yo tengo que hacerme cargo de Sofi. Por lo menos puedo pensar en ella cuando veo mi reflejo en el espejo, tengo sus ojos.

 

Nota

 

Siempre me ha gustado escribir. Fue tan natural que poco después de aprender a leer me encontré también intentando escribir. Sin embargo, es algo que había dejado un poco olvidado. El taller de narrativa de Grafografxs ha traído de vuelta ese aspecto de mí. Me encanta tallerear cuentos y leerlos desde otros ojos, bagajes y mentes. Si te gusta escribir y lo has dejado, vuelve, ¡te esperamos! Si nunca lo has intentado, ¡eres bienvenidx! Leer y escribir son tareas complementarias.