Altruismo[*]
David Roas
Sobrevivir a cualquier precio. Sobrevivir aun a costa de nuestra misma especie. Sobrevivir porque eso está en todas las naturalezas.
Cecilia Eudave, “Sobrevivir…”
Sentado en la parte más alta del tobogán, el niño era la viva imagen del desconsuelo. O así quise verlo. Cinco años, rostro exánime, ropita sucia y desgarrada. Pero no soy un ingenuo: sé lo que haría si pudiera alcanzarme.
Del niño también me fascinó su inesperado comportamiento. Cuando un adulto pasaba a su lado, trataba torpemente de agarrarse de su mano. Imperturbable, el elegido se soltaba y continuaba su errático deambular. El niño volvía a intentarlo con otro. Cuando se quedaba solo —nunca abandona el parque—, se encaramaba en el tobogán.
Todavía sigue haciéndolo. Y yo aún espero —sé que es absurdo— que alguna vez se deslice por él.
Desde mi ventana pude contemplar cómo las bestias devoraron a varios de mis vecinos. Aunque no puedo ocultar que en algunos casos me alegré: la quiosquera y su voz insoportable, el niñato del quinto (por fin su moto dejaría de despertarme de madrugada), los dos hipsters cretinos del restaurante de la esquina. La epidemia al menos sirvió para inyectar un poco de justicia poética en el barrio.
Todo eso fue antes de que se produjera el éxodo masivo y las calles quedaran en manos de las alimañas. El contagio fue tan veloz que ni siquiera dio tiempo a que se produjesen los esperados saqueos.
Son ya siete meses de encierro. Sin electricidad, es imposible saber qué ocurre más allá del parque que rodea nuestro edificio. Soldados y policías dejaron muy pronto de patrullar: los que nos quedamos ya no éramos responsabilidad suya.
Aunque no creo que el destino de los que se fueron haya sido mejor que el nuestro.
Añoro las tardes en las que podía pasear por el parque. Sentarme en un banco sin preocupaciones, sin pensamientos. Con el sol acariciándome la cara.
Siempre he sabido que todo esto era efímero, que, con suerte, tendría algunos meses de prórroga ante una muerte anunciada. Sed, hambre, enfermedad. Mi intención desde el primer día ha sido vivir tranquilo antes de que el plazo se cumpla.
Vivir sin futuro no ha estado mal. Como el niño, al que nada preocupa.
¿Para qué huir? Abandonar la ciudad, renunciar a la segura protección de mi edificio, significaba tener que localizar nuevos lugares donde ocultarse temporalmente para luego volver a escapar. La incesante búsqueda de agua y comida. Evitar a las bestias. Sufrimiento por sufrimiento, opté por quedarme en mi casa.
No sentí ni tristeza ni desesperación. Todo lo contrario. Las primeras semanas las dediqué, feliz, a leer, dormitar, saquear los apartamentos abandonados. La precipitación de los vecinos fue mi aliada, pues dejaron frigoríficos y despensas repletos. Todavía visito las viviendas vacías en busca de libros, alcohol, pastillas para dormir.
Desde que descubrí al niño, también dediqué parte de mi tiempo a espiarlo desde la ventana. Me fascinaba y horrorizaba a la vez. Es el primero que ha aparecido por el parque.
Cuando estalló la epidemia, la mayoría de mis vecinos, obedeciendo las consignas del gobierno, salió de estampida. No sentí pena alguna.
Por fin había silencio en el edificio. Sin niños gritones, sin parejas insultándose en plena noche, sin televisores atronando. Nunca había sentido una calma tan agradable.
Lástima que durase muy poco. Cuatro deliciosas semanas. Un breve espejismo tras el cual mi ordenado universo empezó a resquebrajarse.
Extinguido ese plazo, me sentí como Burgess Meredith en uno de mis capítulos preferidos de The Twilight Zone: en él encarna a un insaciable lector que, tras el apocalipsis nuclear, se queda solo, feliz de saber que ya nadie le molestará y podrá dedicar todo su tiempo a leer. El desenlace de la historia es perversamente irónico: se le rompen las gafas.
A mí el azar me reservaba algo peor: seis insoportables ancianos.
Nadie me obligó a hacerme cargo de ellos. Lo hice por pura subsistencia física y, sobre todo, mental. Ocuparme de aquellos carcamales evitaría —gran error— que se inmiscuyeran en mi vida.
Durante esas cuatro paradisíacas semanas, había podido evitarlos. Pasaba días sin verlos. No me molestaban. Abandonados por sus familiares en la soledad de sus pisos, los seis ancianos (un matrimonio y cuatro viudas) asumieron con docilidad las normas que les impuse. Si quería vivir tranquilo, era esencial tenerlos controlados, lo que implicaba suministrarles agua y comida y, sobre todo, convencerlos de que no abrieran la puerta de la calle. No me preocupaba su seguridad, sino la mía. Como no me fiaba de ellos, la bloqueé para impedirles que pudieran cruzarla. Si querían salir, que saltaran por las ventanas. No lo iba a impedir. Cuantos menos compañeros de encierro, más agua y víveres —más tiempo— para mí.
¿Por qué el niño se queda en el parque? ¿Por qué no se une a la manada? ¿Qué lo retiene allí? Las películas nos han enseñado que esas bestias no piensan, que no tienen emociones ni recuerdos. Ficciones. Quizá quede en su cerebro un atisbo de memoria que lo ata al lugar en el que solía jugar antes de la epidemia. O quizá me lo invento. Lo cierto es que no abandona nunca el parque. Verlo sentado en el tobogán es un imagen inquietante.
Pero al mismo tiempo ver al niño me tranquilizaba, y lo sigue haciendo. Lo primero que hago cada mañana —desde el primer día en que se instaló en el parque— es asomarme a la ventana y comprobar que sigue ahí. Porque también ha nacido en mí un nuevo temor (absurdo, lo sé): que el niño desaparezca. Me he acostumbrado a él, a cuidarlo en la distancia.
El suministro de agua y gas, como el de electricidad, no tardó en interrumpirse. Al principio fue un engorro cocinar en pequeñas hogueras (por suerte, teníamos una abundante provisión de puertas y muebles). Los ancianos no tardaron en acostumbrarse. Sólo tuvimos dos pequeños incendios, que pude controlar sin demasiados problemas.
Reconozco que mi —nuestro— encierro no hubiera sido igual sin la tienda del pakistaní de la planta baja. Fue el último en marcharse. Nunca había visto cerrado su negocio. Tras mucho esfuerzo, tratando de no delatarme con el ruido, logré forzar las rejas de la ventana de la tienda que da al patio de luces. Al ver lo que aquel tipo tenía allí almacenado, lloré como un niño.
Por suerte, los ancianos no podían acceder a la cueva del tesoro. No sé qué hubiera ocurrido con gente más ágil. Sin embargo, no eran tontos: sabían que dependían de mí y no protestaron por el estricto racionamiento al que empecé a someterlos. Aunque eso no les impidió convertirse en una auténtica tortura.
Solían reunirse en el apartamento del matrimonio del principal hasta la caída del sol. Pese a los cinco pisos de distancia, llegaba hasta mí el ruido de los cubiletes cuando jugaban al parchís, el rumor de risas inesperadas. Como si en las calles no se hubiera desatado el apocalipsis, como si estuvieran de vacaciones con el Inserso.
Supongo que pagaron conmigo la decepción de no ser rescatados por sus hijos tal y como estos les habían prometido. Yo, para tranquilizarles, insistía en que quizá sus familiares ya habían sido devorados, que ellos habían tenido más suerte quedándose en nuestro seguro edificio. No sé si me creyeron, pero su aparente afabilidad pronto se transmutó en una sucesión de exigencias sin fin.
Al menos siguieron realizando las dos tareas esenciales que les encargué: vaciar los cubos de excrementos y recoger agua de lluvia.
La vieja del entresuelo fue mi peor pesadilla. La mujer vivía aterrorizada ante la posibilidad de que los monstruos asaltasen su hogar. No dejé de repetirle que las verjas de sus ventanas eran infranqueables para aquellos descerebrados, que si tenía miedo se mudase a uno de los muchos apartamentos vacíos de los pisos superiores, pero la horrible anciana no quería abandonar el lugar en el que había vivido los últimos cincuenta años. Cada noche me obligaba a revisar habitación por habitación —con ella cojeando a mis espaldas—, como si aquellas bestias tuvieran el ingenio o la paciencia de esconderse en la oscuridad para esperarla, cuando lo suyo es la acción directa. Por suerte, no duró mucho.
Ahora ya sólo quedan cuatro. Y muy pronto serán tres. El hambre y la edad han jugado a mi favor.
No fuimos los únicos del barrio en quedarnos. Al otro lado del parque he visto ventanas iluminadas. Luces tan lejanas como planetas. Nunca he tratado de comunicarme con ellos. ¿Para qué? Allí habrá otros como yo, atrapados, luchando por sobrevivir día a día, seguramente cuidando de carcamales insoportables. Ya tengo suficiente compañía con los míos. Y encima tendríamos que compartir nuestras provisiones. Tiempos crueles, medidas crueles.
Conforme pasaban las semanas, empezó a inquietarme que el niño no comiera. Quizá se alimentaba cuando yo dormía o en los momentos en los que me alejaba de la ventana. Pero nunca lo vi comer. Y nunca abandonaba el parque. Demasiado pequeño para poder cazar, demasiado débil para competir con los adultos por un pedazo de carne.
La primera en caer fue la vieja del 2º-2ª. Una boca menos a la que alimentar y dar de beber. Tras un rápido velatorio, tuve que ser yo el que se encargara del problema.
Estaba a punto de lanzar el cadáver por la ventana, cuando vi al pobre niño sentado sobre el tobogán. Entonces supe lo que debía hacer.
Trocearla no fue nada fácil. No sólo por el asco (con el tiempo he dejado de sentirlo), sino por el laborioso trabajo que implica descuartizar un cuerpo humano con la sola ayuda de un cuchillo jamonero y de una pequeña sierra. Y, encima, tratando de hacer el menor ruido posible para no alarmar a los ancianos.
Convenientemente despedazado, el cuerpo me permitió alimentar al niño durante un mes. Las neveras de la tienda, aunque no funcionaban, al menos cerraban herméticamente. Y a él no le iba a importar el estado de la carne.
Lo más difícil fue entregarle la comida. Me aterrorizaba volver a salir a la calle. Estudié las idas y venidas de los adultos. Aunque, como era lógico, no tenían un horario para hacerlas, pude comprobar que cuando se ausentaban, tardaban varias horas en volver. Alimentarlo a solas, además, impediría que sus congéneres le arrebatasen la comida. Busqué la ventana más próxima al parque, pero me fue imposible alcanzar el tobogán: el antebrazo de la anciana cayó muy lejos del niño y este ni se enteró de su presencia.
Debía ser yo el que se acercara. Me asomé por varias ventanas para comprobar que el niño estaba solo. La sensación de pisar por primera vez la calle tras varios meses de reclusión fue muy extraña. Y excitante. Me acerqué en silencio, despacio. Fue su olfato el que primero me localizó. El niño se irguió como un resorte, pero antes de que saltara del tobogán, le arrojé mi carga y eché a correr.
Desde la seguridad de mi ventana, me tranquilizó verlo comer. Aunque su cara no mostraba emoción alguna, a mis ojos el pobre disfrutó de aquellas vísceras como cualquier niño con su pastel de cumpleaños. La misma ansia, el mismo masticar a dos carrillos. Ni siquiera la imagen de su boca chorreante de sangre al arrancar pedazos de hígado empañó mi felicidad.
No sé si fue casualidad, pero desde la muerte de la del 2º-2ª los viejos se volvieron aún más insoportables. Debieron pactarlo durante alguna partida de parchís, pues sus visitas a mi apartamento se hicieron mucho más frecuentes. Habían decidido no dejarme tranquilo. Siempre venían en parejas a soltarme su retahíla de lamentos. O de batallitas. No había manera de echarlos. No abrirles tampoco funcionó: se quedaban allí durante horas —no tenían nada mejor que hacer—, llamando a la puerta, gritando mi nombre. La cosa no terminaba ahí: todos querían el mismo “trato de favor” que le estaba dando a la loca del entresuelo. De pronto, todos tenían pavor a que los monstruos los devorasen mientras dormían.
Les amenacé con cortarles el suministro de víveres. Ellos me amenazaron con cortar la cuerda cuando me deslizara hasta la cueva del tesoro.
Empecé a envidiar al niño. Su vida no parecía tan mala. Todo el día en el parque, sin obligaciones, sin preocupaciones, sin carcamales que vigilar. Sin pensar.
No fue difícil arrojar por el hueco de la escalera a la vieja del entresuelo. Lo que más me costó fue decidirme a hacerlo. Ninguno de los ancianos sospechó de mí. Todos asumieron que fue culpa de su cojera. Hacía días que casi no salía de casa. “Le dolía mucho la pierna al caminar”, apostilló la del 3º-1ª. “Seguro que la pobre debió tropezar al intentar bajar la escalera”. Pero no lo hice sólo por venganza: hacía una semana que se me había acabado la del 2º-2ª y el niño debía de tener hambre. Eso sí, reconozco que disfruté troceándola para alimentar a mi pupilo.
Las reservas del pakistaní han empezado a agotarse. Poco a poco he ido reduciendo la cantidad de agua y comida que les doy a los viejos. También es una manera de castigarlos. Y ni siquiera se enteran de ello. Pese a todo, han comprendido que debemos racionar todavía más los escasos víveres que quedan en la tienda. Aunque no han parado de protestar desde que he empezado a dejarles junto a sus puertas paquetes de galletas, bolsas de patatas fritas, chucherías. La comida de verdad la reservo para mí. Desde entonces, cocino en la azotea para que no me pillen. Pero esto no puede durar mucho más.
Cada vez que le bajo un trozo de carne al niño es como si fuese la primera. Nuestra coreografía es siempre la misma: me acerco lentamente, él me localiza, se incorpora como un rayo, pero antes de que salte del tobogán para perseguirme, le arrojo el trozo de cadáver y escapo corriendo hacia el portal. Sin memoria, todo es más fácil para mí. También soy —por ahora— mucho más rápido que él.
Quizá me engaño, pero el niño tiene un aspecto cada vez más saludable. Parece más gordito, menos debilucho. No sé si estos monstruos crecen, pero lo que sí es cierto es que ya no luce aquella pinta de Oliver Twist que tenía al principio. Con un bañito y el pelo peinado, casi parecería un niño normal.
Un mes después, consumido el último trocito de la anciana del entresuelo, he tenido que escoger un nuevo cuerpo. El azar ha dictado que sea el matrimonio del principal. De ambos, el que parecía llevarlo peor era el marido. Se quejaba de dolores en el pecho, de que le costaba respirar. Sin saberlo, se estaba ofreciendo para el sacrificio. Y como dejar con vida a la inminente viuda resultaría insoportable, lo he preparado todo para que parezca un suicidio doble. La del 3º-1ª ha vuelto a ser mi involuntaria aliada: “Don Antonio no estaba nada bien y doña Patro lo quería tanto”.
Racionándolos, los dos carcamales me proporcionarán dos meses de tranquilidad.
Las dos supervivientes cada vez molestan menos. Desaparecidos los del principal, pasan el día encerradas en sus respectivos pisos. Las pocas veces en que me cruzo con ellas, ya ni me saludan. La estricta dieta no ha tardado en pasarles factura. Delgadas, sin energía, parecen almas en pena. No tardarán mucho en convertirse en alimento para el niño.
Esta mañana he bajado a la tienda del pakistaní y ya no queda nada para comer. No hay vuelta atrás. Huir no va a servir de nada. Esto no es una película de Hollywood.
Resulta extraño volver a caminar por el parque. Me acerco al tobogán. El niño sigue solo. Me invade una gran serenidad.
El plan es sencillo. Dejar que me muerda y volver corriendo al edificio. La infección no tardará en extenderse por mi organismo. Las dos viejas aún siguen vivas: al menos durante un tiempo no tendré que pelearme por la comida. Y después podré regresar a mi parque añorado.
Si en mi cerebro descompuesto queda un atisbo de memoria, no soltaré su mano.
Quizá podamos compartir el tobogán.
David Roas (Barcelona, España, 1965). Es autor, entre otros libros, de Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico (Páginas de Espuma, 2011; IV Premio Málaga de Ensayo), Distorsiones (Páginas de Espuma, 2010; ganador del VIII Premio Setenil al mejor libro español de cuentos del año), La estrategia del koala (Candaya, 2013) y Cronologías alteradas. Lo fantástico y la transgresión del tiempo (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2022).
[*] Publicado en el libro de David Roas Invasión (Páginas de Espuma, 2018).