ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Alex[*]

Priscila Rosas Martínez

 

 

Escuchas sus risas, sabes que están afuera. Tragas saliva que te raspa la garganta, aprietas en puño las manos para evitar que tiemblen. En un segundo planeas lo que vas a hacer y cómo hacerlo: abrirás la puerta de la caseta, te acercarás al lavabo sin mirarlos a los ojos, ignorarás lo que te digan y saldrás a toda velocidad. Una vez fuera, en público, no podrán hacerte nada.

Respiras hondo, cuentas hasta tres y das un paso adelante. Te acercas a la llave del agua y te enjabonas sintiendo sus miradas como alfileres en la nuca. No necesitas voltear la cabeza para saber de quiénes se trata: José, Cristian, Santiago. Los mismos de siempre. Están hablando demasiado alto, con la intención de que los oigas. Repiten una y otra vez aquel nombre que ya te cansaste de corregir.

—El baño de niñas está del otro lado, mi amor.

—Está ciega, ¿qué no ves que trae lentes?

—Se metió al de niños a propósito, es que quiere vernos el pito.

Explotan en risas y te los tragas, todos los comentarios te los tragas. Te das la vuelta y casi corres hasta la salida, pero se plantan ante la puerta para bloquearte el paso. Eso no lo previste.

—Si querías vernos el pito, nada más tenías que pedirlo —José hace ademán de bajarse el short, pero se detiene al ver tu cara de espanto.

—¿No se te antoja? ¿Entonces por qué siempre te equivocas de baño? —pregunta.

—No me equivoco —respondes.

—¿Ah, no?

Cristian y Santiago te agarran de los hombros. José se te acerca más rápido de lo que puedes reaccionar y de un solo tirón te baja los pantalones.

Sus gritos son tan fuertes que te ensordecen. Te sueltan los brazos, y los pies se te enredan con el dobladillo del uniforme. Caes al suelo de nalgas y se ríen todavía más duro. Miran desde arriba tus piernas desnudas y señalan tu calzón como si fuera el descubrimiento más ridículo del planeta. Percibes cómo tu cara se enrojece y la vista se te nubla por las lágrimas, mientras ellos siguen empujándose, golpeándose, gimiendo como animales, pagándose las apuestas. Pero no vas a llorar. No ahí, no les darás esa victoria. Te pones de pie y, en el solo microsegundo que dura un pensamiento, confrontas una decisión que fragmenta tu mundo en tres posibilidades:

 

Uno.

No dirás nada. Sólo te subirás el pantalón, los apartarás a empujones de tu camino y saldrás del baño con la vista clavada en el suelo. No comentarás lo sucedido con nadie. Así es como has hecho las otras veces, así es como has aprendido a paliar los problemas con los mismos tres compañeros.

Te encontrarás con Yadira en el pasillo; la maestra de química la habrá mandado a buscarte porque tardabas demasiado. Al observar tu expresión, te preguntará si ha ocurrido algo. Considerarás decirle, pues Yadi es tu amiga —tal vez la única amiga que tienes en toda la secundaria— y puedes confiar en ella, pero prefieres dejar las cosas como están.

—No pasó nada —le mentirás—. Es que algo me cayó mal. —La seguirás al salón.

No podrás prestar atención lo que resta del día porque serás más consciente de la incomodidad que te produce tu propio cuerpo. De pronto te parecerá que el suéter que llevas puesto no es lo suficientemente holgado para ocultar aquello que es parte de ti, pero que no te pertenece. Te arrepentirás de no haberte puesto más ropa debajo del pantalón. Tendrás adolorido ahí donde te tomaron por la fuerza, seguro de que vas a encontrar marcas que tendrás que ocultar a tus padres.

A la hora de la salida sentirás sus miradas sobre ti otra vez. Entre el lío de estudiantes que guardan sus libros, se despiden y se dirigen al pórtico, sus ojos encontrarán los tuyos, y te harán muecas, señas obscenas, seguirán con el juego a sabiendas de que te quedaste callado. Sabes que si los acusas ante algún docente por lo sucedido en el baño, se ganarán una amonestación, con suerte los suspenderán por un par de días, pero después regresarán con los ánimos recargados. Te seguirán, te torturarán, se vengarán todo lo que quieran, y lo único que hará el director del colegio es acusarte de habértelo buscado. Concluirás que no vale la pena.

Así es como te convencerás de que lo mejor que puedes hacer para evitar que se repita es no ir al baño en absoluto, no mientras estés en la escuela. No puedes entrar al de mujeres, y si ahora tampoco al de hombres, entonces te aguantarás hasta que llegues a casa. Y para que no te den ganas, no tomarás agua. Y para que no te dé sed, no comerás nada. Te dirás que son ocho horas de clases, el mismo tiempo que pasas dormido, por lo que te convencerás de que puedes aguantarlo.

A partir del día siguiente, empezarás a regalar tu lonche y si no encuentras quién lo quiera, a tirarlo. No podrás volver con él a casa: tu mamá te preguntaría por qué no te lo has comido y no podrías mentirle por siempre. Al principio pasarás bien el hambre, pero tendrás problemas para aguantar la sed; sobrellevar las horas de calor sin consumir una gota de agua se irá tornando más y más difícil conforme avance el verano. Durante los recesos, preferirás quedarte dentro del salón, aun si estás solo, porque Yadira te dejará para salir a besarse con su novio detrás de los árboles.

Pero durante las clases de educación física el maestro te hará correr, brincar, jugar básquet, siempre con el equipo de las niñas, aunque te rehúses. Al inicio te creerá el pretexto de que estás enfermo, pero luego de dos sesiones te amenazará con reprobarte si no participas. Te animará a quitarte el suéter, pero insistirás en quedártelo a pesar de los treinta y ocho grados centígrados.

Cierta clase, los pondrá a dar vueltas a la cancha mientras él hace unas llamadas. Será tu tercera semana sin probar bocado en la escuela; orgulloso, pensarás que te has mantenido sin problemas hasta que, después de la cuarta vuelta, la vista se te empiece a nublar. Sentirás una presión en las sienes, las piernas se te volverán gelatina y perderás el control de la respiración. No serás consciente del momento en el que te des contra el piso. Cuando vuelvas a abrir los ojos, tendrás un círculo de rostros observándote desde arriba con diversión y querrás desaparecer, evaporarte de alguna forma mágica. El profesor llegará, te hará algunas preguntas, pero ignorará tus respuestas y, sin consultarte, le hablará a la ambulancia.

Tu mamá llegará al hospital porque la habrán llamado de la escuela. Pedirá verse con la persona que atendió a su hija. Luego se corregirá y dirá que a su hijo. Luego sucumbirá ante la mirada del recepcionista y terminará por referirse a su hija. Una doctora la llevará contigo, le hablará de malnutrición, de deshidratación, de golpe de calor, y con cada palabra tu madre te volteará a ver con el rostro atravesado por la confusión, consciente de que no puede comprender muchas cosas de ti. Para rematar, mencionará tu otro «problema», y tanto ella como tú se tensarán.

—Se le llama disforia —dirá la médica—, es muy común hoy en día. Pero no se preocupe, ya existen todo tipo de tratamientos.

Le pasará el contacto de un psiquiatra, te recetará un suero y les dará permiso para irse. Una vez dentro del auto, tu mamá se quedará con las manos en el volante mucho rato, sin girar la llave, sin saber a dónde ir ni qué hacer. No te regañará, no te cuestionará, no te preguntará nada, porque ni siquiera sabrá qué preguntarte. Tú tampoco dirás nada, porque no tendrás claro si hay algo que explicar. Pero presentirás lo que está por suceder: terminarán dirigiéndose a casa, tu madre tendrá que decirle todo a tu padre y él tomará la decisión sin escuchar uno solo de tus argumentos. Por la tarde marcarán al consultorio psiquiátrico y tendrás cita para el final de esa misma semana.

Cerrarás los ojos, la impotencia te oprimirá el pecho y te hará un nudo en la garganta. No notarás que tu madre los ha cerrado también. Por dentro, ambos dejarán caer lágrimas unísonas.

 

Dos.

No dirás nada, no planearás hacerlo. Sólo te subirás el pantalón, los apartarás a empujones de tu camino y saldrás del baño con la vista clavada en el suelo. Pretenderás no comentar lo sucedido con nadie. Así es como has hecho las otras veces, así es como has aprendido a paliar los problemas con los mismos tres compañeros.

Te encontrarás con Yadira en el pasillo; la maestra de química la habrá mandado a buscarte porque tardabas demasiado. Al observar tu expresión, te preguntará si ha ocurrido algo. Considerarás decirle, pues Yadi es tu amiga —tal vez la única amiga que tienes en toda la secundaria— y puedes confiar en ella, así que lo haces.

Le relatarás lo que acaba de suceder en el baño de hombres. Yadi te escuchará con una mezcla de horror y preocupación en el rostro. Te abrazará cuando termines de hablar y te prometerá ayudarte a hacer justicia, ofreciéndose a ir contigo a la oficina del director en cuanto terminen las clases. Volverán al salón y tú sentirás confianza renovada, contento por haberte desplayado con tu amiga. No podrás prestar atención lo que resta del día porque empezarás a planear qué es lo que va a suceder cuando estés frente a la autoridad, qué vas a decir y cómo decirlo.

A la hora de la salida sentirás sus miradas sobre ti otra vez. No voltearás a verlos. En su lugar buscarás a Yadi entre el lío de estudiantes que guardan sus libros, se despiden y se dirigen al pórtico, pero no aparecerá por ningún lado. Sus amigas te dirán que se ha ido temprano porque el novio la ha invitado por una nieve. Ya sabes cómo es ella, pero la falta de sorpresa no evitará que te sientas decepcionado. En la noche te mandará un mensaje ofreciéndote disculpas. Acordarán plantarse en la oficina del director al siguiente día y decir lo que haya que decir, sin falta.

Sin embargo, en cuanto pises la escuela por la mañana notarás que algo habrá cambiado. Las miradas de todos los estudiantes estarán sobre ti, lo que no será normal, pues sueles mantener un perfil bajo. Empezarán a chismorrear a tu alrededor, al principio de manera discreta y luego cada vez más alto, casi con irreverencia. De esa forma te enterarás de lo que están hablando y por qué de un momento para otro serás el centro de atención: se habrán enterado del incidente en el baño del día anterior.

Todo el rato sentirás ganas de vomitar. Encontrarás difícil soportar las miradas sobre ti, sobre tu rostro, tu cuerpo. Querrás esconderte en alguna parte y pasar ahí las clases que quedan, pero no sabrás dónde y los baños ya no serán opción. Yadira, tu única amiga, te rehuirá todo el día: con eso te dará a entender lo sucedido. Le habrá contado al novio, no con malas intenciones, sino a manera de chisme, sobre tu encuentro con José, Cristian y Santiago. El novio, al parecerle gracioso, lo habrá platicado con sus amigos por la noche, quienes habrán platicado con otros amigos, que se habrán encargado de hacerlo saber a toda la escuela.

El asunto llegará a oídos de los profesores, quienes en algún momento del día le harán saber al director. Este, sin embargo, no pronunciará una sola palabra. No esperarás otra cosa; desde la dirección ya te habían advertido que no traer el uniforme de falda y seguir entrando a los baños para hombres te traería problemas. El resto de los docentes también se quedará al margen, pues su poca familiaridad con temas que nadie les enseñó provocará que no sepan cómo abordarte ni con qué argumentos detener a los demás.

José, Cristian y Santiago considerarán este silencio como una luz verde. A partir de entonces te esperarán siempre a la salida, listos para hacerte señas fálicas cada que volteas. Convencerán a los demás de que eres un pervertido que entra a los dos baños para mirar de todo. Te llamarán lesbiana y también gay. Instarán a tus compañeros de clase a que se refieran a ti por el nombre que aparece en las listas de asistencia, no por el nombre con el que te presentas. Cada que puedan se acercarán a levantarte el suéter, con el pretexto de querer comprobar lo que tengas bajo la camisa. Cuando te descuides, patearán tu mochila; cuando no mires, rayarán tu mesabanco; cuando les falten, se quedarán con tus materiales, y para fin de mes no contarás con nada. Nadie los detendrá. Todo lo que hará el resto será quedarse viendo cómo te enjaulan, entretenidos con el fenómeno de circo en el que te han convertido.

La maestra de química te enviará un reporte por incumplimiento. Le seguirá el profesor de matemáticas, la de español, el de historia… Hablarán de ti en las juntas, de cómo eres el alumno más flojo y antipático con el que se han topado. Terminarás citado a la oficina del director por tus bajas calificaciones. Te hablará de responsabilidad, de disciplina, de amor por el aprendizaje y de más cualidades de las que, según él, careces. Amenazará con citar a tus padres, cosa con la que cederás y prometerás mejorar.

Pero saldrás del despacho sabiéndolo mentira. No mejorarás porque ni siquiera desearás estar ahí. No querrás ir un solo día más a la escuela, pero no sabrás cómo convencer a tus padres para que no te lleven, pues cada que les cuentes tus problemas, te regañarán por no saber defenderte y omitirán la razón por la que tendrías que defenderte en primer lugar. Sentirás que te has quedado solo: Yadira ya no te hablará, en tu salón nadie compartirá contigo, los profesores se harán de la vista gorda tanto como tus papás. Sentirás que estás solo en la casa, en la escuela, en el mundo.

Aquel día encontrarás el valor que te faltaba. Sacarás del fondo de tu mochila la bolsita con antidepresivos que le habrás ido hurtando a tu mamá, semana por semana, para cuando el momento llegara. Te dirigirás al baño, te encerrarás en la misma caseta y, con menos miedo del que pensabas que tendrías, te las tragarás todas de una sentada.

 

Tres.

Considerarás no decir nada, subirte el pantalón y salir del baño con la vista clavada en el suelo. No tendrías por qué comentar lo sucedido con nadie. Así es como has hecho las otras veces, así es como has aprendido a paliar los problemas con los mismos tres compañeros. Pero en el fondo, ese interruptor que la clase de Formación Cívica y Ética te hace mantener apagado se encenderá y te invadirá una ira que se alimentará del hartazgo, la frustración y la falta de opciones. La dejarás fluir, escucharás ese algo en tu interior que insiste en no hacer lo correcto. Te pondrás de pie y, sin que te des tiempo para reflexionar, estamparás tu puño contra el tabique de José estando todavía en calzones.

Pararán de reír. Cristian y Santiago te mirarán con la boca abierta. Después mirarán a José, a quien le empezará a salir sangre de la nariz. Por un momento pensarás que te responderá el golpe y tus músculos se contraerán, pero en lugar de eso te devolverá la mirada casi con una sonrisa. Sabrá que la has cagado. Sabrá que el solo hecho de tener sangre en la cara pondrá las cosas a su favor, sin importar qué lo haya provocado. Saldrá del baño gritando aquel nombre que no es tu nombre, llamando a todo mundo fuera para ver lo que le hiciste, con Cristian y Santiago pisándole los talones.

Te quedarás congelado frente al lavabo, tratando de entender lo que acaba de pasar y cómo es que tu cuerpo se ha movido sin que se lo pidieras. Seguirás viéndote al espejo hasta que, unos minutos después, llegue el prefecto y te encuentre con el pantalón abajo. Te pedirá que te arregles la ropa y que lo sigas hasta la oficina del director. Se encontrarán con Yadira en el pasillo; la maestra de química la habrá mandado a buscarte porque tardabas demasiado. Observará cómo sigues los pasos del prefecto sin entender lo que sucede, pero como Yadi es tu amiga —tal vez la única amiga que tienes en toda la secundaria— percibirás que te desea suerte en silencio.

En la oficina ya estará esperando José, con un tapón en la nariz y una mueca de falso dolor. Decidirás dejarlo contar su versión de la historia, acerca de cómo él se alarmó al verte en el baño de niños y te pidió que salieras, no quisiste hacerlo, te advirtió que iría a buscar a algún profesor para que te sacara y tú respondiste golpeándolo. Asentirás ante todo. Predecirás que no tiene caso que los inculpes de ninguna otra cosa, porque, después de todo, será verdad que entraste a aquel baño y que, en efecto, le has pegado.

El director te presionará para que ofrezcas disculpas, pero te resistirás. Después de ver que no estás dispuesto a abrir la boca, dejará ir a José y se quedará a solas contigo. No te dirigirá otra palabra; en su lugar llamará a tu mamá y la citará de manera urgente.

Tu madre llegará pensando que te han hecho algo. La sonrisa, producto de verte entero y sin ningún rasguño, se borrará de su rostro al escuchar que has lastimado a alguien más. El director le hablará de bajo rendimiento, de indisciplina, de agresividad, y con cada palabra tu madre te volteará a ver con el rostro atravesado por la confusión, consciente de que no puede comprender muchas cosas de ti. Para rematar, mencionará tu otro «problema», y tanto ella como tú se tensarán.

—Se le llama perversión —dirá el directivo— o ideología de género. Lamentablemente es muy común hoy en día. Causa que los jóvenes crean cosas que no son. Esto pasa cuando dejamos que nuestros hijos utilicen sin control las redes sociales.

A tu madre, que verá cuestionada su forma de educarte, le aparecerá una chispa en los ojos.

—¿Está diciendo que esto se debe a que no sé controlar a mi hijo?

—Pues si me lo pregunta, yo no veo que su hija —hará énfasis en esta última palabra— cumpla ninguna regla de esta escuela. Nunca trae el uniforme que le corresponde, se forma en la fila de los niños, se mete al baño de los hombres sin permiso…

—¿Y por qué no puede traer el uniforme o entrar al baño que quiera? ¿En qué les afecta? —cuestionará tu madre con nueva valentía.

—Porque las reglas son las reglas, y el reglamento dice que las niñas…

—No soy una niña —lo interrumpirás, aunque el director te ignorará y seguira adelante.

—El reglamento dice que las niñas están obligadas a traer falda y llevar su pelo largo. Ahora, lo del cabello lo podemos perdonar porque, pues, las modas…

—Pero no entiendo por qué no la pueden tratar como ella… como él quiere —notarás que a tu madre le cuesta todavía, pero seguirá intentando—. Si el problema es por tener a un varón más en la matrícula…

—La niña está inscrita como niña —zanjará el director—, y hasta que usted no me traiga un acta de nacimiento donde diga lo contrario, aquí se le seguirá tratando como lo que es.

Tu madre no necesitará escuchar más. Detendrá la discusión ahí, le pedirá que eliminen tu expediente y le dirá que no te presentarás más a la escuela, que puede quedarse tranquilo. El hombre, que de inmediato gestionará lo que le piden, no intentará retenerte, pues le representarás un problema menos. Atravesarás el pórtico por última vez, aturdido por la velocidad con la que habrán ocurrido las cosas, pero sin mirar atrás porque en realidad no extrañarás a nadie, ni siquiera a Yadi.

Una vez dentro del auto, tu mamá se quedará con las manos en el volante mucho rato, sin girar la llave, sin saber a dónde ir ni qué hacer. No te regañará, no te cuestionará, no te preguntará nada, pero comprenderá muchas cosas sobre ti que nunca has sido capaz de explicarle con éxito. Tú tampoco dirás nada; una calidez que no habías experimentado antes ocupará tu pensamiento.

No imaginarás lo que sucederá después: terminarán dirigiéndose a casa, tu madre tendrá que decirle todo a tu padre. Te castigarán un mes por haberle pegado a un compañero y, sin otra opción, decidirán cambiarte de escuela. La semana siguiente comenzará tu vida en otro colegio. Nadie te conocerá, nadie tendrá ninguna idea sobre ti y tú podrás presentarte con tu nombre sin problemas. A la directora no le importará el uniforme que lleves, al baño que entres ni lo que diga tu acta de nacimiento.

Nadie pensará que estás confundido porque eres adolescente ni que eres pervertido por vestirte como te gusta. Tendrás amistades, no sólo la compañía de una persona que te dejaba por irse a besar con su novio detrás de los árboles. No habrá un José, un Cristian, un Santiago; alguno que otro compañero te molestará, pero cuando suceda, los maestros le pondrán un alto. Hablarán de ti en las juntas, de cómo rindes, de cómo mejoras. Desecharás las ideas que te perseguían todos los días, bajitas, discretas, con las que vivías como música de fondo, y por fin creerás que no hay nada de malo contigo.

Ese día, de vuelta en el auto, tu madre encenderá el motor y saldrán del estacionamiento de la escuela. Mirarás el paisaje correr por la ventana. Tu madre tendrá la vista fija en el camino. Sin darse cuenta, ambos dejarán escapar una sonrisa.

 

Sus gritos son tan fuertes que te ensordecen. Te sueltan los brazos, y los pies se te enredan con el dobladillo del uniforme. Caes al suelo de nalgas y se ríen todavía más duro. Miran desde arriba tus piernas desnudas y señalan tu calzón como si fuera el descubrimiento más ridículo del planeta. Percibes cómo tu cara se enrojece y la vista se te nubla por las lágrimas, mientras ellos siguen empujándose, golpeándose, gimiendo como animales, pagándose las apuestas. Pero no vas a llorar. No ahí, no les darás esa victoria. Te pones de pie y, en el solo microsegundo que dura un pensamiento, confrontas una decisión que fragmenta tu mundo en tres posibilidades. 

Ni siquiera lo dudas.

 

Priscila Rosas Martínez (Mexicali, México, 1999). Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma de Baja California. Es autora de Inevitable (Instituto de Cultura de Baja California, 2023).

 

 

[*] Este cuento forma parte del libro Inevitable (Instituto de Cultura de Baja California, 2023).